Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

12 El experto de Belyac

—¿Eso son… gusanos? —se alarmó Spaw con la mirada fija en lo que traía Lénisu.

Mi tío posó su capa con precaución y extendí el cuello para constatar que efectivamente Spaw no estaba muy lejos de la verdad. Aquellas criaturas pequeñas, gordas y sin patas, parecían gusanos hinchados.

—Ni idea de cómo se llaman —confesó Lénisu—, pero sé que son comestibles. No es la primera vez que los pruebo. —Alzó la vista y enarcó una ceja, burlón—. No pongáis esas caras. Serán gusanos, pero están riquísimos.

—Casi echo de menos las ratas que nos trajo Drakvian ayer —suspiró Iharath. Parecía a punto de vomitar.

Entonces intervine:

—No son gusanos. Son yabrias. —Al ver que todos me miraban, me encogí de hombros—. Para algo el maestro Áynorin nos hizo leer tanto libro sobre las criaturas de la Tierra Baya cuando era snorí. —Eché una ojeada a Aryes pero él se encogió de hombros: por lo visto no se acordaba de haber leído nada sobre aquellas criaturas—. Los pueblos del norte de la ciénaga comen yabrias —retomé—. Y al parecer… —tragué saliva y desvié la mirada de los gusanos antes de acabar—: les encantan.

—¡Oh! —carraspeó Spaw, mirándome con una mueca indefinible—. En ese caso… si les encantan…

Lénisu había adoptado una expresión meditativa.

—Vaya, me has dado una idea, Shaedra. —Sacó su pequeña cazuela y empezó a hacer hervir agua—. Esperad aquí. Enseguida vuelvo —prometió.

Lo vimos desaparecer entre la bruma, intrigados.

—¿Qué mosca le ha picado? —preguntó Iharath.

—Más bien pregúntate cuántos mosquitos nos han picado a todos —suspiró Aryes. No pude reprimir una sonrisa al verlo considerar con una mueca sus brazos llenos de picaduras, rojas como la sangre que le habían robado esos malditos insectos.

Eché una mirada a mi alrededor, más allá del islote relativamente seco donde nos encontrábamos. Lénisu nos había pedido que despejásemos la zona de las cañas caídas pero la tierra seguía estando demasiado húmeda para mi gusto.

Aquella mañana nos habíamos metido al fin en la ciénaga y habíamos caminado entre lodo, cañas, agua maloliente y bichos de todo tipo. Incluso habíamos cruzado un río poco profundo y, en las riberas, habíamos visto un zorro blanco y varios pájaros de altas patas y plumas doradas. En cuanto nos alejamos de las riberas, la bruma se fue haciendo cada vez más densa de tal modo que nos fue imposible adivinar si realmente nos dirigíamos hacia el oeste o bien estábamos dando un giro tremendo… Lo único bueno era que por una vez Aryes había podido quitarse la capucha y la capa. Y no tardó en arrepentirse cuando comprobó que los mosquitos parecían querer devorarnos enteros.

Lénisu regresó justo cuando el agua se ponía a hervir. Con una sonrisa flotando en los labios, añadió en la cazuela unas hierbas, probablemente para dar más sabor. Decidió que la primera yabria me tocaría a mí y noté la mirada atenta de todos cuando cogí con ambas manos la comida, como si esta fuese a despertarse y morderme en cualquier momento.

—Venga —me animó Lénisu, mientras se dedicaba a cocer otra yabria con aires de experto—. ¿Es que no tienes hambre?

Le eché una mirada sombría y él sonrió con todos sus dientes.

—Ahora lo recuerdo. Cuando tienes hambre, sueles emplear una expresión que usan los gawalts… ¿Cómo era ya? Ah, sí: «Podría comerme gusanos». —Hizo un vago ademán—. Ha llegado la hora de comprobarlo.

A Syu parecieron hacerle gracia sus palabras. Suspiré.

