Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

6 Una respuesta en el viento

“¿Por qué no lo dijiste antes?”, alcancé a preguntarle al bastón.

Frundis suspiró por toda respuesta. Supe que, en el fondo, había querido volver a entrar en su viejo hogar…

“Creía que eras de Ajensoldra”, solté.

“Nací en Aefna. Pero viví mis últimos años en Mirleria”, explicó él, algo tenso. “No me gusta hablar de ello.”

Asentí.

“Entonces no hablaremos de ello”, le prometí.

Oí unos pasos que se acercaban corriendo hacia el portal en el instante en que sentía una oleada de cansancio invadirme. La Sreda, pensé, aterrada. Se removía, inquieta, pidiendo descanso. Después de la cena, Kwayat había insistido en verificar el estado de mi Sreda y me había aconsejado que no saliese en los días siguientes… Y yo salía como una incauta aquella misma noche, suspiré, mientras me apoyaba sobre Frundis. Al menos mis movimientos bruscos durante el duelo no habían despertado dolor alguno en mi reciente herida.

—¡Shaedra! ¿Por qué te vas tan rápido?

Era la voz de Arfa. Sentí un bandazo de mi Sreda y retrocedí precipitadamente, horrorizada. ¿Y si me transformaba en demonio en ese instante y me veían todos los amigos de la faingal?

Choqué contra el muro de la casa de enfrente. Arfa pasó el portal y se precipitó hacia mí.

—¿La Sreda? —se contentó con murmurar, inquieta.

Asentí.

—Estoy… demasiado cansada.

Ella puso cara descontenta.

—Ya te dije que no era una buena idea ese duelo. Deberías habérmelo dicho antes. Le habría convencido a Namilisú para que se dejase de duelos.

—Pero entonces no habría vuelto con el maestro Dinyú —repliqué. Y resoplé—. ¿Crees que podría transformarme sin querer?

Un destello de pánico brilló en sus ojos.

—Voy a decirles que te llevo a casa porque te encuentras mal —decidió.

—Ya puedo volver sola —aseguré.

Pero Arfa se mostró inflexible y esperé pacientemente a que volviese. Mientras tanto, la Sreda se calmó, pero me dejó un mal presentimiento. ¿Realmente la poción de Seyrum lo había arreglado todo o tan sólo se trataba de un remedio temporal?

—Volvamos a casa —declaró la mirleriana al regresar. Se detuvo a contemplarme y vaciló—. Evitemos la Plaza de Sil. Por si acaso.

* * *

En ningún momento Arfa mencionó a los demás el episodio del duelo, pero se aseguró de que a la mañana siguiente no saliese de mi cuarto más que para comer y descansase todo lo posible. Y como Frundis estaba aún algo silencioso, sumido seguramente en unos recuerdos viejos de siglos, y Syu pasaba la mayor parte de su tiempo en los tejados de las casas y palacios, hablando con Shobur o con algún otro mono gawalt, me dediqué a releer Los esclavos de la sombra, y eso durante los tres días en que mi instructor, Maoleth y Seyrum consideraron que debía descansar para que la Sreda, al fin “normal”, acabase de estabilizarse.

Askaldo no les hizo tanto caso: salía todos los días a la ciudad y no le sucedió nada. Pero en mi caso, teniendo a un instructor como Kwayat, era difícil convencerle de que me dejase en paz. Al final de mi segunda, aunque más corta, convalecencia, Arfa vino a decirme que se había informado más detalladamente sobre la historia del Palacio del Viento.

—Ese saxofón parecía enterrado ahí desde hace siglos —me dijo, con tono experto de historiadora—. Anteayer estuvimos buscando más instrumentos enterrados, de noche, para que nadie nos viese, y encontramos una armónica y una pata de metal que parecía de uno de esos grandes pianos de cola. Y como soy muy curiosa, me fui a la Biblioteca de la ciudad a buscar información sobre el Palacio del Viento —sonrió, y adiviné que su búsqueda no había sido en vano. Reprimí las ganas de echarle un vistazo a Frundis, de pie contra el muro.

