Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

2 El Valle Rojo

Reanudamos la marcha después de haber comido castor carbonizado gracias a Drakvian, que, tras quemarse las manos, afirmó:

—Esta es la última vez que os preparo la comida.

—No te lo tendremos en cuenta, tranquila —aseguró Iharath, carcajeándose ante el aspecto poco apetitoso de nuestro desayuno.

La sainal negó con la cabeza cuando el semi-elfo le propuso una porción y se alejó unos instantes para regresar con una gran hoja en la que había ido acumulando pequeñas flores blancas. Con su enorme boca, hubiera podido engullirlo todo de una vez, pero no lo hizo: fue comiendo delicadamente pequeños puñados de pétalos, como saboreándolos, mientras nosotros mascábamos la carne dura de castor. Me había sentado junto a Wujiri, lista para afrontar cualquier pregunta que me hiciera, pero al parecer Iharath había tenido que colmar todas las dudas del elfo oscuro porque este se contentó con dedicarme una sonrisa forzada y soltar:

—Prefería las tortas de Narsia.

—Y yo —repliqué, riendo.

El guardia, una vez engullido su desayuno, permaneció un instante cavilando mientras Drakvian le explicaba a un Galgarrios aprensivo por qué nobles motivos había tenido que abandonar su clan de vampiros.

—Bueno —dijo Wujiri, cuando todos hubimos acabado—. Si me permitís una pregunta…

Drakvian le sonrió cuando su mirada prudente se posó en ella.

—Adelante —lo animó—. En cuanto te respondamos, seguiremos nuestra épica búsqueda de la spiartea de sol.

—Precisamente, de eso quería hablar —apuntó el guardia—. ¿Qué es esa spiartea de sol? ¿Por qué…? —Señaló a la sainal, como si no se atreviese a pronunciar su nombre y cambió de pregunta—. ¿Qué tiene de especial esa flor?

—Oh. Debe de ser muy sabrosa y querrá comérsela —aventuró burlonamente Drakvian, con las cejas enarcadas—. Arriesgaré mi vida para que lo consiga.

Ga profirió una serie de gruñidos que dejó a todos desconcertados menos a mí.

—No es para comérmela —explicaba, lacónica—. La spiartea de sol es… especial. Conozco una caverna donde hay flores así, río abajo. Lo que pasa es que no puedo coger una yo sola.

Entorné los ojos, intrigada.

—¿Por qué? —le pregunté en tajal.

Galgarrios y Wujiri me contemplaron, estupefactos, entendiendo que estaba comunicando con ella.

—Primero, porque es una zona muy luminosa —contestó la sainal—. Tan luminosa que las luces arrasan con todas las sombras. Cualquier criatura podría verme.

Fruncí el ceño.

—Yo creía que los sainals erais capaces de cambiar de color de piel y disimularos.

Mis palabras parecieron sorprenderla y emitió un gorjeo semejante al de una risa.

—No. Confundes tal vez con los srovs —caviló—. Pero los srovs son mucho más pequeños y tienen pinzas en vez de manos. Precisamente viven en sitios más luminosos como el lugar al que nos dirigimos, aunque menos peligrosos. Son criaturas muy raras —comentó, arrancándome una sonrisa burlona—. Claro que el único srov al que conocí era de por sí raro: era un aventurero bardo obsesionado por la Superficie. Fui yo quien lo guié hasta la Torre de Shéthil. En cuanto vio la luz del sol, se le acabaron todas las ganas de salir —sonrió, como recordando tiempos lejanos.

Meneé la cabeza, pensativa. Jamás en la vida había oído hablar de los srovs. ¿Acaso siquiera los expertos de Ajensoldra los conocían? Resoplé interiormente, pensando que, si continuaba paseándome por los Subterráneos, iba a ser capaz de escribir un libro sobre criaturas subterráneas tan extenso como aquel famoso libro de hierro peludo que un día había sacado Aleria de la biblioteca de Ató.

—Va a ser que me he enterado de todo —soltó Drakvian con ironía, interrumpiendo mis reflexiones.

Puse los ojos en blanco y les traduje más o menos toda la conversación. Al cabo, Wujiri sacudió la cabeza.

—Bueno, toda esta historia me supera, pero dicho esto —carraspeó, teatral—, os daré mi opinión. Si la sainal y la vampira sois tan buena gente, ¿por qué no volvemos a la Torre de Shéthil y hablamos con el capitán? Seguro que nos ayudaría… —Se interrumpió al ver las caras que poníamos y suspiró ruidosamente—. Está bien, no he dicho nada.

—Huye, si quieres —propuso Drakvian—. Pero si lo haces te advierto que romperías nuestro pacto. —Se pasó una lengua por los labios, elocuente, y Wujiri palideció a ojos vistas.

Sacudí la cabeza, exasperada.

—Drakvian, nadie huirá —le aseguré—. De todas formas, Wujiri se perdería. No conoce estos túneles. Ahora centrémonos en lo que realmente importa.

Iharath asintió.

—La spiartea de sol —pronunció—. Al menos parece que Ga sabe adónde va. Bien. Creo que deberíamos movernos.

Se levantó y lo imitamos. Me giré hacia la sainal y le sonreí, declarando en tajal:

—Te seguimos, Ga.

Reposados y saciados, nos pusimos a bordear la orilla. Debimos de pasar no muy lejos de las figuras esculpidas, pero la densa vegetación me impidió verlas.

—Ga —la llamé, mientras andábamos—. ¿Adónde conduce el túnel de las estatuas?

Ga entendió enseguida a qué túnel me refería.

—Es una de las viejas entradas al reino de Shilabeth —respondió simplemente.

Fruncí el ceño y entonces el rostro se me iluminó y ensombreció casi inmediatamente. Kwayat me había hablado de ese reino, desaparecido hacía siglos, tras una violenta guerra interna entre demonios. El reino de Shilabeth había sido el último reino de demonios en toda la Tierra Baya. Su caída había dado lugar a la creación de la Comunidad de la Tierra. Si bien recordaba, los descendientes de los reyes eran los Kaarnis, que ahora dirigían la Comunidad de la Oscuridad.

—¿Y dónde viven los Kaarnis ahora? —pregunté, súbitamente nerviosa. Kwayat me había dicho que vivían en los Subterráneos… pero a lo mejor no vivían tan profundamente como creía.

—Un poco más lejos —contestó la sainal—. A veces paso por casa de unos amigos míos que pertenecen a esa comunidad.

