Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

5 La música del pasado

Con Syu al hombro y Frundis a la espalda, atravesé las calles aún pobladas de gente festejando. Me crucé con varios niños montados sobre potros y hasta vi a una niña subida peligrosamente a un caballo enorme. Durante tal vez diez minutos me siguieron dos perros peludos que por lo visto se aburrían de tanto alborozo. Todas las plazas estaban abarrotadas, llenas de mesas y sillas aún ocupadas. Desde luego, la cultura mirleriana era muy diferente de la de Ató, pensé, mientras rodeaba la Plaza de Sil y tomaba la dirección del Palacio del Viento.

No había comentado a nadie mi encuentro intempestivo con Namilisú y su propuesta de duelo. Estaba convencida de que Spaw habría intentado disuadirme. Y con las pocas ganas que tenía yo de enfrentarme a Namilisú, tal vez lo hubiera conseguido. Es más, cuando llegué ante el portal del palacio, un escalofrío de temor me recorrió y vacilé en mi determinación. Sumido en las tinieblas, el edificio parecía aún más tétrico que cuando me lo había enseñado Arfa. Los árboles mecían sus ramas como arañas esqueléticas en el aire nocturno. ¿Y si era cierta aquella historia de aquel muchacho que se había perdido en aquel lugar…?

Oí unas risas en la calle. Aparecieron dos familias que volvían a sus casas alegremente. Me aparté del portal y esperé a que se alejaran para regresar a regañadientes. El paisaje era realmente lúgubre.

Syu se agitaba sobre mi hombro, incómodo. Ya me había comunicado su opinión sobre el tema: entrar ahí no era prudente. En cambio, Frundis estaba más callado que de costumbre y en ese instante se había sumido en un profundo silencio. Pero a pesar de nuestras preguntas, el bastón se negaba a decirnos qué le ocurría.

Esperé unos minutos delante del portal, hasta oír las doce campanadas. Al de un rato, empecé a removerme inquieta. ¿Y si Namilisú me esperaba ya dentro? ¿Y si no venía? Al fin y al cabo, podía haber querido tomarme el pelo. Tal vez tan sólo desease que me perdiese en aquel misterioso Palacio del Viento…

“Vayámonos de aquí”, dijo Frundis con un silbido de violines. El aspecto siniestro del palacio parecía realmente perturbar su humor, me percaté, algo preocupada. Iba a asentir, harta de esperar, cuando vi aparecer por una calle a toda una comitiva guiada por Namilisú.

Los observé acercarse, perpleja. Eran como diez personas. Y entre ellas estaban los otros cuatro alumnos de Dinyú… y Arfa.

—¡Shaedra! —exclamó la faingal. Sus mejillas estaban sonrojadas y sus ojos rosáceos y algo ebrios brillaban de excitación—. No sabía que ibas a batirte en duelo con Nam. —Se acercó, ligera como un hada, y noté su inquietud antes de que añadiese por lo lo bajo—: ¿Pero seguro que estás en condiciones…?

Carraspeé, sin saber si se refería a mi herida o a mi Sreda aún recientemente estable.

—Ha sido idea suya —repliqué.

—Un gusto volver a verte —intervino Namilisú, sonriente. Apartó su melena rubia de la cara, atándosela con un lazo, al tiempo que decía—: Entremos. Amigos, vais a ver el lin-say y el har-kar en acción. Perdona por el retraso, Shaedra. La puntualidad no es una virtud mirleriana.

Puse los ojos en blanco y lo seguí adentro, con los demás.

—¿Realmente era necesario elegir este sitio para el duelo? —pregunté.

—Es nuestro lugar de encuentros —explicó Arfa, alcanzándome—. Aparte del Garrafón, claro, pero cierra a partir de las nueve. En realidad, pese a los rumores, este palacio está abandonado desde hace tiempo. Yo sigo pensando que es más prudente no intentar entrar ahí, pero el jardín es totalmente inofensivo. No he visto nunca a ningún troll… O tal vez sí, ¿verdad, Niurkol? —bromeó, dándole un codazo a un elfo oscuro grande y macizo.

Hice una mueca, no muy convencida. En el aire flotaba una energía extraña e híbrida que me recordaba mucho a la Torre del Brujo de Dathrun.

—Por cierto, Shaedra, la Orden de la Noche te da la bienvenida —pronunció Arfa, cuando nos detuvimos no muy lejos de la enorme puerta principal—. Te presento a Hijwira, Niurkol, Fargalde…

Mientras la joven demonio nombraba a cada miembro de esa «Orden de la Noche», los fui examinando rápidamente. Hijwira era una pequeña elfa de cara redonda y plácida a la que ya había visto el primer Día de la Primavera. En general, parecían todos bastante simpáticos. Me saludaron amablemente y sonrieron, como divertidos, cuando les respondí a cada uno juntando las manos. Los mirlerianos eran más dados a fórmulas rimbombantes que a la gestualidad, recordé. Charlando tranquilamente, tomaron todos asiento sobre rocas, barriles y tocones, sin duda para prepararse al espectáculo. Colgaron sus linternas en dos ramas a ambas partes del terreno que habían elegido para el duelo. Me fijé en que apenas crecía hierba en ese suelo, como si estuviese muy frecuentado.

