Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

23 Una invasión

—¡Ahí! ¡Ahí! —me interrumpió Márevor Helith, hiperactivo.

Suspiré ruidosamente y el nakrús puso cara de disculpa, mirándome con avidez. Retomé el hilo y seguí pronunciando palabras raras acerca de ciclos regenerativos mórticos y huesos de criaturas de las que en mi vida había oído hablar.

—¡Huesos de gahodals! —exclamó al de un rato el nakrús—. ¡Pues claro!

Lo fulminé con la mirada. No sentía tanta dificultad como antes para retomar el hilo de los recuerdos, pero tanta intervención empezaba a impacientarme.

—Sigue, sigue —me pidió humildemente.

Carraspeé y seguí. El rostro de Márevor Helith se iluminaba gradualmente. Cuando llegué al final del capítulo, me detuvo con una mano.

—No sigas, ya tengo lo que quería saber. Los gahodals. ¿Cómo pude olvidarlos? Sus huesos rebosan de morjás. Son criaturas maravillosas.

—Tan maravillosas, que ya se han extinguido —intervino Aryes, moviendo una ficha sobre el tablero del Erlun—. Que yo sepa, hace más de mil años que murió el último gahodal. Apuesto a que lo mató un nakrús.

—Imposible —objetó el maestro Helith—. Yo vi uno una vez.

Lo miré con ironía.

—¿Ah, sí? ¿Hace cuánto?

El nakrús resopló y reconoció:

—Puede que hace más de mil años. Pero si en la Tierra Baya no hay, seguro que hay en otros sitios. Háreka es grande. —Hizo un gesto vago con la mano—. Shaedra, ¿podrías repetirme otra vez ese capítulo? Un día debería apuntarlo en algún sitio, antes de que se me olvide otra vez. Una suerte que Ribok tenga una memoria infalible.

Infalible, me repetí, reprimiendo una mueca. ¡Pues de poco le servía al lich una memoria infalible si la guardaba en la mente de otra persona!

Empecé a recitar de nuevo el capítulo. Estaba otra vez hablando de cómo transportar morjás de un material a otro cuando, de pronto, la puerta se abrió y Drakvian entró precipitadamente.

—¡Ya vienen!

Su silbido apremiante nos dejó a todos suspensos.

—¿Ya viene quién? —preguntó Márevor sin alterarse.

—¡Lénisu y el Mentista! ¿Quién si no? —gruñó la vampira.

Una rápida ojeada hacia Aryes e Iharath me hizo entender que pensaban lo mismo que yo: el lich, el nakrús y la vampira no podían quedarse aquí. Me levanté de un bote y abrí la puerta de la habitación vacía.

—¡Entrad, rápido! —dije febrilmente.

El nakrús y el lich intercambiaron una mirada antes de levantarse al unísono y dirigirse sin una palabra hacia el cuarto. Afuera, se oyeron unas voces y me apresuré a cerrar la puerta detrás de Drakvian. Suspiré para mis adentros. Ya tan sólo faltaba explicarle al Mentista que había hecho el viaje para nada. Y sobre todo, teníamos que conseguir echarlo rápidamente. Considerando, por supuesto, que Lénisu no se equivocaba y que ese tal Alal era capaz de ver a un demonio sin tratar de empalarlo.

De pronto, reparé en el sombrero rojo de Márevor Helith, abandonado en una silla. Gemí interiormente. Me precipité, agarré el sombrero, abrí otra vez la puerta de la habitación y lo arrojé a toda prisa. Alcancé a ver a Drakvian salir por la ventana del fondo antes de darme la vuelta. Lénisu acababa de aparecer en el marco.

—¡Lénisu! —jadeé, acercándome—. Ya has tardado.

Él enarcó una ceja al verme tan agitada.

—Menos de lo previsto —contestó—. Al final, encontré dos caballos para viajar hasta Belyac. —Se giró hacia el humano alto de ropa oscura que acababa de entrar—. Alal, te presento a Shaedra, mi sobrina. Shaedra, te presento a Alpyin Alvistalm Urk'Olwen. —Articuló con cuidado cada sílaba y le echó al cabo una mirada interrogante al Mentista—. ¿Lo he dicho bien?

—Perfectamente —aprobó este, divertido. Me saludó con un leve gesto cabeza—. Un placer.

Abrí la boca para contestarle… y me quedé asombrada al topar con sus ojos azules. Lo miré con más detenimiento. Llevaba una espada corta al cinto y un colgante circular con un rayo dorado alrededor del cuello, idéntico, lógicamente, al que llevaba el Mentista que había viajado de Mirleria a Aefna en la diligencia. Pero lo cierto era que su rostro también era idéntico.

