Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

3 El jarrón

Justo ante mis narices, había un enorme perro con los colmillos sacados. Su gruñido bajo y amenazante me alcanzaba con una nitidez impresionante. Yo lo miraba con los ojos redondos desde hacía un buen rato, no sabía cuánto, podían ser horas, días… Para mí era como si estuviera viendo venir la muerte desde hacía una eternidad.

«Hijo, ven,» me murmuró una voz. «Tranquilo, no tengas miedo. Te voy a cantar tu nana favorita, ¿eh? Mira, escucha, no tiembles.»

Pese a todo, yo temblaba. Temblaba, aunque no sabía por qué, si por el miedo, o por aquel producto que Warok me había hecho tragar o por haber consumido enteramente mi tallo energético con tanta magia… No lo sabía. Poco me importaba ahora, porque mi maestro estaba conmigo. Sentado junto a mí, me tendió un hueso bien limpio de conejo, yo lo cogí entre mis dientes y él se puso a cantar con suavidad:

Superviviente,
no tengas miedo.
La tormenta se va.
Estoy aquí contigo.
No tengas miedo.
La tormenta pasó ya.
Duerme tranquilo.

Pero el caso es que el enorme perro seguía mirándome con los dientes sacados y gruñendo como el trueno.

La Cueva a veces se transformaba en un cuarto bien iluminado donde se movían siluetas y hablaban en voz baja. En un momento, el barbudo se allegó a mí, me forzó a levantarme y me soltó:

«¡Wey, espabila, muchacho!»

Me sacudió pero yo tan sólo conseguí farfullarle sin mucha energía:

«Suéltame, isturbiao.»

No desviaba los ojos del perro, tarea más bien sencilla pues lo tenía siempre delante, mirase donde mirase.

«Un momento,» murmuró entonces el barbudo. Tendió la mano hacia mi cuello y retrocedí, topé con el muro y él cogió mi colgante con expresión fruncida. «¿De dónde has sacado esto?»

Le devolví una mirada desafiante y él acabó por soltar mi colgante de plata, menear la cabeza y alejarse. Al fin, con voluntad, conseguí echar al perro. Le siseé repetidamente:

«Fuera. Fuera. ¡Fuera!»

Y entonces mi maestro nakrús intervino, soltó un sortilegio y el perro desapareció. Recuperé mi aliento, tanteé hasta que topé contra un tronco, me senté, me acurruqué y, viendo cómo poco a poco aparecían miles de estrellas en el cielo, caí dormido. Lo último que sentí fue cómo mi maestro nakrús me cubría amablemente con una manta. Lo más curioso fue que, al despertar en un cuarto desconocido, me encontré bajo unas mantas y sobre una… cama. Diablos. Era la primera vez que dormía sobre una.

Durante unos instantes, el nerviosismo me invadió al darme cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba. Entonces, recordé lo de la víspera, Warok, Adoya, la droga y… los perros. El terror amenazó con apoderarse de mí otra vez pero lo rechacé y me dediqué a analizar mi nueva situación. Estaba en un gran cuarto acomodado con varias camas. Ya había amanecido y una luz diáfana iluminaba la madera del interior. Y había gente en la habitación. La Azulada y la Rubia. Dos de los cinco forasteros que me habían sacado de la callejuela donde… donde Warok había muerto. ¿Lo habría matado yo? Sin duda alguna, aunque no sabía si había sido por la descarga mórtica, el golpe al caer o el producto del frasco. En cualquier caso, a mí el producto no me había matado… pero yo era sokuata, pensé súbitamente. A menos que… a menos que Warok me hubiera estado mintiendo para asustarme y no me hubiese envenenado realmente… pero lo dudaba. En cualquier caso, su muerte me dejaba más aliviado que triste.

Me enderecé y mi movimiento interrumpió los cuchicheos que intercambiaban las dos mujeres sentadas en una cama. Viéndolas juntas, era imposible no notar la semejanza. Parecían gemelas, exceptuando el color del pelo. Una, la Rubia, tenía una extraña cicatriz negra que le cruzaba una mejilla. Las dos llevaban atuendos holgados y oscuros.

