Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

4 Los brujos de bruma

Desperté cuando los primeros rayos de sol iluminaban la habitación. Por primera vez me sentía lista para dar piruetas como antaño. Syu se había ido a pasear por los jardines y como todas las mañanas fui a desayunar con los demás hasta el vasto salón del palacio. Estábamos bromeando y charlando tranquilamente, cuando de pronto se oyeron unos ruidos de pasos precipitados y apareció Askaldo por la puerta. Su rostro abominable reflejaba una profunda emoción.

—Seyrum ha acabado la poción —anunció con voz trémula—. La ha acabado —repitió—. Ojalá funcione.

Nos quedamos todos suspensos al verlo tan conmovido: jamás Askaldo había enseñado tan claramente como ahora toda la esperanza que depositaba en el alquimista. Sonreí anchamente, recordando de pronto que esa poción también iba a curar mi mutación.

—Seyrum es eficaz —aprobó Maoleth con tranquilidad—. ¿Cuándo podréis beberla?

—Ahora mismo —contestó él, metiendo las manos en los bolsillos para que no viésemos que temblaban—. Seyrum quiere que la tomemos al mismo tiempo Shaedra y yo…

El elfocano, apenas hubo acabado su frase, se giró para salir al pasillo con precipitación. Vi que Chayl esbozaba una sonrisa burlona aunque se abstuvo de soltar un comentario mordaz: al fin y al cabo, sabía lo importante que era para su primo el poder al fin recuperar su fisonomía de antaño. La poción… Si dejaba de ser un atrapa-colores… Me levanté de un bote. ¡Iba a poder regresar a Ató y volver a la vida de siempre! Ser cekal, trabajar para un maestro y para los ciudadanos de Ató… Agitada, me apresuré a seguir al elfocano por los pasillos.

—Dejadlos tranquilos —oí decir a Lilirays en el interior de la sala—. No hace falta que tengan espectadores. Seyrum se ocupará de ellos.

Cuando llegué a la esquina del corredor entendí que el Demonio Mayor del Agua no pretendía más que alejar a mis hermanos y a Aleria y Akín por si nos transformábamos sin querer en demonios durante el proceso de curación. ¿Y si no funcionaba?, me pregunté, preocupada.

Alcancé a Askaldo y llegamos juntos ante la puerta del laboratorio. Intercambiamos una mirada rápida, aprensivos. Me parecía hasta oír sus fuertes latidos de corazón. Entonces el elfocano inspiró hondo y empujó el batiente.

Encontramos al alquimista calvo sentado delante de una mesilla con dos pequeñas botellas. Cuando entramos, dejó el enorme volumen que estaba leyendo, nos echó un breve vistazo y se levantó.

—Venid —dijo.

Salimos del laboratorio hacia un cuarto contiguo cerrado con una puerta maciza. Todo lo que había en él eran dos sillones, posicionados en el centro.

—Sentaos. Supongo que sabréis que estas transformaciones a veces son muy brutales así que os ataré con una cuerda para que no os mováis —explicó—. Por precaución —añadió al ver que yo lo miraba, alarmada.

Nos sentamos y Seyrum se dedicó a atarnos prestamente hasta que no pudiéramos mover ni brazos ni piernas.

—Esperad aquí —declaró—. Vuelvo enseguida.

Puse los ojos en blanco. Como si pudiéramos irnos a alguna parte atados como estábamos. Giré la cabeza hacia Askaldo. El elfocano, ensimismado, ya no temblaba, pero se lo veía profundamente inquieto.

—¿Tú crees que esto de atarnos es realmente necesario? —musité.

Él hizo una mueca.

—No es exagerado —aseguró—. Tal vez no pase nada —admitió—. Pero he conocido el caso de una persona que, al curarse de su mutación, se volvió como loca. Y los arrebatos le duraron días. Esas pociones curativas son realmente violentas.

Seyrum volvió a entrar en el cuarto con dos grandes vasos llenos de una sustancia blanca. Parecía leche.

—Por lo que contiene, esto debe de saber como veneno puro —comentó—. Pero normalmente os curará la mutación.

—¿Los dos vasos contienen lo mismo? —pregunté.

—No exactamente. Pero los ingredientes de base son los mismos —explicó el alquimista.

—No te equivoques de vaso, ¿eh? —soltó Askaldo, preocupado.

