Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre

21 Todo por la sangre

—Shaedra, ¡atrás!

Volví a razonar cuando estuve a unos metros de la mílfida y me detuve en seco. El sortilegio armónico se había deshilachado por el miedo. Sin embargo ignoré las palabras de Kaota y agarré a Frundis con las dos manos.

—¡Largo! —le grité a la criatura.

Percibí la risa gutural de la mílfida. Fijó sus ojos amarillos en los míos y me enseñó sus dientes afilados. Me invadió un terror indecible. Entonces, el monstruo arremetió contra nosotros. Le dio a Kaota un golpe traicionero, golpeándola contra la pared, y atacó a Kitari. Este paró su arma metálica con su escudo y replicó. Aprovechando que la criatura tenía la atención centrada en el belarco, alcé el bastón. Con un movimiento rápido, le hinqué a Frundis en las costillas y me retiré tan pronto como había atacado. La criatura emitió un rugido airado y batió las alas, alejándose ligeramente del túnel mientras el bastón soltaba una risotada alegre y victoriosa.

—¡Kaota! —soltó Kitari, precipitándose hacia la belarca, que acababa de plegarse en dos.

—Estoy bien —replicó ella y alzó unos ojos furibundos hacia mí—. ¿Pero qué haces aquí? Vuelve con los demás.

Su voz era implacable y autoritaria y, por un instante, me estremecí, dándome cuenta de que la había ofendido al entrometerme en su trabajo. Meneé la cabeza e iba a dar media vuelta, sin una palabra, cuando Syu saltó de pronto sobre mi hombro. En ese momento, me fijé en que Aryes, con una mueca, se había detenido a unos metros, con una mano en su lanza y otra en su bolsillo. En cuanto a Spaw, acababa de salir del escondite para cogerle a Kyisse, que se escapaba hacia nosotros.

“¿Me he perdido algo?”, preguntó el gawalt, tratando de hacerse el valiente.

Las trompetas de Frundis se calmaron un poco mientras éste contestaba:

“¡Ha sido un señor golpe! Pienso cada vez más que debo de ser algún descendiente del Gran Mayark”, se rió, aludiendo al gran héroe mítico.

Reprimí una sonrisa y fruncí el ceño enseguida al ver que Kitari asomaba la cabeza por el túnel, cauteloso.

—Son decenas —murmuró el joven Espada Negra. De pronto, se incorporó de un bote y siseó entre dientes—: ¡Arqueros!

Cogió a Kaota por la talla y nos precipitamos hacia el interior del túnel.

—Qué locura —comentó Aryes, mientras echaba a correr.

—Odio los Subterráneos —agregué. Me daba una tremenda rabia estar en una situación tan crítica y recé para que el capitán Calbaderca y su tropa consiguiese aniquilar a esas criaturas sanguinarias.

Se oyó, no muy lejos, el chillido agudo de una mílfida.

“Odio los Subterráneos”, repetí mentalmente, mientras desparramaba el jaipú por todo mi cuerpo.

“Mmpf”, resopló Syu, divertido. “Entonces, deberíamos dejar toda esa expedición y huir a la Superficie”, sugirió.

“Ahora mismo, nos están protegiendo unos cincuenta guerreros”, repliqué. “Y creo que sin ellos ya nos habríamos convertido en espíritus.”

Percibí el temblor del gawalt, suspiré y añadí:

“Ojalá comiesen plátanos.”

El cartógrafo, la geóloga, el escritor, Chamik y Yelin nos siguieron y volvimos a bajar por el túnel. El estruendo de las alas se aproximaba peligrosamente detrás y delante de nosotros. Pero al menos, delante, se oían choques de espada y rugidos de mílfidas agonizantes, en cambio, a nuestras espaldas pronto se oirían tensar las cuerdas de los arcos…

Cuando llegamos a la pequeña caverna con los árboles, vimos a tres de los aventureros, junto a un tronco. Los otros estaban peleando en el túnel y en la gran caverna.

—¡Walti, Torwen! —exclamó Lemelli, precipitándose hacia el grupo.

El enano, con la mano apretándose el brazo herido, se balanceaba, soplando entre sus dientes, como para hacer huir el dolor, mientras Walti, uno de los tres miembros de los Awfith, estaba arrodillado junto a una de sus compañeras y escondía su rostro bajo su pelo rubio y contra el cuerpo de su amiga.

—¡Ushyela! —murmuré, acordándome de su nombre.

La semi-elfa yacía, inmóvil, sobre la roca. Nos precipitamos todos hacia ellos.

—Que los dioses nos ayuden —dijo Durinol, con un hilo de voz.

—¡Ushyela! —gritó Walti, agitándola por los hombros. Las lágrimas brotaban de sus ojos y corrían sobre sus mejillas—. Despierta, Ushyela. —En ese momento se le escapó un sollozo que me rompió el corazón—. Despierta —repitió, inspirando entrecortadamente.

