Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

24 El Desvelo

Con un gesto rápido, Lénisu nos hizo retroceder hasta el muro del fondo. Eché una mirada inquisitiva a Jaixel y Márevor y me pregunté si serían capaces de alejar sin nuestra ayuda a nuestros nuevos atacantes, fuesen quienes fuesen. Porque cada minuto que pasaba tenía más claro que aquello que estaba detrás de la puerta no podía ser una bandada de espectros. Los espectros no llamaban a la puerta. ¿Acaso eran Shargus celmistas? ¿O bien un grupo de nixes que había decidido vengarse al enterarse de que nos acordábamos de ellos? Mis estrambóticas elucubraciones se interrumpieron pronto cuando una voz soltó:

—Te dije que los asustaríamos.

—Era el objetivo —replicó otra voz, justo detrás de la puerta—. Si había por aquí algún Shargu, seguro que se ha largado. ¡Shaedra! —llamó—. Si estás ahí, ¡contéstame!

—Sólo faltaría que la casa estuviese llena de Shargus. ¿Y si resulta que Shaedra ya está muerta?

Me tapé la boca para reprimir una carcajada al reconocer las dos voces. La primera era la de Askaldo. La segunda, la de Spaw.

—¿Qué apostamos a que no? —replicó Spaw—. ¡Shaedra! ¡Soy yo, Spaw! ¡Abre la puerta!

Pese a la expresión desconfiada de Lénisu, me precipité hacia la entrada. Dudé un segundo. ¿Y si en realidad eran espectros capaces de soltar ilusiones engañosas y…? Puse los ojos en blanco, burlándome de mí misma, quité la tranca y entorné la puerta. Vi aparecer a Spaw, con un sombrero verde entre las manos. Detrás de él, a una distancia prudente, estaban Askaldo, Daorys, Kwayat y… Agrandé los ojos. ¿Miyuki? ¿Qué diablos hacía Miyuki en compañía de cuatro demonios? ¿Y qué diablos hacía Askaldo ahí?, añadí, extrañada.

—¿Qué te decía? —sonrió Spaw con desenfado, aunque brillaba en sus ojos un evidente alivio—. Hola, Shaedra. ¿Va todo bien?

Asentí y tardé un momento en recuperar el habla. Al cabo, resoplé.

—Spaw. Menuda sorpresa. —Me esforcé por no echar una mirada atrás, hacia Jaixel y Márevor, y sonreí—. Ya empezaba a preguntarme dónde te habías metido.

—¿Zaix no te dijo nada? —se extrañó. Echó una ojeada burlona a sus compañeros—. Fui a buscar refuerzos…

—Y un sombrero —observé.

Spaw soltó una breve carcajada.

—Sí. De hecho, si recuerdas bien, es el mismo sombrero que me regaló Ahishu. Se lo di a Askaldo para que lo devolviera al viejo magarista… —Hizo una mueca—. Pero cuando Askaldo encontró a Ahishu…

—Murió —intervino el hijo de Ashbinkhai, acercándose a la entrada—. Estaba ya muy viejo y me dejó una nota diciéndome que podía llevarme todas las mágaras que quisiera. Así que me llevé unas cuantas y… —señaló de un gesto vago el sombrero del templario— identifiqué algunas en Ató.

—En casa de Dolgy Vranc —apuntó Spaw, divertido—. Si Askaldo hubiese sabido que era amigo tuyo, Shaedra, seguramente el semi-orco le habría rebajado el precio.

Askaldo puso cara sombría.

—Ese maldito semi-orco me estafó. En fin, una alegría volver a verte, Shaedra. Después de todo lo que hemos vivido juntos, no podía dejarte abandonada con tantos Shargus pisándote los talones —sonrió anchamente y soltó una mirada intrigada sobre mi hombro, hacia el interior de la casa. Yo mantenía la puerta algo entornada, alterada—. ¿De verdad todo va bien? Sentimos esta llegada algo teatral, pero dado el rastro que hemos seguido, creíamos que los Shargus os habían atacado ya y que llegábamos demasiado tarde. Y Spaw se empeñó en activar su sombrero.

Spaw levantó los ojos al cielo.

—Toda precaución es poca. —Me miró con el ceño fruncido—. Parece que te has tragado la lengua, Shaedra. ¿Nos… dejas entrar? —preguntó.

