Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

3 Un pozo sin fondo

Percibí la agitación de la sainal: por lo visto no esperaba encontrarse con tres demonios de la Oscuridad en aquel lugar. Uno de ellos dio un paso hacia delante, alejándose del túnel. Tenía el pelo rubio y su rostro, de un blanco casi enfermizo, estaba surcado por las marcas negras de la Sreda.

—Alto —pronunció con la mano en el pomo de su cimitarra, aunque nosotros ya nos habíamos detenido en seco.

Hablaba abrianés, observé, relativamente aliviada. Al menos eso significaba que Iharath y Drakvian iban a poder comunicar, pero nada más pensar en que tendrían que hablar y arreglárselas solos con unos demonios me hizo maldecir cien veces mi afonía. Por otra parte, yo misma desconocía cómo eran en realidad los demonios de la Oscuridad. A lo mejor no eran iguales que los del Agua o los de la Mente… “Que tú seas buena, no significa que no haya demonios que sean verdaderos monstruos”, me había dicho un día Lénisu. Un escalofrío me recorrió mientras cruzaba los ojos del demonio rubio quien nos observaba con una mirada adusta.

—¿Quiénes sois? —inquirió, rompiendo de nuevo el silencio.

Ga dio un paso adelante y su lengua azul apareció en su rostro rodeado de sombras.

—Yo soy Ga —se presentó en tajal, realizando el saludo de los demonios—. Y estos son mis compañeros de viaje.

El rubio había arrugado aún más la frente, escudriñando a la sainal. Al cabo soltó en tajal un simple:

—¿Qué?

La sainal suspiró y repitió las palabras más lentamente mientras mis compañeros se agitaban, inquietos. Wujiri observaba los rostros de los tres demonios como tratando de entender quiénes o qué eran. Era el único en no conocer mi verdadera naturaleza y no era de extrañar que no supiese reconocer a un demonio: jamás habría visto a uno transformado. Me mordí el labio con la repentina sensación de que debería haberle explicado la verdad con antelación.

—Ga… —repitió el rubio—. El nombre me suena. —Nos miró alternadamente, sin relajarse—. Si sois demonios, ¿cómo es que llegáis por este camino en vez de…? —Se interrumpió bruscamente al fijarse en Drakvian y palideció aún más si era posible. Desenvainó la espada con rapidez—. Rayth, Zanda —jadeó, dirigiéndose a sus compañeros.

Estos últimos sacaron a su vez sus armas con movimientos fluidos. Un destello de miedo brillaba en sus ojos rojos. Abrí la boca para decirles que se detuviesen y no logré sacar ni un sonido. Era frustrante, me dije, malhumorada. De todas formas, ellos no hicieron ademán de atacar. Al mismo tiempo, rendí gracias a los dioses de que Wujiri se hubiese quedado afónico: el elfo oscuro contemplaba a los demonios boquiabierto, asimilando poco a poco la verdad, y sin duda alguna se le habría escapado algún comentario desgraciado. Francamente, que aquellos desconocidos nos tomasen a todos por demonios era una buena cosa, decidí. ¿Pero cuánto tiempo podía durar tamaño engaño?

—¿Qué hacen unos demonios y una sainal viajando con una vampira? —preguntó Zanda, sosteniendo en las manos dos cimitarras por lo visto bien afiladas.

Drakvian se había cruzado de brazos sin arredrarse siquiera.

—Envainad esas espadas —gruñó—. Y paraos a pensar. Yo misma creía al principio que los demonios eran unos monstruos. Los vampiros y los saijits siempre los han aborrecido. Pero cambié de opinión —declaró con un tono orgulloso—. No tenéis por qué temerme… si envaináis de nuevo las espadas —insistió.

A duras penas reprimí una sonrisa al verla hablar con tanta tranquilidad. De acuerdo, ellos eran tan sólo tres y nosotros éramos seis, pero ellos tenían cada uno dos cimitarras mientras que nosotros sólo poseíamos unas dagas y una sola espada.

“Y además no podemos ni gritarles para asustarlos”, suspiró Syu, como si toda la vida hubiese espantado a sus enemigos a base de rugidos.

Iharath dio un paso adelante con una temeridad poco habitual y juntó tranquilamente sus manos.

—Por favor, no nos precipitemos —enunció con calma—. Mi nombre es Iharath Hartrim. Esta es Drakvian. Y ellos son Wujiri, Galgarrios y Shaedra. Y ante todo, les pido disculpas si hemos entrado en un territorio prohibido. No era nuestra intención.

“Habría sido un buen diplomático”, le comenté a Syu, mientras veía que el rubio se relajaba.

—Así que… ¿la vampira es amiga vuestra? —preguntó, como si no consiguiese creérselo aún.