Me quedé mirando las escena, enmudecida. La Awfith estaba muerta, me dije, sintiendo el horror invadirme. La imagen de Tanos el Borracho, aterido en la nieve, me volvió en mente en ese instante.

—Walti —dijo Lemelli, muy dulcemente, arrodillándose junto a él—. Ushyela está…

No alcanzó a decirlo y calló, sin atreverse a hablar.

—Ushyela está viva —completó entonces Spaw. Se había acercado a la semi-elfa y nos giramos todos hacia él, atónitos.

—¿Viva? —repitió Torwen, el enano—. Me extrañaría. ¿Cómo lo sabes?

El demonio se encogió de hombros y me miró al contestar:

—Entrenamiento.

Agrandé ligeramente los ojos, entendiendo. Había utilizado sryho para averiguarlo. Walti observó el rostro de Ushyela y luego fijó sus ojos en Spaw.

—¿Eres curandero? —Su voz temblaba de emoción.

El demonio hizo una mueca.

—No.

—¿Dónde está el curandero del grupo? —preguntó entonces Kuavors, el cronista, con tono gruñón.

Percibí el suspiro de Walti.

—Luchando.

—Dijo que también sabía algo de brúlica —explicó Torwen—. Y… como está la cosa, el capitán no iba a rechazar su ayuda. De todas formas, si no conseguimos matar a esas mílfidas, de poco nos servirá su arte curativo.

De pronto, oímos unas voces a nuestras espaldas. Observé la mueca de terror de Lemelli y me giré bruscamente. Desembocando por el túnel por el que habíamos llegado a la pequeña caverna, un grupo de ocho saijits encapuchados, varios vestidos de negro, caminaban rodeando cinco otros saijits que avanzaban, maniatados. Estos últimos no eran otros que Sabayu, Hawrius, Ritli, Borklad y Lassandra. Los Leopardos, pensé, meneando la cabeza. Tenían cara sombría, sobre todo Lassandra, que parecía estar a punto de explotar. La única que guardaba su habitual pose de aburrimiento era Sabayu.

—Uyuyuy —susurró Aryes—. Como vengan con malas intenciones…

Entonces, una de las siluetas de capa negra se avanzó e hizo un gesto de saludo.

—Venimos en son de paz —pronunció, mientras se entrechocaban las espadas a lo lejos—. Y os traemos a unos aventureros descarriados.

Se quitó la capucha y sus ojos violetas brillaron, sonrientes.

“¡Lénisu!”, grité mentalmente. Me había quedado estupefacta. Sin embargo, no tuve mucho tiempo para hacerme a la idea de que mi tío al fin había vuelto porque en ese instante pasó volando una mílfida alada, saliendo del túnel que acabábamos de dejar. Y llevaba un arco.

—¡A cubierto! —rugió Torwen, levantándose con dificultad.

—¡Liberadnos! —gritaba Hawrius, agitando sus manos atadas.

Kaota se posicionó delante de mí, alzando su escudo.

—¡Corre! —gritó.

Aparecieron otras mílfidas, llevando una especie de palos metálicos, y se abalanzaron contra nosotros. ¿Es que la batalla no acabaría nunca? Todo indicaba que de esta no saldría con vida. Le cogí la mano a Kyisse y nos pusimos a correr. Sin embargo, una mílfida se interpuso entre Lénisu y yo. La fulminé con una mirada llena de rabia y escondí a Kyisse detrás de mí, empuñando a Frundis.

—¡Atrévete, monstruo! Kyisse, apártate y corre hasta donde está Lénisu cuando puedas.

Levantó su arma y le di un golpe contra el brazo.

“Y se atreve, la muy canalla”, musité. Frundis me animaba con una música lenta y lúgubre. “Frundis, ¿acaso estás componiendo un coro para mi funeral?”

La mílfida atacó otra vez, con una fuerza que me superaba con creces, y paré el ataque con Frundis. Solté un siseo impresionado.

“¿Pero de qué material estás hecho, Frundis?”

El bastón silbó, alegre.

“De música”, contestó. “Y la música jamás se rompe.”

Estaba parando los golpes de la mílfida con éxito cuando, de pronto, perdí el equilibrio y una de sus patas me propulsó hasta el suelo. Al chocar contra la piedra, Frundis se me escapó de las manos y me quedé mirando la criatura, muerta de miedo. Visto desde abajo, el monstruo parecía todavía más terrible. Me apretó el busto y las piernas contra el suelo con sus garras y yo traté de hincarle las mías en las suyas.

Oí el gemido del mono antes de que la mílfida se preparara para el golpe final. Sin poder moverme, vi un destello brillar en sus ojos amarillos. Abrió grande su hocico, soltó un rugido tremendo y se derrumbó sobre mí mientras yo la contemplaba, pasmada. Sentí la piel rugosa y el olor desagradable de la criatura antes de deshacerme de ella. En su espalda, estaba clavada una lanza.

—Aryes —resoplé, admirativa, cuando me hube repuesto un poco—. Gracias.

El kadaelfo me sonrió y luego carraspeó.