Seyrum puso los ojos en blanco y se acercó hacia él.

—Bebe de un trago.

Le acercó el vaso a los labios y Askaldo lo bebió todo. Un hilillo blanco recorrió su barbilla y fue a caer sobre su túnica verde.

—Buaj. Qué asco —masculló.

Hice una mueca de repulsión, imaginándome el sabor, y cuando Seyrum se aproximó a mí, sentí pánico. ¿Y si todo salía mal? Aquella pregunta me martillaba la mente sin descanso.

—Ánimo —gruñó el alquimista, al ver mi agitación.

Tomé un trago. No recordaba haber bebido nada igual. El líquido era realmente repugnante.

—Bej… —rumié cuando vacié el vaso hasta la última gota. Me recorrió un violento escalofrío pero apenas pude moverme por las cuerdas que me inmovilizaban.

—Exquisito, ¿verdad? —soltó Askaldo.

—Diablos. La poción de Lu sabía condenadamente mejor —repliqué—. Por no hablar de la que me convirtió en demonio.

El alquimista se limitó con fruncir el entrecejo, recordando seguramente la escena en Dathrun con cierto disgusto. Oí de pronto una lamentación gutural.

—Oh… —Askaldo se había tensado en su asiento con los ojos agrandados. Resopló—. Ya empiezo a notar el efecto. Aaah…

Lo contemplé, aterrada.

—Ahora todo depende de vosotros y de la poción —murmuró Seyrum—. Buena suerte.

Se alejó con sus dos vasos y, antes de cerrar la espesa puerta, nos echó una última mirada escrutadora. Oí sus pasos alejarse en el laboratorio. Inmóvil en mi sillón, esperaba los efectos, algo angustiada.

Apenas transcurrieron unos segundos cuando sentí una oleada de mareos apoderarse de mí. Pronto se convirtió en una batalla campal de llamaradas que surcaban mi cuerpo a la velocidad del rayo.

—Mi Sreda —jadeé.

—Aaaarg…

Como un eco, me contestaba el gemido de mi compañero de torturas. Me recorrió de arriba abajo un relámpago lancinante que me hubiera expulsado del asiento si no hubiese estado tan bien atada.

—¡Nos ha envenenado! —exclamé, sintiendo el pánico invadirme.

—No… No —farfulló Askaldo, mirando el muro de enfrente con los ojos vidriosos—. Es… absolutamente normal.

¿Normal?, me repetí, incrédula. La Sreda estaba totalmente alocada. ¿Realmente sabía Seyrum lo que podía causar su maldita poción? Si salía de esta viva, aunque fuese con furúnculos, sería un milagro, me dije. Me prometí fervientemente que no volvería a tocar en mi vida una poción. Ya podía decir Spaw que mis conocimientos sobre las plantas me predisponían a la alquimia, en mi vida volvería a tocar un solo frasco, determiné. Mi vista explotó súbitamente y todo no fue ya más que retahílas de luces de todos los colores. Era aún más impresionante que los fuegos artificiales, pensé, mientras me agarraba a los brazos del sillón.

Ignoro cuánto tiempo estuve ahí sentada, luchando para que la Sreda no me ahogase. Seguí como pude los consejos que me habían dado Kwayat y Maoleth, pero no podía evitar desanimarme al no ver el más mínimo indicio de que aquellas tremendas sacudidas amainasen tan siquiera un poco. A veces la Sreda se calmaba y luego surgía de la nada, descontrolada y furiosa, hasta que volvía a un estado terso que no había adoptado desde mi mutación. Cada vez que venía una de estas pausas, yo resoplaba exhausta, con la horrible sensación de que aquel suplicio no tendría fin.

Tras una larga crisis, abrí los ojos de nuevo, convencida de que si la Sreda volvía al ataque iba a empezar a perder el juicio. Meneé la cabeza para intentar despejar mi mente y me detuve en seco al ver mis manos blancas con las garras sacadas. Mi corazón se puso a latir más aprisa. ¡Mis manos!, pensé con alegría. Ya no tenían el color de la madera del sillón. Oí un resoplido y giré la cabeza hacia la derecha. Askaldo se contemplaba las manos, aún más blancas que las mías. Los furúnculos se habían ido despellejando y los últimos residuos caían ahora de su rostro. Lo contemplé, medio incrédula medio maravillada. Por primera vez desde que lo conocía, el hijo de Ashbinkhai parecía un elfocano además de serlo.