—Lo es —contestó Iharath—. De hecho, se crió conmigo y la considero como a una hermana.

Drakvian les dedicó una sonrisa amigable y el demonio tuvo un tic nervioso.

—Un momento —intervino Zanda, tensa—. ¿La vampira pertenece a una Comunidad? Er… Kojari… —pronunció, sin apartar la vista de Drakvian. Calló, sin acabar su pensamiento, pero no me cupo duda de que le costaba creernos.

Sin embargo, el rubio, que por lo visto se llamaba Kojari, envainó sus armas y Zanda y Rayth lo imitaron de mala gana.

—¿Venís en nombre de alguna Comunidad? —nos interrogó.

Iharath agrandó los ojos y se giró discretamente hacia mí. Se lo veía totalmente perdido. Negué con la cabeza y él hizo otro tanto.

—No —dijo.

Su respuesta lacónica no pareció satisfacer a Kojari, quien continuó con su interrogatorio sin apartarse un ápice:

—¿A qué Comunidad pertenecéis? Disculpad mi indiscreción, pero no podemos dejar que cualquiera se pasee por los túneles colindantes a nuestro territorio —explicó con cierta sequedad—. ¿Cuál es vuestro propósito? ¿Hablar con Kaarnis?

—¿Hablar con…? Oh, no —soltó Iharath, aunque yo sabía que no tenía ni la más remota idea de que Kaarnis era el jefe de la Comunidad de la Oscuridad—. No —repitió—, nosotros no tenemos intenciones de molestar a vuestra Comunidad. A ninguna, en realidad. Sólo estamos de paso. Ga nos está guiando y…

Calló de pronto sin saber qué añadir. Dioses, me lamenté. ¿Por qué Ga no me había dicho que los demonios de la Oscuridad vivían tan cerca de aquí? Kojari nos observaba con el rostro severo.

—¿A qué Comunidad pertenecéis? —insistió.

—La Comunidad —repitió Iharath, vacilante. Reprimí las ganas de cubrirme el rostro con las manos para dejar de ver la expresión impertérrita de Kojari. Dijera lo que dijera, Iharath no conocía el mundo de los demonios y tan sólo iba a conseguir empeorar las cosas, me dije. Iharath se rascó la oreja y sonrió forzadamente, cada vez más nervioso—. Pertenecemos a… una Comunidad —afirmó. Si no fuera por la gravedad de la situación, me habría echado a reír—. La verdad es que Shaedra os lo explicaría todo mucho mejor —añadió, señalándome—. Desgraciadamente un daohnyn los ha dejado afónicos, a los tres.

Kojari enarcó una ceja, contemplándonos a Wujiri, a Galgarrios y a mí. Lo cierto era que la desventura del daohnyn había sido tan absurda… Carraspeé pero tan sólo me salió un sonido desafinado y creí ver a Kojari esbozar una sonrisa. Su desconfianza era obvia, pero al menos parecía más relajado al comprobar que no teníamos intenciones de atacarlos.

—Tenéis a un herido —observó entonces.

Iharath asintió, aliviado sin duda de que hablase de cosas más normales.

—Ocurrió durante la bajada —explicó.

Los tres demonios agrandaron los ojos.

—¿Habéis pasado por la Cascada Negra? —preguntó Rayth, el más joven de los tres.

Ga asintió.

—Así que venís de la Superficie —aventuró Kojari, sin parecer muy sorprendido. No esperó respuesta alguna y dio un paso hacia un lado—. Venid, os conduciremos hasta nuestro pueblo y llamaremos a un curandero. Y luego podréis proseguir vuestro viaje cuando vuestro compañero haya recobrado sus fuerzas.

No sabía si se trataba de una invitación cordial o una especie de trampa, pero no teníamos muchas más opciones y prefería salir cuanto antes del Valle Rojo. Levanté ambas manos contra mi pecho en signo de agradecimiento y Kojari me correspondió debidamente antes de animarnos a adentrarnos en el túnel. Mis compañeros vacilaron, como reticentes, y advertí el rápido intercambio de ojeadas entre Drakvian e Iharath. Era evidente que la idea de meterse en un pueblo de demonios no les cautivaba. Y yo los entendía perfectamente: no solamente no conocía a los demonios de la Oscuridad, sino que además me preocupaba meter a mis amigos en tamaño lío… Reprimiendo un suspiro, les dediqué una mirada alentadora antes de adelantarme junto a Ga. Cuando pasé entre las altas esculturas a ambos lados del túnel me fijé en que eran completamente diferentes a las de la otra caverna: ambas eran más jóvenes y tenían la boca abierta y los ojos agrandados por el miedo o el sufrimiento. Y ninguna llevaba armas. Meneé la cabeza, embelesada. Parecían tan reales y el dolor parecía tan vivo.