—No consigo sacarla —confesó.

Solté una risa histérica y entonces pensé en algo y me puse lívida.

—¿Kyisse? —pregunté, mirando a mi alrededor—. ¿Dónde está Kyisse?

Sólo en ese momento vi que la pequeña caverna ahora estaba llena de aventureros. Al parecer, la batalla en la gran caverna había terminado, y bien. Sin embargo, seguía habiendo demasiadas mílfidas. De pronto, vi a Spaw, arrinconado contra una pared. Sostenía su daga roja con firmeza pero parecía estar en apuros. En ese momento, la criatura, que no llevaba armas, le dio un zarpazo y el humano dio un salto atrás, golpeándose contra la roca.

—¡Demonios! —exclamé. Recogí a Frundis, eché a correr, cubrí la distancia que me separaba de él y me detuve en seco al comprobar, pasmada, que la mílfida batía las alas y se alejaba, soltando un chillido—. ¿Qué…?

Spaw, al ver mi expresión desconcertada, sonrió a medias y sus ojos relucieron con un destello rojizo.

—A veces, impongo respeto.

No acabé de entender su afirmación pero no era el mejor momento para pedir explicaciones.

—Tenemos que buscar a Kyisse —dije al fin—. No la veo por ninguna parte.

—¿Kyisse? —preguntó Kaota, alarmada, llegando a mi altura. Llevaba toda la armadura llena de sangre de mílfida—. ¿La has perdido?

Entorné los ojos.

—Es difícil estar al tanto de todo en pleno combate —protesté.

—Mmpf.

—¡Cuidado! —grité, al ver una mílfida arremeter de pronto contra Kitari, que acababa de pararse junto a nosotros. Reaccionando a la velocidad del rayo, Kitari se agachó, dio un bote, dio un tajo en la muñeca a la criatura y hundió la espada en su garganta.

Alcancé un punto supremo de tensión y estallé. Dejé caer a Frundis y me puse temblar. No podía más, me dije. Me arrimé al muro, agitada de espasmos.

—¡Shaedra! —exclamó Kaota—. ¿Qué te ocurre?

Aryes se precipitó hacia mí y me apretó las manos entre las suyas.

—Shaedra, todo está acabando. No pierdas la calma.

Crucé su mirada azul y ardiente y meneé la cabeza, sin dejar de temblar.

—No. Yo no… nooo la pierdo —tartamudeé en un susurro.

Syu se aferraba a mi cuello, más asustado por mi reacción que por las mílfidas.

—Inspira hondo y espira tranquilamente —me aconsejó Aryes.

—Estoy bien —repliqué, a pesar de que se me humedecían los ojos por la tensión.

Eché un vistazo hacia la caverna. Kaota y Kitari se habían alejado para ayudar a los demás a acabar con las últimas mílfidas. Spaw, no muy lejos de nosotros, parecía sumido en sus reflexiones, pero súbitamente se activó y giró sus ojos hacia mí.

—Bueno —dijo, aproximándose—. Esto se está complicando. Y eso que por una vez todo parecía ser fácil al principio.

—Spaw, ¿quieres decirnos de una vez por qué estás tan raro últimamente? —preguntó Aryes.

El demonio se rascó la cabeza, pensativo.

—Bueno, no sé si conviene que os lo explique ahora… De acuerdo —se resignó, al ver nuestras expresiones irritadas—. Zaix acaba de hablarme. Suele aparecer en los peores momentos —suspiró, a modo de inciso—. El caso es que ¿os acordáis cuando volví de la biblioteca y que dije algo así como que lo había encontrado? —Asentimos con la cabeza—. Pues bien. Ya sabéis que Zaix está intentando encontrar la forma de deshacerse de esas cadenas que tiene. Y yo pienso que en el castillo de Klanez podría estar el objeto que busca. —Aryes y yo intercambiamos una mirada, meditativos—. En la biblioteca, vi que, según una leyenda, había en ese castillo una reliquia que absorbía las energías. A lo mejor es cierto.

—Y a lo mejor no —replicó Aryes, resoplando—. ¿Estás diciéndonos que quieres ir al castillo de Klanez para encontrar una reliquia y liberar a un demonio?

—Eso ha sonado despectivo —observé.

El kadaelfo puso los ojos en blanco.

—No tengo nada contra los demonios, pero al mismo tiempo, todo esto se basa simplemente en una leyenda.

—En varias —lo corrigió Spaw, pensativo—. Pero ahora, como decía, la cosa está complicada, porque los aventureros han perdido a la única que les podía abrir el camino hacia el castillo… según lo que cuentan las leyendas, una vez más.

Palidecí.

—¿Dónde está Kyisse? —pregunté.

Spaw carraspeó, mirándose las uñas.

—Creo que se la ha llevado tu tío —declaró.

Solté un murmullo, incrédula. En ese instante, oí un grito feroz entre los aventureros:

—¡Se han llevado a la Flor del Norte! ¡Se han llevado a la Flor del Norte!