Agrandé los ojos, curiosa, e intenté mantenerme a su altura: sus grandes zancadas me obligaban a apretar el ritmo, a lo cual me ayudó la alegre sinfonía que en ese momento hacía sonar el bastón.

—¿Has visto a alguna vez al Demonio Mayor? —inquirí.

Ga resopló.

—No. Dicen que Teb Kaarnis es un excéntrico… —Se interrumpió de pronto—. ¿No serás una demonio de la Oscuridad?

Sonreí y negué con la cabeza.

—No. Yo soy de la Comunidad Encadenada.

Ga entornó sus ojos blancos, extrañada.

—Jamás he oído hablar de esa comunidad —admitió.

Hice una mueca.

—Ya. Es que no es muy oficial. Fue Zaix quien la fundó.

Ga abrió mucho los ojos.

—Zaix —pronunció—. El Demonio Encadenado. Creía que estaba muerto.

Enarqué una ceja.

—Pues… no lo está.

Seguimos andando en silencio y me pregunté qué opinión tenía Ga de Zaix, si realmente tenía una. Al de un rato, retomé la palabra:

—Antes has dicho que tienes amigos demonios. Los sainals y los demonios de esta zona parecen llevarse bien —observé.

Ga asintió con la cabeza y señaló algo con una garra.

—Esa planta rosa es muy venenosa —me informó de pronto.

Entendí por qué me lo decía en el momento en que vi a Syu pasearse no muy lejos.

“¡Syu!”, lo llamé, aterrada. “Ga dice que hay plantas muy venenosas por ahí.”

El mono gawalt enseguida se apartó de la vegetación y se subió a mi hombro, nervioso.

“No me gusta pasar por lugares tan raros”, masculló mientras trataba sin duda de olvidar su miedo.

Le rasqué la barbilla, divertida.

“Bah. Eso es lo que se llama aventura”, le aseguré.

Frundis aprobó.

“Sin aventuras, no hay sonidos nuevos y, sin sonidos nuevos, no hay música nueva”, dictaminó.

“Ya, eso es fácil decirlo para un bastón”, refunfuñó Syu. “Tú nunca morirás envenenado.”

Frundis tuvo una risita satisfecha.

“Cierto. Conviértete tú también en un bastón y no te envenenarás ni te picarán los cactus.”

El mono agrandó los ojos, sobresaltado.

“Shaedra, ¿crees que hay cactus por aquí?”

Sonreí, incrédula.

“¿Te asustan más los cactus que las plantas venenosas?”

El gawalt se encogió de hombros, levantando los ojos al cielo.

“Bah. Yo no me asusto”, replicó. “Pero ya conoces el dicho: de entre todos los seres vivos, los gawalts son los más precavidos.”

Sonreí ampliamente y crucé entonces la mirada curiosa de la sainal.

—¿Hablas con el mono? —preguntó.

Asentí.

—Es un gran filósofo —dije, burlona, y me reí ante la mirada orgullosa de Syu.

Oí detrás de mí una súbita exclamación ahogada y me giré.

—¿Soy yo o estás bromeando con la sainal? —preguntó Iharath con aire incrédulo.

Resoplé, divertida.

—Pues…

Sin contestar, me distancié de Ga para seguir andando junto al semi-elfo, Galgarrios y Wujiri. Drakvian cerraba la marcha, quizá para asegurarse de que no se nos escaparía el elfo oscuro.

Caminamos media hora sobre la arena sin alejarnos de la orilla. En ciertas zonas, había matorrales luminosos y nubes enteras de kérejats que iluminaban la caverna casi como si fuese de día. A Ga eso tampoco parecía molestarla, pero observé que las sombras que la envolvían se hacían menos espesas.

Finalmente, el río se internó en un túnel que bajaba con tal pendiente que el agua caía con fuerza, sonando como un trueno leve pero continuo. Percibí la mueca de Iharath cuando vimos que el camino que bordeaba el río se reducía a un estrecho sendero pegado a una pared cubierta de musgo.

—Nos vendría bien una cuerda —comenté, pensando con nostalgia en la cuerda de ithil, abandonada en la Isla Coja.

—Ya, pues yo os aviso —dijo Iharath mordiéndose el labio—: voy a bajar esta pendiente como un cangrejo de Yentlia.

Me carcajeé por lo bajo, nerviosa: la perspectiva de bajar por ahí no era para nada alentadora.

—Tranquilo, creo que todos vamos a intentar ser prudentes —le aseguré—. En cualquier caso, si caéis, no os dejéis llevar por el pánico: os recuperaremos una vez abajo —les sonreí anchamente.

¿Pero dónde estaba ese «abajo»?, añadí para mis adentros, escrutando las profundidades. El túnel se perdía entre las tinieblas. Con un mismo movimiento, Iharath y yo soltamos un sortilegio de luz. La sainal, en la boca del túnel, nos dirigió una mirada y nos enseñó su lengua azul, sonriente.

—La bajada dura apenas media hora, pero el camino es peligroso y resbala. Diles a tus compañeros que sean prudentes. Después de esto, llegaremos al Valle Rojo. Es un lugar precioso y tranquilo.

Sin más palabras, se adentró en el túnel con movimientos ágiles. Wujiri me echó una ojeada.

—¿Qué nos ha gruñido? —inquirió, aprensivo.

—Que en media hora llegaremos abajo, a un lugar tranquilo llamado el Valle Rojo —contesté—. Pero que el camino de ese túnel resbala y es peligroso.

Wujiri resopló pero se metió en el túnel sin más comentarios, invocando a su vez una luz. Lo siguió Iharath, bajando casi a cuatro patas. La vampira carraspeó.

—Adelante —nos animó a Galgarrios y a mí.

Pegándome al muro, me aproximé al río y me adentré en el túnel, tanteando el suelo con Frundis y alzando la esfera de luz para iluminar mi camino. Sentí que Galgarrios me seguía de cerca. Delante, un siseo asustado me alarmó.

—Cuidado cuando lleguéis aquí —nos avisó Wujiri, resoplando—. Esto es mortalmente resbaladizo.

—Tomo nota —contestó Iharath con la voz temblorosa, aferrado a dos piedras.

De hecho, al de unos metros, el suelo se convertía en un sendero maldito cubierto de algas verdosas y parduscas. Había verdín por todas partes y era imposible agarrarse a nada sin arriesgarse a escurrirse hasta abajo.