—¿Qué aprendiste?

—Infinidad de cosas —exageró ella—. Al parecer, hace siglos, vivía en el palacio un famoso compositor llamado Frilder Unen Disarren. Lo cierto es que jamás había oído hablar de él —admitió—. Pero parece ser que los amantes de la música venían de toda la Tierra Baya para escuchar sus conciertos. La historia de ese músico es fascinante. Se decía que era un magarista de la música. Creaba instrumentos de todo tipo. Por lo visto, fue él quien fabricó la primera guitarra con seis cuerdas. Y él también fue el que tuvo la idea de imprimir energía armónica dentro de sus instrumentos para modular los sonidos. Bueno, explicaban algo así en el libro que leí, no me enteré muy bien de todo.

Yo la escuchaba, tratando de no parecer demasiado afectada por sus palabras. Frilder Unen Disarren. El nombre me había impactado como una bola de fuego. Frilder Unen Disarren, me repetí, turbada. Por lo visto Frundis no se había complicado mucho para buscar un nuevo nombre…

—¿Te pasa algo? —preguntó Arfa, preocupada por mi aire ausente.

—¿Mm? Oh, no —mentí. Si Frundis no quería que nadie supiese que antaño había sido aquel tal Frilder, yo no iba a traicionarlo—. Eso que me dices es muy interesante —afirmé—. Y… ¿qué le pasó a ese músico?

Vacilé, mirando a Frundis con el rabillo del ojo. Tal vez hubiera sido mejor hablar de todo eso sin que él nos oyera. Para Arfa, todo aquello era historia lejana, pero para Frundis obviamente no lo era.

—Bueno —soltó Arfa, preguntándose tal vez si su interlocutora realmente se interesaba por lo que le estaba diciendo—. Frilder Unen Disarren murió relativamente joven, a los sesenta y tantos años. Según el libro, se lo llevó una pulmonía. Y al parecer en sus últimos días negó la entrada a su palacio a sus amigos y a los curanderos y a todos, menos a su hermano, Pastrat Unen Disarren —pronunció. Noté una ligera vibración desesperada en los pétalos de Frundis y me sentí rebullir, adivinando el suplicio que estaba padeciendo el bastón al oír narrar su propia historia… y su propia muerte. Arfa proseguía, inconsciente de su agitación—: Pastrat fue quien enterró al músico en el jardín del Palacio del Viento, no sé muy bien dónde. Cuando se lo dije a mis compañeros, ¡enseguida dejaron de desenterrar instrumentos por miedo a encontrarse con su cadáver! —se rió—. Ya sabía yo que ese palacio tenía una historia oscura, pero extrañamente nunca se me había ocurrido investigar sobre ella.

Reprimí una mueca molesta.

—Creo que no volveré a pisar el jardín de ese palacio —solté, tratando de hablar con ligereza—. Por cierto, ¿sabes si Namilisú ha vuelto a las lecciones del maestro Dinyú? —pregunté, ansiando cambiar de tema.

—Claro que ha vuelto —asintió ella—. En el fondo, quería volver. Pero es tan orgulloso que necesitaba que le metieses una paliza para recapacitar un poco —bromeó.

Enarqué una ceja al advertir su expresión suavizada. Me levanté de la cama de un bote.

—Creo que ya estoy curada de todos los males —declaré—. Y todos deben de estar hartos ya de tener que venir a mi cuarto cada vez que quieren verme —argumenté agitando la mano, al ver su mueca descontenta.

Recogí mi capa, e iba a agarrar a Frundis cuando pensé que seguramente desearía estar a solas con sus pensamientos. Me dirigí hacia la puerta.

—Shaedra.

Me giré.

—¿Qué?

La faingal vaciló.

—No le digas a nadie lo de la Orden de la Noche, ¿vale? Sé que es una tontería, pero… a Lilirays no le gustaría.

Sonreí.

—¿La Orden de qué? —repliqué.

Ella puso los ojos en blanco y salimos juntas de la habitación.

