Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

20 Ataque estrella

A la mañana siguiente, al despertarme, me sorprendí al oír la voz del maestro Dinyú en lugar de la del maestro Áynorin. Entonces recordé que al día siguiente empezaba ya el Torneo y que antes teníamos que ir a presentarnos en la Casa de Torneo.

Así que saqué el atuendo que nos había dado el maestro Áynorin unos días atrás y me vestí. Tanto la camisa como el pantalón eran holgados, y se adecuaban perfectamente con las exigencias del har-kar. Me anudé el lazo azul alrededor de mi cintura. Eché una ojeada a la hoja negra de roble, símbolo de la Pagoda de Ató, y sonreí. Me daba la impresión de que era la primera vez que llevaba un símbolo de pertenencia a algún sitio, fuese cual fuese. Sí, había tenido un uniforme en Dathrun, pero jamás había considerado Dathrun realmente como un hogar.

Cuando salí, con Syu y Frundis, los demás salían también de sus cuartos y el maestro Dinyú le estaba diciendo a Laya que rehiciese el nudo de su lazo y al fijarme vi que efectivamente Laya había anudado su lazo azul de manera que parecía más una niña buena que una har-karista de pagoda. La elfa oscura, con un mohín que lo decía todo, volvió a anudarse el lazo correctamente. Ozwil también estaba algo disgustado con sus sandalias y de cuando en cuando vi que se giraba hacia su cuarto pensando sin duda en sus botas saltadoras. Mientras esperábamos a los demás, Kajert admiraba por enésima vez las plantitas de la veranda y Salkysso parecía dispuesto a dormir de pie. Al fin, estuvimos todos listos y después de desayunar rápidamente el maestro Dinyú, acompañado de Áynorin y Juryún, nos condujo fuera de la Pagoda.

Salkysso, Kajert, Laya y yo estábamos enzarzados en una conversación filosófica que había empezado a descarrilarse hacia terrenos más bromistas, cuando llegamos ante un enorme portal rojo abierto de par en par que daba paso a una ancha alameda al final de la cual se alzaba una casa muy estilizada y lujosa.

La avenida estaba a rebosar de gente que esperaba a entrar. Nos encontramos con los pagodistas de Neiram y hubo más de una mirada sarcástica o altiva, de ambos lados: al fin y al cabo, serían nuestros adversarios. Poco después, llegaron los kals de la Gran Pagoda, los de Yurdas y los de Kaendra. Los pagodistas de Agrilia fueron los últimos en presentarse. Una vez reunidos todos los alumnos de las Pagodas de Ajensoldra, era fácil diferenciar a los demás candidatos al Torneo. Todos los ahí presentes eran jóvenes, ya que aquel día la Casa de Torneo se ocupaba de todos los candidatos de entre trece y dieciocho años, y, como ya Laya y Salkysso habían dejado de echarse pullas, me entretuve observando a la gente.

Tras unos minutos de observación, me fijé en una joven semi-elfa de ojos rosáceos. Era tan pequeña que me costaba imaginar que tuviese más de trece años. Tenía la misma estatura que Deria, pero sus rasgos no eran los de un faingal, y supuse que debía de tener algún problema de crecimiento, aunque al ver la energía con que lo miraba todo a su alrededor, nadie hubiera dicho que su pequeñez la afectase de algún modo. Su aspecto era tan peculiar, que me detuve un instante a contemplarla: tenía una ancha camisa blanca cubierta de una tela azul finísima que se henchía con la menor brisa, de modo que al moverse parecía estar a punto de echar a volar. Iba acompañada de un anciano de cara tremendamente arrugada, que contemplaba a la niña con todo el cariño del mundo. Me pregunté, con cierta curiosidad, en qué especialidad tendría pensado presentarse como candidata.

Al cabo de un cuarto de hora de espera, empecé a aburrirme y le pedí a Frundis que me enseñase alguna nueva canción.

“¡Una nueva canción!”, exclamó el bastón, fingiendo irritación. “¡Y qué alegremente lo dices, como si crear una canción respetable fuera lo mismo que tirar una piedra!”

“Frundis, ya sabes que aprecio enormemente tu talento musical”, le dije, preguntándome cuántas veces le había repetido semejantes palabras. “Aunque… ¿No será que se te han agotado las canciones de tu inventario?”