Como ambas me miraban, recordé que esos forasteros pensaban que yo sabía algo sobre el Bravo Negro y me tensé.

«Salú,» murmuré.

Me deslicé de debajo de las mantas y me levanté, alejándome de la cama. No me sentía para nada a gusto en aquel lugar. Eché una rápida ojeada por la ventana y reconocí la ruidosa Avenida de Tármil y la tienda de enfrente. Estábamos en Las Bailarinas. ¿Por qué fiambres me habrían llevado esos tipos a su albergue?

«¿Quiénes sois? ¿Por qué me habéis traído aquí?» pregunté, haciendo un vago ademán.

Vi a ambas jóvenes intercambiar una mirada antes de que la Rubia tomara la palabra.

«Buenos días, jovencito. Me alegra ver que estás mejor.» Se levantó y observé cómo se posicionaba de tal forma que me tapaba la puerta. Me dedicó una sonrisa radiante. «Yo soy Zalén. Y ella es mi hermana, Zoria. Y te hemos traído aquí porque no queríamos dejarte solo en ese estado en compañía de un cadáver. Has estado delirando toda la noche.»

Hice una mueca de disculpa.

«Vaya. Bueno. Gracias. Entonces… ¿me puedo ir ahora?»

La Azulada carraspeó y la sonrisa de la Rubia se hizo aún más amena.

«No te hemos secuestrado, pequeño, pero si tuvieras alguna información sobre el Bravo Negro y los Ojisarios… Tal vez hayas oído algo.»

Las miré a ambas y me encogí de hombros. Entonces, vi a la Azulada sacar varias monedas de oro y me ensombrecí.

«No, señorita, eso sí que no. ¿Por qué andáis buscando al Bravo Negro? ¿Por alguna recompensa?»

Las gemelas intercambiaron otra mirada y entonces la Azulada dijo:

«En realidad, no buscamos al Bravo Negro. Hemos oído… que los Ojisarios tenían a un rehén. A un rehén valioso. Un gnomo.» Creo que mi estremecimiento no se le pasó por alto pues sus ojos centellearon. «Ese hombre es amigo nuestro.»

Inspiré, tomé un aire desenfadado y sacudí la cabeza.

«Lo siento, señorita. Yo no conozco a ningún gnomo. ¿Puedo irme ya?»

La Azulada parecía contrariada. La Rubia, en cambio, sonrió.

«Claro. Puedes irte. Y prometemos dejarte tranquilo y no hablar de ese elfo oscuro si tú no hablas de ese… gnomo a nadie, ¿entendido?»

Mi pulso se aceleró cuando pensé que podían acusarme de haber matado a Warok. Tragué saliva y puse los ojos en blanco.

«Natural. Ni una palabra, señorita.»

Pasé nerviosamente junto a Zalén y, ya ante la puerta, me detuve y carraspeé.

«Oye. Gracias por… lo de anoche. Si no llegáis a intervenir, lo mismo ahora esos perros estarían royendo mis huesos.»

Vacilé y las miré a ambas. Temía hablar demasiado pero… la curiosidad era demasiado fuerte.

«¿Por qué andáis buscando a ese gnomo?»

«¿Que por qué andamos buscándolo?» La Azulada se levantó y se acercó con andar ágil mientras afirmaba con brusquedad: «Porque es como un padre para nosotras.» Se aproximó tanto que, para no tener que sostener sus ojos que parecían verlo todo, desvié varias veces mi mirada, molesto, mientras ella proseguía: «Imagínate a dos adolescentes perdidas y desesperadas, vagando durante lunas y lunas por tierras salvajes porque en las de los saijits las tratan de monstruos y, de repente, zas, aparece un hombre que da remedio a todos sus sufrimientos. Las cuida, las mima, las quiere… Y años después aparecen unos degenerados que nos esclavizan y separan. En circunstancias como estas es cuando la furia renace, viva, ardiente como un fuego que grita libertad y venganza…»

«Zoria,» intervino la Rubia con un carraspeo. «Tranquilízate, ¿quieres? Lo estás asustando. El muchacho dice que no sabe nada.»