Las jornadas transcurrieron, serenas y entretenidas, a partir de ese día. Frundis se repuso de su humor melancólico, Syu se enfadó con Shobur porque este le había robado su capa verde y declaró con aire desengañado que los gawalts de esa ciudad tenían aún mucho que aprender. Cuando pretendió ir en busca de su capa, lo detuve.

“No te molestes, Syu, tenía pensado hacerte una capa nueva. La otra ya estaba muy desgarrada.”

Al gawalt se le iluminaron los ojos.

“Ojalá todos fueran gawalt como tú”, pronunció, agradecido.

Al enterarse de que no partiría hasta pasados varios días, el maestro Dinyú me sugirió que me apuntara a sus lecciones de lin-say y todas las mañanas me unía al pequeño grupo de alumnos que fue aumentando rápidamente hasta sumar quince personas. Dinyú, sin saber muy bien qué había pasado, se olía así y todo que algo teníamos que ver Namilisú y yo en todo eso, pero cuando nos lo preguntó nos hicimos los tontos.

—Un buen maestro siempre acaba teniendo alumnos —contestó Namilisú.

El maestro Dinyú había sonreído con todos sus dientes muy blancos y había inclinado levemente la cabeza, diciendo:

—Gracias.

Cuanto más pasaban los días, más sentía el deseo de todos mis compañeros de volver a sus casas. Exceptuando a Aleria tal vez. Los primeros en marcharse fueron Seyrum y Skoyena, la marinera, a la que Lilirays regaló un barco nuevo con la promesa de que ella trabajaría como comerciante y agente suyo. Nos despedimos todos de ellos y vi marcharse al alquimista teniendo la impresión de que aún no me había perdonado lo del zumo míldico en Dathrun. Me dejó el recuerdo de una persona algo voluble y poco habladora en las conversaciones, aunque quién sabe, tal vez su estadía en la Isla Coja hubiese transformado su carácter: en ningún momento lo había oído hablar de su encarcelamiento. Según los demás había guardado un silencio de tumba cada vez que le habían preguntado sobre el tema, lo que me dejaba suponer que Driikasinwat había hecho todo lo posible para “alentarlo” a crear la poción que buscaba. Al fin y al cabo, Seyrum había sido una de las pocas personas en siglos en conseguir convertir a una saijit en demonio… Al ver alejarse la carroza, de camino al puerto, pensé que al menos Ademantina Darys pronto volvería a ver a su sobrino extraviado. En cuanto a la felrin, se marchó, feliz de ser capitana de nuevo.

Llegó finalmente el día en que Askaldo anunció que partiría hacia Ajensoldra. En privado, en su aposento, me preguntó si deseaba viajar con ellos o con mis hermanos y Aleria y Akín; entendí que, a pesar de ser un “progresista”, como lo había llamado Spaw una vez, Askaldo no pensaba complicarse la vida viajando con saijits… al igual que Maoleth y Kwayat. Cuando les contesté que no podía dejar a mi familia y mis amigos, el rostro de mi instructor se ensombreció considerablemente.

—No —zanjó—. O viajas con nosotros, o te quedas sin instrucción.

Levanté los ojos al cielo. Otra vez estábamos con las mismas amenazas. Spaw, sentado en un sillón, apenas disimuló una leve sonrisa.

—Kwayat —suspiré—. Una cosa es ser un demonio. Y otra es ser asocial. No puedo dejar a mis hermanos y a mis amigos.

—¿Crees acaso que te necesitan? —retrucó el humano. Su tono burlón me pareció hiriente, pero entendí que tan sólo pretendía persuadirme.

—No es cuestión de necesitar o no —expliqué—. Son mi familia.

Spaw carraspeó y se levantó.

—La acompañaré —declaró—. No os preocupéis. De todas formas, Shaedra ya sabe más de sryho que otros demonios, Kwayat. No te creas que son todos unos genios como tú. Ya le enseñarás en otra ocasión, cuando… ella se decida a vivir de manera más sosegada —concluyó, divertido. Lo miré con los ojos entrecerrados—. ¿Qué? Simplemente te digo la verdad. Los saijits siempre han complicado la vida de los demonios.