Askaldo desvió su mirada de sus manos regeneradas y sonrió, feliz. Tal vez por habernos pasado tanto tiempo sentados en aquellos asientos sufriendo juntos, sentimos de pronto desaparecer toda la tensión y nos echamos a reír.

—¡Mawer! —soltó el elfocano, con la voz temblorosa—. Esto es increíble. ¡Seyrum! —bramó—. Aún no me lo creo —murmuró—. ¡Seyrum!

Poco tardó el alquimista en hacer su reaparición. Nos observó con cautela desde la puerta. Askaldo gruñó.

—Seyrum, desátanos, por favor. Ya estamos curados… ¡Ya estoy curado! —exclamó de pronto, eufórico.

Soltó otra carcajada y sonreí al verlo tan contento.

—Ha funcionado —murmuró el alquimista. Se lo veía aliviado y por su expresión adiviné que no había estado tan seguro del efecto de sus pociones.

Mientras nos liberaba de las cuerdas, nos avisó:

—Estad al tanto de vuestra Sreda. Podría haber recaídas. No hasta el punto de provocar una mutación, creo, pero sed prudentes —insistió—. Y pedidles inmediatamente a los instructores que os acompañan que verifiquen la estabilidad de la Sreda…

Askaldo le dio una palmada sobre el hombro, interrumpiéndolo.

—No te preocupes, Seyrum, siento que mi Sreda va fenomenal.

Me dirigió una sonrisa radiante y salió por la puerta hacia el laboratorio silbando. Puse los ojos en blanco y me apresuré a seguirlo. El alquimista fruncía el ceño, preguntándose seguramente si alguno de los dos habíamos escuchado atentamente sus palabras.

Cuando salimos del laboratorio, nos encontramos primero con Chayl, Spaw y mis hermanos. Al parecer, el templario había tenido que intervenir para calmar a Laygra y a Murri. Askaldo les dedicó a todos una ancha sonrisa con su apuesto rostro liso y perfecto.

—¡Shaedra! —exclamó mi hermano—. ¡Creía que no ibas a salir nunca!

Mientras Murri me contemplaba y constataba que mi piel había recobrado su color normal, Laygra se precipitó hacia mí y me cogió ambas manos. Sus ojos verdes brillaban de emoción, igual que los míos seguramente. Le apreté las manos con fuerza.

—Todo está arreglado —declaré, contenta.

—Vaya —comentó Spaw, mirándonos a Askaldo y a mí alternadamente—. Interesante transformación. Aunque, francamente, voy a echar de menos al Atrapa-colores.

—Y al Furúnculos —añadió Chayl, burlón—. Ahora va a dejar de recorrer la Tierra Baya buscando remedios. Aunque apuesto a que Ademantina Darys diría que estás igualito que siempre —agregó, dedicando a su primo una sonrisa socarrona.

El elfocano rubio resopló.

—Primo, eres capaz de aguar la alegría de cualquiera. ¡Venid todos! —soltó, dándole a su primo un suave empellón—. Por lo que veo el sol ya está en el cénit y tengo un hambre voraz. ¡Os invito a comer algo en la ciudad!

Laygra y Murri intercambiaron una sonrisa al ver al elfocano tan entusiasta. En la galería, se oían ya los pasos de los demás que se acercaban aprisa, ansiosos sin duda de ver si la poción había tenido efecto. Un Syu acelerado llegó hasta mí, pasando por una de las ventanas abiertas. Se subió a mi hombro, me tocó la mejilla con un dedo como para comprobar que efectivamente todo se había arreglado, y entonces soltó:

“¿Adivina qué he hecho esta mañana?”

Enarqué una ceja al advertir su agitación.

“¿Qué has hecho?”

“He subido por un palacio rojo. Por uno de sus tejados empinados. ¿Y sabes qué he visto?”

Me encogí de hombros. El gawalt temblaba de emoción.

“¿Un cactus?”, solté, burlona.

Syu negó con la cabeza.

“Un gawalt.”

Me quedé suspensa un instante y entonces resoplé.

“Vaya. Y… ¿te ha hablado?”

Syu me mostró la típica mueca que hacía cuando iba a confesar una tropelía.

