Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

2 La piedra malva

La casa del alquimista no estaba lejos de la frontera con los Gatos y no tardé en llegar a la Fonda. Agucé el oído, pero la puerta era tan gruesa que no se podía oír nada a través. Llamé y esperé.

Cuando la puerta se abrió, apareció Aberyl, con su embozo azul bien colocado y sus ojos castaños amarillentos sonrieron.

«¡Cielo constelado, pero si es nuestro héroe lisiado!»

Sonreí.

«Salú, Ab. ¿Puedo entrar?»

«Faltaría más, entra, entra. ¿Vienes a por algún trabajillo, verdad? Korther me habló del tema. Ahora está en plena reunión de negocios, pero le avisaré de todas formas. Me encanta molestar. Haz como en casa.»

Como él se alejaba, pasando por la puerta trasera y cerrándola detrás de él, me avancé por la habitación. En la mesa, había una pequeña pila de clavos y, buscando razones para no metérmelos en el bolsillo, me dije: no son tuyos, Mor-eldal. Además, un Daganegra no le robaba a otro. Qué ideas.

Desviando la mirada, la curiosidad me llevó a acercarme a la butaca de Korther. Toqué la tela y me fijé en que tenía relleno y todo. Tras soltar una ojeada a la puerta, me senté y resoplé, sonriente. No estaba nada mal. Era hasta más cómoda que las de la casa de Miroki Fal. Me levanté, volví a sentarme y le eché un vistazo a mi pierna. El vendaje que llevaba tenía días ya. Estaba pensando que ya era hora de quitármelo cuando la puerta se abrió y me levanté de un bote. Aberyl me echó una mirada burlona.

«¿Preparándote para hacerte cap de mayor, eh?»

Me puse rojo y resoplé.

«No, no, qué va. Si sólo estaba probando.»

«Seguro.» No se me pasó por alto la ojeada que le echó a la pila de clavos antes de añadir: «Korther quiere que vayas a su despacho. Ya ha acabado la reunión. Pasa.»

Lo seguí y atravesamos dos habitaciones antes de subir unas escaleras y llegar al dicho despacho. Así como el resto de habitaciones estaban un poco desangeladas, el despacho era espacioso y bien iluminado, con una gran alfombra que parecía estar bordada con hilos de oro y todo tipo de muebles lujosos. Korther estaba sentado en su sillón, escribiendo una carta con una enorme pluma negra. Alzó la vista, posó la pluma y sonrió.

«Gracias, Ab. Bienvenido, rapaz. Acerca, acerca. ¿Qué tal la pierna?»

«Curada,» contesté, acercándome.

El cap tenía, ante él, una pila de hojas, tinteros, plumas impresionantes y, en su mano izquierda, una pequeña piedra malva oval.

«Me alegro. ¿Qué tal con el alquimista?»

Mi expresión de no saber qué contestar le arrancó otra sonrisa. Obedeciendo a sus gestos, di la vuelta al escritorio y él empujó una pequeña hoja hacia mí llena de signos.

«Dime, rapaz. ¿Reconoces estos signos?»

Fruncí el ceño e inspeccioné la escritura.

«No mucho,» dije al fin.

Korther enarcó una ceja.

«¿No mucho?» repitió.

«Es que son parecidos a los que conozco, pero no iguales,» expliqué.

«Entiendo,» murmuró Korther. «Por curiosidad, ¿dónde los aprendiste?»

Me encogí de hombros y dije:

«Con un hombre muy viejo.»

Korther observó un silencio y, viendo que yo no decía nada más, no insistió, cosa sorprendente. Apartó la hoja con los signos y se recostó en el sillón diciendo:

«Mira, aquella noche, cuando me ayudaste a robar la Wada, te oí hablar… un idioma extraño. Un idioma que yo llevo ya unas lunas intentando aprender y que es más infernal que el owram. ¿Sabes de qué estoy hablando?»

Asentí con calma.

«Del caéldrico.»