“¿Agotarse…?”, repitió Frundis, con la voz sofocada y aguda de indignación. “¡Ya verás, impertinente!” Y entonó una canción que empezaba así:

Oh, triste Ajensoldra mía,
luna de mi blanco amor,
dime, si hoy se muere el día,
¿volveré a escuchar tu voz?

Pero enseguida, terminando el cuarto verso, Frundis añadió en un bufido que contrastaba totalmente con el tono melancólico de la canción: “¡Qué desfachatez! ¿Desde cuándo ha tenido fin mi inventario de canciones?”

Me encogí de hombros, reprimiendo la risa, mientras Syu ponía los ojos en blanco.

“La música no se puede cortar así, tan repentinamente”, protesté. “¿Quién es el que le canta a Ajensoldra? ¿De cuándo es la canción?”

“¡Ja!”, dijo el bastón, triunfante. “No puedes resistirte, ¿eh? Mi música es endemoniadamente mejor que esa cacofonía que estoy oyendo.”

Tardé un momento en entender que se refería a la algazara de voces que cubría la avenida y solté un pequeño resoplido, divertida. Frundis creía ver la música por cualquier lado, aunque fuese tan sólo el chirrido de una puerta o el griterío de la gente. Entonces el bastón volvió a empezar su canción y Syu y yo nos fuimos balanceando tranquilamente al ritmo nostálgico de la canción, que contaba la trágica historia del último príncipe del Imperio de Nédiel, Ansu Delamjiar, obligado a salir de su tierra por las malvadas artimañas de otro príncipe, hermano suyo, codicioso y sediento de poder. Y la canción acababa con una acusación desgarradora:

Y si me buscas, Zaú,
por los desiertos de fuego,
te harán sus arenas ciego
y te privarán de luz,
y te quitarán los ojos
las montañas de Majir,
las columnas del gran Lir
por dejar sólo despojos
entre nuestro pueblo y tú.
Allá lejos, has dejado
huérfano nuestro poblado,
has desterrado tu sangre
y esperado a que desangre
tu debilidad mis brazos.
Y ya es demasiado tarde,
no puedo salvar mi tierra,
tampoco lo puedes tú…
Ay, tiempo es ya de alejarme
del mundo, de mi ataúd
a un paso estoy… Dime, hermano,
¿alguna vez has pensado
en tu pueblo? Ahí, lejos, vense
los pobres ajensoldrenses,
mirar el alba llorando.
¡Príncipe tirano, tú,
maldito seas, Zaú!
Dime, ¿alguna vez, mirando
la negra nube en lo azul,
has pensado que esa nube
tal vez podías ser tú?

La canción lírica y épica al mismo tiempo se acababa en una nota final estremecedora. Pero no pude apreciar el efecto todo lo que quise, ya que Galgarrios me cogió del brazo para que no me quedase atrás: íbamos a entrar en la Casa de Torneo. ¡Al fin!

Estaba ya entrando cuando divisé, a la vuelta de la esquina del edificio, una silueta con capa verde fosforescente que me llamó la atención. Al girarse, vi su máscara plateada y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. ¡Era la misma persona que, la víspera, había querido guiarme hasta Kwayat! No podía creerlo. Me hubiera gustado alcanzarlo y preguntarle quién era, me hubiera gustado ver su rostro. Pero Galgarrios me distrajo, llamándome la atención, y al volver a mirar hacia la esquina, la silueta de la capa verde y la máscara plateada se había esfumado.

La Casa de Torneo era tan fastuosa por dentro como por fuera. El suelo era de piedra blanca y se habían dispuesto varios bancos para permitir a la gente esperar sentada mientras un equipo de cinco escribanos, metidos detrás de sus escritorios, atendían uno a uno a los candidatos.

Quienes decidían de nuestras especialidades eran naturalmente nuestros maestros correspondientes, de modo que cuando pasó la primera pagodista de Ató, no me sorprendí al ver al maestro Áynorin acompañarla hasta el escribano. Sucedieron varias personas y cuando el maestro Áynorin me llamó, me levanté y me acerqué. El escribano me tendió un pergamino y advertí que era la lista de todos los kals de Ató, con las diferentes especialidades, y que a la derecha pedían que dibujáramos el signo de un círculo tachado, signo que simbolizaba la plena aceptación de las condiciones del Torneo. Después del rollo que nos había metido el maestro Tuan, creía tener las ideas bastante claras sobre el tema para poder decidir en toda conciencia poner el signo de aceptación.

Cogí el lápiz y me detuve justo antes de dibujar el signo. ¿Por qué diablos me habían marcado en la especialidad de ilusionismo, además de la de har-kar?

