Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre

22 El jardín de Igara

Después de haber perdido el rastro de los secuestradores de Kyisse, el capitán Calbaderca y sus compañeros volvieron a la caverna. Como muchos aventureros estaban heridos, el capitán anunció que nos instalaríamos ahí durante un par de horas para recobrar fuerzas antes de partir de nuevo.

Los guerreros habían hecho una matanza de mílfidas. Todos habían luchado bien… salvo los Leopardos, por supuesto. Todos habían gruñido mucho contra ellos hasta que el capitán se hubiese reunido con los cinco “traidores” y les hubiese pedido explicaciones. Mientras Borklad explicaba con claridad que ellos no estaban dispuestos a permanecer en un grupo que se precipitaba hacia el enemigo sin pensar, los demás aventureros, atentos a la conversación, clamaron y protestaron, indignados. El capitán, sombrío, no había vacilado al decirles a los Leopardos que quedaban a partir de ese momento fuera de la expedición. Estos habían tirado al suelo los brazaletes que les había puesto yo y se habían marchado con sus efectos personales sin la más mínima muestra de vergüenza. Lo cierto era que yo les entendía perfectamente. No cualquiera era capaz de abalanzarse contra unas mílfidas asesinas.

Estuvimos descansando e intenté dormir, pero no lo conseguí. Me contenté entonces con sentarme contra una roca y escuchar una música soporífica de Frundis. Durante esas dos horas, Nimos Wel, el curandero, no paró de atender a los heridos, en particular al Espada Negra Taoh Tanfis y a la semi-elfa Ushyela, cuyas vidas pendían de un hilo.

El capitán Calbaderca se levantó entonces y declaró:

—En marcha todos. Despertaos. Encontraremos un lugar seguro para los heridos —explicó, mientras todos recogían sus sacos—. Y luego iremos en busca de esos raptores.

Rodeado de sus Espadas Negras, abrió la marcha, mientras los demás lo seguían lentamente, cargando con los heridos.

—En marcha —nos dijo Kaota.

Spaw, Aryes y yo nos levantamos en un mismo movimiento. Evitando difícilmente los cadáveres de las mílfidas, salimos de la caverna y volvimos a andar lo andado. ¿Qué pretendía Lénisu?, me pregunté, por enésima vez. Impedir el viaje a Klanez, eso estaba claro, pero… ¿Por qué nos había abandonado en pleno combate? Por un lado, deseaba encontrármelo ya, pero sabía que si el capitán Calbaderca alcanzaba a los raptores, estos iban a tener graves problemas. ¿Pero quiénes eran esos compañeros de Lénisu? No había podido ni ver sus rostros. ¿Acaso eran Sombríos?

* * *

Nimos Wel, el curandero, había hecho todo lo que había podido para los heridos y caminaba delante de mí, agotado. En un momento, lo vi tambalearse y me precipité solícita para darle mi apoyo. El celmista me sonrió dulcemente, dándome las gracias.

—He utilizado mucha energía —dijo con la voz serena pero sin fuerza.

Al menos, no parecía sufrir ninguna apatía, pensé con optimismo. Aun así, al de unos minutos, Nimos Wel caminaba con Frundis en una mano, después de que yo le hubiera pedido a este permiso. A su lado, iba el palanquín de Kyisse, donde habían conseguido instalar a Taoh y a Ushyela juntos ya que eran bastante delgados. Ambos tenían muy mal aspecto. Poco a poco, avanzábamos todos, unos renqueando, otros sosteniéndose un brazo herido, y otros arrastrando los pies, agotados.

El cartógrafo, que tanto sabía de mapas y alardeaba de experto, nos guió hasta un entramado de túneles y, tras unas horas de lenta marcha, desembocamos finalmente en una caverna llena de columnas, recovecos y…

“¡Árboles!”, exclamó Syu, pegando saltitos de alegría sobre mi hombro.

Las piedras de luna iluminaban amplias partes de la caverna.

—El templo no debe de estar muy lejos —masculló Durinol Milden, el cartógrafo, escudriñando la caverna con sus ojos de tiyano.

—¿Templo? —murmuró Aryes, desconcertado.

Le devolví al kadaelfo una mirada de incomprensión mientras avanzábamos todos con aprensión por aquel extraño lugar. La pared de la caverna tenía muchísimos salientes rocosos que se asemejaban a enormes setas. ¿Había acaso un templo por esa zona? Por qué no, me dije, contemplando el bosque que se extendía a nuestra izquierda, ocupando casi toda la caverna visible. Después de todo, en la Superficie también se habían construido templos en lugares apartados y peligrosos.

—¡Por ahí! —dijo de pronto Durinol, sin prestar atención a los comentarios escépticos de sus compañeros.

Lo seguimos todos, prudentes, y entonces el faingal del grupo se golpeó la frente con la mano.