«Exacto,» sonrió Korther. «El caéldrico, la lengua de la tierra, que, por culpa de ciertas matanzas perpetradas por los Halinasg, acabó siendo conocido como el morélico, la lengua de los muertos.» Realizó un vago ademán con aire de contador. «Tal fue la histeria que se quemaron bibliotecas enteras para acabar con todos los libros escritos en morélico. Por toda la Gran República, que entonces se extendía de las montañas de los Arpones hasta la Mar Blanca del Levante, se metían en la hoguera a los sospechosos de complicidad con los Halinasg. Hoy en día, tan sólo aprenden morélico algunos espiritistas que quieren darse aires macabros. Y los signos siguen estando prohibidos. Sin embargo… en los Subterráneos, sigue hablándose. Y, en las tierras del oeste, se la considera simplemente una lengua muerta, sabia y olvidada. Una lengua que aprenden los doctos.»

Jugueteó con su piedra malva unos instantes, pensativo, y, alzándola entonces ante mis ojos, añadió:

«¿Sabes lo que es esto?»

«¿Una piedra malva?» sugerí. Y como veía surgir en sus ojos reptilianos un destello de burla rectifiqué: «¿Un diamante?»

«Qué va a ser un diamante: es una reliquia,» me replicó Korther. La posó sobre la mesa y juntó ambas manos, contando con evidente placer: «Me la trajo Aberyl la luna pasada. ¿Sabes dónde la encontró? En una playa de las Tierras del Ciego. Y es que, increíblemente, esta reliquia flota. Con lo que no puede estar hecha de una piedra común.» Marcó una pausa. «Tardé un buen rato en averiguar cómo se activaba la reliquia pero, ahora, cuando lo hago, consigo a veces oír murmullos de voces. El otro día, reconocí una palabra en caéldrico. Algo como ilshuay. Significa agua, ¿verdad?»

«Agua salada,» aprobé.

«Tanto mejor,» murmuró Korther, observando la piedra con inequívoco interés. «Mi intuición me dice que esta reliquia tiene un valor incalculable.»

Retomó la piedra y, tras poner cara concentrada, alzó la mirada y me la tendió:

«Cógela.»

Vacilé, mayormente porque no sabía con qué mano cogerla, si con la izquierda, cuya piel de sokuata tenía una especie de escudo anti-energía, o con mi mano esquelética que era indetectable ante las alarmas mágicas. Elegí finalmente esta última y recogí la piedra. Sentí un calambre y di un respingo pero no solté la reliquia. El trazado de esta era tan complejo que renuncié a entenderlo al de unos segundos.

«Está activada,» dijo Korther levantándose. «No la sueltes. Siéntate y espera a oír las voces. Entonces…» Colocó una hoja en blanco y una pluma y me invitó con un gesto a sentarme en un sillón no menos cómodo que el suyo, ante el escritorio, concluyendo: «Traduce todo lo que puedas.»

Asentí y, pensando de nuevo en esos diez clavos por línea que me había recomendado Yal, apunté:

«¿Y qué gano yo con esto?»

Korther puso los ojos en blanco.

«Óyeme, hijo. Lo primero de todo, para un buen sarí, es llevarse bien con el cap. Recapacita. ¿No recuerdas haber recibido más de una recompensa estas últimas semanas?»

Palidecí. Vaya.

«¿Se refiere a la comida, el vendaje, la casa y… y el gnomo? Ya,» carraspeé mientras él asentía con calma. «Bueno. Cabal. Entonces, traduzco.»

«Traduces,» aprobó Korther, sonriente. «Piensa que cuantos más favores me haces, más favores te haré yo. Y el remedio del señor Wayam va incluido.»

Muy pronto se atrevía a afirmar que el gnomo encontraría un remedio de verdad, pensé. Pero no dejé de asentir y girar mi atención hacia la piedra malva. Durante un largo rato, no dijimos nada. Yo balanceaba los pies e inspeccionaba la reliquia; Korther escribía una carta con una gran pluma negra. Cuando acabó, utilizó un sello con cera negra que representaba una daga. Se levantó, abrió la puerta y bajó las escaleras soltando:

«¡Ab!»

Oí unos murmullos abajo, el ruido de una puerta y al fin Korther regresó. Parecía de buen humor.

«¿Todavía nada, eh? A veces pueden pasar horas. Mientras tanto, tal vez te interese un poco de lectura. Yal me ha dicho que te enseñó a leer drionsano. Veamos, veamos,» dijo, fisgoneando en una de sus estanterías. Sacó un pequeño libro verde con una sonrisilla. «Tal vez este.»

Me lo tendió y leí el título en voz alta:

«Teo-rías sobre las… cria-turas infernales.»