—¿Dónde está Ga? —preguntó Drakvian, detrás de Galgarrios.

Escudriñé las tinieblas y me encogí de hombros. Era imposible ver a un montón de sombras entre la oscuridad.

—Se ha adelantado.

—Ya, pues como no nos espere, se queda sin spiartea —masculló Iharath—. Siento que nos vamos a pasar todo el día en esta bajada. Suponiendo que salgamos vivos de esta.

El semi-elfo, normalmente tan sereno, parecía desesperarse bajando palmo a palmo. Miré a Syu de reojo.

“Syu… Tranquilo.”

Agarrado a mi cuello, con la mirada fija en el suelo, el mono no respondió. Me giré hacia Galgarrios.

—Espera un momento —le pedí. Guardé a Frundis en la espalda: total, el bastón resbalaba tanto como yo; acto seguido, me senté en el sendero con precaución. Drakvian resopló.

—¿Qué estás haciendo?

—Me estoy quitando las botas —expliqué.

Las até entre ellas con los cordones y Syu tuvo que apartarse un poco para que pudiese pasarlas en torno a mi cuello. Al fin, saqué mis garras del todo y les dediqué a Galgarrios y a Drakvian una leve sonrisa.

—Ya estoy lista.

Empecé a bajar con más agilidad, pegada al suelo como un lagarto, rasgando el verdín con mis garras. Pronto sentí cómo toda mi ropa se me adhería al cuerpo como un caparazón viscoso. La espada que llevaba al cinto me molestaba, pero tirarla hubiera sido una idea francamente mala: era la única que teníamos.

Se me deshizo la esfera armónica y la regeneré en el momento en que un grito resonaba por encima del estruendo del agua.

—¿Ese ha sido nuestro amigo Wujiri? —inquirió Drakvian, detrás de un Galgarrios que avanzaba a pasos de tortuga iskamangresa.

—¡Estoy bien! —contestó el eco de Wujiri, mucho más abajo. Por lo visto, había caído un buen trecho resbalando. Al menos no se había salido del sendero, pensé con un escalofrío. De lo contrario, quién sabe lo que hubiera pasado. De hecho, a medida que bajábamos, el río descendía aún más, alejándose de nosotros, y ahora varios metros de precipicio nos distanciaban de él. En cambio, el sendero seguía igual de estrecho que antes.

—Iharath —resollé, sorprendida, al alcanzarlo. El semi-elfo se había detenido y sacudía la cabeza, tratando de apartar los mechones rojizos que se le pegaban al rostro. Su luz invocada se había desmoronado e intensifiqué la mía.

—Esta sainal nos va a matar —masculló.

—Qué va. Ve despacio y ya verás como llegamos sin problemas —le aseguré.

Sus ojos violetas me miraron, dubitativos, pero desasió una punta de piedra y fue a buscar otra con una mano que temblaba, agarrotada por el esfuerzo. En silencio, trató de seguir bajando mientras yo hincaba mis pies y mi mano libre, arañando toda la superficie. Llevábamos bastante más de media hora bajando y todavía no veíamos el final del túnel…

—La bajada está cada vez más empinada —resoplé. El agua caía ahora casi como una cascada vertical y cualquiera que resbalase por ahí hubiera podido perfectamente partirse algo.

Oí gruñidos arriba de mi cabeza y vi a Drakvian sujetar a Galgarrios, quien, sin emitir grito alguno, acababa de perder el equilibrio.

—Gracias —lo oí farfullar.

La vampira carraspeó, como sorprendida.

—De nada.

Seguimos bajando, patinando y soltando maldiciones. La cuesta se hizo menos abrupta pero no por ello dejamos de avanzar reptando. Acaricié la cabeza de Syu para calmarlo; su mueca de repulsión me hizo apartar mi mano pringosa.

—Ánimo —declaré—, un poco más y habremos llegado.

Iharath no me soltó ninguna réplica fatalista, demasiado ocupado en recuperar su respiración. Me masajeé mis brazos doloridos y seguí al semi-elfo cuando este reanudó la bajada. Galgarrios y Drakvian se habían quedado atrás y me di cuenta, al no verlos, de que el túnel y el río giraban levemente hacia la izquierda. Topamos al fin con Wujiri, quien se había sentado a esperarnos. Nos acogió con una mirada de alivio y entendí su nerviosismo cuando vi a Ga un poco más lejos.

—Perdón —se disculpó esta en tajal—. Pero no hay otro camino, al menos no tan rápido. ¿Estáis todos bien?

Asentí.

—Eso creo. ¿Falta mucho todavía?

Los ojos de Ga se entrecerraron, pensativos.

—Tal vez un cuarto de hora más —estimó.

Reprimí un resoplido desanimado y asentí.

—Ánimo —murmuré.

Ga se dio la vuelta y continuó por el estrecho sendero. Iharath parecía haber recuperado un poco su serenidad. Le dio unas palmaditas a Wujiri, más para apoyarse que para animarlo.

—Cuanto antes salgamos de aquí, mejor —determinó.

El guardia no pudo más que estar de acuerdo e iba a seguir a Ga cuando resonó un grito estridente a nuestras espaldas.

—¡No! —soltó la voz ahogada de Galgarrios.

En la oscuridad, vimos aparecer a Drakvian y al caito, agarrados el uno al otro y tratando de frenar con las piernas la mortal caída. Aterrada, me di cuenta de que iban a salir disparados hacia el río, que ahora tronaba metros abajo, lleno de escollos. Me levanté de un bote y, con la terrible sensación de estar precipitándome hacia la muerte, me abalancé y aterricé varios metros más arriba, con las garras fuera. Tan sólo necesitaba unos segundos más para llegar hasta ellos… Un alarido de terror salió de la boca de Galgarrios. Lo vi pasar por encima del sendero y desaparecer en las aguas oscuras. Bajé la mirada y me quedé contemplando el río durante unos segundos, paralizada por el horror. Drakvian colgaba del precipicio, agarrada a un saliente, sin atreverse a moverse demasiado. Tenía que hacer algo, pensé entonces, rechazando el sentimiento de desesperación que amenazaba con invadirme.

—¡No te muevas! —le grité.

Arañando el verdín con pies y manos acabé por llegar hasta ella. Estaba un metro más abajo y lo único que se me ocurrió fue descolgar a Frundis y tendérselo.

—¡Agárrate! —le dije.