—Esta es la Puerta del Refugio —dijo la voz de Kojari a mis espaldas.

Me giré hacia él y asentí en silencio. Me hubiera gustado preguntarle a qué figuras representaban esas esculturas y maldije de nuevo al daohnyn por no poder hacerlo. Me interné en el túnel con los demás. Unas placas de ercarita dispuestas artificialmente en la pared iluminaban nuestro camino. El túnel era corto, sin vegetación, y enseguida desembocamos en una caverna cuya vista me dejó sin aliento. Era enorme y estaba atravesada por decenas de escaleras de hierro, algunas totalmente deformadas y otras que no llevaban a ninguna parte. Debían de ser esas famosas Escaleras de Hierro de las que había hablado Ga, pensé, fascinada. ¿Acaso habían sido los demonios de la Oscuridad quienes las habían construido? En todo caso, tenían la pinta de ser antiguas. Nosotros nos encontrábamos en la parte superior de la caverna, la parte más oscura, junto a unas anchas escaleras de metal que bajaban hacia… Eché un vistazo prudente hacia abajo pero no pude ver más que un bosque de rocas puntiagudas y alguna luz difusa. El olor a hierro era casi agobiante.

—Pasa delante —le murmuró Kojari a Rayth.

El joven moreno nos adelantó, encendió una antorcha y abrió el camino. Al chocar su bota contra el primer peldaño de metal, resonó un ruido estruendoso que nos sobresaltó a todos.

—Lo bueno de estas escaleras es que generalmente uno se entera enseguida si alguien decide subirlas o bajarlas —nos comentó Kojari con tono pragmático.

—Cierto —coincidió Iharath. Estaba más pálido que de costumbre y adiviné que con tanta aventura empezaba a flaquear.

Drakvian y él siguieron a Rayth con precaución y me giré hacia Galgarrios para echarle una mano pero él negó con la cabeza, haciéndome entender que no necesitaba ayuda. Apoyó Frundis en el segundo escalón y empezó a bajar trastabillando. Wujiri y yo lo seguimos, atentos a su avance. El metal chirriaba bajo nuestros pasos y el eco metálico invadía toda la caverna provocando un verdadero concierto.

“Frundis debe de estar eufórico”, se rió el mono, tapándose los oídos.

Sonreí.

“Esperemos que no le atormente a Galgarrios demasiado con sus hallazgos sinfónicos.”

Ga avanzaba detrás de mí, seguida de Zanda y de Kojari. La sainal metía menos ruido, noté. En realidad, lo mismo que yo con las twyms: el sonido se amortiguaba bajo mis pasos. Y aun así me daba la impresión de estar iniciando la bajada hacia los infiernos.

Pasamos varios descansillos antes de que Rayth levantase una mano para detenernos.

—A partir de aquí no hay barandillas —nos informó.

Con un mohín, miré hacia abajo. Aún nos separaban muchos metros del suelo, estimé. Aquella caverna no era precisamente ancha, pero era profunda… y terriblemente lúgubre, añadí para mis adentros. Con cierta ironía, pensé que los saijits no se equivocaban del todo cuando decían que los demonios vivían en abismos tétricos subterráneos. Claro que, según las leyendas, los demonios se nutrían de esos abismos para ampliar sus poderes maléficos. Por mi parte, estaba segura de que si a cualquiera de ellos le diesen a elegir entre vivir en Ató o en aquella caverna ferrosa, elegiría Ató sin dudarlo un segundo.

Rayth continuó la bajada con prudencia y lo imitamos con mayor lentitud. Enseguida Iharath se sentó en los peldaños, bajándolos uno a uno y no tardamos en en seguir su ejemplo. En un momento, Galgarrios soltó un gruñido de dolor y me mordí el labio, preocupada por su estado. Y entonces agrandé los ojos, percatándome de un detalle. Galgarrios había gruñido. ¿Acaso…? Carraspeé y sonreí anchamente, girándome hacia Wujiri.

—¡Puedo hablar! —me alegré.

En realidad, me salió un murmullo casi inaudible. Wujiri sonrió.

—Ya era hora —contestó con un hilo de voz.

Nuestros susurros eran tan ridículamente roncos que nos echamos a reír por lo bajo. Inspiramos hondo e iba a continuar la bajada cuando Wujiri, retomando su seriedad, me preguntó:

—¿Realmente son demonios?

Aún no se lo acababa de creer, entendí. Sin saber qué contestarle, asentí con la cabeza. Wujiri suspiró.