—Nos conocemos —se extrañó Alal, tan sorprendido como yo. Una sonrisa empezó a flotar sobre sus labios—. De modo que viajé a Aefna en compañía de un demonio. De un demonio con una filacteria de lich. Y yo no me di cuenta de nada. —Tuve un tic nervioso y traté de no perder la calma: era un amigo de Lénisu; no tenía nada que temer—. Confieso que tengo curiosidad por analizar tu mente —prosiguió—. Aunque no puedo prometerte nada en lo relativo a esa «Sreda». Mis conocimientos sobre el tema son más bien nulos…

Lénisu intervino.

—No nos precipitemos, amigo. Antes déjame presentarte a Aryes y a Iharath. Él es un pagodista de Ató, un levitador de primera, y el otro un celmista de Dathrun. Uno se siente pequeño en tales compañías —sonrió.

Alal inclinó amablemente la cabeza ante ambos.

—Bueno —dije, vacilante y muy molesta—. Como dice Lénisu, no hay que precipitarse. En realidad, lo he estado pensando y…

Alal giró la cabeza hacia la mesa con tal brusquedad que me sobresaltó. Bajo las miradas extrañadas de todos, se avanzó en el comedor con circunspección. Alzó una mano y tocó el respaldo de la silla en que Jaixel había estado sentado. Se apartó casi de inmediato.

—Energía mórtica. —Hice una mueca, sin conseguir fingir sorpresa alguna—. ¿Qué diablos…?

En ese instante, la puerta de la habitación se abrió de golpe y fulminé con la mirada al nakrús cuando este apareció en el marco. Acababa de mandar al traste todos mis intentos por disimular su presencia.

—¡Lénisu y Alpyin! —sonrió. Avanzaba en la sala con el sombrero en la mano—. Qué alegría volver a veros como en los viejos tiempos.

Los dos se habían quedado boquiabiertos.

—¿Q-qué…? —farfulló el Mentista.

Noté las energías arremolinarse a su alrededor y supuse que acababa de soltar un sortilegio de protección por instinto.

—¡Oh, venga! —dijo el nakrús, deteniéndose ante ellos—. ¿No me reconoces? Aunque, ciertamente, han debido de pasar más de veinte años, si no me equivoco… Soy Márevor. Márevor Helith. El mecenas de los eshayríes.

Un rayo de comprensión pasó por los ojos del humano, aunque no por ello se relajó. Eshayríes, me repetí, sobrecogida. Así que Alal también había sido un eshayrí… Como Lénisu lo había sido. Y como lo habían sido mis padres. Mi tío suspiró ruidosamente.

—Demonios, sabía que algo no andaba bien —me echó una ojeada elocuente y carraspeé, desviando la mirada—. Dime, Márevor, ¿tú no te habías marchado a los Subterráneos? ¿Qué has hecho con nuestro Ribok? ¿Lo dejaste en el Kyuhs? Ya que estabas, podrías habérnoslo traído. Para que disfrutásemos todos de su presencia y de su ingenio…

Se puso lívido y calló de golpe con un ruido gutural. Junto a la puerta entornada de la habitación, el lich acababa de aparecer, tieso como un muerto. El Mentista dejó escapar un jadeo y dio varios pasos atrás.

—¡Jaixel! —siseó Alal entre dientes, incrédulo—. Márevor Helith…

—¿Sí?

El Mentista le echó una mirada a Lénisu y entendí que por un segundo se preguntaba si su amigo no le había metido en una siniestra trampa. Sin embargo, sus sospechas debieron de aplacarse rápidamente cuando vio que Lénisu acababa de sacar a Hilo.

—Ey, no os preocupéis —intervino el nakrús—. Ribok no os hará daño. Sólo estamos de paso. Y dentro de unas horas, tomaré el último monolito que tengo preparado y nos iremos lejos de aquí, Ribok y yo, en busca de unos gahodals, ¿verdad, Ribok?

Jaixel lo miró y asintió en silencio. Cualquiera hubiera interpretado su gesto como una falta de expresividad total, pero yo, tal vez porque era la que mejor lo entendía, percibí en él algo que se asemejaba mucho a la esperanza. Al fin y al cabo, tal vez lo único que desease ahora, después de haber perdido todo y haber renunciado a sus macabros objetivos, era vivir en paz bajo la luz del sol. Reprimí una sonrisa irónica. El lich iba a resultar tener algún objetivo cuerdo, después de todo.

Pese a las palabras de Márevor, Alal seguía envolviéndose con energía, preparándose para cualquier ataque. Retrocedió otro paso y salió de la casa con precipitación. En un rincón de mi mente, esperé que saliera huyendo de ahí y dejase tranquila mi Sreda. Lénisu sacudió la cabeza y bajó su espada.

—Márevor, ¿por qué cada vez que digo algo en tono de broma tú vas y te lo tomas en serio? Shaedra, Aryes, Iharath: salid de la casa.

Los tres intercambiamos ojeadas rápidas.

—Lénisu —dije con tono tranquilo—. Él y el lich vinieron anteayer. Ribok no es peligroso.