El bastón tronaba con una música rápida y agobiante. La vampira no lo pensó dos veces: en el momento en que sus manos resbalaban fatalmente se asió a Frundis. Su peso repentino casi me arrastró hacia el borde, pero ni Iharath ni Wujiri eran capaces de dar marcha atrás y subir el sendero como lo había hecho yo. Por eso, cuando vi al semi-elfo tratar de acercarse, gruñí:

—¡Quédate donde estás!

Poco a poco, conseguí sacar a la vampira del precipicio y nos quedamos unos segundos sin respiración, con la espalda apoyada contra el musgo del muro. Frundis estaba eufórico.

“¡El gran bastón que salvó una vampira del fatal precipicio!”, se reía, seguramente pensando en hacer de ello alguna canción épica.

Sin embargo, yo no me sentía para nada consolada: Galgarrios había caído. Con los ojos brillantes, eché un vistazo hacia el fondo de la cascada. Entre la oscuridad, se adivinaban las rocas y la espuma del agua. Un sollozo me hizo girar bruscamente la cabeza hacia la vampira.

—Es mi culpa —gruñó, con los labios muy apretados—. Resbalé y me empotré contra él…

Sacudí la cabeza sin contestar. Con un suspiro, dejé a Frundis y mis botas junto a Drakvian, me deshice de mi cinturón prestamente y me despegué a Syu del cuello.

—¿Qué…? ¿Qué haces? —preguntó Drakvian.

—Enseguida vuelvo —declaré en un murmullo.

Me di la vuelta y, bajo los ojos atónitos de la vampira y del mono, empecé a bajar por el precipicio hasta el río. Al menos ahí no había tanto musgo, me dije. Un alarido mental de desesperación me paralizó durante unos instantes.

“¡Shaedra!”

Con la mente en efervescencia, no atiné a contestarle a Syu y me concentré simplemente en seguir descendiendo. Con una rapidez temeraria, logré llegar hasta el río sin descalabrarme. El ruido del agua era atronador. De pronto, resbalé de mis asideros y tan sólo tuve tiempo de tomar una inspiración antes de zambullirme. Enseguida los remolinos me arrastraron caóticamente. ¡Galgarrios!, pensé mentalmente, como si pudiese oírme. Pateé contra el agua, aterrada, tratando de volver a la superficie. Luché contra la corriente, en vano: era demasiado fuerte. Choqué contra una piedra y me raspé un pie, me hinqué una roca puntiaguda en el costado y di gracias a los dioses por tener una armadura, pero enseguida rectifiqué al darme cuenta de que esta misma contribuía a llevarme hacia el fondo. Emergí en un momento y tomé una gran inspiración.

—¡Galgarrios! —grité.

Mi grito se ahogó entre el agua fría. Con los pulmones en fuego, maldije mi estupidez: si Galgarrios había tenido la suerte de no caer encima de un escollo, habría muerto ya ahogado como, sin duda, acabaría yo. Tratando de ser positiva, pensé que al menos había dejado a Frundis y a Syu a salvo. Como bien había dicho Syu, de entre todos los seres vivos, los gawalts eran los más precavidos. Y debía de haberse llevado una gran decepción al darse cuenta de que todos sus consejos no me habían servido de nada… Suspiré interiormente, mientras me debatía contra la corriente. Las fuerzas se me agotaban cuando topé de pronto contra una roca y traté de agarrarme a ella. Y lo conseguí: saqué al fin la cabeza a la superficie, tosí y parpadeé, extenuada. Luz, pensé de pronto. Había luz más abajo. Ahí, el agua estaba tenuemente iluminada y parecía más tranquila y profunda. Sólo entonces me di cuenta de que estaba abrazada a una roca que se situaba exactamente encima de una cascada vertical de varios metros de altura. Y a todas luces parecía ser la última del túnel. Ahí abajo, vi un bulto amarillo que en ese mismo instante se hundía y desaparecía. No lo pensé dos veces: sacando fuerzas de la nada, me subí a la roca, me deshice de la túnica de Ató y de mi armadura hundida, las lancé al agua y al fin me impulsé y me tiré.

La caída fue breve pero mucho más impresionante que las de Roca Grande y por poco no me desmayé. Afortunadamente, no me había equivocado pensando que en aquel lugar el agua era más profunda. Volví a la superficie y nadé como pude hasta donde había visto desaparecer a Galgarrios. Me zambullí y, por algún milagro, lo encontré a la primera y lo llevé con dificultad hacia arriba. Estaba inconsciente. O al menos traté de convencerme de ello. No podía estar muerto. Lo cogí entre mis brazos y pateé en el agua para salir del lago. Pero mis movimientos, exentos de energía, eran lentos y torpes. No podía flaquear ahora, me dije, esforzándome por llegar a la orilla a toda costa. De pronto, una sombra apareció a mi lado. Era Ga. Cogió en brazos a Galgarrios y se apresuró a sacarlo del lago en el que habíamos aterrizado. Paseé una mirada aturdida a mi alrededor. La caverna del Valle Rojo era enorme y estaba llena de columnas y árboles de hojas muy rojas. Cuando sentí que mi cuerpo chocaba contra la arena, tosí y respiré entrecortadamente. Me giré y levanté la cabeza hacia la sainal y Galgarrios. Este no se movía. Me arrastré sobre la arena, temblorosa.

—Galgarrios —dejé escapar en un jadeo.

Bajé mi cabeza hasta su pecho, tratando de oír sus latidos de corazón… Latía. Muy débilmente, pero latía. Con los ojos agrandados por la esperanza, me dediqué a intentar reanimarlo. El caito rubio expulsó agua de sus pulmones pero no recobró la consciencia.

Fruncí el ceño, inquieta.

—¿Crees que va a morir? —preguntó la sainal tristemente.

Negué enérgicamente con la cabeza.

—No, imposible.

Y seguí moviéndole los brazos y apretando mis manos contra su pecho con movimientos frenéticos que se hicieron cada vez más espaciados a medida que veía que todos mis esfuerzos no daban resultado.

—Galgarrios —repetí, cogiéndolo entre mis brazos con dulzura—. Amigo. No me abandones. Sería demasiado absurdo…

Y al decir esto, mis ojos se anegaron de lágrimas. Lo oí entonces toser y moverse. Me aparté de él, boquiabierta, el corazón latiéndome a toda prisa. Galgarrios se había puesto a cuatro patas y arrojaba ahora a la arena todo el agua tragada.