—Supongo que intentar matarlos sería una estupidez —murmuró—. Y ya que nos acompaña una sainal y una vampira…

No pude evitar sonreírle, divertida. Wujiri empezaba a relativizar las cosas.

—De hecho, sería una estupidez —confirmé—. Por eso mejor será hacernos pasar por demonios —concluí, sin atreverme a revelarle por el momento que yo no tendría que hacerme pasar por nada. Tal vez cuando llegásemos abajo de la escalera… Oí un gruñido impaciente detrás y le dediqué una mueca de disculpa a Ga—. Enseguida nos movemos.

La escalera medía menos de dos metros de anchura, pero al menos el metal parecía estar limpio y no resbalaba demasiado. Había bajado unos cuantos peldaños más cuando oí la voz ahogada de Galgarrios: su pierna le había fallado y se había desplomado en las escaleras.

—¡Galgarrios! —murmuré, asustada.

Y me petrifiqué. El caito se agarraba con ambas manos a un peldaño. Pero… ¿y Frundis? Con el corazón helado, oí un ruido atronador abajo. El rostro de Galgarrios se giró hacia mí con los ojos llorosos, aunque no sé si lloraba por haber arrojado a mi amigo bastón Zemaï sabía dónde, o por el sufrimiento que le causaba la herida. Syu silbó entre dientes. Estaba anonadado.

“¿Cómo ha podido tirar a Frundis?”, bufó, incrédulo.

Tragué saliva con dificultad.

“Frundis es resistente”, razoné con convicción. “Seguro que no le ha pasado nada.”

Syu no pareció muy convencido y enseguida me cogió un mechón de mi pelo para trenzármelo, inquieto. Traté de sobreponerme y me apresuré a alcanzar al caito.

—¡Galgarrios! ¿Estás bien?

Con los restallidos metálicos apenas me oía a mí misma. Los labios de Galgarrios temblaron. Sus ojos oscuros reflejaban una culpabilidad que me dejó pasmada.

—Shaedra, yo no quería…

—Lo sé —lo interrumpí, pero él seguía murmurando cosas que no lograba entender. Le apreté el hombro, inquieta—. No pasa nada —le aseguré para calmarlo—. ¿Puedes seguir?

Galgarrios asintió lentamente, aturdido. Se lo veía extenuado y, por lo visto, la herida lo había debilitado más de lo que creía. Me dolió tener que susurrarle:

—Un esfuerzo más.

Apretó los dientes y se giró de nuevo escaleras abajo. Lo observé un momento continuar la bajada y adiviné fácilmente el esfuerzo que le costaba cada movimiento. Pasé al siguiente peldaño y suspiré. Considerándolo bien, tal vez no había sido tan mala idea aceptar la invitación de Kojari. Galgarrios iba a necesitar reposo después de tanta prueba. Oí de pronto otro estruendo y giré bruscamente los ojos, imaginándome ya lo peor.

—¡Beksiá! —vociferó una voz malhumorada, en algún lugar, más abajo.

—¡Rayth! —bramó Kojari. No lograba ver a este, ocultado como estaba detrás de la masa oscura de Ga.

—¡Estoy bien! —contestó su compañero—. Había una barra de metal en medio. Ha debido de caer de las escaleras de arriba.

Agrandé los ojos y alcé una mirada inquieta hacia los barrotes y peldaños que se superponían. Más valía que no nos cayese una escalera encima. Tomé una gran bocanada de aire y continuamos. Varios metros más abajo, alcancé a divisar a Iharath resoplando regularmente como para serenarse.

Aquellas escaleras se me hicieron eternas. Galgarrios avanzaba a pasos de tortuga iskamangresa y me dolía verlo sufrir y tener que animarlo para que perseverase. Finalmente, llegamos a las primeras estalagmitas, entre cuyos intersticios brillaban pequeñas piedras de luna incrustadas. Minutos después, posamos los pies en la roca. Todo el suelo estaba repleto de deshechos metálicos. Rayth llevaba aún la antorcha y nos observaba con recelo, ansioso sin duda de que Kojari y Zanda se reuniesen con él. Drakvian lo miraba fijamente, como para incomodarlo aún más, e Iharath paseaba sus ojos a su alrededor, alerta, creyendo tal vez que algún monstruo nos acechaba desde la oscuridad, entre rocas y metales. Contrariamente a todas las cavernas que habíamos atravesado hasta entonces, aquella no tenía ni el más mínimo atisbo de vegetación. Al menos en lo poco que podía ver de ella, rectifiqué. Me precipité hacia Galgarrios y, con la ayuda de Wujiri, lo tumbamos en una piedra plana. Sus mechones rubios se le pegaban al rostro sudoroso. Wujiri frunció el entrecejo, retirando la mano de su frente.

—Tiene fiebre —constató por lo bajo.

