Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

21 Cartas y rumores

A la mañana siguiente, nos despertaron antes los kals de la Gran Pagoda que nuestros maestros. Estaban cantando unas letras de su cosecha con las que proclamaban su victoria asegurada. Despertada en un sobresalto, me vestí a toda prisa, salí, y me topé con una banda de kals desafiantes y alegres que pretendían intimidarnos ya desde el primer día de Torneo.

—¿Qué es esto? —preguntó Ozwil, saliendo medio dormido.

—¡POR NAGRAY, DEJAD DE GRITAR! —aulló Salkysso, desde su cama, de mala leche.

Nos quedamos todos paralizados durante un segundo ante tanta furia. ¿Cuándo había oído a Salkysso gritar así?, me pregunté, asombrada.

—Menuda voz —comentó alguien entonces con aire burlón.

Los kals de la Pagoda de los Vientos se echaron a reír. Busqué con la mirada al que había hablado y divisé una mata de pelo rojo entre ellos. Era Arleo, apoyado contra una de las columnas de madera.

—Bien —dijo este, avanzándose hacia nosotros—, ¿estáis listos para ser derrotados?

Su tono no era altivo, sino más bien amigable, y le dediqué una media sonrisa.

—Yo, antes de nada, estoy lista para desayunar —contesté.

Rieron y hasta nos ayudaron a sacar a Salkysso de debajo de sus mantas para espabilarlo. Aun consciente de que era ya hora de levantarse, a Salkysso no le había agradado para nada su agitado despertar. Cuando Astklun, el faingal har-karista, le pidió disculpas burlonamente, el elfo oscuro, a través de su cabello negro aún alborotado, le dirigió una mirada asesina, y los demás kals redoblaron las risas.

Yo sabía cuán importante era la noche para Salkysso, y me molestaba que la gente se riera de él después de haberlo despertado en un sobresalto. Por mi parte, ya me habría gustado haber dormido tanto como el elfo oscuro. Aquella noche, como acordado, me había reunido con Kwayat para que me enseñase más cosas sobre la Sreda, pero más que nada había pasado el tiempo haciéndome revisar cosas que ya me había explicado. Tenía cada vez más la impresión de que mi entrevista con los Comunitarios iba a ser un fiasco total, pero Kwayat no parecía haber perdido toda esperanza así que no me atrevía a compartir con él mi pesimista opinión.

Y ahora tenía los ojos hinchados de sueño y todo lo que quería era volver a mi cuarto y dormir, mecida al son de una nana cantada por Frundis.

Llegamos al comedor y nos sentamos. El desayuno fue muy movido. Todos los kals y snorís estaban nerviosísimos, y entre los que estaban atemorizados y los que proclamaban a los cuatro vientos que ganarían hasta a Etska si hacía falta, el comedor parecía, más que un refectorio de una pagoda, una plaza de mercado.

Hartos ya de oír a los snorís, kals y cekals hacer sus apuestas, Galgarrios y yo nos levantamos y los demás kals de Ató se apresuraron a imitarnos. En la salida, nos encontramos con los maestros y con Sarpi, Saylen y el pequeño Relé. Estos tres últimos debían de haber llegado muy tarde la víspera, y me alegré al ver más caras conocidas.

—Esto parece más un gallinero que una pagoda —comentó el maestro Áynorin paseando su mirada meditativa por el refectorio agitado.

— En la Gran Pagoda, la disciplina es muy importante —le aseguró burlonamente el maestro Dinyú con una media sonrisa—. Descuida, en cuanto vengan sus maestros, se calmarán. Nosotros ocupémonos de nuestros alumnos.

Y diciendo esto, se giró hacia nosotros y sonrió más anchamente, saludándonos con un gesto de cabeza.

—¿Estáis todos bien?

—Sí, maestro Dinyú —contestamos desacompasadamente.

—Entonces, no nos demoremos más. Seguidme.

Estábamos bajando ya las escaleras de fuera cuando Sarpi me atajó.

—Shaedra, espera. Tengo que darte algo.

Me detuve, sorprendida, al ver que me tendía una carta.