Carraspeé y espabilé.

—No… esto… ¡Sí! Bueno. La verdad, vuestra llegada me resulta de lo más… tranquilizadora —aseguré con sinceridad—. Aunque estábamos casi ya convenciendo a los Sombríos de que los demonios no éramos monstruos.

—¿De veras? —se burló Askaldo, incrédulo.

—De veras. Pero el caso es que… —Me mordí el labio. No se me ocurría nada que decirles para impedirles la entrada. Crucé la mirada de Kwayat y palidecí. El destello que brillaba en sus ojos me daba muy mala espina…

Entonces, Aryes pasó la cabeza sobre mi hombro, sonriente.

—Spaw, me preocupaba que te hubieses quedado en la ciénaga comiendo yabrias —bromeó.

—En tal caso, ya me habría muerto de asco —replicó Spaw, divertido.

Advertí su mirada extrañada y entendí que no podía quedarme más tiempo en medio del umbral. Nerviosa, di un paso atrás.

—Tal vez debería avisaros —dije sin embargo—. Adentro no sólo estamos Lénisu, Aryes y yo. También están… —me mordí el labio inferior— otras personas.

Spaw enarcó una ceja, posando ya una bota sobre el umbral.

—¿Drakvian, tal vez?

Me ensombrecí.

—Sí. Ella también está aquí. E Iharath. Y también hay un Mentista que vino a… bueno. No importa, él está intentando curarla. Y además de ellos, hay una Sombría, un nakrús y un lich —encadené con naturalidad—. Pero son del todo inofensivos.

Las reacciones de los recién llegados no se hicieron esperar. Askaldo agrandó los ojos, aterrado. El rostro de Kwayat se convirtió en un bloque de hielo. Daorys palideció terriblemente y Miyuki hizo una simple mueca pensativa. En cuanto a Spaw, me contempló fijamente y repitió:

—¿Has dicho… curarla? ¿Hablas de Drakvian? Pero… ¿le ha pasado algo grave?

Me alegró comprobar que lo del lich y el nakrús le parecían bagatelas en comparación. Asentí con la cabeza con lentitud y al fin me aparté del todo y abrí la puerta en grande.

—Pasad. Alal, el Mentista, dice que se repondrá. Están en la habitación de al lado. Será mejor que no hablemos muy alto o lo desconcentraremos…

Spaw había entrado y, tras escuchar que la vampira no estaba en peligro de muerte, se había inmovilizado a medio camino y clavaba ahora la mirada sobre los dos muertosvivientes. Estos se habían sentado a la mesa, como para impresionar menos. Márevor había recolocado su sombrero rojo sobre su cráneo y Jaixel juntaba ambas manos, tieso como una estatua.

—Beksiá —dejó escapar Spaw en un murmullo.

—Me encantaría saber quién demonios es toda esta gente, Shaedra —carraspeó Lénisu, al verlos entrar a todos. Calló súbitamente como si hubiese visto un fantasma—. ¡Miyuki! ¿Qué…? Tú… no puede ser que tú seas…

La dumblorana pareció a punto de carcajearse ante su expresión incrédula.

—Por el Corazón de Am, no soy un demonio —sonrió—. Soy una elfa oscura normal y corriente. Pero me encontré con Spaw en Belyac… cambié de planes y decidí ayudaros. Ciertamente, jamás me habría imaginado… bueno, viajando en tal compañía. —Percibí su mueca y supuse que aún no acababa de congeniar con todos los demonios del grupo—. Sin embargo, veo que también vas bien acompañado —observó. Me echó una rápida ojeada antes de detallar más atentamente los muertosvivientes.

De entre los recién llegados, la que parecía tomarse mejor la presencia de Jaixel y Márevor era Miyuki. Spaw se repuso así y todo bastante rápido, al comprobar que ninguno de los dos parecía querer acribillarnos a sortilegios nigrománticos. Kwayat permaneció tan inexpresivo como el mármol. Y Daorys se puso a temblar tanto que le allegué una silla para que se sentara. Tras unos segundos de muda contemplación, Askaldo realizó cortésmente el saludo de los demonios, llevándose las manos hacia los hombros opuestos.

—Mi nombre es Askaldo Ashbinkhai, hijo de Ashbinkhai, Demonio Mayor de la Mente.