Lo decía con toda seguridad. Después de mi conversación con él aquella noche, ya no dudaba de que el lich seguía teniendo sentimientos saijits. Mi tío me miró con incredulidad.

—¿Tú también lo llamas Ribok? —Resopló y repitió con tono apremiante—: Sal de la casa. Ahora. Una cosa es tener trato con un nakrús antinigromante y otra con un lich que se ha pasado quinientos años matando, Shaedra.

—Matando esqueletos —apunté.

Pero él no me hizo caso: su mirada estaba fija en el rostro de Jaixel. El lich no parecía sentirse insultado. La verdad, en ese instante, parecía simplemente triste y a veinte mil leguas de donde estábamos.

—¡Shaedra! —siseó Lénisu, enojado.

Suspiré, recogí a Frundis, contra el muro, y antes de salir junto a Aryes y a Iharath le solté a Márevor:

—Ya tienes lo que querías. Ahora, cumple con tu palabra. Olvida mi filacteria.

Márevor Helith se contentó con asentir con la cabeza, algo contrariado. Cuando salí, la luz del sol me cegó unos instantes y parpadeé. Enseguida comprobé que el Mentista se había alejado unos cuantos metros de la casa, hacia los manzanos. Había dejado de rodearse de sortilegios, aunque seguía inevitablemente alterado.

—¿Por qué diablos no sale? —preguntó, como para sí. Se refería a Lénisu, por supuesto. Nos echó un vistazo a los tres, frunció el ceño y se giró hacia el bosque, como atraído por un súbito movimiento.

Entonces oí un grito penetrante, estridente, que por poco no me dejó muerta del susto. Ahí hacia donde miraba el Mentista, vi aparecer a Drakvian de entre los arbustos, plegada en dos. Corrió unos metros por la hierba. Empezó a subir la cuesta… y entonces perdió el equilibrio y se derrumbó. Sus manos estaban llenas de sangre.

Antes de que pudiera reaccionar o entender lo que pasaba, vi aparecer a siluetas encapuchadas en la espesura. Dos de ellas salieron del todo a descubierto, dirigiéndose directamente hacia la vampira, espada en mano. Y la vampira, de rodillas sobre la tierra, seguía observando, atónita, cómo su vida la abandonaba poco a poco…

—¡No! —gritó Iharath.

Se abalanzó hacia Drakvian, corriendo torpemente, como paralizado por el terror. Eché a correr tras él y rápidamente lo alcancé y lo adelanté. Pero no iba a llegar a tiempo. La evidencia me golpeó como una flecha mortífera: aquel maldito asesino iba a matar a Drakvian sin que pudiese hacer nada. Syu, agarrado a mi cuello, gimió. Y Frundis emitió un gruñido bajo.

“Drakvian no morirá.”

Su afirmación me recordó demasiado al día fatídico en que aquel orco casi me había matado con su virote de ballesta, en la Isla Coja. Aquella vez, Frundis no me había salvado. Y esta vez tampoco salvaría a la vampira. Con el corazón helado, desaté la Sreda y aceleré.

La silueta acababa de llegar a la altura de Drakvian. Levantó su espada… y golpeó. Pero golpeó en el vacío: Drakvian, empleando sus últimas fuerzas, acababa de echarse a un lado.

“¡Aún no está todo perdido!”, les grité a Frundis y a Syu, manteniendo mi carrera alocada.

Ya estaba casi. Tan sólo me quedaba pegar un salto, asestar un bastonazo al maldito canalla y… De pronto, la segunda silueta me cortó el paso. Con una mano, agarraba una espada fina y rápida. Y con la otra, se quitó la capucha.

Me sentí como si me tragara la tierra.

—Wanli —resoplé.

No me tomé el tiempo para cavilar demasiado sobre por qué demonios Wanli estaba ahí, en el claro, y no en cualquier otro lugar de Ajensoldra. La rodeé a la velocidad del rayo y bloqueé de milagro el golpe mortal que le propinaba a Drakvian el otro encapuchado. Noté un ligero gemido por parte de Frundis cuando la espada chocó contra él, como si le hubiese dañado el impacto, y su música atronadora se redujo considerablemente. Golpeé al Sombrío y lo hice retroceder.

—Drakvian, aguanta —solté con la voz temblorosa. La vampira tenía los ojos desorbitados y, ahora que estaba tan cerca, su herida en el pecho me pareció monstruosa, imposible—. Asesinos —siseé.

—Así que es cierto —susurró Wanli. Tardé unos segundos en entender que se refería a las marcas de demonio sobre mi rostro. Percibí su profunda tristeza, así como el sutil movimiento que realizó con su espada. Iba a atacarme, entendí.

—¡Por el amor de todos los dioses del mundo, deteneos!