Enarqué las cejas, alcé la vista hacia Korther y, cruzándome con sus ojos violetas reptilianos atentos, tragué saliva. Aposté un cinclavos a que había elegido ese libro adrede. Lo abrí de todas formas y, acurrucándome en mi cómodo sillón, comencé a leer.

«En todas las épocas, en todas las civilizaciones existen leyendas y mitos, historias inventadas o inspiradas en la realidad, de hechos históricos lejanos y deformados con el tiempo. Lo anormal es o monstruoso o divino y, según los pueblos y las razas, en el transcurrir de los siglos, sucesos, tradiciones y criaturas que eran antaño normales fueron haciéndose extraños y otros seres y modos de vida, a la inversa, pervivieron y se normalizaron.»

Seguí leyendo sin mucha ilusión y estaba pasando ya la segunda página cuando, de pronto, sentí una vibración y bajé la vista hacia la piedra. Oí una suave carcajada y un:

«¡Buenos días!»

Pero lo oí tan bajito que me costó siquiera pillarlo. Siguieron otros murmullos y conseguí captar palabras: tranquilo, seguro, sendero, sí, sí, funcionar, dormido, bien, localizar, torpe, inimaginable y… Korther me agarró bruscamente del brazo y me puso la pluma en la mano izquierda. Resoplé.

«Apenas los oigo,» protesté.

«Bueno, al menos los oyes, que ya es algo,» dijo el cap. «Escúchalos y escribe, rapaz.»

Acaté y, dejando el libro sobre las criaturas infernales a un lado, me incliné sobre la mesa y comencé a retranscribir en drionsano una de cada veinte palabras que entendía o menos, y es que no solamente tenía problemas para oír, también los tenía para rememorar los signos. Como bien decía Korther, Yal me había enseñado a leer… no tanto a escribir. Además, la frecuencia con que Korther se levantaba y daba la vuelta al escritorio para leer sobre mi hombro no me ayudaba a concentrarme.

Finalmente, los murmullos se fueron convirtiendo en susurros inaudibles y, al cabo, le eché una ojeada molesta a Korther, vacilé y carraspeé.

«Ya no… ya no oigo nada, Korther. Está roto.»

El cap levantó los ojos al cielo y tendió una mano sobre el escritorio para recuperar la piedra.

«Se ha desactivado,» explicó. «Al de un rato, le pasa. Es normal.»

Suspiré de alivio, porque haberle estropeado la reliquia cuando Korther parecía tan emocionado con ella hubiera sido realmente meter la pata. Temiendo que fuera a activarla de nuevo para pedirme que continuara, me levanté.

«¿O sea que ya está, verdad? Caray, me duele la mano izquierda como si me la hubiera aplastado un corriacero…»

«Está bien, rapaz,» me interrumpió Korther con cara entre exasperada y divertida. «Tu hoja llena de garabatos no creo que vaya a servirme de mucho pero… puedes irte. Vuelve mañana a las ocho de la tarde y te daré cincuenta clavos si me haces lo mismo que esta noche.»

Le dediqué una expresión inquisitiva. ¿Cincuenta clavos por destrozarme la mano y la paciencia con una pluma? Me mordí la lengua ocultando mal mi sonrisa.

«Corriente, mañana vuelvo.»

Korther me echó una mirada entretenida y yo ya estaba abriendo la puerta cuando me soltó:

«¡Hey, rapaz! Me parece bien que aceptes tan alegremente mi dinero pero… ten cuidado con aceptar el dinero de cualquiera, ¿eh? Hay aprovechadores en todos los sitios: mira cómo utilizó el Bravo Negro a sus esbirros. Digan lo que digan los mercenarios, la calidad del dinero depende del que te lo da.» Sonrió. «Alivia, rapaz.»

Le eché una última ojeada curiosa y salí, cerrando la puerta. Bajé las escaleras meditando sobre lo que me había dicho. Sabía que los Daganegras no sólo cumplían trabajos propuestos por los caps: se buscaban la vida, hacían trapicheos, grandes robos, contrabando, un poco de todo. Y, para eso, por supuesto, tenían tratos con gente totalmente ajena a la cofradía. Los espíritus sabían por qué, en ese instante, Korther había deseado darme un consejo a todas luces evidente. Me encogí de hombros y pasé a la habitación de salida, donde encontré a Aberyl, con las botas sobre la mesa y la silla en equilibrio, su mano tamborileando sobre su brazo y con aire absorto. No hacía absolutamente nada. Aparte de pensar, tal vez.