—Y viceversa —intervino Askaldo, con una sonrisilla—. Está bien. Entonces nuestros caminos se separan en Mirleria. Mañana saldremos de aquí Maoleth, Kwayat y yo a caballo. Y vosotros esperaréis unos días. Lilirays os pagará unas plazas para la diligencia.

Se oyó un suspiro.

—Primo, siempre te olvidas de mí… —se quejó Chayl, tumbado sobre la cama de Askaldo.

El elfocano soltó una breve carcajada.

—Lo hago adrede, Chayl. Tranquilo, es imposible olvidarse de ti. —Nos echó una mirada a Spaw y a mí y concluyó con más seriedad—: Entonces está decidido.

Aprobé con la cabeza y salí del cuarto de Askaldo poco después. Deseaba estar ya de vuelta a Ató y volver a ver a Aryes, y a Dol, Deria, Kirlens y Wigy… Aunque no por ello iba a sentir menos pena dejando Mirleria atrás, con Lilirays, Arfa, el maestro Dinyú, Namilisú y toda aquella simpática Orden de la Noche. Y ese magnífico palacio, añadí para mis adentros, echando una ojeada fascinada a los complicados trazados del techo de la galería. Recorrí el pasillo y me detuve a contemplar los jardines a través de una cristalera. Los árboles estaban ya cubiertos de hojas. Seguramente los soredrips, en Ató, formarían como todas las primaveras una cúpula de flores blancas.

—Curioso —dijo Spaw, a mis espaldas.

Giré la cabeza y enarqué una ceja interrogante. El demonio tenía la mirada fija en el cielo del atardecer.

—¿Curioso? —repetí.

Frunció el ceño y asintió. Percibí un brillo extraño en sus ojos negros.

—Zaix acaba de hablarme —me informó.

Lo miré con curiosidad.

—¿Y qué te ha dicho?

Spaw hizo una mueca y desvió la mirada unos instantes, como molesto.

—Bueno, le he comunicado que íbamos a salir pronto de Mirleria. Y él me ha pedido que te dijera que no podías seguir viviendo indefinidamente entre saijits. Me ha dicho: tiene que decidirse.

Fruncí la nariz.

—¿Decidirme?

—Ajá. Decidirte a vivir en nuestra comunidad —asintió.

—La comunidad —repetí—. Pero si ya vivo en vuestra comunidad. Tú estás conmigo. Además… también hay demonios que viven entre saijits. Mira los Darys —argumenté en voz baja—. O los Lilirays —insistí.

—Son minoría —aseguró el demonio—. Y ellos tienen una familia. Se apoyan entre ellos. En cambio tú… En fin, estás en tu derecho de no escuchar a Zaix —añadió, antes de que yo protestase—. Simplemente te comunico lo que él quisiera verte hacer: marcharte con Kwayat, acabar tu instrucción, y luego, quién sabe, tal vez… —Me miró fijamente y sonrió al verme algo turbada—. Tal vez quiera convertirte en una templaria —bromeó, retomando un aire ligero—. Aunque, francamente, entiendo que esa vía no te parezca tan atractiva como la de ser una har-karista profesional como Farkinfar o tu maestro Duyú.

—Dinyú —lo corregí, reprimiendo difícilmente una carcajada. Y sacudí la cabeza, suspirando—. Sinceramente, meterme en un agujero en la tierra como hacen algunos, no es lo que busco yo.

Spaw hizo una mueca y me pregunté, de pronto, si Zaix no estaría escuchando nuestra conversación. Mis palabras no dejaban de ser menos ciertas, pensé, ruborizada. Según el padre de Arfa, éramos todos esclavos de la sombra, condenados a no poder vivir a la luz del día. Tal vez tuviese algo de razón, pero no había que tomarlo al pie de la letra hasta el punto de esconderse en una mazmorra como hacía Zaix.