El alarido de Iharath me desconcentró una milésima de segundos: el encapuchado aprovechó el momento y se abalanzó hacia mí. Ocupada como estaba en asegurarme de que Wanli no se acercase a Drakvian, no reaccioné a tiempo. Sin embargo, tan sólo me dio con el revés de la espada. Di un salto hacia atrás y me maldije por haberme alejado de la vampira.

—Tira ese bastón —gruñó el encapuchado—. No luches. Si eres de verdad Shaedra, no luches.

Con una mano, se quitó la capucha. Tomé una brusca bocanada de aire al reconocer a Néldaru Farbins. El esnamro me detallaba con una mirada desapasionada. Un pensamiento me hizo fruncir el ceño, suspensa. Néldaru hubiera podido matarme de un tajo. Pero tan sólo me había dado con el revés. ¿Por qué? Bajé la vista hacia el bastón y volví a mirar al Sombrío.

—Vas a lamentarlo.

La voz no era ni la de Néldaru, ni la de Wanli. Era la de Lénisu. Giré levemente la cabeza y lo vi llegar, sin resuello, con la espada desenvainada y en el rostro una expresión terrible.

—¡No te acerques a ella! —rugió. Pasó junto a Wanli, fulminándola con la mirada, y se dirigió directamente hacia Néldaru. Iharath acababa de caer de rodillas junto a Drakvian, con el rostro lívido, como si estuviese a punto de desmayarse.

—Descuida —contestó al fin el esnamro—. Sólo vengo a por respuestas.

—¿Respuestas? ¿Y esperas que yo te crea? Me maravillas. Eres un asesino. Ahora sé que lo eres con total certeza: vete de aquí y no vuelvas jamás a poner en peligro la vida de mi sobrina.

Ninguno de los dos envainó, sin embargo. Se desafiaron con la mirada largo rato. Aryes vino a posicionarse entre Wanli y yo, sin arma ninguna, temblando de pies a cabeza. Se me ocurrió darle la daga de los Sombríos que tenía escondida en una de las botas, pero me lo pensé mejor: la presencia de Lénisu parecía haber calmado a los Sombríos y no ganábamos nada provocándolos. Estaba segura de que había otros Sombríos en el bosque y que por alguna misteriosa razón se mantenían ocultos. Si llegaban a salir, iba a necesitar un milagro para salir viva.

—Tan sólo vengo a por respuestas —repitió Néldaru con tono terco—. Quiero saber si no te has vuelto loco. Quiero saber por qué piensas que un demonio tiene alma.

De no ser por la situación más bien crítica, me habría echado a reír por su ignorancia. Pero lo cierto era que me sentí más bien horrorizada al entender que, con toda probabilidad, Néldaru Farbins el Lobo era un Shargu. Un asesino de demonios. Recordé entonces unas palabras que había pronunciado el Sombrío en Aefna, justo después de darme la bienvenida a la cofradía. “Ojalá todos acatasen el código de los Sombríos como tú”, me había dicho. Estaba claro que su opinión sobre mí había cambiado drásticamente desde entonces.

Cualquier pensamiento cuerdo se desvaneció cuando bajé de nuevo la mirada hacia Drakvian. Iharath la sostenía entre sus brazos y un brusco sollozo lo sacudió.

—No… —jadeó.

Solté a Frundis y caí de rodillas junto a la vampira, aturdida. Esta vez estaba muerta, pensé. Ya no se movía. Le cogí una mano. Estaba helada. Pero claro, era una vampira, me dije. Era normal que estuviese helada, ¿no?

—Quien se ha vuelto loco eres tú —le contestó Lénisu a Néldaru, tras echarnos una ojeada—. Shaedra no ha cambiado. Sólo sufrió una perturbación energética, nada más. Y no tiene nada de monstruoso. Mira, Lobo, es como si hubieses dedicado tu vida a matar apáticos creyendo que eran monstruos. Eres un asesino. Nada más. Y ahora lárgate, amigo. Es lo mejor que puedes hacer.

El rostro de Néldaru palideció a ojos vistas. Asintió gravemente pero dijo:

—No me iré sin más respuestas. Entenderás que me cuesta creerte. Los demonios de los que me encargué habían matado a saijits. Eran asesinos. ¿Quién me dice que Shaedra no será una asesina? ¿Quién me dice que no lo es?

Las preguntas me parecieron tan absurdas que sentí súbitamente la cólera remplazar mi aturdimiento. Néldaru Farbins no sólo había matado a criminales. Había querido matar a Drakvian.

—¡Asesinos! —estalló Iharath de repente. Dejó el cuerpo inerte de la vampira y se levantó de un bote, con las manos alzadas. Hubo una explosión y una luz cegadora lo invadió todo.

Se oyeron gritos, seguidos de una nueva explosión. Traté de levantarme, pero Aryes me lo impidió y se agachó junto a mí en el momento preciso en el que una bola de energía pasaba silbando a nuestros oídos.