—No son gusanos —refunfuñé. Y sin más dilaciones, le pegué un mordisco a la yabria. Su piel estaba más dura que la corteza de un árbol. Resoplando, saqué mi bonita daga de Sombría y me dispuse a agujerear la especie de caparazón. Un líquido cálido me salpicó todo el rostro y Aryes y Spaw se rieron brevemente. Puse los ojos en blanco y empecé a comer.

—Está riquísimo —mentí con la boca llena.

—¿Seguro que no es venenoso, eh? —preguntó Aryes, cuando Lénisu le dio su porción.

—Al menos no es un veneno fulgurante —lo tranquilizó Spaw—. Shaedra sigue viva.

Cuando Aryes dio el primer bocado, cerró un momento los ojos, y tragó. Acto seguido, hizo un mohín de puro asco.

—¡En mi vida he comido algo tan repugnante! —se lamentó.

Me carcajeé y, haciendo caso omiso de mi propio paladar, seguí comiendo mientras las siguientes yabrias se iban cociendo en la cazuela de Lénisu. A nadie le gustaron las yabrias, salvo a Daorys. La demonio incluso comentó que el sabor le recordaba al que tenían ciertas babosas de río, en su pueblo subterráneo. La miramos comerse la última yabria que sobraba sin comentarios.

Tras la cena, apenas charlamos. Oíamos ruidos entre los cañaverales, la noche se cernía rápidamente sobre nosotros y casi no nos atrevíamos a pronunciar una palabra en voz alta. Lénisu nos había pedido que fuéramos prudentes allá donde pisábamos y que no nos alejásemos del campamento bajo ningún concepto.

—Si os perdéis en el cenagal, con esta bruma, podríais perderos del todo —nos había prevenido—. Cuando se aleja uno de los bordes de la ciénaga, los ruidos se transforman en ecos extraños y es relativamente difícil averiguar de dónde vienen. Os lo juro —había asegurado al ver nuestras muecas incrédulas.

Aquella noche, tardé horas enteras en conciliar el sueño. Lénisu, que realizaba el primer turno de guardia, había apagado el pequeño fuego y la bruma opaca ocultaba cualquier astro o estrella que pudiera estar brillando en el cielo. Arrebujada en mi capa, no dejaba de oír el ruido estresante de los mosquitos, pero eso no era lo peor. También percibía de manera muy clara, por encima de la brisa que se había levantado, chapoteos, silbidos de cañas, siseos y hasta de cuando en cuando gritos apagados que me recordaban a los gruñidos de un oso sanfuriento. Y finalmente, me dormí.

Desperté en plena noche con el corazón latiéndome a toda prisa tras oír un ruido seco y cercano. Muy cercano. Abrí los ojos y me enderecé casi de inmediato. Un rayo de luz opaca atravesaba la bruma. Lénisu, a unos pasos de mí, colocó el dedo sobre sus labios para recordarme que no metiese ruido. Con la otra mano, había desenvainado su espada; unos reflejos azulados recorrían su filo. Alarmada, bajé la mirada… y palidecí al ver una especie de cuerda inmóvil decapitada. A todas luces, era una serpiente. Inspiré lentamente, tratando de no dejar que el pánico me invadiera. El zumbido de varios mosquitos se intensificó y agité la mano, nerviosa, para ahuyentarlos. Empezaba a arrepentirme seriamente de haberme metido en aquel infierno de vida y muerte.

—¿Oís eso? —murmuró de pronto una voz.

Creí reconocer la voz de Iharath. Agudicé el oído y percibí un ruido escalofriante y lánguido…

—Es como si estuviesen cantando unas sirenas —susurró Aryes.

—¿Ah, porque tú ya has oído cantar a una sirena? —replicó Spaw con una voz casi inaudible. En su voz había un deje de aprensión.

Drakvian se sentó, resoplando:

—Estoy harta de oír a tanto mosquito…

Reprimí una sonrisa al pensar que, al fin y al cabo, el modo de alimentarse de los mosquitos y el de los vampiros no se diferenciaban mucho.