«Me voy, Ab,» le solté.

«¡Ah! Ya has tardado. Supongo que eso significa que sabes hablar la famosa lengua prohibida y diabólica.» Sus ojos azules sonrieron y le devolví una sonrisa cómica. «Buenas noches, chaval.»

«¡Buenas noches!»

Salí de la Fonda con la impresión de que dejaba atrás a dos seres que, según los saijits normales, entrarían en la categoría de criaturas infernales. Y es que tenía la casi entera seguridad de que Korther era un demonio. Y Aberyl… Bueno, de ser saijit, ¿cómo habría entrado y salido de la mina de salbrónix sin notar siquiera los efectos de la espuma vampírica? Nunca le había hecho la pregunta… y no sé si quería conocer la respuesta.

Al ser noche de fiesta, el barrio estaba movido y se oían instrumentos y gente cantar. Agité ambas manos con energía mientras me metía en una callejuela que bajaba. Aún tenía la impresión de tener leves calambres en mi mano derecha, y la otra la tenía agarrotada por culpa de la pluma. No me había quedado gran cosa clara de todo lo que había oído a través de esa piedra malva, aunque lo que había entendido me había dejado suspenso. Por lo visto, la reliquia tenía a una reliquia hermana en algún sitio y dos personas andaban probando sortilegios para localizar la que tenía Korther a través de esta. Habían estado hablando de energía bréjica, de monolitos, de canales auditivos y de un orbe malva y, lo más increíble para mí, fue oír varias veces el nombre «Márevor Helith». Conocía aquel nombre: era un viejo amigo de mi maestro, uno de los pocos nakrús que este conocía en vivo. Aún recordaba lo que había dicho mi maestro de él, algo como:

“¡A extravagancia no le gana nadie! Es un nakrús osado: la última vez que lo vi se marchaba de nuevo hacia el poniente con intenciones de hacerse profesor en una academia de saijits. Es un gran magarista. Una vez me regaló una flor que no se marchita. Me duró casi doscientos años. ¿Y sabes lo que le regalé yo? ¡Un cuerno lleno de agua, para saciar su sed!”

Y había estallado en carcajadas. Era humor de nakrús. He de decir que, habiendo sido criado por uno, yo lo entendía más que bien. Meneé la cabeza mientras caminaba distraídamente por las calles.

«Márevor Helith,» murmuré.

Me resultaba intrigante saber que, del otro lado de esa piedra malva, había dos misteriosas personas que conocían a Márevor Helith. Y emocionante, también, porque… bueno, me recordaba que mi maestro estaba aún en las montañas, tal vez… tal vez esperando un hueso de ferilompardo que no llegaba.

Tragué saliva y me dije: venga ya, Mor-eldal, ¿todavía te crees lo del ferilompardo? Si lo dijo para echarte, para que fueras a ver el mundo, ¡los ferilompardos no existen! Pese a todo, no lograba creérmelo. Tal vez no existiesen ya pero… ¿y si hubiesen existido antaño? Entonces, fijo que quedaba aún algún esqueleto de ferilompardo en algún sitio y…

Meneé la cabeza, burlándome de mí mismo. Dependiente como era de la sokuata y con unos amigos a los que no abandonaría ni por cien mil siatos… ¿de verdad quería volver ahora a las montañas con mi maestro? No. Simplemente lo echaba de menos, eso es todo.

Me crucé con una banda ruidosa de borrachos y, cuando los hube dejado atrás, aproveché para quitarme el vendaje. Constaté que la cicatriz apenas se veía. Así, si algún conocido me veía, menos preguntas me haría. Utilicé la tela a modo de cinturón y, satisfecho con mi nueva prenda, me metí al fin de pleno en el Laberinto.

Fui directo al refugio del Raudo y constaté que el callejón estaba ahora cerrado con una empalizada y una puerta.

«Fiambres,» murmuré, sorprendido.

Me adelanté. Tanteé. Busqué una abertura. No la había. Entonces, una voz salió de un rincón oscuro:

«¡Guako! ¿Buscas al Raudo?»