—¡Por Amzis, claro! El templo. Ahora me acuerdo.

—¿Qué ocurre, Wenay? —le preguntó Torwen, el enano.

—¿Que qué ocurre? ¡Por Temenessa! Estuve aquí, en un Templo, hace muchos años, cuando era un niño —declaró—. Creo… —Paseó su mirada por su alrededor mientras nos deteníamos todos, expectantes—. Creo que Durinol nos lleva por buen camino.

Oímos todos con claridad el resoplido sarcástico del cartógrafo.

—¡Pues por supuesto que os llevo por buen camino! En marcha.

El capitán Calbaderca frunció el ceño ante su tono autoritario pero lo siguió sin una palabra.

Encontramos una rampa junto a un túnel y un poste de piedra con un triángulo dibujado dentro de un círculo: era el símbolo de la religión etísea. Lo sabía de sobra porque lo tenía el collar que la Fogatina llevaba siempre al cuello.

El ánimo del grupo subió como una flecha y comenzamos a subir la rampa. Nos faltaban unos metros para llegar arriba cuando Wenay, el faingal, con una repentina exclamación, corrió hacia delante y soltó, nervioso:

—¡Cuidado! Ahora que me acuerdo, el Templo de Igara tiene un jardín traicionero, así que cuando lleguéis arriba, tratad de no respirar los perfumes. No recuerdo muy bien, pero sé que mi padre me dijo que retuviese la respiración.

El capitán Calbaderca hizo un breve gesto con la cabeza, sin perder su serenidad.

—Está bien. Gracias por avisarnos, Wenay. —Alzó la mano—. Felxer.

Un movimiento de cabeza del capitán le bastó al Espada Negra para entender lo que le pedía. Se adelantó y subió los últimos metros de la rampa, llevando en la mano una linterna pese a las piedras de Luna que iluminaban la caverna. Tardó un buen rato y el rostro del capitán se iba ensombreciendo cada minuto que pasaba, hasta que Felxer reapareciese por la rampa.

—¡Vía libre, capitán! —soltó.

—Gracias, Felxer. Adelante, compañía —ordenó Djowil Calbaderca.

No se me escapó la mueca escéptica del faingal. Obviamente, pensaba que la vía no debía de estar tan libre como lo aseguraba Felxer.

Cuando llegamos arriba, la vista que nos esperaba nos dejó a todos pasmados. La rampa seguía en un amplio camino empedrado y a ambos lados se extendía un campo azul con plantas extrañas, de tallo retorcido y pétalos exuberantes. Y al final del camino, se alzaban unas murallas con unas puertas enormes.

—Seamos prudentes —dijo el capitán. Y se giró hacia Chamik—. Botánico, ¿conoces esas plantas? Yo jamás vi nada del estilo.

Chamik iba a contestar pero el cartógrafo se le adelantó:

—Según los libros, el Templo de Igara está rodeado de defensas de todo tipo. Pero supongo que si no nos apartamos del camino, no pasará nada.

—Gracias, Durinol Milden —replicó el capitán, y enarcó una ceja hacia Chamik.

El investigador de biología carraspeó, molesto.

—Er… Bueno. Lo cierto es que debería acercarme más para cerciorarme. No veo muy bien de lejos —confesó.

Su declaración provocó unas risas y burlas irónicas entre algunos aventureros. El capitán los fulminó con la mirada y volvió a centrar su atención en Chamik.

—Entonces, acércate para cerciorarte —exigió.

Chamik asintió con rapidez y se aproximó a las plantas. Cuando estuvo a un metro de una de ellas, se inclinó para ver mejor. Entonces se incorporó, dio media vuelta y volvió con movimientos lentos, muy lentos.

—Al parecer, esas plantas son malas para la salud mental —comentó alguien, burlón, en medio del grupo.

Observé la reacción de Yelin, pero antes de que éste pudiera replicar, Aryes posó una mano apaciguadora sobre su hombro. No era plan de que empezasen una discusión en plena rampa.

—Entonces podrás pasar sin preocuparte de perder nada, Hanor —retrucó Belika con tranquilidad. Ella sí que parecía buscar pelea, pensé.

—Te consolará saber, Belika Tathda, que eres tan fea como estúpida —le replicó el arquero.

—Cerrad la boca de una vez —gruñó Dabal Niwikap, el mirol fortachón que me había parecido simpático ya desde el día de la ceremonia. Y, además de simpático, imponía respeto.

“Sobre todo con su cara ensangrentada y su pierna herida”, dijo Syu con una mueca.

Cuando Chamik regresó al fin, moviéndose con una lentitud insólita, el capitán empezaba ya a impacientarse.

—Son meodilvas —declaró el joven botánico, jadeante, como si hubiese corrido durante una hora—. Esas plantas se giran hacia el movimiento y escupen gases que, si los respiras, afectan el sistema nervioso.