«Y miente,» siseó la Azulada.

En sus ojos brillaban lucecitas extrañas, como si tuviera un cielo estrellado dentro. Sentí de pronto una energía tantearme, pero su sortilegio, fuera cual fuera, rebotó y no me hizo ningún efecto. La sorpresa que se reflejó en el rostro de la Azulada me arrancó una mueca burlona. La oí resoplar.

«Confiesa que mientes,» insistió. «Lo leo en tu expresión. Conoces a Dessari Wayam.»

Puse cara aburrida y estaba buscando una respuesta convincente cuando, de pronto, la puerta se abrió, el batiente me empujó y, procurando no chocarme con la Azulada, me deslicé ágilmente afuera justo cuando el barbudo que entraba decía alegremente:

«¡Tarta de manzana para nuestras reinas…! ¡Hey! ¡Alto ahí, bribón! ¡Atrápalo, Sarpas!»

El gigantón fue a agarrarme del brazo, pero no fue muy rápido. Me escabullí y salí corriendo por el pasillo antes de percatarme de un detalle. El colgante. No lo tenía. Volteé de golpe y solté:

«¡Serán ladrones! ¡Mi colgante!»

El barbudo había entregado la tarta de manzanas al caito pelirrojo y, con una mano, balanceaba con desparpajo el collar.

«¿Buscas esto?»

Le eché una mirada fulminante. Y no era tanto la exasperación que me producía el haber sido robado como la urgencia de salir de ahí y huir de esa Azulada lo que me apremiaba y me ponía de malhumor. Tal vez la Azulada dijera la verdad y el alquimista era amigo suyo, pero eso no quitaba que, si nos lo robaban, nosotros nos quedábamos sin sokuata. Y eso no lo iba a permitir yo. No les iba a decir nada antes de que el gnomo nos diera un remedio definitivo. La vida bien valía un colgante de plata.

Al ver al barbudo avanzar por el pasillo del albergue, retrocedí y lancé:

«Juro que no sé nada. Pero puedo ayudaros. Conozco los Gatos. Y conozco a gente. Volveré por aquí dentro de una semana,» prometí. «Pero ahora me voy. Os dejo mi collar como muestra de buena fe: cuidadlo bien, que es mío y me da suerte. Me voy,» repetí.

Bajo la mirada suspensa del barbudo, di media vuelta y me largué sin que nadie me persiguiera. Finalmente, tal vez no fuera mala gente. Me habían salvado de una muy mala pasada. Y no me habían acusado de asesinato. Bien merecían que les hiciera un poco de caso… Pero no ahora.

Estaba ya al fondo del pasillo cuando apareció una gran matrona y, viéndome, puso cara de espanto.

«¡Pero qué haces aquí, tunante! ¡Fuera! ¡Largo de aquí!»

Salir era precisamente mi intención y se lo dije, pero la manaza de la patrona me ayudó de todas formas a cumplir con mi propósito. Me hizo bajar las escaleras en volandas, me arrastró hasta la puerta de servicio y, tras fisgonear en mis bolsillos por ver si no había robado nada a sus clientes, decidió que no valía la pena llevarme a la comisaría y me echó de su establecimiento. No bien me hubo soltado en el callejón, recuperé el equilibrio y le grité:

«¡Vieja bruja!»

Y, viendo la expresión criminal que me puso la matrona, juzgué prudente afufarme a la carrera. Salí del callejón y, en vez de bajar la Avenida hasta los Gatos, decidí irme a la Explanada. Debían de ser ya las nueve pasadas y mi intuición me decía que Manras y Dil estarían ahí; Dil porque siempre le seguía a Manras, y Manras porque, según Yerris, se había convertido en un aficionado a las enseñanzas de Nat el Bailador. Y a este le encantaba operar en la Explanada.

Acerté. Al de un rato de estar rondando por la enorme plaza, los vi a los tres formando corro junto a una puerta cochera, hablando con el Raudo y… Syrdio. Tras echarle una mirada prudente al Galopante, bramé:

«¡Salú, compañía, salú, shurs!»