—Llegó dos o tres días después de que os marcharais. Kirlens me la dio para que te la hiciera pasar. Al parecer, es de tu hermana.

Ya había tendido la mano hacia la carta, y al oír sus palabras, se la arrebaté de las manos y la abrí con gestos precipitados. Deshice el sello y vi que había tres páginas enteras escritas, con letra apretada. Después de tantos meses sin recibir noticias, no me extrañó. La última vez que había recibido una carta de mis hermanos había sido al final del verano pasado, y contaban que estaban bien y que esperaban convertirse en unos celmistas profesionales. También habían lamentado no poder venir a verme, porque se habían apuntado a las clases de verano, y me adjuntaban un maravilloso dibujo hecho por Steyra, la enana que había sido mi compañera y amiga durante los meses en que había estado en Dathrun… La carta me había hecho hasta derramar alguna lágrima de emoción, y les había contestado largo y tendido hablando de Ató y de mi aprendizaje del har-kar. Pero después de eso no recibí más noticias. Supuse que estaban muy ocupados, aunque tras oír que había cada vez más disturbios en Dathrun había empezado a preocuparme seriamente.

Por eso me senté en el primer banco del jardín que encontré y me puse a leer la carta con avidez.

«Querida hermana», decía la carta. «Te extrañará que te mande una carta tan tarde, después de tantos meses de silencio, y seguramente te preguntarás por qué no contesté a la tuya, que recibí a principios de otoño. ¡Han pasado tantas cosas desde entonces! ¡Y te echamos tanto de menos!»

«Como sabrás ya, ha habido mucho movimiento en las Comunidades de Éshingra y sigue habiéndolo. La historia es tan complicada que yo aún no acabo de entenderla. Lo que tengo que contarte va a dejarte tan sorprendida como a mí, pero lee atentamente hasta el final, porque te aseguro que aunque vaya a contarte cosas terribles, ¡el final no es tan desgraciado!»

«Estoy tan nerviosa que no sé ni cómo empezar. Ahora estoy en un cuarto de Ombay, y está todo tan oscuro que apenas veo lo que escribo. Ah, Azmeth me acaba de llevar una lámpara. Por cierto, ¡sigue pilladísimo por Rowsin! ¡Bueno! No me culpes por no ir al grano, que no es mi intención mantener ningún suspense…»

Oí un carraspeo ruidoso y, muy a mi pesar, levanté los ojos. El maestro Áynorin me miraba con una mueca cómica.

—Sé que la carta debe de ser muy importante, pero el Torneo va a empezar, y no quisiera que te lo perdieses. Tendrás todo el tiempo de leer durante la inauguración, te lo aseguro.

Suspiré y asentí, plegando la carta con las manos temblorosas. ¿Qué les habría pasado a Laygra y a Murri? Por lo que decía, estaban bien, sin embargo… ¿no había dicho que estaba en Ombay? ¿Pero qué demonios hacía en Ombay? ¿Y por qué estaba con Rowsin y Azmeth? ¿Y qué «cosas terribles» habían podido pasar? Seguí al maestro Áynorin de manera mecánica haciéndome mil preguntas. Desde luego, Laygra, en unos pocos párrafos, había conseguido turbarme, y ya me estaba imaginando que los disturbios se habían torcido hasta el punto en que habían tenido que huir de Dathrun. A menos que… Sacudí la cabeza, sabiendo perfectamente que si seguía con las hipótesis, podía acabar loca. Así que me armé de paciencia y decidí centrarme en mis pasos, y entonces pensé: ¡Syu! ¡Frundis!

El mono no estaba por ningún lado y me había olvidado de Frundis al salir precipitadamente de mi cuarto. Me detuve en seco.

—Maestro Áynorin, tengo que ir a buscar a Syu y a Frundis, no puedo dejarlos aquí…

Áynorin se giró hacia mí sorprendido.

—¿Syu es el mono? ¿Y quién es Frundis?

—Oh, mi bastón. Ya sabe, el que suelo llevar. Tengo que llevarlos al Torneo.