—¡Se ha vuelto loco! —gritó Aryes, por encima del súbito estruendo. El semi-elfo sólo podía estar usando las Trillizas, entendí, aturdida.

—¡Iharath!

La voz de Márevor Helith surcó la luz cegadora. Una energía paralizante se dispersó en el aire como una oleada y el resplandor de las Trillizas se apagó tan pronto como había venido. Por unos segundos, nos quedamos todos inmóviles. Cuatro Sombríos más habían salido del bosque y observaban la escena atónitos, con los arcos tensados. Néldaru y Lénisu estaban tirados en el suelo: por lo visto la bola de energía del semi-elfo les había dado de pleno. Tan sólo quedaban en pie Iharath, Márevor Helith, Jaixel y Alal. Apenas pude levantar la cabeza por culpa del sortilegio paralizante que el lich y el nakrús seguían manteniendo, pero alcancé a interceptar la mirada intensa que intercambiaron el Mentista y Márevor. Por un segundo, creí percibir un filamento de bréjica, como si estuviesen comunicando. Alal avanzó unos pasos y se agachó junto a la vampira sin parecer afectado por el sortilegio de parálisis. Le tomó el pulso. Su rostro se ensombreció, se aclaró, se ensombreció de nuevo. Y entonces murmuró:

—Vive.

Fui incapaz de sentirme aliviada: Drakvian vivía, de acuerdo, ¿pero hasta cuándo? Las manos del Mentista se cubrieron de energía esenciática y recordé entonces unas palabras de Lénisu. Alal no solamente era un gran bréjico. ¿Y si resultaba ser también curandero? Lo miré con una loca esperanza. Si Drakvian había caído de un precipicio y había sobrevivido, podía sobrevivir a una herida aunque fuese grave… ¿verdad?

Toda esperanza se esfumó de nuevo cuando vi que los cuatro Sombríos arqueros que se habían quedado atrás habían decidido acercarse. Probablemente para no fallar el tiro… Y tres de ellos me apuntaban a mí. Sentí que Syu se agitaba, escondido en mi cabello, angustiado. Con sumo esfuerzo, farfullé:

—Wanli. Diles que no disparen. Por favor.

La Sombría, desconcertada por las energías, se había incorporado apoyándose en su espada. Me miró, como dudando.

—Wanli —insistí—, unos pocos Sombríos no pueden nada contra un lich y un nakrús.

No tenía ni idea de si mi afirmación era cierta o falsa, pero era el mejor argumento que tenía. Y gracias a los dioses, Wanli se decidió.

—¡No disparéis!

Los arqueros se inmovilizaron a quizá unos veinte metros, pero no dejaron de tensar las cuerdas de sus arcos. Aryes resopló y se giró hacia mí con dificultad.

—¿No estás herida? —preguntó.

Le dediqué una pálida sonrisa.

—No. Yo no —aseguré. Eché una mirada hacia la vampira y deseé con fervor que Alal consiguiese salvarla… A saber qué le había dicho Márevor para que aceptase curarla. Eché una mirada resentida hacia el cuerpo inconsciente de Néldaru. Estaba segura de que él la había atacado… Y en ese momento no podía justificar su acto de ninguna manera. Drakvian era una vampira, vale, pero, ante todo, era mi amiga. Mis labios temblaron y traté de serenarme. Lénisu ya empezaba a espabilar.

—Aaarrg —gruñó. Se sentó en la hierba con sumo esfuerzo y miró a su alrededor. La escena pareció dejarlo perplejo. Cuando vio a Néldaru Farbins aún inconsciente, su expresión se ensombreció. Y se volvió lúgubre cuando vio los arqueros—. Amor inocente —murmuró—. Esto es una pesadilla…

Recogí a Frundis luchando contra las energías y cuando lo toqué me preocupé al notar su silencio.

“¡Frundis!”, lo llamé.

Un murmullo agotado me respondió.

“Tranquila. Mi madera es resistente. Simplemente he utilizado demasiada energía para parar el golpe de ese maldito Sombrío…”

Su voz se perdió en el silencio, acompañada de una nota de violín. Suspiré y empuñé el bastón para levantarme. Cuando lo conseguí, eché una ojeada lenta a mi alrededor. Iharath no despegaba la mirada de Drakvian; Jaixel y Márevor parecían dos estatuas saturadas de energía; Wanli trataba de caminar y salir de la zona paralizante, quién sabe si para huir o para matarnos mejor… Pensándolo bien, cualquiera con un poco de lógica habría salido corriendo tras ver en nuestro grupo cuatro de los monstruos supuestamente más horribles de Háreka.

—Larguémonos de aquí —soltó Lénisu.

Le dediqué una sonrisa sombría.

—Inténtalo, si puedes —le repliqué.

Sólo entonces debió de darse cuenta de que apenas podía moverse.