Se giraron todos, el Raudo sonrió y Manras dejó escapar un grito de alegría.

«¡Espabilao!»

Cuando lo vi tirarse literalmente sobre mí, mi corazón se llenó de una viva emoción y me eché a reír al oírlo soltar en un batiburrillo todo lo que había estado haciendo aquellas tres semanas:

«¡No sabes la historia con la bonita panadera! ¡Nos dio panecillos con miel, justo ayer, para las fiestas, y por la cara del santo espíritu patrón, sí, sí! ¡Y no sabes! El otro día fuimos con el Raudo a ver a los monos en el Jardín de Fieras. Y la rabieta que le dio a la Venenos… El guardián nos sacó a todos por altobo… altrobotadores! ¿Borotadores? Bueno, eso. ¡Hey, Espabilao! ¿Has visto la nueva camisa que tengo?»

Aproveché su torrente de palabras para saludar a Dil con un habitual empujón amistoso en la cabeza y contesté a las variadas historias con unos wow, la madre, ¿en serio, shur? ¡brasas! entremezclados con carcajadas y pullas alegres. Bien me había fijado en que Syrdio se había alejado y el Raudo tan sólo me palmeó el hombro diciéndome:

«Me alegra ver que sigues en pie, shur. Con tan buen historial, a buen seguro cualquier guako de buen espíritu te dará la mano sin pestañear.»

Le sonreí y lo vi alejarse entendiendo que, a pesar de que nos lleváramos bien, no me quería en su banda porque no quería líos entre los suyos. Lo vi reunirse con Syrdio… y le eché una mirada expectante al Bailador. Este no se había movido y me dedicó una mueca molesta.

«Oye, Espabilao, quería decirte… Si me dices que no te chivaste al Gato Negro con lo de la sokuata, te creo.»

Asentí y sonreí.

«No me chivé. Lo juro por los ancestros de la suprema guakería de Éstergat, para que sepas.»

Nat el Bailador me devolvió la sonrisa y tendió una mano. Se la estreché con firmeza.

«No podrás quejarte,» me dijo. «He afilado las uñas de tus amigos y ensanchado sus conocimientos. Bueno, de Manras. Dil… es especial,» puntualizó. Le empujó la cabeza al Principito con diversión y concluyó: «Te los dejo sanos y sabiondos. Yo soy más lobo solitario. Y… por cierto, si el alquimista encuentra algún remedio… me lo dirás, ¿verdad?»

Resoplé.

«¡Natural! No sé cuánto tardará… pero apuesto diez clavos a que lo encontrará.»

El Bailador ya retrocedía y se carcajeó.

«¡No arriesgas mucho la bolsa, Espabilao! ¡Salú!»

Alcé la mano, sonriente, y lo vi desaparecer detrás de un carruaje lleno cebollas. Instantes después, lo avisté en la escalinata del Capitolio, junto al Raudo y a Syrdio, masticando… una cebolla, adiviné.

«¿Por qué se van?» preguntó Manras, confuso.

Me encogí de hombros, hundí las manos en mis bolsillos y bostecé.

«Los guakos vamos, venimos… Qué importa. Nosotros también nos vamos. Venga, shurs. Arreando. ¿Qué os parece si vamos a visitar al Sacerdote?»

«Pero ya no está en el Hospital,» objetó Manras, siguiéndome.

Me detuve en seco ante la noticia.

«¿Qué?»

El pequeño elfo oscuro se encogió de hombros.

«Pues sí, eso nos dijo el Gato Negro. Le llamó hereje a un médico y lo amoscó; lo echaron y el Gato Negro se lo llevó.»

«La madre,» espiré. «¿Sabes dónde está el Gato Negro?»

Él puso cara de que no y meneé la cabeza. Caray. Conociéndole al Sacerdote, estaba seguro de que lo de hereje lo había soltado sin pensarlo. A mí ya me lo había soltado decenas de veces… pero claro yo era yo y un médico era un médico. Meneé la cabeza y sonreí.