“Sí… Me ha dicho algo como «Hola», pero…”, carraspeó mentalmente. “No le he contestado. Me he marchado. Es que ¡me ha tomado por sorpresa!”, se defendió, y suspiró. “Debería haber sido más fino. Además, según me dijiste, en Mirleria son todos muy educados.”

Parecía abochornado. Meneé la cabeza, divertida, y le acaricié afectuosamente la cabeza.

“Anda, no te preocupes. Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer”, cité. “Seguro que te lo vuelves a encontrar. Y cuando te lo encuentres, le haces el saludo de Ató. Seguro que te perdonará.”

El mono gawalt puso los ojos en blanco.

“No te burles.” Adelantó el labio inferior, pensativo, y declaró: “Ahora mismo voy a buscarlo para disculparme.”

Saltó de mi hombro hasta el borde de una ventana y desapareció por los jardines del palacio. En ese instante Aleria y Akín me alcanzaron.

—¡Al fin recobramos a nuestra Shaedra de toda la vida! —bromeó Akín. Sus ojos rojos sonreían, contentos.

Nos pusimos en marcha hacia la entrada del palacio. Al parecer, Lilirays había tenido que marcharse para arreglar algún asunto, así que Askaldo le preguntó a Arfa qué taberna nos recomendaba para ir a comer. Eufórico por su nueva apariencia, el elfocano caminaba ahora con más prestancia y más seguridad.

—Arfa —dije, mientras nos dirigíamos hacia la ciudad andando—. ¿Hay muchos monos gawalts por esta zona?

La faingal rió.

—¡Los hay a montones! Por aquí los llamamos los monos ladrones. No son sagrados, pero todos los tratan como a pequeños reyes aunque no paran de robar. Hace unos meses, uno se quedó con mi collar de perlas. Creo que algunos ladrones hasta los adiestran para el robo. Claro que en mi caso aquel collar no tenía casi valor. Sería un mono ladrón aficionado, seguramente. Déjame adivinarlo, tu compañero gawalt se ha encontrado con alguno de sus congéneres, ¿verdad?

Asentí y a Laygra se le iluminaron los ojos.

—Seguro que en esta ciudad encontrará al fin su hogar —pronunció—. No es bueno para un mono seguir las costumbres de los saijits.

En otra ocasión habría replicado que Syu era distinto, pero en ese instante me preguntaba, algo aprensiva, si no estaba mi hermana en lo cierto. Al fin y al cabo, a Syu le gustaba vivir tranquilo y más de una vez me había confesado que el tiempo que habíamos pasado en el Santuario con la Niña-Dios había sido el período más agradable de su vida. ¿Era acaso tan incompatible la vida de una ternian con la de un gawalt?, me pregunté, mordiéndome el labio. ¿Y si Syu decidía fundar una nueva familia? Me encogí de hombros. Entonces, como bien solía decir el maestro Áynorin: “Que cada cual haga su vida”.

La taberna a la que nos llevó Arfa era particularmente bulliciosa, y estaba segura de que si Askaldo no hubiese estado tan animado habría considerado aquel lugar como impropio. El hijo de Ashbinkhai nos asombró a todos con su buen humor: encargó el menú bromeando con el tabernero, se puso a hablar con los vecinos de nuestra mesa sobre cómo importaban la sal de las Ciudades Gemelas de Ied y Mayg, alabó la comida y dio hasta una propina de nada menos que tres kétalos al sirviente de turno. Chayl alucinaba.

—Primo, ¿seguro que esa poción no te ha trastornado la cabeza?

—Bah —replicó él, levantándose—. Hay que vivir con alegría. Venga, venid, dentro de poco van a empezar las carreras de caballos.

Se alejó, seguido de Arfa y Chayl. Spaw y yo intercambiamos una mirada socarrona.

—Estos primos… —bromeó el templario.

—A mí las carreras de caballos no me atraen mucho —comentó Murri—. Creo que voy a regresar al palacio.

—Tú te lo pierdes —sonrió Laygra—. Shaedra, ¿vienes?

—Le prometí al maestro Dinyú que estaría en su casa a las tres —contesté—. Al parecer es la hora para tomar el kawsari.

En cuanto a Aleria y Akín, tampoco parecían muy entusiasmados con ir a la carrera de cuádrigas. Mi hermana suspiró.

—Bah, ¡vosotros os lo perdéis!