—Malditos muertosvivientes —siseó mientras recuperaba a Hilo avanzando su mano palmo a palmo. Nuestra situación, vista desde fuera, debía de parecer realmente ridícula…

—¡Ujiraka, no te muevas! —gritó de pronto Wanli. La Sombría apenas había avanzado un par de metros y contemplaba, desesperada, cómo uno de los arqueros se había precipitado hacia ella, guardando el arco y sacando la espada. Ujiraka Basil, resoplé. Era el elfo oscuro que se había hecho Sombrío el mismo día que yo. Ujiraka no le hizo caso a Wanli y se metió en la zona paralizante con la noble intención de sacar de apuros a sus dos compañeros. Y, por un momento, pareció avanzar con cierta rapidez.

Lénisu bufó:

—¡Márevor, maldita sea, deshaz el sortilegio!

Pero el nakrús estaba lógicamente más preocupado por lo que le podía suceder a Drakvian que por nuestros problemas futuros y se contentó con reforzar el encantamiento para que Ujiraka se detuviese del todo. Desde luego, parecía importarle una sarrena que nos tuviésemos que enfrentar a unos Sombríos con la eficacia de las tortugas iskamangresas.

Ujiraka trataba de avanzar, Wanli le pedía que retrocediese, Néldaru seguía inconsciente… Un súbito ruido metálico retumbó, seguido de un rayo de luz azulado que partió de Hilo y se curvó en un remolino vibrante. Con los ojos agrandados, vi a Lénisu dar un tajo en el aire con rapidez y pegar un salto hacia donde yacía Néldaru.

—¿Cómo demonios…? —murmuró Aryes, estupefacto.

—La espada —expliqué, tan sorprendida como él. Lénisu se movía como si el sortilegio ya no le afectase: Hilo absorbía todas las energías paralizantes que la rodeaban. Pálida, lo vi apoyar la punta del arma sobre la garganta de un Néldaru que empezaba a agitarse ligeramente.

—No os acerquéis —amenazó a los Sombríos—. ¡Bajad esas armas! —tonó—. ¡Ahora o perderéis a uno de los vuestros!

Su voz me estremeció hasta lo más hondo y me convenció de que realmente pensaba matar a Néldaru. Vi la duda pintarse en los rostros de los Sombríos. Una carcajada rompió el silencio.

—¿Me vas a matar? —se rió Néldaru. Había abierto los ojos y observaba ahora a mi tío con una mueca sarcástica—. Mátame, amigo. Y cumplirás con el código. Si de verdad piensas que soy un asesino. Mátame —repitió. Lo miró a los ojos, marcó una pausa, y prosiguió—: Sé que aún me culpas por la muerte de Kalena. La dejé morir sin dar mi vida por ella. Y sé que jamás me lo perdonarás así que… mátame y acabemos con esto de una vez.

Su voz se redujo a un murmullo. Lénisu se había vuelto lívido. Que Néldaru hubiese presenciado la muerte de Kalena Delawnendel dio paso a numerosas preguntas que atravesaron mi mente como un rayo. Lénisu no había querido contarme cómo había muerto la Sombría, aunque me había dejado suponer que algún Nohistrá había sido indirectamente responsable de la tragedia, por alguna razón. Con un gesto lento, levanté la mano hasta mi cuello y rocé el collar que un día perteneció a Kalena.

—No vas a matarlo.

Wanli trataba ahora de acercarse a Lénisu.

—No te atreverás —insistió la Sombría—. Eres un amigo, Lénisu. No nos traiciones así, después de todo lo que hemos hecho por ti…

—La tengo a tiro —tonó la voz de uno de los arqueros encapuchados—. Mátalo y matarás a la demonio.

Lénisu suspiró, como agotado.

—No tengo intenciones de matar a nadie —murmuró.

Apartó la espada y echó un vistazo a los arqueros. No dispararon. Soltó a Hilo y cayó de rodillas, de nuevo paralizado. Néldaru parecía sorprendido por su reacción. ¿Acaso realmente pensaba que Lénisu habría sido capaz de matarlo?

—Si he de maldecir a alguien en estos momentos, es a ese condenado nakrús —gruñó mi tío.

Se oyó de pronto el ruido característico de una cuerda de arco distendida. Giré bruscamente la cabeza en el instante en que la flecha de uno de los Sombríos salía disparada hacia mí. Maldije a mi vez a Márevor Helith. Tal vez sin la parálisis hubiera tenido tiempo de apartarme. Sentí una brusca ráfaga y me quedé observando la flecha, perpleja: esta había torcido su trayectoria y acababa de clavarse en el suelo, a unos centímetros de distancia. La energía órica que envolvía el proyectil se desvaneció poco a poco. Me giré hacia Aryes y entendí que acababa de salvarme la vida.

—Demonios —llegué tan sólo a pronunciar.