Spaw lo imitó con un ligero aire burlón.

—Spaw Tay-Shual —soltó.

—Daorys Kaarnis —murmuró la Demonio de la Oscuridad, con los ojos fijos en los esqueletos vivientes.

Carraspeé al notar el silencio elocuente de Kwayat.

—Y él es mi instructor, Kwayat —lo presenté—. Bueno… lo es sólo de vez en cuando —sonreí, burlona. La mirada que me echó él reflejaba una profunda decepción e, ignoro por qué, me estremecí, recordando unas palabras que había pronunciado hace tiempo en Ató: “La magia nigromántica profana la existencia misma de la Sreda, Shaedra. Pervierte el sentido de la Vida. Los saijits que la practican son seres abominables que debieran desaparecer de Háreka entera.” Meneé la cabeza. Conociendo un poco su carácter, dudaba de que Kwayat cambiase de opinión.

Mientras Lénisu observaba con detalle a mi instructor, Márevor realizó un sutil gesto de cabeza, tal vez adivinando que cualquier movimiento brusco podía provocar pánico.

—Un placer conoceros a todos. Yo soy Márevor Helith, antiguo profesor de la academia de Dathrun —pronunció, muy caballeroso—. Y este es Ribok. Un… pupilo mío, de cuando aún era nigromante. Hemos venido aquí a visitar a Shaedra y, la verdad, no me esperaba ver a tanta gente. Pero sentaos, ya que estáis aquí. Tal vez unas manzanas os quiten un poco esa cara de sorpresa —añadió, empujando el cuenco de manzanas sobre la mesa, hacia los demonios.

Spaw esbozó una sonrisa.

—Tal vez —aprobó—. Pero antes quisiera saber qué ha pasado. —Me miró con aire grave—. Han venido los Shargus, ¿verdad?

—Han venido —confirmó Aryes.

En los minutos siguientes, Aryes y yo nos dedicamos a explicarles todo lo ocurrido en la colina. Entretanto, Lénisu abrió de nuevo los postigos y la luz anaranjada de la tarde bañó la habitación. Él y Wanli echaban frecuentes ojeadas hacia el exterior y supuse que esperaban que Néldaru y Ujiraka regresasen. Pero, visto lo valiente que había sido este último ante los «espectros», no me hubiera sorprendido que no parase hasta llegar a Belyac.

—Néldaru Farbins —pronunció Spaw. Nos habíamos sentado a la mesa y ahora tan sólo Kwayat, Wanli y Lénisu permanecían de pie. El templario consideró a mi tío con una mirada penetrante—. Néldaru —repitió—. Tú lo sabías, ¿verdad?

Lénisu frunció el ceño y asintió.

—Sabía que era un cazademonios, sí.

Spaw se había vuelto pálido.

—¿Y por qué no lo dijiste? Conoces a más Shargus —adivinó—. Podríamos haberlos neutralizado antes y…

—¿Neutralizado o matado? —lo interrumpió Lénisu—. Néldaru es un amigo mío. Él no venía a matar a Shaedra: sólo venía a por respuestas.

—Al igual que yo —intervino Wanli. Se mantenía no muy lejos de la puerta abierta, como si se preparase para salir disparada hacia fuera—. Me cuesta creer que pueda haber demonios tan distintos. No soy una cazademonios —se apresuró a añadir—, pero sé con total certeza que los demonios que mató Néldaru eran asesinos. Y si vosotros no lo sois… —nos echó a los cinco una mirada nerviosa—. Si no lo sois, eso significa simplemente que no todos los demonios son monstruos. O bien que no estamos hablando de los mismos demonios.

Percibí la mirada que intercambiaron Spaw y Askaldo. El templario cogió entonces una manzana del cuenco, marcó una pausa, pensativo, y al fin concedió:

—Tal vez no estemos hablando de los mismos demonios. Así como entre los saijits hay monstruos, entre los demonios también los hay. Y tal vez sean más numerosos en proporción entre los nuestros —murmuró—. Los hay que matan porque los educaron para que mataran saijits. Por la buena causa. En honor a la Sreda y a la vida. Para ellos, los saijits son monstruos. Cadáveres andantes que masacraron a sus ancestros y siguen matando a sus hijos. —Tensó la mandíbula y agregó—: Ese, al menos, es el punto de vista de los Droskyns.