Divisé a un bulto en el hondo portal de una casa. El rostro estaba medio escondido detrás de un sombrero raído.

«Cabal, lo busco,» admití. «¿Sabes dónde se mudó?»

«Hace un par de días, hubo bronca con los vecinos y estos decidieron tapiar el callejón,» comentó el hombre. «Una lástima porque ese Raudo no es mal tipo. Yo que tú, iría a la Plaza Lana, fijo que encuentras a alguno que sabe. Como dicen, nadie sabe dónde están los guakos pero, entre todos, los guakos saben dónde está todo el mundo.»

Sonreí.

«Natural. Gracias. Buenas noches.»

«De nada. Por cierto,» añadió en voz baja. «No sé si sabes que alguien te anda siguiendo.»

Me tensé y, muy ligeramente, giré la cabeza hacia un lado. No vi nada pero dije de todas formas:

«Fiambres, gracias, abuelo.»

«Abuelo, tu madre, si tengo treinta y dos primaveras. Felices fiestas.»

«¡Felices a ti, compadre!» le repliqué, burlón, y me alejé bramando:

Los vecinos no nos quieren.
¡Malnacidos isturbiaos!
Echan al guako
¿si será un diablo?
Da-ri-dón, daridán.
No somos diablos:
¡vosotros sí!
escalufniaos,
besaplateros,
intolerantes
ladrones de casas,
¡cualquier día nos quitan la calle!

Aproveché para golpear con el puño una puerta cercana y me fui corriendo. Al de un rato, noté cierta cojera y me puse a andar, esperando que quienquiera que me estuviera siguiendo me hubiera perdido de vista.

Antes de ir a la Plaza Lana, decidí pasar por El Cajón. No tenía ni un clavo para pagarme la cena, pero tenía información. Siempre podía soltar alguna frase prometedora, convencer a Sham para que me diera de comer y decirles algo como: los Ojisarios se han ido y no volverán. Con algún aire de misterio y alguna historia bonita que contar, seguro que alguno se apiadaba y le pagaba a Sham la cena por mí. De camino a la taberna, me fabriqué una historia en la que los Ojisarios habían sido atacados por los mismísimos Espíritus de la Venganza y habían salido por patas. Estaba aún puliendo los últimos detalles cuando empujé la puerta y lancé:

«¡Salú, salú! ¡Una cena para el cantador, que se muere de hambre y tiene una historia apasionante que contar sobre los Ojisarios! ¿Qué tal, Sham?»

Me había avanzado con presteza y sentado sobre un taburete del mostrador y el tabernero me dedicó una sonrisa forzada.

«Salú, cantador. Er… ¿No irás otra vez a contarnos historias estrafalarias sobre er… los Oysalios?»

Fruncí el ceño y sólo entonces noté el extraño silencio que había en la taberna. Los parroquianos murmuraban entre ellos y comían, desviando la mirada de… Giré la cabeza y me encontré cara a cara con un gigante calvo y cubierto de tatuajes. Lo acompañaban un hombre barbudo con una venda violeta que sujetaba una maraña impresionante de trenzas y una mujer joven de pelo azul envuelta en una larga capa negra. Los tres llevaban espadas. ¿Guardias? No tenían pinta. Más bien parecían mercenarios, matones, sicarios… Y no eran parroquianos de El Cajón. Me quedé mirándolos, suspenso.

«Muchacho. ¿Sabes algo sobre los Ojisarios?»

Había hablado la mujer de pelo azul, con una voz suave y a la vez apremiante. Tragué saliva y emití un sonido atragantado antes de decir:

«¿Ojisarios? ¿He dicho Ojisarios? Yo hablaba de los…»

Le eché una mirada al tabernero y este me ayudó amablemente:

«Oysalios.»

«Eso. Yo hablaba de los Oysalios,» afirmé. «Los Oysalios de los Espíritus, que hoy sean bendecidos por el otoño, las uvas, el vino y las madres que los trajeron. ¡Los Ojisarios!» exclamé con indignación. «¡Los Ojisarios que se vayan a la cueva del dragón a ver si se les calientan las pantorrillas!»

Los parroquianos estallaron de risa y aproveché que volvía un poco el buen ambiente para pedirle a Sham de nuevo la cena diciéndole con tono de mangaplatas:

«Si no te importa, pónmelo en la cuenta, que esta noche no tengo plata, pero mañana a buen seguro tengo.»