—Shaedra… —tosió.

Solté una carcajada alegre, sin poder creerlo.

—¡Estás vivo!

Galgarrios me contempló y, al verme totalmente mojada, debió de pensar que yo también había resbalado.

—Estamos vivos —rectificó.

Asentí y vi que Ga sonreía abiertamente, feliz de que todo hubiese acabado bien… sólo faltaban los demás, pensé entonces, girándome hacia la gran boca del túnel. Lo que a nosotros nos había llevado unos minutos, a ellos les llevaría todavía un buen rato si conseguían no resbalar del sendero.

—Esperadme aquí —declaró Ga, levantándose—. Voy a ver cómo avanzan los demás.

Volví a asentir y, una vez solos, le dediqué al caito una gran sonrisa aliviada.

—Por un instante pensé que habías muerto —confesé.

Mi amigo resopló.

—Creo que esta ha sido la peor aventura de toda mi vida —pronunció.

—Y lo que te queda —lo avisé, con una sonrisilla burlona.

Galgarrios sacudió la cabeza y entonces se dedicó a contemplar los alrededores con ojos maravillados.

—Este lugar es precioso —murmuró.

Lo era, pensé. Toda la caverna tenía un color rojizo de atardecer. En algunos resquicios del techo se veían cristales escarlatas que brillaban tenuemente y nubes de kérejats aleteaban sobre el lago, al pie de la cascada, entre grandes plantas de diversos colores, todas más extrañas las unas que las otras. Ignoraba si había merecido la pena la bajada para ver ese espectáculo, pero desde luego aquel lugar era de ensueño.

Dejé a un Galgarrios exhausto admirar la caverna y me metí otra vez en el agua para ir a recuperar mi túnica amarilla y mi armadura. Las acabé encontrando al de varias zambullidas. Una vez en la arena, empecé a escurrir la túnica pero me interrumpí al advertir la mueca de dolor de Galgarrios.

—¿Estás herido? —pregunté, preocupada.

Me dedicó una sonrisa vacilante.

—Nada grave. Creo que me he ido chocando contra todas las rocas y me duele todo el cuerpo…

Un grito proveniente del túnel nos acalló y me giré bruscamente. Una silueta amarilla apareció trastabillando y pateando para frenar su caída…

—¡Aaaarrg!

Su grito fue ahogado por el agua cuando, cayendo de poca altura, se zambulló en el lago. Wujiri regresó a la superficie casi inmediatamente, tosiendo y maldiciendo por lo bajo. Al vernos, soltó una exclamación de alegría.

—¡Galgarrios! ¡Shaedra! ¡Están vivos!

Nadó con gestos rápidos hacia la orilla, dejando la cascada atrás. Iharath y Drakvian aparecieron casi enseguida, el primero arrastrándose como un caracol por un sendero que debía de tener como dos metros de anchura y no parecía para nada tan resbaladizo como antes. La vampira, detrás de él, soltó una risita.

—Iharath, ya puedes levantarte, ¿sabes? —se burló.

“¡Shaedra!” Syu dejó el hombro de la vampira, pasó por encima del semi-elfo y se precipitó hacia mí a toda velocidad. “¡Me has dado un susto de muerte!”, masculló, cuando me alcanzó.

Le dediqué una mueca de disculpa y el mono se balanceó, meditativo, antes de sonreírme anchamente. Se sentó en la arena ante mí y declaró con aire aprobador:

“¡Has estado más gawalt que nunca!”

Enarqué una ceja, sorprendida.

“¿En serio? Pero si nunca en la vida había cometido una imprudencia como esta.”

Syu se encogió de hombros.

“La prudencia no es tan importante como la familia de un gawalt”, decretó.

Sonreí, entendiendo que el mono consideraba a Galgarrios como parte de la familia. Si seguía así, su familia iba a convertirse en la más numerosa de toda la Tierra Baya… a menos que todos fuesen tan imprudentes como yo, pensé con un suspiro.

Wujiri salió al fin del agua soltando animadamente:

—¡Por Vaersin! Y yo que acababa justo hace un año de obtener la plaza de patrulla más tranquila de toda Ató, voy y me meto en esta locura… —Se carcajeó por lo bajo y luego nos miró a Galgarrios y a mí con aire más serio—. Menuda caída. ¿No estáis heridos?

Negué con la cabeza: estaba llena de arañazos, pero no tenía ninguna herida realmente grave. En cambio, no tardamos en descubrir que Galgarrios tenía una llaga abierta en la pierna.

—Empezamos bien este viaje —resopló Drakvian, irónica, mientras Wujiri se dedicaba a examinar la herida del caito—. Por cierto, Shaedra, toma.

La vampira dejó las botas en la arena y me tendió a Frundis junto al cinturón con la espada. Comprobé que no se le había caído nada: seguía mi daga de Ató en el cinto y mi daga de los Sombríos metida en una de las botas; la carta de Márevor estaba intacta… y seguía teniendo la pequeña bolsita de sangre de hidra de Ahishu, constaté, sorprendida. Me había olvidado totalmente de ella. Entonces pensé en las Trillizas y, helada, miré uno de los bolsillos internos de la túnica. Estaban ahí. Me carcajeé, profundamente aliviada, sabiendo que, en el caso contrario, habría pensado que me aquejaba alguna maldición. Levanté la cabeza, sonriente.

—Gracias, Drakvian.

La vampira puso los ojos en blanco.

—Gracias a ti, Salvadora —replicó con aire burlón. Esgrimí una sonrisa, sabiendo que Drakvian no solía dar nunca las gracias por nada. Realmente parecía aliviada de saber que Galgarrios no había muerto por su culpa—. Bej —masculló entonces—. Voy a intentar limpiarme un poco. Tengo la impresión de haberme convertido en un alga andante.

—Mm… —Solté una risita socarrona y observé—: Hasta tus botas rojas se han quedado verdes.

La vampira echó un vistazo a sus botas, regalo de Márevor Helith, y pareció hacerle gracia el resultado mugriento porque su rostro se iluminó con una sonrisa antes de que se alejara hacia la orilla para limpiarse. Iharath ya estaba ahí, frotando enérgicamente su camisa verde.

—No lo entiendo… —intervino de pronto el caito mientras Wujiri le hacía remangarse el pantalón para descubrir su herida—. Shaedra, pero ¿tú no resbalaste como yo? —agrandó los ojos, incrédulo—, ¿te tiraste adrede?