Me recorrió un escalofrío. Lénisu enarcó una ceja, intrigado.

—¿Los Droskyns? ¿Los demonios de la Isla Coja?

Spaw suspiró y negó con la cabeza, como fatigado.

—No. Esos no eran Droskyns. Esos convivían con saijits. Los esclavizaban. Y querían convertirlos en demonios. Los verdaderos Droskyns se contentan con matarlos. Y si de veras las personas a las que mató Néldaru eran criminales, es posible… que fuesen Droskyns.

—O no —replicó Kwayat. Era la primera vez que tomaba la palabra y su voz grave me estremeció—. Los Shargus son tan fanáticos como los Droskyns. Son capaces de matar a cualquiera que vean transformado. ¿Me equivoco? —le soltó a Wanli con tono amenazante.

La Sombría tragó saliva pero no contestó.

—Y bien —dijo Márevor, atrayéndose bruscamente las miradas de todos—. Está claro que en esta habitación no tenemos a ningún monstruo: de lo contrario ya estaríais matándoos entre vosotros y yo estaría pensando en si resucitaros o no. Así que tranquilizaos y decidme, ¿qué vais a hacer ahora? Aparte de proteger a Shaedra, claro.

Noté la indecisión de los demás demonios. Spaw le dio un mordisco a su manzana, mirándole a Askaldo con cara interrogante. El elfocano se rascó la barbilla y asintió.

—Por supuesto, mi intención primera era la de asegurarme de que Shaedra estuviese a salvo. Sin embargo, vengo también a contarle… —me miró y sonrió levemente— una historia.

Resoplé carcajeándome, sorprendida.

—¿Una historia?

—La historia del Desvelo —declaró Askaldo. Intrigada, advertí que Spaw ponía los ojos en blanco y que Kwayat sacudía la cabeza, incrédulo—. Ya has oído hablar de la Guerra de la Perdición. La guerra más cruenta que enfrentó a demonios y saijits hace más de mil años.

—Oh, sí, la recuerdo —intervino Márevor Helith, mientras yo asentía con la cabeza—. Una guerra que llegó hasta los confines más profundos de los Subterráneos. Fue una época muy movida. Los nigromantes proliferaban como conejos. ¡Sí!, me acuerdo como si fuera ayer. Fue entonces cuando conocí a Jiléhy, o como se hacía llamar antes: Aethlinris. Un gran celmista. Lo que sé sobre los demonios lo aprendí gracias a él.

Askaldo se quedó mirándolo, boquiabierto.

—¿Aethlinris? —repetí, meditativa. El nombre me sonaba muchísimo.

—El Rey Demonio —completó Kwayat—. Murió en la guerra, asesinado por los saijits. Por su propio pueblo.

Entonces lo recordé: había leído su historia en un libro que me había prestado Arfa, en Mirleria. Aethlinris, el Rey Demonio. Pero el caso era que el nombre de Jiléhy también me sonaba. Y, al fin, caí en la cuenta: era el esqueleto ciego que había salvado a Jaixel, quinientos años atrás. Hice una mueca, esperando que los demonios no se percatasen de que Márevor Helith había resucitado al Rey Demonio.

—Jiléhy —murmuró de pronto el lich—. ¿Jiléhy… era un demonio?

—Ajá. Lo fue —afirmó Márevor. Puso expresión evasiva—. Pero, diablos, perdona mi interrupción, Askaldo hijo de Ashbinkhai.

Askaldo espabiló. Por lo visto, la idea de que el nakrús hubiese conocido a un personaje histórico lo había dejado suspenso.

—Esto… sí. Como decía, todo empezó después de la Guerra de la perdición. Cuando estuvimos en Ató, ¿recuerdas que os canté las palabras de Tierra Maldita, la canción de Sherathul? —me preguntó. Asentí de nuevo, desconcertada—. Bueno. Existen varias versiones de esa canción. Y una de ellas cuenta cómo era el mundo mucho antes de la Guerra de la Perdición. Al parecer, antaño, los demonios convivíamos con los saijits sin tener que escondernos. La gente pensaba que éramos seres especiales elegidos por los dioses. Más tarde dijeron que esos dioses no eran más que entidades paganas y demoníacas, pero entonces había mucha gente saijit que adoraba la Sreda como a una diosa. Realizaban ceremonias en templos y la mayoría de los sacerdotes eran demonios y utilizaban su sryho para… bueno… no sé exactamente para qué. Fue tan sólo cuando se quiso imponer el erionismo por todas partes que se empezó a decir que los drasit, como nos llamaban entonces, eran monstruos infernales. Y… se multiplicaron las comunidades cerradas de drasits que se negaban a abandonar el culto de la Sreda para convertirse al erionismo. Y bueno, luego vinieron los Droskyns. Y la guerra.