—¿Te pasa algo, Shaedra? —inquirió Áynorin tranquilamente.

—¿I… Ilusionismo? —dije simplemente, totalmente desconcertada.

El maestro Áynorin frunció el ceño y examinó la lista con cierta sorpresa.

—Vaya, eso debe de ser un error…

—Pues claro —espiré, más aliviada.

—A menos que sea idea del maestro Dinyú —prosiguió el maestro Áynorin.

—Exacto —dijo la voz del maestro Dinyú, detrás de nosotros—. He pensado que, puesto que eras tan hábil con las armonías, podrías también pasar las pruebas de ilusionismo, ¿qué te parece?

Contemplé al belarco en su túnica negra con aire confundido. ¿Era él el que me había metido a las pruebas de ilusionismo? ¡Por Ruyalé! Eso sí que era una sorpresa, sobre todo que, si se exceptuaban las clases de armonía que me había dado Daelgar durante unos meses, no poseía tampoco unos conocimientos muy avanzados sobre el tema. Vale, al parecer tenía bastante habilidad para usarlas, en realidad me pasaba un poco lo contrario que con las demás energías: controlaba mejor la práctica que la teoría, y eso era todo un puntazo, pero… ¡de ahí a participar en las pruebas del Torneo de Aefna! Ya veía venir el desastre.

Negué firmemente con la cabeza.

—Me parece una locura. Yo… apenas utilizo las armonías. Yo no…

—Bah, bah —me cortó el maestro Dinyú con tono motivado—. A mí me pareció una buena idea. No puedo pedirle a alguien que participe en otro campo pagodista que no sea el suyo, porque nunca podrá controlarla tan bien como un kal especialista, pero el estudio de las armonías no forma parte de la enseñanza kal. De modo que todo el mundo está en las mismas, y tienes todas las posibilidades de ganar alguna corona, ¿qué te parece? —repitió.

Lo contemplé un momento, atónita, y la expresión sonriente del maestro Dinyú se fue poco a poco ensombreciendo. Al cabo, suspiró.

—¿Es una mala idea? Debí habértelo comentado antes, pero se me olvidó, y cuando tuve que rellenar las hojas de candidatos… —No acabó la frase e hizo un ademán vago—. Venga, cámbialo si quieres.

—Imposible —intervino el escribano—. A los pagodistas os hemos atribuido ya todos los horarios de las pruebas. No se puede cambiar.

—¿Que no se puede cambiar? —repitió el maestro Dinyú, alucinado—. Pero… yo creía que esas hojas eran algo… provisional.

—¿Qué lógica tiene que no se pueda cambiar? —insistió el maestro Áynorin al escribano, que se estaba impacientando cada vez más.

—Maestros, yo sólo os informo: o vuestra alumna no participa o participa en las especialidades marcadas. En el documento de candidatura todo está explicado de manera clara.

El maestro Dinyú parecía del todo anonadado y me miró con cara culpable. Su expresión era sincera. Syu bufó y yo puse los ojos en blanco.

“¡Syu! No le enseñes los dientes al maestro Dinyú, no ha hecho nada malo. Sólo una estupidez”, le expliqué.

—Está bien —dije, con la impresión de estar haciendo un error. Empuñé la pluma y dibujé el círculo tachado sobre la hoja.

—¿Estás segura? —me preguntó el maestro Dinyú, acercándose—. Yo creía que te haría ilusión ver a artistas armónicos, pero por lo visto he metido la pata.

—Por supuesto que no —repliqué con sinceridad—, las armonías es la energía que hasta ahora me ha interesado más, pero no por ello soy una especialista armónica ni nada de eso.

El maestro Dinyú pareció alegrarse de que no me tomara su error tan mal y sonrió.

—¿Sabes qué? Mi esposa va a llegar de un momento a otro, y ella es una gran armónica aunque lo niega. Ella te podrá animar mejor que yo.

Me dio un golpecito sobre el hombro y me fui afuera con los demás kals que ya habían pasado. Cuando les comenté que participaría también en las pruebas de ilusionismo, todos se sorprendieron de que el maestro Dinyú hubiese considerado mis dotes armónicas tan alto como para hacer algo así.

—Es de todos sabido que las armonías no sirven de nada —dijo una voz detrás de mí.

Marelta, cómo no. Me giré, apretando a Frundis más fuerte de lo necesario.

—Es una energía de bohemios —añadió la elfa oscura—. No digo más.