El kadaelfo meneó la cabeza, aturdido por las energías que acababa de perder con su sortilegio. A unos metros, Wanli gritaba a los Sombríos con voz estentórea, colérica.

—¡Idiota! ¡No hemos venido aquí para matar a nadie! —bramó—. Shaedra es una de los nuestros. ¡Recuérdalo!

—¡Es un demonio, Wanli! —siseó el arquero que había intentado matarme. Retrocedió varios pasos—. ¡Mírale los ojos! ¡Mira sus marcas! Es un demonio, ¡maldita sea! ¿Es que no lo ves? La acompañan una vampira y unos muertosvivientes… ¡Esto es el pozo de los infiernos, Wanli! Corred por vuestras vidas… Estáis todos locos —escupió. Se había alejado unos cuantos metros más. Al fin, dio media vuelta y desapareció en el bosque, rumbo al norte. Sus dos compañeros arqueros, tras una vacilación, declararon con voces algo temblorosas:

—Awsrik tiene razón…

—Que la Sombra os acompañe.

Ni Wanli ni Néldaru trataron de detenerlos. Ujiraka soltó un gruñido bajo.

—¡Cobardes! —les gritó.

—Tranquilo, muchacho —soltó Wanli—. Envaina esa espada. —El elfo oscuro la miró como si se hubiese vuelto loca y ella articuló—: Envaina esa espada.

Al fin, Ujiraka obedeció. Con sumo esfuerzo, intenté atar de nuevo la Sreda.

Sólo entonces Alal despertó de su trance curativo.

—Hay que llevarla a la casa —declaró sin hablar a nadie en particular—. Se repondrá. La espada no ha tocado ningún órgano vital para un vampiro. Sin embargo, necesito toda mi concentración para curarla.

Cerré los ojos por un segundo. Hubiera sido incapaz de expresar el alivio que sentí en aquel momento. Drakvian iba a salvarse… Iharath y el Mentista intercambiaron unas palabras en voz baja; el primero asintió y se incorporó, murmurando:

—Voy a buscar una tabla para transportarla.

Márevor le ayudó a salir de la esfera de parálisis y el semi-elfo se alejó a toda prisa, con un brillo de esperanza en los ojos. La situación me pareció de golpe mucho menos dramática: estábamos todos paralizados, los tres arqueros habían abandonado a sus compañeros y Jaixel y Márevor Helith nos protegían… a su manera.

—Genial —pronuncié al cabo—. Seamos razonables. Vosotros venís a por respuestas y yo no tengo ningún inconveniente en dároslas. Awsrik tiene razón. Soy una demonio —declaré—. Ahora, os toca decidir si ser un demonio me convierte en un monstruo. Yo no he matado a nadie.

Wanli suspiró. Echó una ojeada a Aryes, a Lénisu, a la vampira… al lich y al nakrús. Y al fin, se giró hacia mí, extremadamente pálida.

—Tal vez digas la verdad. Pero, en ese caso, ¿por qué proteges a un vampiro? ¿Por qué te acompañan esos…? —Jadeó. Trataba de moverse para acercarse a Néldaru y sus intentos se volvían cada vez menos eficaces—. ¿Son… realmente nakrús? —interrogó.

—Uno de ellos —asintió Aryes—. El del sombrero. Fue un famoso profesor en la academia celmista de Dathrun. Abandonó la nigromancia.

Técnicamente, pensé, echando un vistazo a la cara concentrada de Márevor Helith. Por lo visto, pretendía paralizarnos hasta que Drakvian fuera alejada de los Sombríos.

—En cuanto a la vampira, la conocemos desde hace años —retomó Aryes—. Es una amiga. Y no mata a saijits.

Técnicamente, me repetí, con una mueca. A Aryes se le había olvidado mencionar el triste destino del ladrón de Dumblor…

—¿Y el otro muertoviviente? —inquirió Ujiraka. Trató de no dejar trasparentar su miedo, pero falló estrepitosamente—. ¿Qué es si no es un nakrús? ¿Un esqueleto ciego? ¿Por qué siguen paralizándonos si son tan buenos?

Yo iba a contestar algo vago, para no alarmarlos, pero Jaixel se me adelantó.

—No debéis temerme. Ahora ya tan sólo soy un espíritu que busca paz para seguir muriendo. —Dio un paso hacia delante, tocó la superficie de la esfera paralizante y la deshizo. Márevor lo miró, consternado—. No soy un nigromante —murmuró—. Ni tampoco soy un lich. Ya no.

El sortilegio de parálisis se había desmoronado y Ujiraka y Wanli dieron varios pasos hacia atrás, reuniéndose con Néldaru, aterrados.

—¡Un… lich! —tartamudeó la Sombría—. Es imposible. ¡Lénisu! ¿Por qué…? ¿Cómo…?