Lo observé, fascinada y temerosa a la vez, porque no veía muy bien a dónde quería ir a parar Askaldo con su historia. Spaw se levantó, abrió una ventana y arrojó el corazón de su manzana mientras soltaba, pensativo:

—La pregunta es: ¿quiénes atacaron antes, los Droskyns o los saijits?

Askaldo sacudió la cabeza.

—En una guerra, eso es lo de menos. Tanto los cazademonios como los Droskyns fueron unos salvajes. Los Droskyns y otras Comunidades pasaron acuerdos con pueblos orcos, los cazademonios adiestraron criaturas mortíferas, y… bueno, murió mucha gente —apuntó, echando una ojeada rápida a Márevor—. Como sabéis, la guerra no acabó con ningún acuerdo: los demonios nos encerramos en nuestras cavernas y nos perdimos en el olvido.

Inspiró y entonó en tajal con una voz suave y profunda:

La tierra nos enterró.
El tiempo nos olvidó.
Demonios, drasits sin nombre,
¡somos nuestra perdición!

El mundo nos torturó.
La esperanza nos hurtó.
Demonios, drasits sin nombre,
¡somos nuestra perdición!

Pero un día surgirá
una llama salvadora
que lleve en su corazón
un intenso amor.

Amor, no odio; esperanza,
constancia, y no venganza.
La sangre será limpiada
con compasión.

Será hoja la raíz.
Se unirán muertes y vidas.
Y así, sin terror ni iras,
conviviremos en paz
drasits y saijits.

¡El Desvelo, hermanos míos,
será nuestra salvación!

La emoción y la esperanza que vibraban en la voz de Askaldo eran demasiado evidentes como para pensar que estuviese fingiéndolas. Meneé la cabeza, aturdida. Arrimado junto a la ventana, Spaw carraspeó y rompió el silencio.

—Askaldo está convencido de que ha llegado ese tan ansiado y épico momento del Desvelo. Como podéis ver, no sólo los saijits tienen sueños irrealizables.

Askaldo le echó una mirada aburrida.

—No soy un lunático. Pero el Desvelo es algo de lo que habla todo el mundo. Incluso Lilirays pensaba que era un momento ideal para intentar cambiar las cosas.

Spaw esbozó una sonrisa y se miró las uñas.

—Incluso Lilirays —repitió—. Vaya. Entonces, si Lilirays piensa que es el momento ideal para salir a la calle transformado en demonio, no veo por qué no iba a hacerle caso. —Resopló irónicamente—. Por curiosidad, ¿qué opina tu padre de todo esto?

Un destello de irritación pasó por los ojos de Askaldo.

—¿Y qué importa lo que opine mi padre? Yo no actúo en nombre de la Comunidad de la Mente. De hecho, no tengo pensado actuar jamás en nombre de ninguna Comunidad y se lo dije a Ashbinkhai. Sin embargo, sí actuaré por el Desvelo. No te das cuenta de la vida que llevan algunos táhmars, escondidos en los bosques como salvajes. No te das cuenta de lo duro que es estar constantemente pendiente de si alguien te descubre. Su vida es como un veneno que mata lentamente.

—Me doy cuenta —replicó Spaw algo bruscamente—. Y me doy cuenta también de que tu Desvelo puede provocar otra guerra. Puede provocar la muerte de esos táhmars de los que hablas.

Askaldo meneó la cabeza, calmándose.

—No se conseguirá mejorar nada pensando así. El Desvelo tal vez tarde décadas en llevarse a cabo… pero si no se intenta, seremos esclavos de la sombra para siempre. Llevo años pensándolo y no me rendiré.

Desde luego, parecía más que convencido de lo que afirmaba, observé, impresionada.