Mientras ella se apresuraba a salir de la taberna en busca de Askaldo, Chayl y Arfa, los demás nos encaminamos de vuelta al Palacio del Agua. Cuanto más nos alejábamos de la Plaza de Sil y de los alrededores, más tranquilas se volvían las calles y más distantes se hacían las músicas. Nuestros pasos resonaban en la avenida empedrada.

—Cuando pienso que creí no volver a escuchar música en mi vida —murmuró Akín.

El sol iluminaba su rostro oscuro de elfo. Sonreí levemente y le cogí el brazo.

—La vida nos depara muchas sorpresas —solté—. ¿Quién hubiera dicho, cuando éramos nerús, que acabaríamos en un palacio magnífico en Mirleria acogidos por un elegante anfitrión?

Aleria meneó la cabeza.

—Precisamente esa es una de las cosas que más me extrañan —confesó. Sus ojos miraron alternadamente a Murri y a Spaw antes de clavarse en los míos—. Hasta ahora apenas he preguntado nada, porque estaba más preocupada por asegurarme de que Akín y tú os estabais curando. Pero me molesta no saber quién es ese elegante anfitrión y me molestan muchas cosas más. ¿Quién es Lilirays? ¿Y los demás? Sé que todos son personas bondadosas que nos han salvado de la Isla de los Droskyns. Pero no me tomes por una ingenua, Shaedra. Creo que nos debes a Akín y a mí una explicación…

Observé cómo el rostro de Spaw se había ensombrecido. Toda la serenidad de aquella bella tarde acababa de esfumarse. Suspiré.

—Aleria… —pronuncié con dificultad—. Yo… Ya sabes que se me dan muy mal las mentiras.

Mi amiga resopló y sacudió la cabeza.

—Lo sé. Déjalo, no me contestes si crees que no merecemos tu confianza, al contrario que Spaw y tu hermano.

Agrandé los ojos. Ese era un ataque cruel, me dije.

—No se trata de confianza —repliqué—. Sabes de sobra, Aleria, que confío plenamente en ti. Y en Akín.

—Que conste que yo tampoco estoy al corriente de gran cosa —intervino Murri—. Aunque la teoría de Aleria de que Lilirays es así como una especie de jefe de cofradía me parece plausible. Mientras no sea una cofradía de asesinos…

—No lo es —le aseguré.

—¡Ah! —exclamó Akín—. Así que es una cofradía.

—Bueno… No exactamente.

—¿Una Orden de algo? —insistió Murri.

Gruñí. Y Aleria meneó lentamente la cabeza.

—Tiene algo que ver con tu tío Lénisu, ¿verdad?

Nerviosa como estaba, la pregunta me pareció tan ridícula que solté una carcajada.

—¿Lénisu? Qué va.

Aleria y Akín intercambiaron una mirada poco convencida y entendí que, desde que les había contado yo toda la historia de Lénisu en los Subterráneos, habían pensado que Spaw, Lilirays y los demás demonios eran Sombríos y compañeros suyos. Al fin y al cabo se decía que los Nohistrás de los Sombríos eran muy ricos y no era de extrañar que el de Mirleria tuviese un palacio como el de Lilirays…

—En un libro leí que antaño muchos Sombríos eran cazademonios —insinuó Aleria—. Y en la Isla Coja había demonios, o sea Droskyns, como los llaman ahí.

Advertí que Spaw cerraba brevemente los ojos, como atormentado.

—Por Nagray, Aleria, no todos los que matan demonios son cazademonios de profesión —solté—. De todas formas, no creo que haya tantos demonios en la Tierra Baya como para que nadie pueda vivir siendo cazademonios. Son un poco como los dragones, se esconderán en las montañas o en las islas perdidas en los mares. Qué sé yo. No merece la pena ni ir a buscarlos, a menos que vayan secuestrando a gente inocente —apunté, con una sonrisilla—. Conozco a Lilirays tanto como vosotros. Es un hombre de negocios. No vayáis a inventaros historias porque haya algunos detalles que no pueda explicaros —concluí.

Bastante satisfecha de mi discurso, me sentí así y todo algo avergonzada por la sarta de mentiras que había soltado.

—Así que Lilirays no tiene nada que ver con Lénisu —dijo Akín, con tono ligeramente interrogante.

Negué con la cabeza y sonreí con picardía.

—No, que yo sepa —contesté—. Pero conociendo a mi tío, quién sabe. Parece conocer a toda la Tierra Baya.