—¿Soléis entrenar lin-say en este sitio? —pregunté, mientras dejaba a Frundis cerca de Arfa.

Namilisú, que acababa de quitarse la capa y realizaba ahora movimientos de brazos para calentarse, asintió.

—No solemos hacer duelos, pero siempre nos entrenamos aquí antes de las lecciones con el maestro Dinyú… Al menos eso hacíamos antes —rectificó con una media sonrisa—. Hoy se decidirá si el maestro Dinyú tiene razón o no al considerar el har-kar mejor que el lin-say —declaró.

Resoplé, exasperada.

—El maestro Dinyú no dijo eso. Sólo dijo que ambas maneras de combatir pueden ser buenas, pero que lo realmente decisivo es la concentración.

—Eso ya se verá —replicó él, dejando sus ejercicios y remangándose cuidadosamente la camisa.

Suspiré. Estaba claro que todos ahí habían venido a presenciar un duelo. Menos les importaba el lin-say que el espectáculo, con excepción quizá de Namilisú…

—Está bien. ¿Cuáles son las reglas? —inquirí.

El tiyano sonrió.

—Son sencillas: no matarse. El que consigue mantener al adversario más de diez segundos en el suelo, gana.

Tuve una media sonrisa, recordando mis numerosos duelos durante las clases de Ató.

—Y añado —dijo— las condiciones del duelo. Si pierdo, me comprometo a ayudar al maestro Dinyú en lo que sea para que sea considerado el mejor maestro de artes marciales de toda la ciudad —sonrió, como pensando que aquello no sucedería—. En cambio, si gano, toda la Orden de la Noche, sus amigos y finalmente toda Mirleria sabrá que el har-kar es un arte de combate anticuado.

Y dale con que el har-kar era anticuado, gruñí para mis adentros.

—Estupendo —afirmé—. ¿Cuándo empezamos?

—Cuando quieras —contestó él, tomando ya la posición de lin-say.

—¡Adelante, que empiece el duelo! —soltó Hijwira, entusiasta, coreada por sus compañeros.

“No te rompas nada”, me aconsejó el mono, alejándose hasta la rama de un árbol.

“Procuraré”, prometí.

Realicé un saludo.

—Dicen que el lin-say tiene más técnicas de ataque que el har-kar… —Hice una pausa teatral—. ¿Es eso cierto?

Por toda respuesta, Namilisú se abalanzó sobre mí. Lo aguardé con tranquilidad y evité su ofensiva propinándole una patada y dando un elegante bote de dos metros hacia la derecha. Sonaron silbidos impresionados en el público. Namilisú frunció el ceño.

—¿Eso es har-kar? —preguntó.

Sonreí anchamente.

—Deberías saberlo si tanto lo criticas.

Alcé una mano a la espera del siguiente ataque. No conocía suficientemente bien el lin-say para saber a qué esperarme, y sobre todo no quería caer en la trampa de subestimar las capacidades de Namilisú. Nos evaluamos con la mirada, dando pasos de danza a varios metros de distancia. El público comentaba el combate, pero me abstraje de él y me fijé en cada uno de los movimientos del tiyano. Atacó. Apenas tomaba impulso cuando me abalancé sobre él, le asesté un par de golpes contra sus brazos, y esquivé un puñetazo… a medias. Sentí un dolor contra el hombro y siseé. Ese tiyano tozudo era rápido.

Alternaron los ataques y posiciones defensivas. Namilisú se dio cuenta, al de un rato, que hasta ahora yo sólo había estado evaluándolo y suspiró, irritado.

—¿Acaso todos los har-karistas luchan como si estuviesen jugando al escondite? —me provocó.

Puse los ojos en blanco.

—Está bien. Tú te lo has buscado.

Pensaba tener suficiente idea de lo que era capaz el tiyano como para poder ser temeraria. Así que me lancé.

No le di tregua. Atacaba por todos los lados, parando los grandes golpes y moviéndome velozmente para desorientarlo. Cuando vi venir un puñetazo, me acordé de mi accidente con Yeysa antes de apartarme bruscamente. Di un golpe contra el suelo con las botas twyms y aterricé con agilidad, salté de nuevo y me tiré contra la espalda del tiyano, quien perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Los espectadores retenían la respiración. Como quien dice, ya había ganado, me dije, aliviada. En ese preciso instante, sin embargo, Namilisú soltó un gemido de dolor.

—¡Aaah! Se me está hincando algo puntiagudo… —jadeó.

Sorprendida, me aparté y el tiyano retrocedió precipitadamente, con las manos en el pecho. Respiraba entrecortadamente.

—¿Estás bien? —pregunté.

—¡Nam, no hagas trampas! —se indignó Fargalde, desde su asiento. Los demás protestaban, desilusionados por el comportamiento de su amigo.