—Eso está muy bien —intervino Lénisu—, pero ¿qué tiene que ver Shaedra con todo esto?

Askaldo hizo un mohín y me confesó:

—En realidad, quería pedirte un favor. Cuando regresé del Bosque de Hilos, pasé por Ató y enseguida oí hablar de ti. Me disfracé para que no me reconocieran tus amigos Aleria y Akín, y cuando fui a identificar las mágaras en casa de ese semi-orco, le pregunté si de verdad pensaba que eras una demonio. Él me contestó exactamente lo siguiente: “Aunque lo sea, extranjero, iría a salvarla si supiese dónde está.” Y añadió algo como que para ser un monstruo antes había que actuar mal. —Sonrió y agregó—: Si exceptuamos los cuatrocientos kétalos que me hizo pagar por las identificaciones, ese semi-orco me cayó bien. Al igual que la joven drayta, aunque ella apenas habló. Y no me cabe duda de que estaba muy preocupada por ti.

Hice una mueca e intercambié una mirada turbada con Aryes.

—¿De qué favor hablas? —inquirí.

—Verás, sé que puede resultarte una locura, pero me gustaría que volvieras a Ató.

Spaw bufó, Lénisu se sobresaltó y yo miré a Askaldo, atónita.

—¡Sí, por supuesto! —exclamó Spaw, enfadado—. Shaedra, debes volver a Ató para que te desvelen y te quemen viva. Y problema resuelto. ¿Cómo es que no se nos había ocurrido antes? Por favor, Askaldo —resopló para calmarse—, creía que tenías un poco más de sentido común.

—Tengo todo el sentido común necesario —replicó Askaldo—. Ella conoce a muchos saijits en Ató. Gente que estaría dispuesta a pensarlo detenidamente antes de «quemarla viva», como dices. Si sale torcido, estaremos ahí para sacarla de apuros. No se me ocurre una manera más perfecta para empezar el Desvelo: convencer a los habitantes de Ató de que confíen en Shaedra. Y al fin, de que confíen en nosotros. Eso será el siguiente paso. A menos que te niegues —agregó—. En tal caso, lo entendería perfectamente. Mi propuesta es más arriesgada. Si te niegas, saldré yo mismo a desvelarme, completamente desarmado, a ver qué pasa.

Lo contemplamos durante unos segundos, anonadados.

—A ver qué pasa —repitió Daorys en un murmullo—. Mawer… Definitivamente, el sol de la Superficie no es bueno para la cabeza.

—El sol no tiene nada que ver —aseguró Spaw, sentándose de nuevo a la mesa—. En fin, dejémonos de Desvelos por el momento, Askaldo. Si Shaedra quiere acompañarte, allá ella. Yo más bien pensaba tratar de evitar cualquier contacto con los saijits e ir a visitar a Zaix.

Desvié la mirada de la suya y asentí.

—Askaldo, comparto tu sueño, como la mayoría de los demonios, supongo. Y me encantaría que se hiciera realidad algún día, pero… entrar en una ciudad donde no soy bienvenida no… —carraspeé y me interrumpí. En el fondo, quería, no, deseaba de todo corazón poder llegar a Ató y hablar de nuevo con mis hermanos, hablar con Kirlens, con Wigy, con Deria y Dol y el maestro Áynorin… pero, como bien decía Askaldo, el Desvelo podía ser una empresa que durara décadas y que tal vez no llegase nunca y, a menos que no hubiese otra solución, yo no quería pasarme la vida con constantes temores y repitiendo una y otra vez a los saijits que no era un monstruo.

Askaldo me dedicó una mueca sonriente.

—Lo entiendo —dijo simplemente.

—Askaldo… —carraspeé—. Lo de pasearte por la calle transformado era una broma, ¿no?

La sonrisa del demonio se ensanchó.

—No. No lo era. Pero lo planificaría todo con otras personas para que estas viniesen a salvarme en caso de apuro. Como decía, llevo años pensando en la mejor manera de convencer a una sociedad que somos drasits y no demonios.

—¿Cuál es la diferencia? —replicó Kwayat—. Somos demonios y somos drasits… Somos defensores de la Sreda. Eso es lo único que importa.

—No —desaprobó Askaldo—. Deberíamos dejar de llamarnos a nosotros mismos demonios, Kwayat. El apelativo nos lo dieron los saijits. Nosotros no somos demonios.