Rápidamente comprobé que estaban todos despiertos. No me sorprendió: casi me extrañaba que yo hubiese sido capaz de conciliar el sueño un momento. Aun así, no había sido la única: Syu aún dormía como el agua en un lago. Al verlo acurrucado junto a Frundis, hice una mueca compasiva. Aunque el día anterior se hubiese pasado todo el tiempo acomodado sobre mi hombro, el calor y la humedad, unidos a tanta sorpresa, lo habían dejado rendido.

Poco después, el canto se intensificó. Giré la cabeza por todos los lados, incapaz de determinar de dónde provenía. Durante el día, había intentado olvidar lo poco que había leído sobre la ciénaga de Zafiro. Pero ahora no podía evitar que me asaltasen los nombres de decenas de monstruos. Basiliscos, anfigusanos, plantas ácidas cubiertas de energía flávica… Oí un ruido de botas y me sobresalté antes de percatarme de que era Lénisu, quien acababa de sentarse sobre la única roca del islote.

—Dormid —declaró mi tío en tono bajo, adivinando sin duda la tensión de todos—. Es lo mejor que podéis hacer.

De hecho, mientras no apareciese un monstruo asesino entre los cañaverales, lo mejor que podíamos hacer era retomar fuerzas. Me estremecí, apreté la capa contra mí y volví a tumbarme sobre la tierra. Muy cerca, oía las respiraciones irregulares de los demás, así como el sonido casi armónico del viento contra las altas cañas. Y por encima de todo eso, el canto, si acaso era eso un canto, se elevaba en la noche como si estuviese llorando o lamentándose o quién sabe.

Duró un buen rato hasta que, súbitamente, se hizo el silencio. Un silencio casi total, exceptuando el zumbido de los mosquitos. Ignoro cuánto tiempo estuve así, escuchando con aprensión los alrededores. Estaba a punto de volver a dormirme cuando oí un susurro de pasos. Abrí los ojos. Lénisu se había levantado y se acercaba a un muro de cañas, escudriñando las sombras.

—Esto no me gusta —lo oí mascullar.

Apenas transcurrieron unos segundos antes de que percibiese al fin lo que le había llamado la atención: ahí, entre dos amasijos de cañas, a unos treinta metros, brillaba una especie de luz verde. Y súbitamente desapareció. Entorné los ojos… y me sobresalté al oír un ruido inequívoco de pasos y de caña rota.

—No os mováis —nos ordenó enseguida Lénisu, tenso.

Iba a levantarme pero sus palabras me detuvieron.

—No hagáis movimientos bruscos —rectificó mi tío por lo bajo—. Y sobre todo, no hagáis ruido.

Nos levantamos todos con sigilo. Sin dejar de echar ojeadas aprensivas a mi alrededor, cogí a Syu con una mano y a Frundis con la otra. Los ruidos de pasos se acercaban, o esa era mi impresión. Oí un chapoteo ruidoso de agua. Intercambié unas miradas asustadas con los demás. Bueno, Drakvian, más que asustada, parecía curiosa, como si no se le hubiese ocurrido que aquello que se aproximaba pudiese ser alguna bestia hambrienta de dientes afilados.

Cuando empezamos a ver moverse unas cañas, retrocedimos hacia el lado opuesto y nos escondimos como pudimos. Lénisu ocultó su espada detrás de su capa sin envainarla.

Al fin, aparecieron. Eran dos siluetas cubiertas de barro de la cabeza a los pies. Parecían saijits, pero no podía confirmarlo ya que apenas los veía en la oscuridad. No tenía lógica que fuese Ew Skalpaï, me dije, agazapada en el barro. Pero ¿acaso habitaban saijits en la ciénaga? Que yo supiese, no.

Las dos siluetas caminaban trastabillando y agarrándose la una la otra, como si temiesen caerse. Andaban realmente de manera muy extraña, observé. Y respiraban como si les faltase aire. Creí que iban a pasar de largo, pero no: en ese instante una de los dos cayó de rodillas, arrastrando a la otra en su caída.