—Quiero seguir viviendo como siempre —insistí—. ¿Acaso es tan imposible? No puedo huir de mi familia y mis amigos simplemente porque sea… —me encogí de hombros y musité—: una demonio.

—Tampoco puedes huir de lo que eres —replicó Spaw. En sus ojos destellaba un brillo burlón—. Dicho así, suena muy fatalista —reconoció—, pero tampoco lo es tanto. Lo único que tienes que hacer es romper con tu vida anterior y… —Calló y dejó escapar un suspiro—. Buaj, yo soy un inútil para estas cosas. La próxima vez le diré a Zaix que te hable directamente.

Enarqué una ceja.

—¿Y por qué no lo ha hecho?

Spaw me dedicó una mueca cómica.

—Porque, obviamente, sabía que no te iba a convencer. No hablemos más del tema —declaró—. Sabes lo que Zaix quiere que hagas. Ahora, te toca a ti decidir lo que harás.

Me crucé de brazos.

—¿Eso significa que tú haces siempre lo que Zaix quiere que hagas? —inquirí.

El templario soltó una carcajada.

—¿Yo? Puedes estar segura de que las veces en que no he seguido sus consejos pueden contarse con los dedos de una mano —contestó, divertido, levantando su mano derecha—. Y sólo dos veces tuve razón al no seguirlos. Ya te he dicho que Zaix es un sabio. A su manera —apuntó.

Sonreí. Los rayos de sol se ocultaron detrás de un enorme palacio rojo en la lejanía, sumiendo el jardín y el pasillo en la oscuridad del crepúsculo. Le eché a Spaw una mirada de soslayo. El demonio parecía sumido en sus pensamientos.

—¿Spaw?

—¿Mm?

Me rebullí, indecisa.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —Vacilé—. ¿Aunque sea un poco molesta? —insistí.

Spaw me miró con una mueca burlona.

—Mientras sólo sea un poco.

Carraspeé.

—Hace tiempo que quiero preguntártelo. Se trata de los Droskyns.

Spaw no pareció sorprenderse, pero observé cómo un velo oscurecía su expresión.

—¿Qué significa realmente esa palabra? —pregunté—. Cada vez que la oyes, parece como si vieses un espectro.

—Un espectro… Sí. Tal vez —convino él. Enarcó una ceja, sombrío, y resopló, esbozando una sonrisa forzada—. Pero ese espectro tan sólo me pertenece a mí.

Me ruboricé, sintiendo que no debería haber sacado el tema. Estaba claro que Spaw no iba a ser más explícito. Al menos por el momento. Aun así, sus reservas no hicieron más que acrecentar mi curiosidad, pero me guardé las preguntas y sonreí anchamente.

—¿Así que nos acompañarás en la diligencia?

—Evidentemente —replicó él. Y dejando a un lado sus recuerdos y su aire sombrío, dedicándome una leve sonrisa—. Cumplo mi deber como protector.

En ese momento apareció Syu por los pasillos y levanté el dedo índice, acordándome de un detalle.

—Por cierto, Spaw. Syu quería conocer tu opinión sobre su nueva capa verde.

El demonio sonrió, con los ojos posados sobre el gawalt que trepaba prestamente hasta mi hombro.

—Mm… Veamos. Aparte del hecho de que es ridículamente más pequeña…

Syu entrecerró los ojos.

“¡Ridículo tú!”

—… y que es ligeramente más oscura que la mía, reconozco que la lleva con una prestancia de emperador iskamangrés —acabó por decir Spaw—. Apenas exagero.

Enseguida el mono mostró sus dientes, complacido. Solté una risita.

—Syu dice que tu capa tampoco está tan mal, aunque sea ridículamente grande. Y ligeramente chillona. Y asegura que tienes el porte de un gawalt de altos árboles. Y que apenas exagera.

Spaw soltó una carcajada.

—Ese gawalt es más susceptible que Zaix.

Syu hizo una mueca cómica y me eché a reír. Las sombras invadían ya el Palacio del Agua.