No añadí que Frundis estaba aún de mal humor y que la mejor manera de quitarle su música tétrica era cambiándole de lugar para que oyese nuevas cosas. Al advertir un simple gesto del maestro Áynorin, y sin esperar a que contestase algo, me dirigí corriendo hasta mi cuarto. A medio camino, me encontré con Syu, que corría hacia mí con un largo gemido de dolor.

“¡Syu!”, resoplé, aterrada. “¿Qué te pasa?”

“Esos malditos cactus”, me explicó, andando rígidamente. “Me han atacado la cola. ¡Están vivos!”

“Pues claro que están vivos, son plantas”, repliqué. “Pero no se mueven. Así que tú has tenido que acercarte.”

Syu soltó un resoplido quejumbroso.

“Normalmente no hay pinchos por ahí. Esas plantas son una calamidad.”

“¿Se te han quedado pinchos?”, pregunté, inclinándome para examinar su cola.

Syu giró la cabeza y escudriñó su cola con tristeza, sin contestar. Le cogí la cola y gritó agudamente, tapándose los ojos con las manos.

“¡Syu!”, protesté. “Tengo que mirar.”

“Pues para mirar, no hace falta tocar”, gruñó él.

Puse los ojos en blanco. Tampoco parecía estar tan mal, decidí.

“Súbete, vamos a buscar a Frundis. Y luego te digo si vas a sobrevivir al ataque de los cactus o no.”

El mono hizo un mohín y se subió a mi hombro.

“Bah, búrlate”, me dijo, “pero esas plantas tienen algo que no me gusta.”

“Al menos no son hipócritas, los pinchos se ven bien”, reflexioné.

“Pff”, masculló Syu. “Ni intentan ocultarse.”

Cuando entré en el cuarto, Frundis estaba más calmado y empezó a explicarnos por qué le había parecido tan brillante la música de la víspera, con todo tipo de argumentos que parecían seriosísimos, pero ni Syu ni yo entendíamos gran cosa de la materia así que no pudimos más que darle la razón. Eso sí, no comentamos nada sobre si nos gustaba su descubrimiento o no: mientras no nos soltase otra vez una música de esas de manera tan desprevenida…

Áynorin me estaba esperando con impaciencia.

—¿Por qué tienes que ir siempre con el mono y ese bastón? —me preguntó, cuando me vio aparecer.

Le puse cara inocente.

—Porque si me descuido, a Syu le atacan los cactus y Frundis se pone de mal humor —contesté con naturalidad.

El maestro Áynorin me miró fijamente y luego sacudió la cabeza, desconcertado.

—Entre esto, las botas de Ozwil y las mil manías de los demás, yo ya me pierdo —admitió, fingiendo desesperación.

Le dediqué una gran sonrisa.

—Maestro Áynorin, usted decía que la originalidad demuestra carácter.

—¡Desde luego! —replicó, haciéndome un gesto para que entrase en la Gran Pagoda—. Y ahora pongámonos en marcha, o nos perderemos la inauguración.

—¿Ya se han ido todos? —pregunté, sorprendida, siguiéndolo con precipitación.

—Me temo que no nos han esperado, no.

—Si nos damos prisa, los alcanzamos —dije.

—Bah, ya los alcanzaremos ahí —contestó el maestro Áynorin, con el ceño fruncido, mientras nos dirigíamos hacia la salida principal de la Gran Pagoda—. No me gusta andar con prisas.

Esbocé una sonrisa pero no dije nada. Al maestro Áynorin nunca le había gustado andar con prisas.

* * *

El campo de torneo estaba abarrotado: no había ya sitio en las gradas, y la gente se agolpaba detrás de las barreras, ansiosos ya de que empezase la inauguración.

“¡Demonios cómo gritan!”, protestó Frundis con tono quejumbroso. “Son todos unos aficionados, ¿por qué tanto barullo?”

“Te lo llevo diciendo desde hace tiempo”, intervino Syu con tono paciente. “Son saïjits. Los gawalts no provocamos nunca tales amasijos concentrados…”

“Bah, no generalices”, le dije. “Yo no he provocado nada. No he organizado el Torneo.”

“Participas en el Torneo”, replicó el mono.

“Cierto”, admití a regañadientes. “Pero el concepto no es tan malo. Lo que pasa es que la gente enseguida lo ve todo como un medio para ganar dinero: míralos cómo apuestan.”