Observé su expresión confusa y sonreí, arrodillándome junto a él. Mi sonrisa se transformó inmediatamente en una mueca afligida.

—Esa herida es bastante fea —observé. Y lo malo era que no sabía gran cosa de plantas subterráneas para curársela, suspiré. Sí, recordaba bien las conversaciones con Chamik, el herborista hermano de Yelin, pero de ahí a reconocer las plantas curativas entre tanta variedad…

Tuve una idea repentina y me giré hacia Ga.

—Por casualidad, ¿no conocerás las propiedades de las plantas de este lugar? —le pregunté en tajal, mientras Galgarrios soltaba un gruñido de dolor al mover la pierna.

La sainal balanceó su cabeza de lado a lado.

—No de todas. Pero ahora que lo pienso seguro que en esta caverna hay alguna simella. Creo haber oído que ayudan a cicatrizar… Pero no soy ninguna experta —confesó.

Enarqué las cejas.

—¿Sabrías reconocerlas? ¿Alguna vez las has probado?

La sainal sonrió.

—Las he probado comiéndolas —replicó—. Pero sus flores son algo amargas. Voy a ver si encuentro alguna. —Iba a darnos la espalda cuando se detuvo para añadir—: No os mováis de aquí. Ahora me doy cuenta de que no conocéis para nada estos lugares. Seríais capaces de tocar una satowalga sin saberlo.

Me hubiera gustado preguntarle qué demonios era una satowalga, pero se alejó y me quedé con la pregunta en la garganta. Volví a preocuparme por Galgarrios. Wujiri estaba cortando su propia túnica de guardia para fabricar un vendaje.

—¿Adónde se va? —preguntó.

Sin duda, hablaba de la sainal.

—A buscar una planta para curar la herida —expliqué. Hice una mueca al echar otro vistazo a la pierna de Galgarrios y declaré—: Voy a por agua.

Antes era mejor limpiar la herida, decidí. Me levanté agarrando mi túnica y me dirigí hacia el lago. La hundí completamente y la saqué chorreando. No muy lejos, Iharath soltó un bufido.

—No hay manera de acabar de quitar esta porquería. —A su alrededor, flotaba ahora una impresionante mezcla de tierra y líquido negro pringoso—. Dime, Shaedra, ¿crees que la sainal tiene pensado hacernos pasar por otros sitios del estilo? —Me encogí de hombros y carraspeó—. Con un poco suerte viviremos para volver a ver el sol.

Hice una mueca, divertida.

—Bah, en Ató, existe una refrán que dice: “Mientras late el corazón, no cabe desesperación”.

Iharath esbozó una sonrisa y retornó a su tarea de lavandera. Con la túnica empapada, regresé junto a Wujiri y Galgarrios y fruncí el ceño, extrañada. El elfo oscuro miraba fijamente un objeto en la arena, junto a mi cinturón. ¿Qué demonios estaría mirando? Me acerqué y vi que mi broche de los Sombríos con diez espadas grabadas se había deslizado de uno de los bolsillos. Con un suspiro, lo recogí y lo guardé bajo los ojos atentos del elfo oscuro. Le dediqué una sonrisa vacilante, viendo venir sus preguntas, pero, curiosamente, no comentó nada. Se encogió de hombros y me hizo una señal para que me acercara y escurriese la túnica sobre la herida.

—¿Cuánto tiempo crees que tardará en curarse? —inquirí, mientras limpiaba la sangre que empezaba a coagularse.

Wujiri adoptó un aire pensativo.

—Bah, no mucho. —Le dio unas palmadas a Galgarrios—. No te preocupes, muchacho. Te pasarás renqueando unos días y se te quedará tan sólo una fina cicatriz. He visto peores heridas —aseguró.

No lo dudé: al fin y al cabo, Wujiri era guardia desde hacía años y debía de haber vivido muchas batallas contra nadros, escama-nefandos y otros monstruos no menos feroces. Cuando hube limpiado la herida, Wujiri se dedicó a amainar el dolor con un sortilegio de endarsía. Al cabo, suspiró:

—A Narsia se le daba mucho mejor esto que a mí. Pásame el vendaje.

En ese instante, volvió Ga con la simella y, antes de vendarle la pierna a Galgarrios, aplicamos el jugo de la planta siguiendo las instrucciones de la sainal. Esta observó nuestro trabajo a unos metros, como si no se atreviese a acercarse.

—¡Listo! —declaré.

Galgarrios tanteó su vendaje y Wujiri le advirtió:

—No lo toques demasiado. —Suspiró, sentándose tranquilamente en la arena—. Bueno, supongo que haremos una pausa después de esta gloriosa bajada.

Me encogí de hombros y me giré hacia la sainal con aire interrogante. Esta imitó mi expresión y ambas sonreímos.

—Una pausa de media hora —sugerí—. ¿Qué os parece?

La sainal aprobó y se levantó.

—Voy a buscar un poco de comida —anunció en tajal.

Vacilé antes de atreverme a preguntarle:

—¿Puedo acompañarte?

Ga pareció sorprendida pero asintió. Me puse las botas twyms y dejé a Wujiri, Galgarrios, Iharath y Drakvian para adentrarme entre los árboles rojos junto a ella. La tierra era oscura y dura y, curiosamente, no había muchas ramas en el suelo, aunque sí innumerables raíces. En un momento, avisté una especie de gran liebre de pelaje rojo que desapareció detrás de unos matorrales llenos de flores rosáceas.

—La verdad es que no sabía que hubiese cavernas por esta región —comenté, mientras Ga se dirigía hacia las flores—. ¿Comunican de alguna forma con los Subterráneos?

Ga asintió.

—Sí. Pero son pocas las salidas hacia las grandes cavernas. Yo sólo salí una vez. En cambio hay más salidas hacia la Superficie.

Enarqué una ceja interesada, pero la sainal se puso entonces a comer flores y decidí dejarla tranquila, alejándome para explorar un poco la zona. Constaté que Syu no se había despegado de mí para trepar a los árboles.

“Déjame adivinarlo. ¿Estás pensando en la satowalga?”, pregunté, socarrona.

El mono se encogió de hombros pero no dejó de echar ojeadas desconfiadas a cada arbusto y cada rama. Frundis amainó su música de violines.

“Oigo voces”, declaró.

Le eché un vistazo con extrañeza, preguntándome si estaba bromeando. Pero entonces alcancé yo también a oír un murmullo distante y ladeé la cabeza, perpleja: el sonido provenía del propio bastón.