«Bah. Entonces vayamos a desayunar.»

* * *

En los tres días siguientes, no pisé Las Bailarinas. En cambio, fui todas las tardes a la Fonda. Pese a mis esfuerzos por retranscribir lo oído a través de la piedra malva, mis resultados seguían siendo desastrosos. Lo único que había sacado en claro era que un tal Shokinori y un tal Yabir andaban buscando el Orbe Malva, la reliquia de Korther, después de que la hubiesen perdido hacía ya unas lunas y, según había deducido Korther de mis traducciones, ambos se encontraban en los Subterráneos y viajaban hacia la Superficie con intenciones de seguir soltando sortilegios y acercarse al Orbe. La idea de que lo estuviesen buscando parecía intrigar y fascinar a Korther más que molestarlo, no sé si porque tanto interés de parte de esos subterranienses le confirmaba el valor «incalculable» de la reliquia o por otras razones. En cualquier caso, aquel asunto empezaba a aburrirme, pero no me quejaba porque sacaba mi medio siato diario y, con eso, había podido comprarme ya un pantalón sin agujeros y rellenarme los bolsillos de avellanas.

La cuarta noche, los murmullos de los subterranienses se habían hecho tan bajitos que, renunciando a tratar de entenderlos, había retomado la lectura de las Teorías sobre las criaturas infernales cuando oí a Shokinori decir:

«Con cuidado.»

Desvié la mirada del libro y, con un suspiro, tomé la pluma y traduje. Alcé la vista. Por las rendijas de los postigos cerrados, tan sólo se veía oscuridad. Korther no me dejaba salir de su despacho con la piedra, de modo que me quedaba con él mientras él escribía cartas, leía o conversaba con Aberyl. Ahora mismo, estaba leyendo el periódico de El Diario Nocturno.

«¡No, no, no!» exclamó Shokinori. Me sobresalté. «¡El trazado, Yabir, el trazado va mal!»

Era la primera vez que los oía con tanta claridad y bajé la mirada hacia el Orbe, turbado. Parecía que estaban soltando otro sortilegio de localización.

«¡Te vas a cargar el vínculo, para ya!» gruñó Shokinori.

Si pensaba que estaba a salvo sentado en mi sillón, me equivoqué: sentí de pronto una descarga de energía brutal. Solté un grito ahogado y, con un movimiento espasmódico, tiré el Orbe a través de la sala. La piedra fue a chocar con un bonito jarrón, que se quebró estrepitosamente en el suelo. Por un segundo, reinó el silencio y no me moví. Entonces, crucé la mirada de Korther y me quedé lívido.

«Muy bien,» dijo Korther, plegando el periódico sin sulfurarse. «Excelente, rapaz. Acabas de destrozar un jarrón que me costó treinta y dos siatos. ¿Alguna razón especial?»

Asentí enseguida.

«Sí. El Orbe se ha vuelto loco. Shokinori se puso a gritar que Yabir se iba a cargar el vínculo y, zas…»

«Y zas,» me interrumpió Korther, levantándose. «Adiós jarrón.»

Adiviné que, pese a su actitud tranquila, estaba enfadado y bajé la mirada poniendo cara mortificada.

«No lo he hecho queriendo…»

Korther se agachó, recogió la piedra y suspiró mirando el jarrón partido en añicos.

«Es irrecuperable. Recógeme todo esto y ve a tirarlo lejos de aquí.»

Me levanté, él volvió a sentarse inspeccionando el Orbe y, tras colocar todos los trozos del jarrón en mi camisa, miré al cap, vacilé y dije:

«Lo siento, Korther.»

El cap suspiró.

«Y yo más. Al menos el Orbe sigue funcionando. Más te vale avisarme bien cuando veas que esos dos se van acercando a Éstergat. Alivia y vuelve mañana.»

Nada de cincuenta clavos aquel día, entendí. Y probablemente podía ir olvidándome de los cincuenta en los días venideros… Asentí e iba a soltar mi camisa de una mano para abrir la puerta cuando esta se abrió de golpe, me empujó, por poco tiré una figurina de plata, la retuve como pude y volvieron a caérseme todos los trocitos del jarrón en la alfombra. Fiambres.