Lo que faltaba, suspiré, sin poder apartar la mirada de mi amigo. Este parecía haber agotado todas sus fuerzas y observé cómo sus párpados se abrían y cerraban como si tratase de luchar contra la fatiga. Le toqué la mejilla. Estaba ardiendo.

—Descansa —le murmuré.

Por un momento, me pregunté si la simella no había tenido efectos negativos sobre el cuerpo del caito. Al fin y al cabo, tal vez aquella planta no tenía los mismos efectos en un sainal que en un saijit… No tenía manera de saberlo. Pero ahora lo único que me importaba era encontrar a un curandero. Y recuperar a Frundis.

Me levanté y le estiré de la manga a Iharath para llamarle la atención.

—Voy a buscar a Frundis.

Mi voz fue ahogada por unas palabras que soltó Rayth a Kojari y Zanda. El semi-elfo enarcó una ceja y se aproximó.

—¿Qué?

Le repetí la frase y él asintió.

—Te acompaño. Esto… disculpad —dijo, dirigiéndose a los tres demonios—. Vamos a buscar el bastón que ha caído. Enseguida volvemos.

Vi que Kojari estuvo a punto de protestar pero reprimió sus palabras y asintió.

—Os esperamos aquí. ¿Queréis la antorcha?

Negué con la cabeza y, en silencio, solté un sortilegio de luz armónica e Iharath me imitó. Zanda y Rayth resoplaron mientras que un destello de sorpresa pasaba por los ojos de Kojari; deduje de eso que pocos demonios de la Oscuridad conocían las artes celmistas.

Al alejarnos, advertí la mirada intranquila de Wujiri y adiviné que le provocaba cierta aprensión la idea de encontrarse rodeado de tres demonios, una sainal y una vampira, y con un caito semi-inconsciente como único compañero. Lo cual era de lo más normal. Ojalá él y Galgarrios no hubiesen venido jamás con nosotros, suspiré interiormente. Pensar que Galgarrios estaba en ese estado indirectamente por mi culpa me espantaba.

—¿Crees que ha podido llegar hasta el suelo? —me preguntó Iharath, arrancándome a mis pensamientos.

Me encogí de hombros.

—Ni idea —admití.

Syu abandonó mi hombro y anduvimos entre barrotes y estalagmitas durante varios minutos, inclinándonos para iluminar el suelo. Más de una vez nos tropezamos con trozos de metal cuyo ruido estridente me puso los pelos de punta. Noté que Iharath empezaba a impacientarse y cuando vi un agujero negro sin fondo un horrible pensamiento me vino en mente. ¿Y si Frundis había caído en ese pozo? ¿Y si, esta vez, lo había perdido para siempre? Me negué a pensar algo tan angustioso y seguí avanzando.

—Shaedra… Deberíamos volver —dijo al cabo Iharath—. Van a preocuparse y Galgarrios está herido. Debemos continuar.

“Aún no”, protestó Syu, siguiendo tenazmente su búsqueda.

Negué con la cabeza, tozuda.

—No. Me pasaré un año entero en esta caverna si hace falta. Pero no abandonaré a Frundis.

Mi voz era apenas audible pero Iharath adivinó el sentido de mis palabras y se acercó para tomarme el brazo.

—Shaedra —repitió—. Sé que ese bastón era importante para ti. —Tragó saliva y añadió—: Pero es que yo no lo veo por ningún sitio.

Le eché una mirada determinada y seguí buscando. Percibí el suspiro del semi-elfo. Mientras avanzaba con dificultad entre tanto trasto, reflexioné sobre sus palabras. Iharath tenía razón. Frundis no aparecería y Galgarrios, en cambio, necesitaba curarse y yo estaba impidiéndoles a todos continuar. Me pasé furiosamente el brazo por delante de mis ojos y entonces vi una luz explosiva que desapareció tan pronto como había aparecido. Alcé vivamente los ojos y los entorné. Eso que había colgando justo encima de un pozo profundo, agarrado como por magia en uno de los barrotes de una escalera era…

“¡Frundis!”, exclamé. Tratando de no tropezarme en camino, me precipité hacia él. Rodeaba un amasijo de hierros cuando entendí que Frundis se estaba agarrando con sus pétalos desesperadamente. Estaba a punto de caerse en vertical hasta el más profundo de los abismos. Aceleré el ritmo, difundiendo todo mi jaipú.

—¡Frundis, aguanta!

Fui la única en oír mi enmudecido grito, naturalmente. Me paré junto al pozo y alcé una mano en vano. Frundis estaba tal vez a un metro más arriba. Iharath llegaba jadeando detrás de mí con Syu en los hombros.