Cuando llegamos al lugar reservado para los pagodistas de Ató, me senté junto a Laya.

—¡Bueno! —dije, alegremente—. ¿Cuándo empieza?

Laya carraspeó.

—Pues… no lo sé —contestó.

Tenía la mirada fija en la muchedumbre y parecía estar muy concentrada. Enarqué una ceja pero no hice ningún comentario. A lo mejor estaba observando la nueva moda indumentaria de Aefna, quién sabe.

Me alejé un poco en el banco, saqué la carta de Laygra y seguí leyendo:

«No me culpes por no ir al grano, que no es mi intención mantener ningún suspense…»

«El caso es que el otoño pasado a Murri lo pillaron en medio de una reyerta entre unos rebeldes y se lo llevaron a prisión con otros. Rowsin se enteró antes que yo y cuando me lo dijo corrí a verlo, pero no me dejaron entrar. Estaba desesperada imaginándome lo peor, ya sabes qué exagerada soy a veces, y me fui directa a ver al maestro Helith para pedirle ayuda. Pero el maestro Helith últimamente está bastante mal, no me refiero a la salud, que la tiene perfectamente siendo lo que es, sino a su situación en la academia. Como ya sabes, lleva en la academia desde hace treinta años, y hace cinco años que da clases. Pero la academia ha ido recibiendo cada vez más quejas contra la presencia de un nakrús. Los padres de los alumnos están escandalizados. ¡Y se suponía que en las Comunidades la gente era más abierta que en cualquier otra parte de la Tierra Baya! Bueno, quizá sea porque me haya acostumbrado a verlo, pero el maestro Helith da unas clases excelentes ¡y así se lo agradecen! Total, que cuando fui a ver al maestro Helith, ya se había ido. No sé adónde…»

«Murri se quedó en la cárcel más de dos semanas, y tuve que pedirle a Rowsin que me ayudara a pagar la fianza. Lo peor de eso fue que Murri no quiso decirme por qué se había metido en ese fregado. Y, no sé por qué, tengo la impresión de que algo tiene que ver con los nuevos amigos que se han hecho Sothrus y él. Pero Murri dice que todo eso son mentiras y que la única razón por la cual no me dice por qué le pillaron en medio de los disturbios es que no son mis asuntos. Yo ya no sabía qué pensar, hasta que leí una carta suya. Sé que no debí hacerlo, pero estaba preocupada, y lo que descubrí sobrepasaba de mucho mis sospechas.»

«La carta era de uno de esos que robaron a Lénisu no sé qué hace dos años… ya sabes a qué me refiero. —Los Istrags, entendí, agrandando los ojos por la sorpresa— Parecía que Murri guardaba relaciones con ellos, o eso me pareció hasta que entendí que la carta no iba dirigida a Murri. Saca tus propias conclusiones… yo he llegado a las mías. Pero está claro que Murri ha entrado en un terreno muy peligroso. Entonces ya ni me hablaba de Kéysazrin.»

«Pero ahora las cosas han cambiado. Yo ya he recibido un diploma de la academia y he decidido que ya me valía de estudiar y que era ya hora de ejercer como curandera. Así que le dije a Murri que me iba a cuidar animales donde me necesitasen, y él no quiso acompañarme, ¿te lo crees? Fui a Ombay, con Rowsin y Azmeth, y encontré un trabajo como curandera en un establo. Y después de dos meses sin noticias de Murri, lo vi aparecer hace un par de semanas en mi cuarto, huyendo de no sé qué, y desde entonces me ha prometido que ya no haría nada raro y que encontraría un trabajo honrado.»

«Realmente, no sé qué se trae entre manos, pero no me gusta, aunque ahora parece que ha vuelto todo a la normalidad: es un poco como cuando estábamos en el pueblo de las Hordas. En fin… Lo único malo es que ya no gozamos de la protección del maestro Helith pero, tú no sabes, ¡es una maravilla poder vivir curando a los demás! En fin, por el momento sólo me han dejado curar a caballos. Los caballos tienen un jaipú todavía más atolondrado que el nuestro, aunque no tiene tantos recovecos. Es la mar de difícil entender cuál es la mejor manera de curar sus enfermedades y sus heridas.»