—Lo somos —insistió Kwayat, terco—. Desde hace más de mil años. Desde que fuimos capaces de aliarnos a los Droskyns para matar.

—Para defenderse —objetó Askaldo.

—O para atacar —retrucó Kwayat—. No conocemos los detalles. No sabemos quiénes efectivamente provocaron la guerra.

—Y qué más da —suspiró Askaldo—. El problema es conseguir que hoy en día los saijits vuelvan a aceptarnos.

Kwayat emitió un bufido sardónico.

—No espero que los saijits me acepten. Yo no los acepto.

Askaldo se encogió de hombros mientras los demás hacíamos muecas molestas, salvo Márevor y Jaixel: mientras que el primero seguía la conversación con educado interés, el segundo parecía aburrirse mortalmente.

—Esa es una actitud propia de ti, Kwayat —dijo Askaldo—. Y me parece que te equivocas del todo. Estoy convencido de que muchos demonios tendrán miedo como tú. Pero las cosas no van a mejor escondiéndose de esa manera. Incluso van a peor. Los Droskyns son numerosos. Y los cazademonios se multiplican. Tal vez no en Ajensoldra, pero en Iskamangra se está hablando mucho de ello —aseguró—. Sobre todo desde el incidente que hubo en Enzalrei hace tres años: una de las princesas de la familia imperial dio a luz a un demonio, o más bien un drasit —se corrigió—. Como es natural, un instructor fue a buscarlo. Lo pillaron y lo encarcelaron con la intención de quemarlo vivo. Por suerte, consiguió escapar y logró salvar al recién nacido. Os lo he dicho. Los saijits empiezan a formar verdaderas cofradías de cazademonios al estilo de los Shargus. La mayoría los ven como paranoicos, ¿pero hasta cuándo? —Realizó un vago ademán—. Así que, o bien dejamos que la tierra nos entierre del todo, o bien salimos a la luz para impedir que los drasits vayan muriendo con cuentagotas. También existe la posibilidad que propone Ashbinkhai: aniquilar a todos los cazademonios. Yo pienso que eso es una tarea imposible. Aunque se matasen todos, saldrían más. Los saijits son mayoría aplastante.

—Ya veo —intervino Spaw—. En vez de que los saijits nos vayan matando con cuentagotas, quieres que nos maten a todos rápidamente, empezando por Shaedra. —Levantó una mano para prevenir la interrupción de Askaldo—. Lo sé, estás convencido de tu buen hacer. Como lo están los Droskyns —añadió.

—Yo no voy a matar a nadie.

—¿Ah, no? —replicó el templario—. Tal vez no directamente. Pero si tu plan, sea cual sea, sale torcido, morirán quienes te hayan seguido. Y luego habrá otros demonios que querrán vengarse. Y desembocamos en una nueva guerra. Y esta vez, nuestra perdición será total y los pocos demonios que quedarán vivos vivirán metidos en lo más profundo de los Subterráneos o encarcelados en laboratorios y pensarán: Askaldo Ashbinkhai, nuestro salvador. Lo siento, Askaldo, no quisiera ofenderte, pero cuanto más hablas del Desvelo más me doy cuenta de que hablas en serio y eso me preocupa.

—Pues no debería… —Askaldo suspiró ruidosamente—. No importa, os deseo toda la suerte del mundo de todas formas.

Me sentí culpable pero al mismo tiempo me resultaba del todo absurdo que Askaldo me pidiese que lo ayudase para una acción tan suicida y encomiable a la vez. Estaba segura de que Frundis hubiera querido asistir a tan heroica empresa. Me levanté y posé mi puño contra mi pecho.

—Yo también te deseo toda la suerte del mundo, Askaldo —pronuncié con sinceridad.

—Estupendo —dijo Lénisu—. Yo le deseo suerte a todo el mundo. En realidad, la idea de Askaldo no me parece tan mala, vista desde una perspectiva… er… relativa. Esto… bueno, en cualquier caso, yo…

Se interrumpió de golpe cuando la puerta de la habitación se abrió. La alta silueta del Mentista apareció en el marco. Tras un breve silencio en el que nos contempló a todos con una mirada agotada, declaró:

—Necesito sangre.