—¡No te muevas! —me dijo—. Vamos… vamos a tratar de…

No acabó la frase: Frundis, agotado por los esfuerzos, había cedido y caía ahora directamente en el pozo. “El har-karista es preciso y rápido como una víbora de hielo”. Tendí la mano a la velocidad del rayo. No tuve tiempo de pensar: mi objetivo era salvar a Frundis. Me avancé peligrosamente sobre el pozo y lo atrapé. Una música espantosa impactó contra mi mente con tal brutalidad que, reclinada como estaba, perdí el equilibrio. Quise gritar, pero no pude. Mis ojos vieron la oscuridad del abismo y me agité en el vacío. Syu soltó un alarido mental, Iharath bramó aterrado… Sentí mi caída suspenderse súbitamente y levanté unos ojos sorprendidos. Frundis, al que me agarraba con todas mis fuerzas, se había quedado atascado contra las paredes del pozo a unos metros bajo el suelo.

“Oh… ¡Frundis!”, tartamudeé mentalmente, muerta de miedo.

Para mi estupefacción, el bastón me contestó con una risita entusiasmada.

“¡Shaedra! Estaba seguro de que me cogerías”, se rió y me confesó, emocionado aunque algo cansado: “¡He encontrado un nuevo sonido! Te lo diré francamente: de entre los últimos doscientos años creo que estos están siendo los más productivos. Eres una portadora maravillosa.”

“Ya”, resoplé, con la respiración acelerada. “Pues vete pensando en encontrarte a otro portador, porque me temo que yo voy directo a la tumba…”

Procurando no dejarme llevar por el pánico, pateé y traté de encontrar alguna irregularidad para poder posar al menos un pie. Choqué contra una punta metálica que se despegó de la pared y se perdió en la oscuridad del agujero. No percibí ruido alguno y llegué a la conclusión de que el pozo era tan profundo que tal vez hasta conducía directamente a alguna caverna de los Subterráneos, cientos de metros más abajo. Arriba, una luz brillaba intensamente y oía los gritos de Iharath que me llamaba.

—Iharath —murmuré. Mis brazos empezaban a temblar por el esfuerzo. Menos mal que Frundis era resistente, pensé.

“¡Shaedra!”, me dijo Syu. Lo vi asomar su pequeña cabeza por el agujero.

“Estoy bien, Syu. Y Frundis está salvado. No te acerques demasiado al borde.”

“Te veo muy optimista”, observó el mono, agitado.

Sonreí en la oscuridad.

“Un gawalt siempre debe ser optimista”, repliqué.

Se oyeron unas voces, entre ellas las de Drakvian y Kojari.

—¿Pero cómo es que no viajáis con cuerda? —preguntaba la primera.

—No recuerdo la última vez que alguien se cayó en un pozo de las Escaleras de Hierro —replicaba el demonio—. No nos paseamos siempre con cuerdas. Tranquilos. Zanda va a por una. El pueblo no está lejos. Si se da prisa, estará aquí de vuelta en dos horas. ¿Qué ha pasado exactamente? —inquirió.

Suspiré desde la lejanía. Bruscamente, Frundis se deslizó unos centímetros y sentí la desesperación invadirme de nuevo. El bastón componía discretamente su nueva sinfonía metálica, como no atreviéndose a dar rienda suelta a su alegría al verme en tan crítica situación. Si Aryes hubiese estado conmigo… Entonces pensé en que, si moría ahora, jamás volvería a verlo. Jamás volvería a ver a nadie a menos que fuese cierto lo que decían los eriónicos sobre los espíritus. Pero yo no quería ser ningún espíritu, me dije, temblorosa. Al menos no antes de tiempo. Raspé la roca con mis botas y traté de mejorar mi posición… Kojari pretendía que me quedase así, colgada en el aire, durante dos horas. Y por supuesto, se suponía que yo tenía que aguantar hasta entonces. No tenía que perder la esperanza, me repetí.

Aquel pensamiento se desvaneció cuando algo cedió y Frundis empezó a resbalar entre ambas paredes ineluctablemente, emitiendo un sonido áspero. Ahora mismo, mi tensión era tal que no me hubiera extrañado si mis manos hubiesen dejado de agarrarse al bastón de lo agarrotadas que estaban. Tenía ganas de chillar, pero mi maldita garganta me lo impedía.

—¡SHAEDRA!

Esas eran las voces de Drakvian e Iharath, quienes poco a poco se iban difuminando en un círculo de luz cada vez más distante. Si el pozo se ensanchaba, estaba perdida, me percaté. Y si se estrechaba, también, porque dudaba mucho de que Zanda regresase con una cuerda de tantos metros… ¿Qué me había dicho ya Spaw no hacía mucho? “No te caigas por ningún pozo”, recordé. ¡Quién hubiera imaginado que acabaría haciendo literalmente lo que me había pedido que no hiciera!