«Bueno, no te voy a agobiar con historias ecuestres. Ya sabes, ahora me dedico a eso todo el día, ¡deformación profesional lo llaman! Rowsin y Azmeth, en cambio, tienen más inclinación por las mágaras y el encantamiento. ¡Bien podrían acabar siendo socios de Dolgy Vranc! Y Murri se pasa el día en la biblioteca pública de Ombay, o eso me ha dicho.»

«¿Y tú, Shaedra? ¿Qué tal estás? ¿Qué tal andas con el har-kar? ¿Y cómo están Deria, Dolgy Vranc y Aryes? Y… ¿tienes alguna noticia del tío Lénisu? ¡Cuéntame todo, largo y tendido!»

Plegué la carta con delicadeza, los ojos fijos en mis manos. La carta acababa con una nota positiva, pero aun así el contenido era preocupante. Murri, ¿encarcelado durante dos semanas? ¿Y poseedor de una carta de los Istrags que no le estaba dirigida? ¿Acaso se había convertido en un espía y ladrón de alguna organización en contra de los Istrags? A menos que trabajase para los Istrags como mensajero, pero eso era improbable sabiendo que Murri siempre había sido un gran defensor de las virtudes. Lo más probable era que alguien lo había convencido de que espiar a los Istrags era la mejor solución para desmantelar esa cofradía de criminales y ladrones.

Ahora bien, ¿acaso Murri era capaz de meterse en un lío tan grande?

“Tú eres capaz de meterte en mayores”, comentó Syu.

“Bueno, pero no es lo mismo, yo no elegí ser una demonio…”

“¿Y él?”

Entonces pensé en los Istrags y cómo Lénisu se había burlado de ellos y me pregunté si esa historia no estaba engarzada con la que contaba Laygra. ¿Y si Murri se había metido en todo ese lío por culpa de los documentos de Lénisu?

Otro detalle que no se me había escapado era la rapidez con que Laygra había escrito la carta. La había escrito de un tirón, y parecía, leyéndola atentamente, que al principio había querido decir algo más, pero que había cambiado de idea. ¿Acaso no quería preocuparme y su intención era simplemente asegurarme que ahora todo iba bien? Los hechos estaban contados con sinceridad, pero se veía que algo faltaba. Recelosa, comprobé que las dos hojas se seguían, pensando que alguien hubiera podido quitarle una hoja, pero no: la frase seguía sobre la siguiente hoja, la carta estaba entera.

—Shaedra —me dijo de pronto Galgarrios.

Me metí la carta en el bolsillo y levanté la mirada. Me sorprendí al ver a Galgarrios, Salkysso y Kajert dirigirse hacia mí.

—Tenemos algo que decirte —declaró Salkysso, con aire sombrío.

Agrandé los ojos, alarmada.

—Parece grave —comenté—, ¿de qué se trata?

—Se trata… —empezó a decir, y se giró hacia los demás pagodistas, molesto—. Se trata de Marelta. Ha ido diciendo a algún kal de la Gran Pagoda cosas sobre ti.

Palidecí, atónita.

—¿Marelta? —repetí—. ¿Y qué dice de mí? Supongo que nada halagador. ¿Qué dice? —repetí, al ver que los tres intercambiaban miradas, incómodos.

Laya se había aproximado y sacudía la cabeza.

—Dice que le atacaste a una Ashar, desfigurándola con tus garras —dijo con una vocecita.

—¡Desfigurar! —exclamé—. Suminaria ya no guarda ni la marca, o casi. Además, eso es agua pasada. Hicimos las paces.

Kajert carraspeó.

—Y dice que traicionaste a tus mejores amigos mandándolos a través de un monolito.

—Y que eres de una familia de criminales —añadió Salkysso, con un hilo de voz—. Sabemos que tú no traicionarías a tus amigos y que los males de tu familia no tienen nada que ver contigo, pero queríamos decírtelo. De todas formas, dudo de que los demás le atribuyan mucho crédito.