—Ooooh…

El quejido me sonó demasiado ronco e irreal para pertenecer a un saijit. Pero por más que buscase en mi memoria no lograba identificar a esas criaturas…

—Ddda… bbblas —dijo la otra silueta—. Ddd-ddd…

Un rayo de luna alcanzó atravesar el velo brumoso que flotaba sobre la ciénaga y por fin pude verlas con más claridad. Tenían ambas los ojos desencajados y… Aryes se levantó de un bote.

—Son saijits —murmuró.

Quiso salir de su escondite pero Lénisu lo cogió del brazo y le echó una mirada fulminante. Los dos desconocidos seguían profiriendo palabras incomprensibles. No les entendía nada, pero no era difícil adivinar que no andaban del todo en sus cabales.

—No creo que sean peligrosos —protestó Aryes al fin—. No tienen ni armas.

Se levantó y esta vez Lénisu no se lo impidió, pero no dejó de preguntar:

—¿Y cómo lo sabes? Podrían hasta esconder una ballesta debajo de tanto barro.

Sin duda, las siluetas tenían que habernos oído, pero no levantaron la cabeza hasta que vieron a Aryes surgir de entre el cañaveral. Una de ellas se azoró.

—¡Ppppooo…! —exclamó, haciendo vibrar la voz como lo haría una cabra—. ¡Ppp-pp. Nnnna. Ggrrr… yyyyeeeee…!

El kadaelfo se paró en seco. El otro saijit no pareció enterarse de nada y se contentó con tumbarse en la tierra y hundir el rostro entre sus brazos emitiendo un ruido de agotamiento.

“Nos han robado el sitio”, suspiró Syu, contrariado. Aun así, lo noté más tranquilo al comprobar que nuestras vidas no parecían peligrar.

Salí del escondite al mismo tiempo que Spaw y Lénisu.

—Si no son saijits al menos se les parecen mucho —caviló Spaw, acercándose con prudencia.

—Esperad, no os acerquéis tanto —nos previno Lénisu. Aún no había envainado la espada—. Podría ser una trampa.

—¿Una trampa? —repitió Aryes—. A mí me parece más bien que son dos saijits perdidos en una ciénaga a punto de morirse.

—Dos saijits desjuiciados —completé—. Y para mí que no viven en la ciénaga.

Diciendo esto, solté un sortilegio de luz armónica. El rostro de quien se había asustado apenas era visible bajo el barro y la suciedad: sus ojos me observaron, parpadeando, como si ignorase si estaba soñando o no.

—Bueeeno —dijo Iharath, cruzándose de brazos—. Dos nuevos compañeros de suplicio. Ni que fuera esta ciénaga un lugar de paso. ¿Qué hacemos con ellos?

Lénisu siseó para que bajase la voz.

—No olvidemos dónde estamos, ¿eh? —murmuró—. Bueno, supongo… que, lógicamente, no podemos dejarlos aquí solos, dado el estado en el que están…

Por su tono, no parecía tan convencido de lo que afirmaba. Aryes carraspeó.

—Lógicamente, sí. Dejarlos morir aquí sería comportarse como un asesino.

—Ya —masculló Lénisu, contrariado. Marcó una pausa y entonces envainó la espada y rebuscó algo en su saco. Agarró al fin una cuerda y se acercó a los dos saijits. Lo contemplé, atónita.

—¡Lénisu! —silbé entre dientes—. ¿No pretenderás atarlos?

—Atarles las manos, sí. Aún no sabemos de lo que son capaces ni quiénes son. Date la vuelta —le ordenó a la silueta que aún seguía algo enderezada. Esta abrió la boca y por un momento temí que estuviese a punto de dejar escapar su último suspiro. Lénisu tuvo que rodearla para maniatarla y a continuación se ocupó del otro saijit que parecía estar durmiendo. Al fin, se levantó—. Menudo contratiempo.

Nos quedamos unos segundos de pie, en la oscuridad, mirando los dos bultos que se confundían con el barro. Ambos, ahora, parecían haberse quedado dormidos.

—Tal vez unas yabrias les vendrían bien —comentó al fin Aryes.

Spaw soltó una risita.

—Excelente idea. Si quieres ir a buscarlas…

Lénisu volvió a sisear para imponer silencio.