Varios lo miraron con cara de no entender nada pero el capitán Calbaderca pareció sumirse en profundas reflexiones.

—Capitán —intervino un Espada Negra con voz grave—, si lo desea, puedo intentar pasar, hasta las puertas.

Pero el capitán negó con la cabeza:

—No, Tow. Iré yo. Este es un Templo etíseo. En cuanto los monjes sepan que necesitamos su ayuda, nos ayudarán. Esperad aquí.

Enseguida todos los Espadas Negras protestaron pero al capitán le bastó una mirada para acallarlos.

—Capitán —dijo Chamik con timidez—, si ve las flores girarse hacia usted, deténgase de inmediato.

—Gracias por el consejo, Chamik. Lo tendré presente.

Entonces, nos dio la espalda y, valiente como un héroe, se alejó. Observé cómo Kaota se agitaba, inquieta, mientras su capitán se avanzaba en el camino.

—Genial —masculló Zismeya—. Vamos a perder al único hombre que tiene agallas en este maldito grupo.

—Buaj —replicó Rumber—. Él no creo que haya peleado nunca contra un dragón, que yo sepa.

—Venga ya, ¿un dragón? ¿Tú peleaste contra un dragón? Sería una cría, o no me lo creo —replicó ésta.

Empezaron a lanzarse flores y los demás tuvieron que intervenir cuando ambos llegaron a retarse a un duelo, arguyendo que su honor no podía aceptar más insultos.

—Querida Zismeya —dijo Gefiro con tono burlón—. Tranquilicémonos y observemos cómo avanza nuestro amable jefe con agallas.

Aryes, Spaw y yo intercambiamos una mirada cansada.

“Acabarán matándose entre ellos si no aparecen otras mílfidas”, suspiré.

“Haría falta un ejército de gawalts para calmar a esos saijits”, replicó Syu.

“Y varios para cada uno”, asentí, divertida.

Incliné la cabeza e intenté ver algo pese al gran Espada Negra que tenía delante de mí. Alcancé a divisar al capitán Calbaderca que seguía avanzando con una lentitud tan exagerada como la de Chamik. Sin embargo, el Espada Negra pronto se movió, tapándome otra vez la vista. En ese momento, me di cuenta de que Nimos Wel, el curandero, se me había acercado para devolverme el bastón y darme las gracias. No mencionó nada sobre Frundis y me sorprendió que este no hubiese cantado durante todo ese tiempo…

“No siempre canto para extraños, qué te crees”, me gruñó el bastón, adivinando mis pensamientos. “Soy prudente.”

“Me alegra saberlo”, le repliqué, divertida.

Al cabo, me resigné a esperar que el capitán alcanzase las puertas y me senté sobre la rampa, imitando a varios aventureros detrás de mí. Estaba escuchando una nueva canción de Frundis cuando la gente a mi alrededor empezó a murmurar, removiéndose, intranquila.

—¿Qué pasa? —pregunté, despertando de mi sopor y levantándome de un bote.

—Ni idea —admitió Aryes—. No veo nada. Debería levitar para saberlo.

—Acaban de abrirse las puertas —nos explicó entonces Pistu Chavolinda, el elfocano.

—¡Sale alguien! —exclamó Yelin, en primera fila, junto a Chamik.

—Es un ilfahr —resopló otra persona.

Todos parecían muy impresionados y me incliné hacia Spaw para preguntarle en voz baja:

—¿Qué es un ilfahr?

Spaw sonrió, divertido.

—Algo así como un sacerdote etíseo especial.

—¡El capitán ha entrado! —anunció Yelin. Parecía que se había convertido en el portavoz de lo que ocurría.

Esperamos como un cuarto de hora antes de que saliesen del Templo dos ilfahrs acompañados por el capitán. Ambos llevaban un velo azul que tapaba la mitad de su rostro. Cruzaron el camino, agitando unos objetos que parecían una especie de sonajeros. Observé cómo las plantas se giraban hacia ellos, balanceándose, como dormidas.

Estaban a unos metros cuando, con un movimiento repentino, los Espadas Negras pusieron una rodilla en tierra y muchos aventureros los imitaron. Miré a mi alrededor, asombrada. Incluso Kaota y Kitari se habían prosternado, con el puño en el corazón.

—Creo recordar que los eriónicos actúan de manera parecida —me hizo observar Spaw, al notar mi sorpresa.

—Cierto —admití.

El ruido de los sonajeros se interrumpió y los ilfahrs se detuvieron ante nosotros.

—Hijos de Minsawda, levantaos, el Templo de Igara os da la bienvenida —declaró uno de ellos.

Lentamente, todos los etíseos volvieron a levantarse. Al fin parecían algo calmados, pensé, mientras los ilfahrs nos guiaban hacia el Templo, haciendo sonar sus maracas.