«Oh,» soltó Aberyl, perplejo, al entrar. «Perdón. ¿Qué ha pasado?»

Con un suspiro, me bajé para recogerlo otra vez todo con presteza. Korther contestó con calma:

«El chaval está empeñado en romperme la casa. ¿Qué ocurre, Ab?»

Aberyl meneó la cabeza y avanzó dejando caer una carta sobre la mesa.

«Carta de Frashluc,» declaró.

Observé cómo los ojos reptilianos del cap Daganegra destellaron. Y vi cómo se giraban inmediatamente hacia mí. Hice una mueca, pillé la indirecta y me apresuré a coger el último trozo de jarrón antes de levantarme, murmurar un «salú» casi inaudible y marcharme de ahí tan silencioso como una sombra.

En la puerta de salida, posicioné la tranca para que se cerrara sola y me alejé con rapidez en las tinieblas de la noche. Cuando tomé la calle que bajaba bordeando el río Tímido, tenía la intención de tirar todo el estropicio en el río de Éstergat, pero, cuanto más bajaba, más pensaba en que, si el jarrón le había costado treinta y dos siatos a Korther, tenía que tener aún cierto valor incluso bajo esa forma. Tras vacilar un poco, abandoné la calle del río y me metí en el Laberinto. Pasé por El Cajón, pero tan sólo oteé para ver si estaba ahí Yarras y, como quien dice, dije «salú, salú» y me marché. Fui a La Llama Azul. Nunca había entrado en una casa pública y lo que vi me impresionó un poco: los muros estaban todos llenos de tapices, las mesas y el mostrador abarrotados de gente. Sin embargo, el ambiente era distinto al del Cajón. Cuando reconocí a Loto el Manitas sentado a una mesa, zigzagueé entre las bellas señoras hasta alcanzarlo.

«¡Loto! ¿Está Yarras por aquí?»

El hombrecillo enarcó las cejas y bajó su tazón.

«Vaya, cantador. Sí, creo que está arriba. ¿Qué llevas ahí?»

Me encogí de hombros.

«Algo que quiero enseñarle.»

Y, antes de que me hiciera más preguntas, tomé la dirección señalada y subí las escaleras sin que nadie me lo impidiera. Dos veces me asomé a una habitación equivocada antes de oír la voz de Yarras por una puerta entornada:

«… preciosa,» decía. «Porque, sinceramente, si pretendes mover ese peón, has perdido la partida.»

«Atranca la boca, no me dejas pensar,» le replicó una voz femenina con tono absorto.

Después de haberme pasado tantas horas escuchando a escondidas las conversaciones de Shokinori y Yabir, había desarrollado una inquina especial hacia el espionaje y, por ello, me apresuré a llamar a la puerta y asomé la cabeza. Encontré al forzudo pelirrojo y a una hermosa mujer sentados a una mesa con un tablero de maog entre ellos.

«Demonios,» articuló Yarras, sorprendido. «¿Cantador? ¿Qué haces aquí? Espera un segundo y voy.» Y añadió: «Lo siento, preciosa, quise advertírtelo pero…» Movió una ficha. «Has perdido.»

Se levantó con desenfado y, echándole una mirada de burlona disculpa a su adversaria derrotada, salió afuera y cerró la puerta.

«¿Qué pasa, hijo?»

Le expliqué la cosa enseñándole los trozos del jarrón:

«Me preguntaba si esto tenía algún valor.»

Yarras enarcó una ceja, cogió un trozo y puso cara divertida.

«Vaya. Esto parece porcelana de Vargyl. Supongo que no puedo preguntarte de dónde la has sacado… ni por qué está en ese estado.»

Me mordisqueé el labio, él me devolvió el trozo y meneó la cabeza.

«Veinte clavos es todo lo que te puedo ofrecer.»

Me encogí de hombros. Era mejor que nada.

«Corriente.»

Me guió hasta una pequeña habitación llena de trastos al fondo del pasillo, me hizo dejar todos los trozos de porcelana en una caja y me dio los veinte clavos.