—Os recuerdo que cualquier ruido algo fuerte puede oírse desde lejos —susurró. Fue a sentarse sobre la roca y agregó—: Shaedra, yo que tú desharía esa esfera de luz si no quieres que ningún monstruo venga a curiosear por aquí.

Le hice caso y pregunté:

—¿Y la luz verde? ¿De dónde salía?

Lénisu se encogió de hombros.

—Podría ser un fuego fatuo. En realidad, no tengo ni idea. Si hablasen, tal vez podrían explicárnoslo esos dos.

—No me gusta esto —confesó Daorys—. ¿Cuánto tiempo queda para el amanecer?

—Un par de horas, tal vez —evaluó Lénisu—. Es lo bueno de estar en verano. Lo malo es que el tiempo que el sol ilumine algo a través de esta bruma… pueden pasar más de tres horas. Aproximadamente.

Nos sumimos de nuevo en el silencio y nos sentamos sobre el islote, sin atrevernos ya a dormir. Syu, sentado en mi hombro, se puso a trenzarme mechones a oscuras, inquieto. Aprovechando nuestra vigilia, Lénisu decidió tomar su tiempo de descanso, se acomodó e, increíblemente, se durmió en unos minutos. En un momento, empezó a mascullar en sueños y pronunció con claridad las palabras «puerros negros»; se le dibujó una sonrisa de felicidad en el rostro y, reprimiendo carcajadas, intercambiamos miradas burlonas.

La oscuridad ya se estaba reduciendo muy poco a poco cuando uno de los desconocidos despertó emitiendo un ruido:

—Sssa… sssa —decía. Su voz, masculina, parecía ya menos extraña—. Mma… ddd… —Resopló, se enderezó y entonces se dio cuenta de que estaba maniatado—. ¿Qué diablos…? —Se agitó aún más cuando vio a su compañero junto a él—. ¡Ma-dey-ssa! —tartamudeó.

—No te asustes —intervine, temiendo que metiese demasiado ruido. Se paró en seco y alzó la cabeza—. Sólo os hemos atado por precaución —continué—. No grites. Este sitio es peligroso.

—Me da que eso ya lo sabe —carraspeó irónicamente Iharath.

—¿Podemos saber quiénes sois? —preguntó Aryes, acercándose.

El desconocido, en vez de contestar, escupió barro.

—Soltadme —dijo al fin.

—Nos encantaría —afirmé—, pero antes…

—Antes estaría bien que os presentaseis —añadió Lénisu, despertándose y estirándose.

El desconocido pestañeó, se quedó un instante en silencio y se giró hacia la tal Madeyssa.

—Tu nombre —insistió Lénisu, tratando de hablar con más suavidad—. No tenemos malas intenciones, créeme. Simplemente nos habéis despertado en mitad de la noche al aparecer por aquí hace unas horas y nos habéis dado un buen susto.

Observamos al saijit, expectantes. Era casi imposible adivinar de qué raza era de lo sucio que estaba, pero advertí que sus orejas tenían una forma puntiaguda. Eran demasiado grandes para ser de ternian. Tal vez fuese un elfo…

—No lo sé —gimió de pronto, como invadido por el pánico—. No me acuerdo. ¿C-c-cómo es que no me acuerdo?

—¿No te acuerdas de tu nombre? —preguntó Lénisu, incrédulo.

—Yo… Sí. O no. ¡No lo sé! —gritó. Unas aves salieron volando no muy lejos de ahí, despertadas por el estruendo. Fulminamos al desconocido con la mirada. ¡Iba a conseguir mosquear a todos los carnívoros de la zona!

—Tranquilo —dijo Aryes, acercándose y dándole unas palmaditas amistosas sobre el hombro—. No te preocupes. Has debido de sufrir algún trastorno emocional o quién sabe. Seguro que con el tiempo te mejoras.

—Planta —murmuró el elfo—. Esa planta. No, no recuerdo. Es como si supiese que he vivido sin poder afirmarlo —añadió más racionalmente. Inspiró hondo para calmar su respiración y se giró hacia Madeyssa—. ¿Está muerta?