“Frundis… estamos perdidos”, me lamenté.

El bastón compositor redujo su música a un completo silencio y meditó mis palabras.

“No te rindas”, me dijo entonces. Y vaciló. “¿Quieres… quieres que te cante La diligente soñadora?”

Entendía que no podía hacer gran cosa más para calmarme y dejé que su canción burlesca me cambiase las ideas, tarea más bien difícil porque el bastón seguía bajando a trompicones. Desde luego, esta era lo que se llamaba una muerte lenta, pensé con ironía. Pero, considerando lo cerca que había estado tantas veces de morir, no lograba pensar que mi inexorable caída fuese injusta o se debiese a la mala suerte.

Empecé a oír un ruido sordo pero constante que provenía de abajo. Por un instante, creí que se trataba de algún monstruo horrible con una respiración similar al trueno. Luego pensé que tal vez era simplemente la cascada que desaparecía en el Valle Rojo. Ese razonamiento era más bien lógico. Y eso significaba que era posible que aterrizase en el agua y saliese con vida. Intentaba engañarme con ese pensamiento consolador cuando de pronto la piedra, a mi izquierda, dio lugar a un vacío y Frundis cayó de golpe… Reaccionando con una rapidez que me dejó admirada segundos después, di un golpe contra la roca a mi derecha para tomar impulso y me metí en el hueco rocoso que acababa de descubrir. Choqué violentamente contra una especie de barrote metálico que llevaba sin duda atascado ahí desde hacía años y años.

—Grrr… —mascullé.

Aparté el barrote con Frundis y retrocedí unos centímetros en el hueco con los músculos doloridos. Creé una esfera armónica y eché un vistazo a mi alrededor. La roca era firme y estaba llena de irregularidades. Intensifiqué la luz y agrandé los ojos. ¿Podía acaso tratarse de un túnel? En todo caso mi sortilegio no lograba iluminar el final de la gruta. La esperanza volvió a brotar en mí y apreté a Frundis contra mi pecho.

“Todo no está perdido”, declaré.

“Me alegra oírtelo decir”, sonrió el bastón con evidente alivio.

Me tumbé en la roca y eché una mirada en el pozo, hacia arriba. Ya no se veían luces.

“¡Syu!”, grité.

Pero, aun si siguiese ahí arriba, probablemente no me habría oído: estaba demasiado lejos. Traté de soltar un sortilegio perceptista, pero siempre se me había dado mal dicha materia y no sólo me salió torcido sino que además reduje mi tallo energético de manera considerable. Entonces me paré a pensar. Seguramente se habrían marchado ya al pueblo para curar a Galgarrios, considerando sin duda que, o bien me habían perdido para siempre, o bien no podían hacer nada para salvarme. Lo segundo era indudablemente cierto; lo primero, no tanto, decidí.

Me arrastré lejos del pozo, reptando por el angosto agujero. Contrariamente a la caverna de las Escaleras de Hierro, ahí olía a tierra húmeda y pronto sentí bajo mis manos una materia blanda que tenía toda la pinta de ser musgo. El túnel, si lo era realmente, se estrechó de tal manera que apenas podía levantar la cabeza. Al de unos minutos, empecé a sofocar. Y para arreglarlo, mi espada se quedó bloqueada entre la roca, impidiéndome avanzar. Forcejeé, en vano, y no tardé mucho en abandonarla. De nada me iba a servir una espada en un agujero como ese, de todas formas. Traté de llenar mis pulmones de aire con dificultad. Me había pasado tanto tiempo agarrándome a Frundis en el vacío que mi cuerpo se resentía, exento de fuerzas… Por no decir que desde que me había despertado no había parado: que si la bajada de la Cascada Negra, que si el rescate de Galgarrios, el Valle Rojo y las Escaleras de Hierro… Sin embargo, por nada del mundo me habría quedado a descansar en un lugar tan asfixiante como aquél, de modo que seguí avanzando, animada por un alegre ritmo de guitarras. Un pensamiento no dejaba de martillarme la mente: ¿y si aquel túnel no llevaba a ninguna parte? En tal caso, iba a ser incapaz de dar media vuelta.

Apartando mis pensamientos funestos, me concentré únicamente en mi avance. En un momento, decidí desatar la Sreda, ya que mi piel de demonio era más resistente y mis brazos empezaban a estar plagados de rasguños pese a la túnica de guardia. Aguanté tal vez media hora antes de hacer una pausa y de deshacer mi esfera armónica, agotada. Aún no estaba habituada a utilizar las armonías cuando estaba transformada y me daba la sensación de que mi tallo energético se consumía más aprisa.