—¡No he hecho trampas! —se defendió éste, apretando las manos contra el pecho—. Hay algo duro en el suelo. No es culpa mía.

No parecía muy herido, supuse, al verlo echar a Fargalde una mirada asesina. Hinqué una rodilla para examinar la tierra. Pasé una mano tanteante… y caí sobre una arista de metal. Parecía la esquina de un disco o de una caja, elucubré.

Noté de pronto algo parecido a una descarga eléctrica como las de Jirio y di un bote hacia atrás, alarmada.

—¡Es una mágara! —dejé escapar.

Y fruncí el ceño, sin estar realmente segura de lo que acababa de afirmar. A lo mejor tan sólo era energía en bruto, concentrada en ese trozo de metal… Los demás se apresuraron a cruzar el terreno, curiosos.

—¿Has dicho una mágara? —dijo uno de ellos—. ¿Un objeto mágico, quieres decir?

—Tal vez —asentí—. No estoy segura. Está repleto de energía, de eso no hay duda.

El elfo oscuro, Niurkol, le dio una patada y frunció el entrecejo.

—Suena a hueco.

—¡Traed una linterna! —soltó Hijwira. Yo, que estaba a punto de soltar un sortilegio armónico de luz, lo pensé mejor y decidí esperar la linterna: quién sabía qué opinión tendrían esos jóvenes de los “magos”.

—¡Es una caja! —se emocionó una humana.

—¿Cómo puede ser que no la viéramos antes? —se preguntó otro joven en voz alta.

—Está fuera del terreno —explicó Fargalde.

Arfa llegó con la dichosa linterna e iluminamos mejor el suelo. Escondida tras la hierba, sobresalía una esquina color tierra de algo que parecía efectivamente una caja. La observamos durante unos segundos. Entonces Fargalde declaró:

—Voy a por una rama.

Mientras se alejaba, los demás se pusieron a hablar del combate animadamente, declarándose impresionados por mis dotes de har-karista.

—¡Y esa manera de atacar por todos los lados! —exclamaba Hijwira, absolutamente entusiasmada—. ¡Increíble!

Carraspeé, sonrojándome, al oír a los demás corroborar.

—Bueno, Namilisú también lucha bien —intervine—. De hecho, mañana me levantaré con unos cuantos moratones.

Percibí entonces el breve asentimiento del tiyano.

—El har-kar ha ganado —declaró.

Solté una carcajada.

—Te he ganado —corregí—. Un estilo de combate no puede ganar solo. Hoy he aprendido que el har-kar y el lin-say son diferentes, pero que ambos son artes de combate respetables y eficaces —añadí, sonriente—. Creo que el asunto está zanjado. Así que… —me mordí el labio— ¿le ayudarás al maestro Dinyú? No lo digo simplemente por el combate, sino porque creo que se merece nuestra consideración y todo nuestro respeto. Francamente, creo… que es el mejor maestro que he tenido en toda mi vida —dije con sinceridad.

Namilisú tuvo una media sonrisa, afable.

—Le presentaré mis disculpas al maestro Dinyú. Pero prométeme que dentro de unos años tendré la revancha —me retó, sonriente.

Resoplé, divertida.

—Cuando pases por Ató —repliqué.

Fargalde había vuelto con su rama y se dedicó a cavar alrededor del objeto para sacarlo sin tocarlo. Mientras desenterraba el objeto, volví a por Frundis: no me gustaba dejarlo solo en aquel lugar extraño.

Cuando toqué el bastón, me invadió una ráfaga de ruidos chirriantes que me dejó pasmada.

“¿Frundis?”

Su agitación era evidente. Hasta temblaba materialmente, como sacudido por escalofríos. Syu trepó sobre mi hombro, inquieto.

“¿Qué le está pasando?”, preguntó.

Me encogí de hombros. No tenía ni idea. Ambos tratamos de comunicar con el bastón, le rascamos el pétalo rojo y el azul, le dedicamos palabras reconfortantes y, cuando al fin su música se suavizaba, alguien del grupo soltó una exclamación:

—¡Es un saxofón!

Un profundo suspiro alcanzó mi mente. Frundis parecía apesadumbrado.

“¿Puedo pedirte un favor, Shaedra?”

“Lo que tú quieras”, afirmé con ímpetu.

“Salgamos de aquí ahora mismo”, soltó.

Su tono urgente me dejó tan afectada que salí corriendo hacia el portal. Que dijesen lo que quisiesen los demás, Frundis quería salir de ahí y no podía negarme. Tan sólo era el segundo verdadero deseo que me pedía desde que me acompañaba. Llegada del otro lado del portal, resollando, solté:

—¿Pero por qué?

Frundis, eligiendo la flauta travesera entre todos los instrumentos, tocó unas notas serenas para distender su tensión antes de contestar con dificultad:

“Porque yo viví aquí, en este mismo palacio. No quería decirlo, pero los recuerdos son demasiado fuertes.”

Syu y yo nos quedamos petrificados por la inesperada noticia.