—Pues no digas más —repliqué—. Pero el maestro Dinyú no opina lo mismo.

—¿No? Será porque piensa que sólo vales para crear ilusiones. Ya que todo en ti son mentiras.

—Para que sepas, su esposa es una gran armónica —solté, repitiendo las palabras del maestro Dinyú.

En ese mismo instante, tuve la impresión de que hubiera hecho mejor en callar la boca. Marelta me dedicó una mueca sarcástica.

—Los Fen Arbaldi y los Dowkan son familias iskamangresas —se limitó a decir. Pretendía por supuesto insultar a Dinyú Fen Arbaldi y a Saylen Dowkan con estas palabras, pero sólo con el ánimo de herirme a mí. En los ojos de Marelta Pessus destellaba un brillo de crueldad que yo nunca había llegado a entender.

“Frundis, si fueras tan amable de cantarme una canción de cuna… evitarías una escena tan trágica como la de Ansu Delamjiar”, le aseguré.

Frundis gruñó y por llevarme la contraria me llenó la cabeza de una música disonante que tuvo un efecto relativo: por un lado, dirigí todo mi enfado hacia el bastón, y por otro, perdí el equilibrio sin aparente causa, como si me hubiese fallado algo repentinamente.

“¡Frundis!”, le grité, intentando separarme de él mentalmente, en vano. Al parecer, era imposible alejarse de Frundis mentalmente sin hacerlo materialmente. Y si continuaba con su música horrenda unos segundos más, nada era más seguro que lo mandaría a tomar vientos por nuevas riberas.

Pero antes de que decidiera nada, la orquesta asesina murió en un son de platillos atronador.

“¡Lo he encontrado!”, se entusiasmó de pronto Frundis. “¡La nota macabra!”

Moví la cabeza y abrí los ojos con la impresión de haber estado oyendo los gritos de mil arpías durante un día entero: los demás kals se amontonaban a mi alrededor, curiosos, y Galgarrios, de rodillas, me sacudía por los hombros. Sus ojos castaños, algo amarillos, me contemplaban, inquietos.

Pestañeé y resoplé.

—Estoy bien —dije, enderezándome—. Estoy bien —repetí.

“Shaedra, ¡es fenomenal!”, decía Frundis, excitadísimo.

“¿Qué es fenomenal?”, le pregunté, aturdida.

“El sonido, la música, ¿lo has oído?”, me preguntó, dominado por el delirio de su creación.

“Y tanto que lo hemos oído”, gruñó Syu, aún mareado por la música. “Era horroroso.”

“¡Sublime querrás decir!”, replicó Frundis.

“Frundis”, resoplé. “¿Por qué no te dedicas a hacer músicas bonitas?, no sé, alegres o dulces, pero no músicas que imitan los infiernos de Vaersin, te salen demasiado… er… sublimes.”

Frundis, en vez de indignarse por mi ineptitud como solía hacerlo, entró en un irritante mutismo. Con un suspiro, me levanté. Frundis, a veces, parecía un niño mimado de cinco años.

—¿Te encuentras bien, Shaedra? —me preguntó Salkysso, al verme de pie pero algo ida.

—Mm… Sí —contesté mirando las caras a mi alrededor con cierta extrañeza—. Pero será mejor que vuelva a la pagoda… a descansar.

Tanta emoción, inexplicablemente, había despertado ligeramente los efectos del veneno que guardaba aún en mi cuerpo, y volví a la Pagoda de los Vientos casi volando, temiendo que la anrenina me atacase con su habitual rapidez.

Por el camino, sentí que el fuego abrasador del veneno ya empezaba a expandirse, y me entró el pánico: ¡iba a estar obligada a convertirme en un demonio en plena calle! Pero llegué a mi cuarto sana y salva, y con la extraña impresión de que ya no sentía el sabor amargo en la boca. El veneno empezaba a perder poder, entendí, inmensamente aliviada. Eso sí que era una buena noticia.

* * *

Aquella tarde, fui a Las tres velas, donde se hospedaban Dolgy Vranc y Deria. Pasé unas horas con ellos, charlando y hablando del Torneo y de sus proyectos para la fabricación de juguetes. Yo les aconsejé como pude para su comercio, pero estaba claro que Deria poseía un sentido de los negocios mucho más lucrativo que el mío y que no necesitaba de mis consejos.