“Cuando pienso que estás metida en esto por mi culpa”, suspiró Frundis, acallando una voz de tenor. Pocas veces expresaba culpabilidad y me sorprendí de que lo hiciera ahora.

“Bueno, sigo viva, eso es lo importante.” Esbocé una sonrisa en la oscuridad. “Tu portadora es dura de roer.”

Y por eso mismo era consciente de que tenía que moverme si quería vivir. Así que, antes de que se me entumeciesen los brazos y las piernas, seguí avanzando. En ningún momento el túnel dio paso a otros túneles, pero lo bueno era que tampoco parecía estrecharse e incluso a veces se ensanchaba ligeramente. Llevaba tal vez una hora progresando a rastras cuando inspiré un aire puro y fresco y me di cuenta de que la roca volcánica y asfixiante había dado paso a una zona de rocaleón. Esa era una buena señal, estimé, respirando con más tranquilidad. Justo cuando iba a decidir hacer otra pausa, percibí una luz. Por poco no solté una carcajada de alegría y Frundis, que desde hacía un rato se había puesto a componer su nueva obra, se detuvo para celebrarlo conmigo. Me bastaron unos minutos para desembocar en una pequeña gruta cubierta de hierba azul y de plantas. Y esta vez me reí por lo bajo, tremendamente aliviada: la luz provenía de una caverna enorme colindante a la gruta. Oí un murmullo sordo de agua, ligero pero seguro. Y también me llegaba el ruido de choques de espada.

Fruncí el ceño e hice un esfuerzo para levantarme. Eché un vistazo a mi aspecto y comprobé que la túnica de Ató, al contrario que yo, no había sobrevivido al trayecto: esta colgaba sobre mí como un mero guiñapo. La armadura, que me había estado protegiendo, no estaba en mejor estado, constaté. Y mis botas twyms llevaban rato sin parecer muy nuevas, pero esta vez realmente tenían una pinta poco presentable.

“Los verdaderos héroes jamás suelen ir muy apuestos”, me hizo notar Frundis.

Sonreí.

“Desde luego, estoy lejos de tener el aspecto caballeresco de Shakel Borris.”

Me rodeé de armonías y titubeé fuera de la gruta. La vista que se abrió a mis ojos me dejó boquiabierta. Unos cincuenta metros más abajo, a mi izquierda, rodaban las aguas del río, adentrándose en un paisaje repleto de vegetación extraña. ¡Y qué vegetación!, añadí para mis adentros, alzando una mirada asombrada. Poco más lejos, se erguían árboles enormes de troncos blancos que debían de medir varios metros de diámetro. A mi derecha, detrás de unos arbustos, se alzaba una casa de madera de dos plantas. Una casa, me repetí, sobrecogida. ¿Acaso podía haber aterrizado en el pueblo de Kaarnis? Tal vez la suerte no me había abandonado del todo, concluí.

Los choques de espada seguían oyéndose en algún sitio, más allá de aquella casa. Me acerqué titubeante al muro más cercano y eché un vistazo a mi alrededor. El edificio tenía varias aberturas sin cristales, cerradas con simples cortinas azules.

“Frundis, esto no me gusta”, mascullé.

Al bastón pareció hacerle gracia mi aserción.

“Pareces Syu”, se burló.

Hice una mueca al pensar en el mono gawalt, al que había abandonado otra vez.

“Me va a echar una buena bronca en cuanto lo encuentre”, suspiré.

Con todo el sigilo que me permitía mi agotamiento, aparté una de las cortinas. El interior estaba iluminado por una piedra de luna. Había un gran sillón y un enorme armario, una mesilla y un bonito tapiz. No me pareció oír ruido alguno, hasta que percibí el roce de unos pasos que se acercaban sobre la hierba. Me azoré y me di la vuelta. En el preciso instante en que aparecía una silueta rodeando la casa, desaparecí en el interior con un salto que me arrancó las últimas fuerzas que tenía. Perdí el equilibrio y me apoyé a la vez en Frundis y en el respaldo del sillón. Enseguida oí un resoplido. Un pequeño demonio se levantó del asiento dando un respingo y se le cayó un libro al suelo. Era un hobbit. Sus ojos rojos me observaban, abiertos como platos.

—¿Quién… quién demonios eres? —farfulló, estupefacto.

Me sentía terriblemente mareada.

—Disculpa —jadeé. Di un paso hacia delante, él dio un paso hacia atrás y, bajo sus ojos atónitos, me dejé caer sobre el sillón, extenuada. Fue un milagro que no soltara a Frundis. Entonces, con un hilo de voz, repetí—: Disculpa.

Y caí profundamente dormida.