Se oyeron de pronto unas campanadas y agrandé los ojos.

—¡Las tres! —exclamé, aterrada. No me esperaba que fuese tan tarde…

Aleria, retomando su buen humor, sonrió, burlona.

—No sé por qué, eso me recuerda a cuando éramos snorís y llegabas tarde a las clases…

—¡Ni que llegase tarde todos los días! —repuse con una mueca—. Apenas me pasó un par de veces. Bueno, me voy o llegaré tarde.

—¡Ya llegas tarde! —me soltó Murri, divertido, mientras yo echaba a correr hacia una callejuela.

Esperaba no equivocarme con las direcciones que tomaba. Pero el caso es que me perdí y tardé como veinte minutos en encontrar la casa del maestro Dinyú. Cuando llegué, me encontré con el belarco, Saylen y Relé sentados a una mesa del patio de la casa. La mujer de Dinyú, al verme, se levantó de un bote, llevándose las manos a las caderas.

—Imperdonable, este retraso —decretó—. Te has perdido el tiempo de infusión del kawsari.

Sintiéndome culpable por mi comportamiento irrespetuoso, realicé un saludo más profundo que de costumbre.

—Perdón, Saylen. No quería…

Una carcajada me interrumpió y ella me cogió del brazo para guiarme hasta la mesa.

—Francamente, los de Ató sois muy especiales —se rió—. Aquí, en Mirleria, la gente llega tarde a todas partes. Cada vez que invitamos a un amigo, siempre se toma una hora de retraso. Por aquí la llaman la hora de cortesía. Ya ves cómo cambian las costumbres.

—¡Hola! —soltó Relé, sonriéndome, cuando me senté a su lado. Se le habían caído ya dos dientes delanteros.

—¡Vaya! —dije, divertida—. ¡Has crecido como una katipalka! Dentro de poco vas a ser más alto que yo —bromeé—. Creía que estarías viendo correr a los caballos.

Al oír la palabra «caballos», el niño enseguida se enardeció y se puso a contar la carrera de la víspera como si se hubiera tratado de alguna escena mágica con caballos alados que cruzaban la plaza sin tocar el suelo.

El maestro Dinyú, risueño, me servía una taza de kawsari. Aquella infusión de plantas tan típica de Mirleria era algo amarga pero revitalizante; hasta el curandero me había aconsejado beber kawsari durante mi convalecencia.

—Es una alegría volver a verte, Shaedra. —Saylen me miraba con franca alegría—. Mi esposo estaba algo preocupado por lo que había podido sucederte.

—Bah —relativizó Dinyú—. Un buen maestro siempre se preocupa por sus alumnos. Al menos un mínimo.

—¿Qué tal con las clases de lin-say? —pregunté.

Saylen pareció ensombrecerse pero el maestro Dinyú enseñó sus dientes blancos.

—Perfectamente. Mis alumnos aprenden más lentamente que los pagodistas, porque nunca aprendieron ningún arte de combate de niños. Tengo que enseñarles las bases. Es una experiencia nueva. Y, como te digo, todo un reto. Hay mucho joven convencido de que va a ser un gran lin-say si se entrena dos horas al día.

—¿Mucho joven? —repitió su esposa—. Si apenas tienes unos siete alumnos. Y hay tres de ellos que se han ido…

Hice una mueca, entendiendo que Namilisú, fiel a sus palabras, no había vuelto a las clases del maestro Dinyú. Mira que era tozudo… ¿Y qué sucedería si en el duelo de aquella noche perdía yo?, me pregunté. Saylen, por lo visto, parecía inquietarse por el poco éxito de Dinyú para atraer a jóvenes ansiosos de aprender lin-say…

—Creía que en Mirleria había mucha afición por el lin-say —comenté—. Seguro que encontrará más alumnos, maestro.

El maestro Dinyú asentía e iba a contestar cuando Saylen gruñó.

—Lleva casi un año diciéndome lo mismo. Pero claro, aunque es el mejor maestro de toda la ciudad, nadie quiere contratarlo porque creen que la Escuela Oficial de lin-say es mejor, y como él no quiere entrar en esa Escuela…

—Saylen —suspiró Dinyú—. No hace falta hablar de eso ahora. Hablemos de la primavera. O de los caballos. Será mucho más edificante. ¿Qué tal te parece el kawsari, Shaedra? Supongo que no será la primera vez que lo pruebas.