Sham hizo una mueca y me posó de todas formas un plato lleno de gachas ante mí.

«Porque eres tú, cantador, que esto sólo lo hago para los buenos clientes.»

«¡Pues precisamente!» sonreí agarrando mi cuchara. «Gracias, Sham.»

Y me puse a engullir las gachas y a masticar mi panecillo como si no hubiera comido en días, lo cual era obviamente falso: el alquimista tal vez me mataba de sustos, pero no de hambre.

Pese a todo, mi cena me la chafó algo la presencia de los mercenarios forasteros. Me interrumpí cuando oí al de la barba carraspear. Soltó para toda la taberna:

«Agradeceríamos a cualquiera que sepa algo sobre el paradero del Bravo Negro. Si tenéis cualquier información sobre ello, id a Las Bailarinas y recibiréis veinte siatos.»

La mayoría se hicieron los sordos absolutos. Tan sólo Sham se inclinó sobre el mostrador y dijo en voz no tan baja:

«Lo siento, caballero, pero del Bravo Negro no creo que hayan oído hablar estos señores más que yo. Era cap de una banda de las muchas que hay en el Laberinto. Acabó mal, al parecer, pero no tengo ni idea de lo que ha pasado. Sinceramente.»

Que lo dijera con sinceridad o no, poco me importaba. Lo único que me molestaba era la mirada intensa que había posado la mujer de pelo azul sobre mí. Parecía como si estuviera leyendo mi mente.

El de la barba le dedicó una mueca escéptica al tabernero y soltó entre dientes:

«Larguémonos de este antro.»

El gigante con tatuajes vació su tazón de un trago, la de pelo azul despegó sus ojos de mí, dedicó una última ojeada a la taberna y, sin mudar su rostro impenetrable, asintió. En cuanto salieron los tres de ahí, la taberna revivió y se oyeron carcajadas.

«¡Menuda entrada nos has hecho, cantador!» lanzó el viejo Fieronillas. «Nosotros aquí esperando a que se largaran esos tipos raros y tú aterrizas hablando de Ojisarios.»

«¡Oysalios, Oysalios!» le corregí, rascándome la cabeza. «¿Qué querían esos tipos?»

«Ya lo has oído,» dijo Sham, apoyándose en la barra con un trapo y un vaso. «Buscaban información sobre el Bravo Negro. Más de uno lo anda buscando. Por lo visto, hay algún mangaplatas que desea localizarlo porque el muy listo se ha marchado con una fortuna que era, al parecer, propiedad del mangaplatas. Eso cuentan las malas lenguas. ¡A saber dónde se habrá metido ahora ese truhán! Lo que está claro es que yo no lo buscaría por Éstergat. Lo mismo se ha ido a Doaria o a Azach. Allá donde la borrasca no vaya, tú ya me entiendes.»

«Si se ha quedado en Arkolda, que se cuelgue solito por isturbiao,» resopló Yarras, el rufián de la Blanca. Y, con desenfado, dejó las cartas sobre la mesa girándose hacia mí. «Oye, cantador. ¿No decías que tenías una historia apasionante que contarnos?»

«Oh…» Hice una mueca y les devolví a todos una mirada prudente. «Pues… la verdad es que historias os puedo contar muchas, pero ninguna así muy… precisa sobre los Oysalios, ya veis. Mayormente buscaba público para llenarme el plato,» confesé con total sinceridad.

Aquello fue acogido con sonrisas y exclamaciones apreciativas tipo «¡mira el bribón!», «¡bien pensao!» y el viejo Fieronillas aseguró:

«¡No importa! De todas formas, los Ojisarios ya no existen más que los Oysalios. A mí como si se hubieran convertido en sapos.»

Varios corroboraron ruidosamente y, notando que el interés por los Ojisarios y por mí decaía, empujé el plato vacío hacia Sham, me deslicé abajo del taburete y le lancé al tabernero:

«No olvido que te debo una, Sham.»

«Y yo menos,» me replicó él con una sonrisilla. «¡Felices sueños!»

«¡A ti!» dije y salí de ahí soltando un: «¡Salú, gente!»