«Gracias, Yarras,» le sonreí.

Este me devolvió la sonrisa.

«Nunca está de más ayudar a un guako. Dicen que trae buena suerte. Oh, por cierto…» Vaciló teatralmente. «¿Te enteraste de lo que pasó hace unos días en el Camino de la Rueda? Encontraron a un muerto.»

La tensión me invadió. Enarqué las cejas, fingiendo sorpresa.

«Brasas. ¿En serio?»

«Sí. Al parecer, según dicen algunos, era uno de los vástagos del Bravo Negro. Murió por una sobredosis de falsina. ¿No te enteraste, eh?»

Negué varias veces con la cabeza.

«Pues no.»

Yarras me observó con burla.

«Los moscas también encontraron una gorra con la visera agujereada.»

Palidecí. Vaya. Y yo que creía que me la había dejado en Las Bailarinas… Pero no era sorprendente que los cinco forasteros que me habían salvado no hubieran pensado en borrar pruebas que me pudieran inculpar. Yarras puso los ojos en blanco y me revolvió el cabello.

«Me parece que tengo una gorra por aquí que nadie usa. Espera, que te la traigo, ¿corriente?»

Lo miré con atención y Yarras se carcajeó por lo bajo.

«¡Relájate, guako! Si hubiera estado en tu lugar, yo habría sido menos fino.»

Se puso a rebuscar entre los trastos y sacó finalmente una gorra realmente vieja.

«¿Servirá?» preguntó Yarras.

No esperó mi respuesta y me la puso sobre la cabeza antes de sacarme de la habitación. Resoplé.

«Gracias, Yarras.»

«Es natural: un guako sin gorra no es guako de escuela.»

Yo no me refería sólo a eso, pero supe que Yarras había entendido. Volví a sacar los veinte clavos y él alzó las manos.

«Ni hablar, guarda eso.»

«No. Es justo, por la gorra,» insistí, tendiéndole las monedas.

Yarras me echó una mirada inquisitiva.

«¿No querrás pagar los servicios de alguna de mis primas?»

Agrandé los ojos ante la mera idea.

«No, no,» me apresuré a rechazar. «Yo…»

«¡Corriente!» se carcajeó Yarras, burlón. «Entonces… ¿tal vez una partida de clavosviejos? Tienes con qué apostar.»

Puse los ojos en blanco, resoplé y el rufián sonrió.

«¿Corriente?»

Asentí, animado.

«¡Bah, pues, sí, corriente!»

Un par de horas después salía de la casa pública con una deuda de treinta y seis clavos y la seguridad de que aún me faltaba mucho por aprender, tanto a jugar al clavosviejos como a no fiarme de la suerte.

Cansado de un largo día pasado a vender periódicos, vagabundear por las calles, espiar a magaristas y endeudarse con rufianes, decidí que era ya hora de volver a la Plaza Lana. Ya era medianoche pasada, pero en la plaza seguía habiendo ojos abiertos. Vagué con cuidado entre los guakos dormidos, encontré a Manras y Dil y me tumbé junto a ellos bostezando. Agucé el oído. Se oían los murmullos de los guakos despiertos; una banda conversaba tranquilamente, sentada junto al pozo central; en la boca de una calle, vi a un guako ocupado en cobrarle alguna deuda a otro. Desvié la mirada hacia el cielo. Las estrellas centelleaban con una inhabitual nitidez. Llevándome la mano a un colgante que no tenía, susurré:

«Buenas noches, elassar.»

Mi maestro me contestó con suavidad:

«Buenas noches, Mor-eldal.»

Sonreí y puse los ojos en blanco al oírlo. Desde la muerte de Warok, por alguna razón, las armonías me hacían jugarretas de cuando en cuando. No es que fuera molesto siempre y cuando el problemilla no fuera a peor. Pero no había ninguna razón para pensar que fuera a ir a peor, ¿verdad?

Suspiré, traté de encontrar una posición cómoda y, en cuanto cerré los ojos, me dormí plácidamente.