A partir de ese momento, empezamos a hablar de cosas banales, bromeamos y reímos, y tan sólo hacia el final acabé contándoles un poco todo lo que me había pasado en los Subterráneos. La historia de Kyisse interesó vivamente al maestro Dinyú.

—Curioso —dijo—. He oído hablar de esa leyenda. Dicen que el castillo de Klanez es imposible de alcanzar. También he oído el rumor de gente que asegura que los Klanez siguen existiendo.

Agrandé los ojos.

—¿Me está diciendo que ha oído rumores sobre los abuelos de Kyisse?

—Bueno, no exactamente —admitió—. La historia remonta a mucho tiempo. Cuando yo apenas tenía unos veinte años. Recuerdo que en la aldea donde vivía vino un día una vieja barda contando que se había cruzado en el camino con dos Espíritus Blancos. Al principio todos se rieron de ella. Los Espíritus Blancos, como entenderás, son simples invenciones para asustar a los niños. En Iskamangra tienen un papel semejante al de la Máscara en Ató —explicó—. En fin, no recuerdo muy bien cómo se extendió el rumor de que vivía en el bosque de Pang un clan de brujos de bruma.

—¿Brujos de bruma? —pregunté, sin entender.

—Bueno, en Iskamangra, o al menos en el reino de Kolria, los brujos de bruma son aventureros armónicos que se aprovechan de sus ilusiones para robar y engañar, según las creencias. ¿No me has dicho que Kyisse tiene un don para las armonías?

Asentí, meditativa, aunque algo incrédula.

—¿Qué le hace pensar que esos brujos de bruma son en realidad Nawmiria Klanez y Sib Euselys?

El maestro Dinyú se encogió de hombros.

—Empezó a correr el rumor de que esos brujos de bruma eran en realidad dos ángeles que venían de los Subterráneos —respondió—. Aún recuerdo cómo todos aquellos rumores generaron polémica en el pueblo. Y, más tarde, cuando yo me fui a Alrevid a aprender con mi maestro de har-kar, recuerdo que mi hermana más joven me habló de la historia del castillo de Klanez en una de sus cartas, haciendo referencia a esos brujos de bruma. —Agrandé los ojos, sorprendida. Ignoraba por qué, me extrañaba que el maestro Dinyú tuviese una o varias hermanas. Tardé unos segundos en entender el verdadero significado de sus palabras.

—Demonios —resoplé—. Si es cierto que los abuelos de Kyisse viven en el bosque Pang… —Meneé la cabeza, sin poder creérmelo—. Sería demasiado fácil.

—Probablemente no sea tan fácil —repuso él—. De aquello hace más de veinte años. Tal vez esos descendientes de Klanez se hayan mudado. O tal vez hayan muerto.

Suspiré.

—Tiene usted razón. Pero, aun así, debería irme dentro de poco de Mirleria para avisar al capitán Calbaderca…

—Es una buena decisión —aprobó Saylen—. No vaya a ser que el pobre subterraniense siga errando por Ajensoldra. Por cierto, Dinyú, nunca me contaste esta historia de los brujos de bruma de Pang.

—Es que jamás le di mucha importancia —se excusó Dinyú—. Las leyendas subterráneas no me llaman mucho. Aunque, por lo visto, la leyenda de Klanez tiene más verdades de lo que yo pensaba. E ignoraba totalmente que en las ciudades del Subterráneo fuese tan conocida.

El cielo empezaba a oscurecerse y una brisa fresca se había levantado. Relé se estremeció y recogí la capa que se le había caído para cubrirle los hombros con ella. Pero el niño se levantó de pronto soltando un grito que me dejó por un momento anonadada. Volvió a gritar, señalando algo, y entonces entendí.

—¡Syu! —decía el pequeño.

El mono saltó de una palmera del patio y aterrizó sobre la mesa con prestancia. Solté una carcajada.

—Vaya, te acuerdas del gawalt —constaté. Y había sido capaz de reconocerlo, añadí para mis adentros, asombrada.

“Hola, pequeño saijit”, lo saludó Syu.

—Hola —dijo Relé con tranquilidad.

Mientras el niño tendía una mano hacia el mono, me entró de pronto una terrible sospecha. ¿Podía acaso ser…? No. Era impensable. Pero el caso es que no había notado ningún flujo energético de bréjica. Claro que tal vez no había estado suficientemente atenta. Tal vez fuera casualidad. O tal vez no. Pero tenía la curiosa impresión de que Relé utilizaba kershí para oír al mono.