“Eres tú quien está emitiéndolas”, le hice notar.

Frundis gruñó.

“No. Vienen de la tierra. Levántame del suelo y verás.”

Sorprendida, lo despegué del suelo y dejé de oír las voces de inmediato.

“Vaya”, solté. Me agaché y toqué la tierra con la mano. Enseguida percibí un barullo confuso de voces y me incorporé bruscamente. De alguna manera, la tierra emitía armonías de sonido.

“¿Puedo volver a oírlas?”, me pidió el bastón, curioso.

Lo posé de nuevo en el suelo un instante, pero pronto fui a reunirme con la sainal.

—¡Ga! No me habías dicho que esta tierra estaba cargada de armonías.

Ella se giró hacia mí, enseñándome una boca llena de flores rosas. Las tragó todas con evidente deleite y contestó al fin:

—¿Te refieres a las voces? Sí, por eso hay pocas criaturas por aquí. Pero no te preocupes, cruzar la caverna nos llevará apenas un par de horas. Y luego bajaremos por las Escaleras de Hierro.

La miré, intrigada.

—¿Las Escaleras de…?

Un grito me interrumpió y me puse lívida, girándome hacia el lago. Eché a correr entre los árboles y cuando llegué a la playa me quedé un instante confusa. Iharath corría hacia mí a toda prisa mientras Wujiri ayudaba a Galgarrios a avanzar lo más rápido posible.

—¿Qué…?

La mueca culpable de Drakvian, junto a la orilla, y sobre todo el olor pestilente que acababa de llegarme me dejaron claro qué había ocurrido y solté una risita antes de retroceder hacia el bosque con los demás. La vampira se reunió con nosotros llevando mi cinturón, mi armadura y mi túnica.

—Drakvian —masculló Iharath, pasándose una mano exasperada por la cabeza e inspirando hondo—. Por todos los dioses… no vuelvas a hacernos esto.

—No lo he hecho queriendo, se me escapó —replicó la vampira. Observé que trataba de reprimir una ancha sonrisa, sin conseguirlo—. A veces, me pasa, se me atraganta la saliva y…

—No hace falta que nos des los detalles —la cortó el semi-elfo con una mueca de sufrido. Y entonces ladeó la cabeza—. ¿Qué es ese ruido?

Entendí que hablaba de las voces.

—Son armonías de la tierra, al parecer —expliqué—. Lo extraño es que las oigas a través de tus botas.

—Yo también las oigo —intervino Galgarrios.

—Y yo —murmuró Wujiri con el ceño fruncido.

Paseaban ambos una mirada extrañada a su alrededor.

—Yo no oigo nada —confesó Drakvian. Bajé la mirada hacia sus botas rojas, pensativa. Tal vez las twyms y las botas de Márevor tenían algo especial que las aislase mejor, cavilé.

La sainal me hizo un gesto para llamar mi atención.

—Creo que será mejor seguir —opinó.

Aprobé, me puse la armadura de cuero y la túnica, até mi cinturón a la talla y nos pusimos en marcha. Avanzamos sin apartarnos mucho del río, que iba haciéndose sinuoso aunque terso.

“Tengo la impresión de estar oyendo música por intermitencias”, se quejó Frundis, mientras lo levantaba y lo volvía a posar un paso más lejos.

“Tú eliges, o te llevo en la mano o te coloco a la espalda”, le propuse.

Lo oí murmurar, meditativo.

“Mm… No he dicho nada”, decidió firmemente. “No vaya a ser que me pierda algo, entre tanto ruido.”

“Cierto, sería una pena”, se burló el mono.

“Mmpf. Recuerda que los sonidos vienen cuando menos se los espera”, le replicó Frundis.

No sé muy bien cómo, acabaron hablando los dos del concepto de azar y de casualidades y dejé de escucharlos, fijándome más en el camino que seguíamos. Cuando Syu soltó un gruñido descontento ante un argumento de Frundis, intervine con falsa seriedad:

“Decidme, hablando de azares, ¿qué posibilidades había para que un bastón saijit, un mono gawalt y una demonio se encontrasen y viajasen juntos?”

Eso los dejó pensativos a ambos y sonreí, pensando que las posibilidades eran tan nimias como las que tenía Shakel Borris de sentarse en un sillón mientras gritaba una princesa en apuros.

Al de una hora, Galgarrios empezó a cojear más acusadamente y su estado me inquietó. En un momento, se le rompió la rama que había estado utilizando como bastón y Wujiri, que andaba junto a él, lo sostuvo con un brazo firme y se detuvo.

—¿No podemos hacer otra pausa? —sugirió—. Ya sé que esas voces empiezan a ser acuciantes, pero no es plan que se nos desmaye el muchacho.

Galgarrios negó con la cabeza pero adiviné que le costaba tenerse en pie.

—Puedo seguir —aseguró.

—Ya, no seas tan estoico. Conozco a gente que murió tontamente por ser estoico —afirmó Wujiri con aire sombrío—. Anda, siéntate. Tampoco estamos haciendo una carrera.

Iharath carraspeó.

—Mientras Drakvian nos deje la zona habitable…

La vampira le dedicó una mueca enfurruñada pero no replicó.

Mientras Galgarrios se sentaba, maduré las palabras de Wujiri. De hecho, no estábamos en ninguna carrera, no si era cierto que Kyisse no estaba realmente en peligro. Pero, consciente de que no podía fiarme del juicio de una sainal que no sabía gran cosa del mundo saijit, me hubiera gustado poder asegurarme desde ya de que la pequeña estaba bien. Y, además, a menos que fuesen los padres o los abuelos de Kyisse los que la habían raptado, no iba a permitir que se la quedase cualquiera. Pero, claro, antes pasaba la spiartea, suspiré mentalmente, sentándome junto a Galgarrios y Wujiri. Este último mascullaba algo sobre que se había dejado la botella de aguardiente en casa cuando un súbito y profundo gruñido de la sainal me hizo alzar los ojos, sobresaltada.

—¡No os mováis! —decía, precipitándose hacia nosotros mientras todos la mirábamos, asombrados.

Consiguió exactamente lo contrario de lo que pretendía, ya que Wujiri, al pensar tal vez que la sainal se había vuelto rabiosa, se arredró levantándose con precipitación y chocó contra una especie de planta roja que yo no había visto hasta ahora y que, increíblemente, en vez de torcerse bajo su peso lo empujó como si estuviese viva. Emitió un ruido parecido al del vapor de agua levantando una tapa de cazuela y unas volutas de humo verdoso se desparramaron a su alrededor.