—¡No! —aseguró Aryes—. Al menos hace una hora estaba bastante viva. ¿Cómo es que os habéis puesto en este estado?

—Prefiero casi no saberlo… —murmuró Iharath.

Lénisu decidió quitarles la cuerda, considerando seguramente que ni el uno ni la otra estaban en condiciones de hacernos daño.

—Creo que me acuerdo —retomó el elfo tras un silencio de profunda concentración—. Sí. Sí, ahora me acuerdo. Entramos en la ciénaga. ¡Oh, sí, me acuerdo de todo! —Sus ojos estaban desenfocados. Se golpeó la frente con ambas manos, como si le afluyesen los recuerdos como olas brutales. Al fin, alzó otra vez la cabeza y se me quedó mirando, atontado—. ¿Shaedra?

Sólo entonces vi lo evidente. A pesar del barro, sus ojos y su voz eran inequívocos, ¿cómo no me había dado cuenta antes? Silbé entre dientes, atónita.

—¿Kahisso?

El semi-elfo asintió.

—Kahisso —repitió como si le sorprendiese que lo llamase así—. Eso es. Dioses, ¡menudo desastre! —Sin preocuparse más por nosotros, extendió las manos para despertar a su compañera—. Madeyssa, ¡Mady! Despierta, ¡por todos los dioses!

Yo meneaba la cabeza, sin poder creerlo aún. Kahisso, el raenday, hijo de Kirlens, el mismo al que creía no volver a ver jamás, estaba metido en la ciénaga de Zafiro con un aspecto todavía más espantoso que el nuestro.

—No me lo puedo creer —dije en voz alta.

—¿Kahisso, el hijo de Kirlens? —preguntó Lénisu, sorprendido. Asentí, anonadada.

—¡Mady! —repitió Kahisso con exasperación—. ¡Jefa! ¡Despierta ya!

Al fin, Madeyssa despertó. Parpadeó y se enderezó con más energía de la que le hubiera sospechado tener. Se pasó una manga embarrada sobre su rostro embarrado, gruñendo:

—¿Qué pasa, Kay?

Kahisso suspiró.

—Pasa que no me acuerdo qué demonios ha pasado pero resulta que ahora estamos solos.

Madeyssa bajó lentamente su brazo.

—¿Solos? —Alzó la mirada hacia nosotros y se levantó de un bote. Se tambaleó y Lénisu la ayudó a no caerse—. Quita esas manos —siseó, apartándose de mi tío—. Solos no estamos, obviamente. ¿Quiénes sois vosotros? ¿Y dónde nos habéis llevado? ¿Y dónde están mis hombres? —nos ladró, amenazante.

Lénisu hizo un vago ademán con aire aburrido.

—No os hemos llevado a ninguna parte. Y somos unos simples viajeros que intentaban ayudar a dos pobres moribundos. Y con todas las buenas intenciones del mundo os diría que el camino más corto para salir de la ciénaga está por ahí pero… por lo visto la ayuda no es bienvenida así que hasta la próxima.

Recogió su saco y lo observé con cierta sorpresa. Me giré hacia Kahisso.

—¿Qué diablos te ha pasado? —pregunté.

—Lo ignoro —confesó Kahisso—. Aj… Estoy hecho un auténtico elemental de barro —deploró, echándose una rápida ojeada—. Íbamos en busca de un reptil —explicó—. Un reptil único. Fue un elfo oscuro de Belyac, un celmista, el que nos prometió que nos pagaría mil kétalos a cada uno por la faena. Mil kétalos, ¿os dais cuenta? Es decir, nos pagaba por traerle el reptil vivo a su casa. Es una especie de experto. Sí. Así que seguimos la pista de la criatura dentro de la ciénaga. Dejaba una pista bien clara porque era grande. Nos metimos y… entonces empezó la pesadilla. Y luego inexplicablemente mi cabeza dejó de funcionar y no recuerdo nada, absolutamente nada, hasta que… bueno… hasta que… —su mirada se volvió distante y pareció olvidar que estaba hablando.

Madeyssa frunció el ceño.