Tras unos comentarios sobre Syu, Saylen se levantó.

—Se hace tarde y dentro de poco empezará la fiesta de las máscaras, en la Plaza de Sil. Es la primera que voy a ver y no pienso perdérmela —afirmó, risueña—. Si quieres puedes acompañarnos.

Negué con la cabeza.

—Gracias, pero voy a volver a casa de Arfa. La mañana ha sido movida y estoy algo cansada.

Era cierto, como también era cierto que empezaba a sentir mi Sreda algo incómoda, como si el cansancio la alterase ligeramente. Mientras realizaba un saludo a la manera de Ató, Dinyú preguntó:

—Por curiosidad, ¿de qué conoces a Arfa Lilirays? La veo mucho por el Garrafón y la conozco un poco. ¿Es amiga tuya?

—Bueno, la conozco desde hace muy poco, pero desde luego si no me fuera a ir de Mirleria tan pronto estoy segura de que acabaríamos siendo buenas amigas —medité—. En realidad, son unos compañeros de viaje los que nos condujeron hasta su palacio.

El maestro Dinyú pareció notar una ligera indecisión en mi voz porque no insistió y levantó dos dedos de la mano, como saludaban los maestros de Ató a sus discípulos.

—Buena suerte, Shaedra. Y espero que antes de que te marches pases por mi casa a despedirte.

Sonreí.

—Por supuesto.

Me despedí de Relé dándole un beso sobre su pequeña cabeza, Syu agitó la mano en signo de saludo y salí del patio, bajo la tenue luz de las estrellas que empezaban a aparecer en el cielo crepuscular. Aún quedaban varias horas para la medianoche, pero ya me invadía la aprensión. Namilisú… Maldito tiyano.

“De nada sirve arrepentirse por algo que aún no has hecho”, intervino Syu. “Si no quieres hacer el duelo, no lo hagas.”

Meneé la cabeza mientras me encaminaba hacia el Palacio del Agua.

“Ya he aceptado.” Quién sabía por qué, añadí mentalmente. ¿Realmente Namilisú ayudaría a Dinyú a encontrar más alumnos si ganaba yo? Tanto hablar de honor, pero a lo mejor no cumplía su palabra… “En fin. Hablemos de cosas más urgentes. ¿Qué tal con tu encuentro gawalt?”, pregunté. “¿Lo encontraste?”

Syu soltó una risita.

“Lo encontré. Estaba con toda una panda de gawalts. Hablé con todos ellos. Eran como una quincena. Increíble.” E hizo una mueca. “No se interesaron mucho por mí, la verdad. Son gawalts algo cerrados, o eso me ha parecido. En cambio sí que les interesó mi capa”, refunfuñó con el ceño fruncido. “He tenido que defenderla de las manos fisgonas de un gawalt particularmente agobiante. Aunque también los había educados. Sobre todo el compañero con el que me encontré la primera vez. Se llama Shobur. Es un buen mono”, afirmó con sinceridad. “Pero los había menos simpáticos. Algunos incluso se rieron de mí cuando les dije que intentaba convertir a una saijit en gawalt.”

Reprimí una carcajada, divertida.

“No sólo lo has intentado”, le aseguré. “Lo has conseguido. A lo mejor ahora te toca convertir a los gawalts en gawalts”, me burlé.

“Mmpf. Eso se supone que estaba hecho”, se lamentó Syu. “Pero por lo visto esos monos no son los mismos que los que conocí en mi otra vida.”

Permanecimos en silencio durante un rato. Cuando vi aparecer tras una casa el Palacio del Agua, centelleante y azul en la noche oscura, me mordí el labio, sintiendo que iba a decir una tontería.

“Syu… ¿Seguro que no querrías volver a vivir con los gawalts? A veces tengo la impresión de que serías más feliz si…”

Una oleada de asombro pasó por el kershí y me alcanzó de pleno.

“Yo ya vivo con una gawalt”, dijo pacientemente. “No empieces a pensar demasiado, Shaedra. Ya sabes que se te da mal.”

No pude evitar sonreír ante la réplica mordaz y unos minutos después entré en el Palacio del Agua.

“Tienes toda la razón”, le dije.