—Er… —soltó Wujiri, dándose la vuelta, confundido—. ¿Qué demonios…?

La sainal lo cogió del brazo y lo apartó en el momento en que la “planta” descubría dos patas gordas y se alejaba entre los árboles tan rápido como podía, lo que resultó ser bastante lento.

—¿Qué es eso? —pregunté, anonadada.

Iharath silbó entre dientes, a una distancia prudente.

—Creo que era un daohnyn.

Agrandé los ojos y observé cómo la planta se alejaba con sus patas cortas. Si bien recordaba mis lecciones de la Pagoda, los daohnyns soltaban toxinas irritantes. El humo verde seguía flotando en el aire y decidí actuar inmediatamente. Ayudé a Galgarrios a levantarse y le metí a Frundis entre las manos.

—Creo que hoy los dioses no van a dejarnos hacer pausas —sentencié, como hubiera hecho Stalius.

Nos apartamos del humo, precavidos. La sainal parecía agitada.

—Esas criaturas no son peligrosas, normalmente —suspiró—. Pero claro, si uno se tira encima de una de ellas…

Le echó una rápida ojeada a Wujiri y el guardia debió de adivinar el significado de esa mirada porque su rostro oscuro se torció en una mueca abochornada.

—Salgamos de esta caverna —declaró con súbitas prisas.

Galgarrios se apoyó sobre Frundis y continuamos con una nueva energía. Por mucho que dijese la sainal, el Valle Rojo guardaba así y todo sus sorpresas, cavilé.

Avanzamos junto al río, bordeando el bosque rojo, cada uno sumido en sus pensamientos. Al de un rato, Iharath rompió el silencio.

—El ruido de esas voces es muy curioso —nos comentó a Drakvian y a mí—. Me recuerda al comedor de la academia de Dathrun. ¿Vosotras creéis que la tierra puede haber creado esas armonías sin ayuda de un celmista? —Había tomado un tono de investigador.

Drakvian me señaló con el pulgar.

—Pregunta a la experta.

Yo abrí la boca para contestar que era efectivamente posible que por algún desequilibrio energético sucediese algo parecido… pero fui incapaz de hablar. Forcé la voz y nada. Me cogí la garganta con la mano, aterrada. ¡Me había quedado afónica! Un vistazo a Wujiri y a Galgarrios me informó de que no era la única. El mono gawalt me agarró un mechón de pelo, espantado.

“¡Shaedra!”, exclamó, tratando él también de emitir algún sonido, en vano.

“¡Syu!”, resoplé, incrédula. ¿Era acaso posible que las toxinas de ese daohnyn…?

—¿Qué demonios os pasa? —inquirió Iharath, considerándonos con la mirada, confuso.

Wujiri y yo intentamos entonces explicarles con gestos a Iharath y a Drakvian el problema. En realidad, era fácil de entender. La vampira no pudo evitar esgrimir una sonrisa burlona e Iharath levantó los ojos al cielo, como superado por los acontecimientos.

—Francamente —suspiró—, si en un valle “tranquilo” os ocurren tantas desgracias, me pregunto cómo será cuando lleguemos a esa famosa caverna de spiarteas.

Le dediqué una mueca sufrida. Jamás en mi vida había estado afónica… ¡Y todo por culpa de una maldita planta con patas! Syu se agitaba sobre mi hombro, soltando ahora pequeños chillidos silbantes.

“Tranquilo, Syu”, dije para calmarlo. “No sirve de nada forzar la voz. Habrá que esperar a que el efecto desaparezca.”

“¿Y eso cuánto puede durar?”, preguntó. Se rebullía, inquieto y disgustado.

Me encogí de hombros.

“Ni idea. Pero apenas hemos respirado las toxinas. Yo creo que en unas horas estaremos repuestos.”

“¡Horas!”, repitió el gawalt, desanimado, y suspiró. “Ya sabía yo que las plantas de este lugar eran más que sospechosas.”

La sainal, sin comentar lo sucedido, siguió guiándonos por la orilla mientras Galgarrios, Wujiri, Syu y yo suspirábamos silenciosamente. Sin duda Ga debía de pensar que no había encontrado a las personas más aptas para ayudarla en su búsqueda. En un momento, oí que Drakvian tarareaba una canción con una sonrisilla en los labios.

Al fin, llegamos al fondo de la caverna. El ruido atronador del agua me hizo suponer que no muy lejos había una cascada y, cuando la vi, quedé asombrada. En vez de haber cavado algún túnel en la roca de las paredes, el río desaparecía en un agujero profundo sin alcanzar los límites de la caverna. Un extraño arcoiris de tonos violetas flotaba encima del agua.

—Vaya —resopló Iharath, extendiendo el cuello para intentar ver el fondo del pozo sin aproximarse demasiado.

Drakvian lo cogió del brazo, estirándolo hacia atrás.

—Ya tenemos a tres afónicos. No empeoremos las cosas —razonó.

—Por aquí —dijo la sainal.

Rodeamos unas parras cubiertas de frutos azules tornasolados.

“¡Uvas chiztrianas!”, se maravilló Syu.

Lo atrapé por la cola al verlo precipitarse hacia las viñas.

“¡Syu! Recuerda que los pinchos son venenosos.”

El mono se detuvo en seco y sus bigotes se agitaron.

“Cierto. ¿Por qué siempre las cosas buenas tienen que tener pinchos venenosos?”, se quejó, instalándose de nuevo en mi hombro. La ojeada desafiante que echó a las uvas me arrancó una sonrisa. Entonces, puso cara pensativa. “Recuerdo que para recoger las uvas, los gawalts normalmente agitaban el arbusto con palos”, comentó, rememorándose su antigua vida. Iba a contestarle que Frundis estaría seguramente encantado de ayudarlo a recoger uvas cuando noté una súbita tensión en el grupo. Detrás de esas uvas chiztrianas, se abría un túnel guardado por dos esculturas de piedra muy parecidas a las que habíamos visto más arriba. Y, cortándonos el paso, se encontraban tres siluetas de carne y hueso, armadas y vestidas con túnicas y pantalones negros. Los tres eran humanos. Y al ver sus ojos rojos como la sangre clavados en nosotros, enseguida me hice una idea de quiénes eran.