—Ey, Kay, ¡despierta, muchacho! Que todavía hay trabajo que hacer.

Kahisso agitó la cabeza.

—¿No me digas que quieres seguir buscando al reptil?

—Al diablo con el reptil —replicó ella con contundencia—. Tengo que encontrar a mis hombres.

Lénisu carraspeó.

—¿Puedo preguntaros algo? ¿Cómo es que dos raendays en busca de un reptil por lo visto peligroso no llevan armas consigo?

Madeyssa abrió mucho los ojos y se miró el cinturón. Como pudo constatar, estaba vacío.

—¡Ladrones! —estalló.

De manera completamente inesperada, se abalanzó sobre nosotros. Iharath pegó un bote hacia atrás y antes de que Madeyssa se tirase sobre Spaw realicé un movimiento con el bastón para cortarle el paso.

—¡Espera un momento, Mady! —exclamó débilmente Kahisso—. Ellos no tienen la culpa de nada. Es más: conozco a tres de ellos. Son de Ató. Son buena gente. Quienes nos han robado las armas deben de ser los mismos que los que nos han trastocado la cabeza y la memoria. —Resopló—. Dioses, cómo odio esta ciénaga.

—¡Ja! Ya somos dos —aseguró Drakvian. Observé con cierto alivio que se había embozado con su capa negra para ocultar la mayor parte de su rostro de vampiro.

Madeyssa pareció calmarse un poco, aunque todo en su cara reflejaba enojo y contrariedad. Era como si prefiriese enfadarse con nosotros a reflexionar detenidamente sobre lo que le acababa de pasar.

—Bueno, decidnos —retomó—. ¿De dónde veníamos?

—De por ahí —dijo Lénisu, señalando una dirección que, según creía yo, se acercaba más al norte que al sur.

—Mm —asintió firmemente Madeyssa, pensativa—. Está bien. ¿Kay? En marcha.

Los miramos con caras perplejas.

—Er… —dije, mientras Madeyssa le cogía a Kahisso del brazo para espabilarlo—. ¿Vais a iros así, sin más, sin comer nada ni limpiaros un poco la…? —Callé ante la mirada asesina de la raenday.

—¿Pero y a ti qué más te da lo que hagamos? —espetó.

Me encogí de hombros y la vi darse la vuelta. Volvió a tambalearse.

—Shaedra tiene razón —dijo Kahisso con tono diplomático—. Comer algo no sería una mala idea.

La que parecía ser la jefa del desafortunado grupo raenday desaparecido suspiró.

—Tienes razón. —Se volvió hacia nosotros con un mohín—. Sois de Ató, ¿eh? ¿Y qué demonios hacen unos habitantes de Ató en la ciénaga de Zafiro?

—Como ya he dicho, somos viajeros —dijo Lénisu, como con paciencia.

—Viajeros, ¿eh? Y supongo que si no viajáis por el camino es para que el viaje os resulte más enriquecedor, ¿eh?

Lénisu hizo una mueca juntando ambas manos.

—Voy a buscar más yabrias —declaró.

Carraspeé mientras Madeyssa miraba a mi tío, desconcertada.

—En realidad somos varios celmistas en el grupo —expliqué—. Yo soy cekal de la Pagoda Azul. Realizamos un estudio sobre… las criaturas de la… ciénaga. Ya ves.

Madeyssa resopló y no pareció notar la reacción de mis compañeros ante mi mentira.

—Otros expertos celmistas —se lamentó—. Como si no hubiera bastantes expertos ya. ¿Y qué tal avanza el estudio?

Tragué saliva.

—Vaaa… —Vacilé y repetí—: Va.

—Ah. —Madeyssa pareció desinteresarse del todo de la razón de nuestra presencia ahí—. Es una suerte que sigamos vivos. ¿Kay? Vayamos a buscar esas… yabrias de las que ha hablado el ternian. ¡Me muero de hambre!