En cuanto cerré la puerta, giré la cabeza a mi izquierda, a mi derecha… Palidecí y volví a mirar a mi izquierda. Ahí estaban los forasteros, al final de la calle. Y no eran tres. Eran cinco. Y todos iban armados. La madre…

Al ver que uno de ellos daba un paso hacia mí, puse los pies en polvorosa hacia el sentido contrario.

«¡Espera, chaval!»

No hice caso. Pasé la esquina y corrí tan rápido como me lo permitía mi exasperante cojera bajando unas escaleras. Estaba pensando ya que los forasteros no me estaban persiguiendo cuando, de pronto, alguien me agarró del brazo con fuerza y me acorraló con presteza contra el muro. Grité y mi atacante me gruñó al oído:

«Calla o te mato.»

Callé y me estaba preparando ya para soltarle una descarga mórtica cuando reconocí su voz y el terror me invadió. Era Warok. Si tan sólo pudiese tocarlo con mi mano derecha… Forcejeé y él me dio un codazo entre las costillas. Cuando oí los gruñidos, me quedé quieto como una estatua. Los perros, entendí, horrorizado. Warok estaba con Adoya. Adoya y sus siete perros. Dejé escapar un gañido aterrado y oí la risita de Warok.

«Escucha, basura inmunda. Voy a meterte un veneno letal en el cuerpo que te matará en unos minutos si no te doy el antídoto. Pero, si me dices dónde están mi hermano y el Gato Negro, te daré el antídoto. Sólo si me dices dónde están, ¿entiendes?» Me golpeó de nuevo contra el muro y sentí la roca dura contra mi mejilla. «Sé que eres amigo de Manras. Él nos traicionó por culpa tuya. Habla o te saco los ojos y las entrañas antes de matarte.»

Y yo voy y me creo que me vas a dar ese antídoto, pensé con ironía. Fue todo muy rápido. Primero, Warok me asfixió con no sé qué producto. Aturdido, luché por respirar pero abrí la boca tan sólo para que él me metiera un frasco entre los dientes. La mayor parte de lo que vertió se perdió, pero no pude más que tragar el resto. Y ya está. El veneno letal estaba en mi cuerpo. Ya estaba, como quien dice, muerto. Una especie de gravedad vengativa y demente me invadió. ¿Qué más daba ahora lo que hiciera?

Solté un sortilegio armónico de luz intensa y, aprovechando la sorpresa, conseguí liberarme lo suficiente para agarrar a Warok del brazo y enviarle mi descarga mórtica. El elfo oscuro cayó redondo. Viendo el frasco deslizarse de su mano, lo recogí con rabia y le metí a Warok lo que quedaba de veneno en el gaznate, gritando:

«¡Asesino!»

«¡Ya basta!» vociferó Adoya.

Alcé bruscamente la cabeza y vi a los siete perrazos rondar, perplejos, mientras esperaban a que su amo los alcanzara. Mi locura flaqueó por un segundo. Y salí corriendo. Fue un error. Los perros, al ver que me movía, se me tiraron encima ladrando ruidosamente. Ignoraba qué era mejor, si morir devorado por los perros o morir envenenado. En cualquier caso, esperaba que, si me comían, al menos el veneno también los matara a ellos.

Caí al suelo entre la jauría y sentí unos dientes agarrarme de brazos y piernas. Grité, solté armonías al tuntún, y hasta me salieron sonidos armónicos, creo, aunque probablemente tan sólo los oyera yo. Al cabo, dejé de moverme porque, cuanto más me agitaba, más me dolía. Los perros no mordían más de lo necesario para impedir que me fuera, pero yo en el momento lo único que entendía era que me iban a comer vivo y tomaba bocanadas de aire con la impresión de estar ahogándome y la mente descalabrada por el horror. Y comprendí en aquel instante por qué algunos afirmaban que la muerte súbita era una bendición.

Entonces oí una voz a la vez potente y lejana:

«¡Diles que lo suelten!»

No oí lo que dijo Adoya, pero algo dijo pues los perros me soltaron uno a uno. El problema era que yo no veía nada. Bueno, sí, veía troncos. Y veía una cuesta con hierba y un sol maravilloso. Pero no veía lo que se suponía que debería de estar viendo en una callejuela del Laberinto. Y al tiempo que pensaba esto, me decía ¿pero qué callejuela ni qué chanfainas, Mor-eldal? Estás en el valle, ¿no lo ves?