Luego, salimos al mercado en la plaza más cercana y mientras Deria curioseaba, admirando todos los objetos que veía, Dolgy Vranc y yo avanzábamos más tranquilamente. No había llevado a Frundis porque, aunque su mutismo empezaba a preocuparme, no había olvidado la mala pasada que nos había jugado a Syu y a mí aquella mañana.

—Por cierto —dijo el semi-orco, cuando pasábamos delante de un tenderete lleno de jarrones magníficos de Kaendra—, Deria me dijo lo de la carta.

Sus palabras me pillaron desprevenida y lo miré, sin entender.

—¿La carta?

—La carta de Aleria, sí. Me dijo que te la enseñó. No pienses que yo no quería enseñártela… pero pensé que… bueno, ya sabes, que irías en su busca, como una aventurera insensata…

Lo contemplé un momento y me encogí de hombros.

—Se me pasó por la cabeza —concedí—. Pero de todos modos, la carta no me enseñó nada nuevo, aparte de que seguían vivos.

—No, pero su última frase podría haberte preocupado más de lo necesario.

Fruncí el ceño, tratando de recordar la carta de Aleria, pero entonces el semi-orco, con gravedad, se puso a recitar:

“No quiero preocupar a nadie, pero, si no vuelvo en primavera, te pido por favor que destruyas todo lo que encuentres en el laboratorio de mi casa.”

Oyendo esas palabras, me vinieron las últimas de la carta: “Hay cosas que no deberían haber estado nunca ahí. Por favor, hazlo sin remilgos.” Aleria me había pedido que destruyese todo lo que había en el laboratorio de Daian. Y no había vuelto en primavera. Pero yo no había hecho nada. Sencillamente porque me había olvidado. ¿Cómo podía haberme olvidado de un favor que me pedía mi amiga y que parecía ser tan importante para ella?

—Venga, no te atormentes —me dijo Dol, pasándome su enorme brazo sobre los hombros, como para consolarme—. Tan sólo quería decirte que no te oculté la carta por una razón escondida ni nada de eso.

Asentí con la cabeza, convencida de ello, pero luego pregunté:

—¿Y el laboratorio?

A Dolgy Vranc siempre le habían interesado los experimentos de Daian, ¿qué pensaría de la idea de destruir todas sus pociones?

—Ah, esa es otra cuestión —respondió—. Pero supongo que Aleria tiene razón: si el laboratorio puede perjudicar a Daian, lo mejor es destruirlo.

No parecía agradarle lo que decía, y su fascinación por la alquimia me parecía peculiar. Así como me parecía singular el afecto que sentía por Daian. ¿Acaso no había confesado él mismo, en varias ocasiones, que le gustaba? Lo terrible era que nunca lo habíamos tomado en serio porque, ¿cuándo se había visto a un semi-orco enamorado de una elfa oscura? Aun así, recordaba que, tras la desaparición de Daian, Dolgy Vranc tampoco había parecido tan afectado, pero como no siempre captaba, y aun todavía, todas las expresiones y gestos del semi-orco, era difícil cerciorarse.

Dejamos ahí la conversación sobre Aleria. De todas formas, hacía tanto tiempo que se habían ido, ella y Akín, que cuanto más pensaba en ellos más triste me ponía.

—Pensemos en lo que te espera mañana —soltó Dolgy Vranc—. Tendrás que soportar la inauguración durante dos horas enteras. Y luego, a quedarte sin dientes.

Divertida, fingí hacerle un ataque del har-kar que llamábamos el ataque estrella.

—¡No me quitarán ni uno! —le aseguré, sonriente.

—Pues si atacas de esa forma, me extrañaría —repuso él, burlón.

—¡Dol, Shaedra, mirad! —nos gritó Deria, por encima del griterío.

Divisamos a la joven drayta, pegada a una columna, tendiendo la mano hacia el cielo. Cuando levanté la mirada, vi unos globos de colores que planeaban, cayendo muy lentamente, y volvían a rebotar en los techos de las casas o eran otra vez lanzados por la gente cuando caía al suelo. Al principio, eran pocos globos, pero poco a poco se fueron multiplicando y, al avanzar por la calle, vimos que quienes los lanzaban eran un grupo de snorís de la Gran Pagoda, bajo la mirada atenta de un maestro.

“¿Van a llenar la ciudad de globitos de colores?”, me preguntó Syu, dejándose caer sobre mi hombro después de haber estado fisgando los tenderetes con Deria.

Me eché a reír. “¡Son sus costumbres!”

La expresión de Syu mostraba claramente lo que pensaba de todo aquello.