Lénisu se contentó con mirarla y suspirar de nuevo. Parecía estar a corto de palabras para calmarla. Aryes intervino, tratando de distender el ambiente.

—Resumiendo —dijo—, el nakrús salvó a un ternian hace quinientos años de una masacre causada por esqueletos. Le enseñó las artes nigrománticas y el ternian decidió convertirse en lich para vengarse mejor de los nigromantes. Sencillamente.

—Sencillamente —repitió Márevor Helith, disgustado—. Ese resumen destruye todo el dramatismo de su vida.

En ese instante, Iharath regresaba con una tabla larga de madera. Aryes, Alal y yo nos apresuramos a ayudarlo para colocar a Drakvian sobre la litera improvisada. La vampira estaba tan inmóvil…

—¿De veras crees que se repondrá? —le pregunté al Mentista con la voz temblorosa.

Alal asintió.

—Jamás he curado a un vampiro, pero los he estudiado. No está en peligro de muerte, simplemente no tiene ni una gota de sangre y ha entrado en una especie de letargo —explicó—. Y ahora —dijo, dirigiéndose a Iharath—, ayúdame a llevarla a la casa.

Los vi alejarse y hubiera deseado acompañarlos, pero sabía que Alal necesitaría toda la concentración del mundo para cerrar la herida. Aryes me dedicó una débil sonrisa.

—Drakvian es dura de roer —aseguró. Deseé con toda mi alma que tuviese razón y que el Mentista realmente supiese lo que hacía.

De mientras, Néldaru se había levantado y ahora los tres Sombríos se habían apartado prudentemente de nosotros. Los tres decidieron guardar las espadas envainadas y solté un suspiro aliviado. Wanli posó una mano sobre el hombro de Ujiraka.

—Si quieres marcharte, márchate —le dijo por lo bajo—. No te lo echaré en cara.

El elfo oscuro resopló con desdén y se quitó la capucha, enseñando claramente su rostro duro y sus ojos amarillos.

—Yo no soy un cobarde —replicó. Apenas calló, dejó escapar un grito de puro terror, señalando algo a nuestras espaldas.

Me giré, esperándome ver aparecer algún troll o algún atroshás, pero lo que vi fue mucho peor. Rodeando el estanque a toda velocidad, avanzaba una nube oscura en la que se distinguían decenas de siluetas borrosas. Algunas tenían formas imposibles, con enormes garras, otras parecían llevar armaduras y armas monstruosas…

—¡Corred! —clamó Lénisu, levántandose y recogiendo a Hilo.

Nadie sabía qué diablos estaba pasando pero era como si todas las criaturas de los infiernos hubiesen elegido ese instante para invadir el Bosque de Belyac. Y sin embargo, reinaba un silencio tan antinatural…

Empuñé firmemente a Frundis y le estiré de la manga a Aryes para sacarlo de su estupor. Sin más dilaciones, echamos a correr, pero no hacia donde había empezado a correr Lénisu, sino hacia la casa.

—¡Shaedra! —rugió mi tío.

—¡Drakvian! —le grité, por toda explicación.

Los dejé a todos rápidamente atrás. Y todos, a su vez, dejaron a Márevor Helith y a Jaixel rápidamente atrás. Cuando entré en la casa en tromba, vi a Drakvian tendida en la cama de la habitación y a Alal e Iharath en pleno trance. Me paré en el umbral durante un segundo. Frundis había retomado suficientes fuerzas como para llenarme la mente de tambores. Y Syu saltó de mi hombro y corrió hacia una de las ventanas que daban hacia el estanque.

“¡Vienen hacia aquí!”, exclamó con un gemido.

Sí, ¿pero quiénes? ¿O qué? Sin detenerme a buscar una respuesta, me precipité para cerrar los postigos y esperé que no se les ocurriese a esos espectros prender fuego a la casa. Cuando entraron Aryes y Lénisu, resollando, el interior estaba sumido en la oscuridad.

—Que los dioses se apiaden de nosotros —siseó Lénisu cuando vio entrar a Wanli—. ¿Y Néldaru?

La elfa de la tierra inspiró ruidosamente.

—Ujiraka ha salido corriendo por el otro lado. No podía dejarlo solo. Pero de todas formas, vienen hacia aquí.

Lénisu la miró unos instantes, como preguntándose por qué diablos Wanli había decidido seguirnos a nosotros en vez de a los Sombríos. Jaixel y Márevor llegaron los últimos.

—Malditos huesos —resopló Márevor.

Lénisu le dedicó una sonrisa fría.

—Son los años.

Con un movimiento seco, Aryes cerró la puerta y lo ayudé a atrancarla. Pese a nuestra llegada alocada, ni Iharath ni Alal se habían inmutado; discretamente, les cerré la habitación y me giré hacia Aryes, Lénisu y Wanli con los ojos agrandados por la aprensión.

Entonces, se oyeron unos golpes contra la puerta de la entrada.