Sí que lo veía. Y también veía a las ardillas. Y a mi maestro. ¡Ahí estaba! Su silueta esquelética, envuelta en una capa verde oscura, bajaba la cuesta hasta donde estaba yo, tumbado junto al riachuelo.

«Es un hermoso día, Mor-eldal,» pronunció. «Apuesto a que hay muchos cangrejos río abajo. ¿Vas a ir a cazar?»

Me enderecé y asentí.

«Sí, sí. Voy. ¿Quieres que te traiga un conejo?»

«No, hijo, no. Ya me trajiste uno hace cuatro días. ¡No querrás hacerme engordar!»

Se carcajeó y me carcajeé yo también alegremente. Algo se me quedó en la garganta, tosí… Y entonces oí un gruñido sordo y me giré con el corazón desbocado. Ahí, entre los arbustos, vi aparecer unos colmillos. Era un lobo. Grité.

«¡Elassar!»

Me levanté y, sabiendo que mi maestro no corría ningún peligro, salí disparado buscando un árbol. Ahí había uno, muy bonito, con una rama no muy alta por la que solía trepar cuando era un crío…

Sólo que jamás llegué al árbol, y no fue por los lobos: fue porque me empotré contra el aire. Un muro de aire extremadamente duro. Quedé completamente aturdido y oí una voz decir:

«Se ha vuelto majara.»

«¡Di ahora lo que había dentro de este frasco, degenerado!» exclamó una voz femenina.

Parpadeé, sentí unos brazos agarrarme con firmeza y vi, como un relámpago, una escena altamente desconcertante. Yo estaba de pie, junto a un muro, cercado del barbudo y del gigante con tatuajes. La de pelo azulado estaba agachada junto al cuerpo inerte de Warok con una daga en la mano. Y un caito pelirrojo y una rubia muy parecida a la Azulada se encaraban, espadas en mano, con Adoya y sus siete perros. Y, por lo visto, Adoya andaba asustado.

«Nada,» contestó. «Droga, a todas luces. Ambos estaban peleándose por ella. Es todo lo que sé. Mis perros han olido la droga y no les ha gustado… Yo no tengo nada que ver con esto. Buenas noches.»

Para asombro mío, dio media vuelta y se fue con sus perros sin más historias. Los mercenarios lo dejaron marcharse.

«Saco de huesos podridos,» escupió mi maestro nakrús a mi oído.

Asentí con una mueca de odio. Adoya era un cobarde. Vale, al menos no había ordenado a sus perros que me devoraran. Pero era un cobarde y un miserable. Me trataba de drogado violento y, además, abandonaba a su compañero a su suerte.

La Azulada rompió el silencio con una voz ligeramente tensa.

«¿Sabéis qué? No quiero alarmaros pero tenemos un problema. Este elfo está muerto. No sé si es por la droga o qué… pero está muerto.»

¿Muerto? Parpadeé sin lograr pillar el sentido de su afirmación. Oí al barbudo sisear una imprecación.

«¿Qué hacemos?» murmuró el caito.

«¿Lo preguntas en serio? Nos largamos,» contestó el barbudo con energía. «Sarpas, coge al muchacho.»

«¿Nos lo llevamos?» se extrañó la Rubia. «Parece tan alelado que no creo que vaya a servirnos de mucho.»

«Espabilará,» aseguró el barbudo. «Zoria. Vamos. A ese, no lo vas a resucitar.»

«No tenía intenciones de hacerlo,» replicó la Azulada levantándose. «Está claro que fue este tipo el que atacó primero al muchacho y no lo contrario. Larguémonos de aquí cuanto antes,» agregó.

Toda aquella conversación fue, para mí, un conjunto de meros zumbidos que apenas alcanzaban mi entendimiento. Y es que la escena de la callejuela me resultaba muy, muy lejana. Mis ojos veían con mucha más claridad a mis amigas las ardillas trepar con rapidez por un tronco; y el espléndido cielo azul del valle; y a mi maestro nakrús, que subía tranquilamente la cuesta hasta la Cueva, tal vez a coger alguno de los libros y a sentarse sobre su cofre o en la entrada, para disfrutar de la hermosa tarde…

Apenas sentí cómo el tal Sarpas gigantón me alzaba en vilo entre sus brazos y me alejaba… la verdad, no sé muy bien de qué.