—¿De veras…? —murmuré y pestañeé como para despertar—. ¡Maldita! ¡Marelta siempre se mete en los asuntos de los demás! ¡A ella sí que la desfiguraría con ganas! —Al ver que me miraban, atónitos, resoplé—. Es una manera de hablar, tranquilos, hace tiempo que he descubierto que Marelta, en realidad, es mala conmigo porque necesita ser mala con alguien. Pero si ella saca mis trapos sucios… ¿sabéis lo que vamos a hacer? Vamos a volver locos a los de la Gran Pagoda y los vamos a asediar de rumores.

Les dediqué una ancha sonrisa. Galgarrios ladeó la cabeza, Salkysso frunció el ceño, Kajert me miró con curiosidad y Laya comprobó que no hubiese nadie que nos pudiese escuchar…

La inauguración fue fastuosa y duró dos horas enteras. Al cabo de esas dos horas, circulaban ya entre todos los pagodistas rumores del todo rocambolescos: que yo había matado a un dragón y salvado a cienes de personas, que había bebido una poción de rejuvenecimiento y en realidad era una bruja de las Hordas, que me sabía convertir en un mono gawalt, que era una fiera en las armonías, que había burlado a más de una tropa de nadros y que me gustaba comer la carne frita de los nadros rojos después de que explotasen. En Ató, todo el mundo sabía que los nadros, al explotar, no dejaban más que cenizas y escamas duras como la piedra, pero en Aefna, un rumor así podía colar perfectamente.

Además de eso, Salkysso era un devorador de babosas, cazaba con el arco mariposas, pertenecía a un linaje de grandes inventores científicos, y cuando lo despertabas en medio de la noche, se convertía en un enorme monstruo peludo. Kajert descendía de las más respetables plantas que crecían en el Bosque de Hilos, era capaz de transformar su jaipú en morjás a voluntad, tenía una increíble capacidad para adivinar el futuro y cada vez que alguien amenazaba una de sus plantas carnívoras, se volvía como loco.

Semejantes historias se oían de Galgarrios, de Laya y del resto de los kals de Ató, menos de Marelta, de modo que los demás pagodistas empezaron a seguir el juego y a contarnos sus extraordinarias capacidades y mil maravillas. Los había que eran ricos príncipes desterrados, guerreros sin nombre, descendientes de célebres bandidos y aventureros… Nos pasamos la mañana dando vueltitas de pagodista en pagodista, todo se convirtió en un caos tremebundo y ya nadie sabía distinguir las verdades de las mentiras, por no decir que la mayoría eran mentiras.

Marelta estaba pálida de ira y Yeysa no parecía muy contenta tampoco. Ávend y Sotkins mostraban claramente que no veían el interés de aquel juego y esta última, en particular, estaba muy concentrada en la inauguración.

En la explanada, pasaron tropas enteras de bailarines, cantantes, artistas de todo tipo, admirando al público con sus producciones. En un momento, cuando ya casi estaba acabada la inauguración, salió un hombre a soltar un discurso de bienvenida al Torneo y dejó a un humano de pelo rosa con su guitarra, solo y con una silla.

—¡Es Tilon Gelih! —exclamó un joven no muy lejos de mí.

El tal Tilon Gelih se sentó y empezó a tocar. Y todo el público calló para escucharlo, e incluso nosotros dejamos nuestras propagaciones de rumores.

Tocaba maravillosamente y a una velocidad vertiginosa. Sin embargo, bien creo que todo lo que oí no provino de Tilon Gelih: Frundis iba añadiendo alguna que otra nota, exaltado por oír una música digna de ser escuchada, y cuando acabó el humano guitarrista, soltó tímidamente:

“Shaedra, dime, ¿alguna vez te he pedido un favor?”

Enarqué una ceja e inconscientemente miré el bastón.

“Pues… no recuerdo”, cavilé.

“Pues te lo pido ahora: quiero conocer a ese humano. Ese sí que es un músico. Necesito conocerlo”, insistió, con tono suplicante.

Parpadeé y reprimí un ataque de risa.

“De acuerdo”, le dije. “Lo secuestro y te lo traigo.”

“¡Eres una bendición!”, exclamó el bastón, exultante.