Lénisu hizo una mueca. Estaba claro que la situación le resultaba más que contrariante. Por mi parte, no era que no me alegrase ver a Kahisso, pero ya me veía soltándole mentira tras mentira en cuanto el raenday hubiese recuperado un poco su salud mental. Y si, por suerte, el raenday se tragaba las mentiras, le bastaría pasarse por Ató para oír hablar de demonios.

Finalmente, fueron Lénisu y Drakvian quienes se marcharon a buscar las yabrias y convencimos a los dos raendays de que se sentasen con nosotros en el islote de tierra seca. La luz iba iluminando poco a poco los cañaverales a través de la bruma. Mientras esperábamos a que Lénisu y Drakvian regresasen, Kahisso nos contó con más detalle todo lo ocurrido en la ciénaga, con el claro objetivo de intentar acordarse qué demonios había pasado después… Madeyssa no parecía hacer ningún esfuerzo, arguyendo que no había que buscar ninguna explicación «mágica» al asunto y que lo mejor era marchar cuanto antes para buscar a sus compañeros. Me fijé en que la raenday tenía un acento peculiar y cuando le pregunté si venía del Imperio de Iskamangra, enarcó una ceja y asintió secamente.

—Soy de Enzalrei. Y manejo una maza desde que tengo ocho años. Y mi maza no se roba —afirmó, casi ladrando. Pestañeó, como sintiendo un súbito mareo—. Esos ladrones, sean quienes sean, lo pagarán caro —murmuró.

Cuando Lénisu y Drakvian reaparecieron con una yabria para cada uno, Madeyssa se había sumido en un silencio inmutable y Kahisso, abstraído, murmuraba entre dientes:

—No, debe de haber pasado algo justo después de que Wundail matase el anfigusano ese. Yo estaba con Mady. Hubo un ruido. Sí, hubo un ruido. A menos que eso fuese antes —añadió, rascándose la frente—. Sí, sí. Fue antes. —Meneó la cabeza, perdido—. Pero ¿antes de qué?

Intercambié con Aryes una mirada a la vez preocupada y divertida. Desde luego, lo que les había pasado a Madeyssa y Kahisso era inexplicable. Por un lado, me aterraba imaginar que algo, en aquella ciénaga, era capaz de trastornar las ideas hasta el punto de hacer olvidar lo ocurrido. Y por otro lado, me hacía gracia habernos encontrado con dos raendays en medio de la nada. La situación era más bien insólita.

Curiosamente, el aspecto asqueroso de las yabrias no levantó ningún comentario por parte de los raendays: empezaron a engullir el desayuno casi sin mirar.

“Definitivamente, aún distan mucho de haber recuperado todas sus facultades”, les comenté a Syu y a Frundis. El mono no pudo más que estar de acuerdo conmigo.

Cuando acabamos de comer, Lénisu y yo nos levantamos al mismo tiempo.

—Bueno, ¿qué tal si nos ponemos en marcha? —propuso Lénisu.

Madeyssa alzó la cabeza con brusquedad, como despertando de un largo sueño.

—¿Qué? Vamos a ver, si decidís viajar con nosotros, os dejaré bien clara una cosa: aquí la que manda soy yo —espetó—. ¿Está claro?

Y diciendo esto, se levantó y salió del islote chapoteando entre las cañas.

—Kay —llamó.

Un destello de exasperación pasó por los ojos de Kahisso.

—Ni que fuera su perro —masculló. Sin embargo, se incorporó y, sin mirarnos siquiera, tomó la misma dirección que Madeyssa.

Mis compañeros y yo nos miramos con aire elocuente.

—Raendays —suspiró Lénisu, como si eso lo explicase todo—. Estoy por tomar otra dirección…

—Van desarmados, Lénisu —le recordé con tranquilidad—. Y me temo que aún no andan muy bien de la cabeza.

—Encima —volvió a suspirar Lénisu.

—Por no mencionar que Kahisso me salvó la vida —añadí.

Mi tío enarcó una ceja.

—¿No te habrá convertido Srakhi al say-guetranismo?

Puse los ojos en blanco y, sin más dilaciones, avanzamos para seguir a los raendays entre las cañas, el barro, las serpientes, y quién sabe qué más horrores.