Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

19 Máscaras

Transcurrían los días y cada vez quedaba menos tiempo para el primer Ventisca de Tablonas. El primer Jabalina, empezó la Fiesta de la Primavera, y desde el campo de entrenamiento de la Pagoda oíamos las músicas alegres y el griterío de la multitud. Tomamos la costumbre de salir a pasear al atardecer, pese al cansancio acumulado durante el día, porque nadie quería perderse el ambiente festivo que reinaba aquellos días en Aefna.

Un día, Arleo nos llevó a ver el Teatro al Aire Libre, en la Plaza Margarita, y también nos condujo al Teatro Imperial, pero la entrada era realmente cara y varios se echaron para atrás, incluida yo, que aparte del libro de Wigy y el paquete de galletas, no tenía más que cuarenta kétalos y desde luego no pensaba gastármelos tan rápidamente como parecía hacerlo Yori.

Así que los que quedamos, nos dirigimos a una plaza de donde provenían cantos populares y risas. Enseguida vimos la diferencia de clase entre la gente del Teatro Imperial y aquella. Pero el ambiente era más alegre y no había que pagar para divertirse. Muchos llevaban una especie de corona luminosa en la cabeza, de modo que refulgían los rayos de luz en las casas vecinas como luceros. Más de uno llevaba máscara, y ¡qué máscaras! Algunas, de un color dorado, tenían forma de pájaros. Podían cubrían toda la cara, o tan sólo la boca, o el contorno de los ojos. Intentamos imitar los bailes, pero el resultado era poco halagador, particularmente el mío. Por eso nos pusimos a bailar haciendo tonterías y acabé, más que bailando, haciendo piruetas como una experta. Mis acrobacias provocaron más impresión de la que esperaba y a la gente le gustó tanto que más de uno intentó imitarme, y en definitiva se mantuvieron entretenidos girando y haciendo medias piruetas y muchos acabaron echados en el suelo, carcajeándose, medio borrachos.

—Vaya, la que has armado —me dijo Salkysso, observando el resultado.

Dos niñas gemelas intentaban levantar a su hermano mayor, diciéndole que no era ningún acróbata y que acabaría rompiéndose algo. Me giré hacia Salkysso con aire inocente.

—Yo no les dije que se tiraran al suelo —repuse.

—¡Yujú! —soltó Kajert, encima del estrado, mientras andaba sobre las manos. Una de las dos cantantes fingió atacarlo y el caito realizó un salto, volviendo precipitadamente a ponerse de pie.

Sonreí anchamente y Salkysso soltó una carcajada.

—¡Kajert! —lo llamó. Cuando el caito se acercó, añadió—: será mejor que nos marchemos de aquí antes de que pase la guardia, que esto se ha convertido en una guardería.

De hecho, la gente más seria ya se había marchado a otro lugar, evitando las locuras de los jóvenes y bisoños acróbatas y beodos.

Salkysso, Kajert, Galgarrios, Ozwil y yo nos alejamos y nos dirigíamos ya hacia la Gran Pagoda cuando de pronto vi una silueta conocida y sonreí, llena de alegría.

—¡Dol! —exclamé, precipitándome hacia el semi-orco.

No sé por qué, no frené a tiempo y me empotré contra él.

—¡Umpf! —soltó Dolgy Vranc, poniendo sus manos sobre mis hombros con una sonrisa de orco.

—¡Shaedra! —gritó Deria, tirándoseme encima—. ¡Al fin te encontramos! Al final salimos más tarde de Ató, y sólo llegamos ayer. ¡Esta ciudad es maravillosa!

Me reí y me giré hacia mis compañeros que se acercaban más tranquilamente.

—Seguid, si queréis, ya os alcanzo —les dije. En ese momento salió Syu de ninguna parte y subió a mi hombro, como nervioso por toda la agitación de la calle—. Ya nos dirigíamos a la Gran Pagoda —expliqué a Dol y a Deria—, es que el maestro Áynorin nos despierta muy pronto para entrenar. Pero decidme dónde os hospedáis y pasaré a veros mañana a la tarde.

—¡Las tres velas! —declaró Deria, pegando saltitos de emoción—. Dol y yo vamos a ver un espectáculo. ¿Seguro que no quieres venir con nosotros?

Negué con la cabeza, a pesar mío.

—Quedan dos días para Ventisca, y soy buena har-karista pero no puedo pelear con los ojos cerrados.

—¡Apostaré por ti! —soltó Deria.

—Venga, ve a dormir —dijo Dolgy Vranc, despeinando mi cabello con su manaza—. Y mañana ven a merendar con nosotros cuando toquen las seis o por ahí.

—¡Estaré ahí! —les prometí y los observé alejarse calle arriba, sonriendo al ver que la pequeña drayta se subía a los hombros del semi-orco y reía sin parar.

Entonces di un paso precipitado hacia la izquierda para evitar a tres jóvenes cogidos del brazo que iban gritando más que cantando Niña, déjame entrar. A salvo al fin del movimiento de la calle, arrimada a una columna, me percaté de que Syu seguía estando nervioso y fruncí el ceño.

“¿Qué te ocurre?”, pregunté.

El mono no supo qué contestarme. Notaba que estaba nervioso, pero él mismo no sabía explicarme por qué.

“¿Y quieres hacerme tragar que no eres un adivino?”, repliqué, burlona.

“Es algo… Es como si hubiese la misma persona en cada calle que pasamos”, explicó con lentitud.

Me quedé en suspenso un momento, meditativa.

“¿Quieres decir que alguien nos sigue?”, pregunté, súbitamente turbada.

“¡Ah!”, dijo Syu, entendiéndolo. “Pues quizá sea eso.”

Sorprendida al notarlo más tranquilo, eché un vistazo a los transeúntes. Todos pasaban sin ni siquiera mirarme.

“¿Qué pinta tenía?”

“Tenía una capa verde”, dijo Syu, y tras una pausa añadió: “Como la mía.”

“¿Y por qué estás tan seguro de que nos sigue?”, continué.

Syu se encogió de hombros.

“Por un momento creía que era un enemigo, pero yo soy un poco tremendista”, confesó.

“¿Un enemigo?”, repetí, poniéndome a andar hacia la Gran Pagoda. En aquel momento, los únicos enemigos que me venían en mente eran Yeysa y Marelta.

“Mmpf”, soltó el mono. “No importa…” Iba a añadir algo cuando gritó: “¡es él!” subiéndose a mi cabeza.

Me giré de golpe y vi una silueta enmascarada con una larga capa de un color verde claro. La silueta pareció verme, realizó un signo, como si quisiera que lo siguiese; entonces dio media vuelta y se puso a correr. ¿Y si tenía algo que ver con los demonios…? Me puse a correr detrás de ella, soltando:

“Syu, ¿quieres bajarte de ahí? Al final me vas a arrancar el pelo”, me quejé.

“Es como si fuera mío, las trenzas las he hecho yo”, replicó el mono. Aun así, se bajó, sentándose en mi hombro. “No estaba soñando: realmente nos seguía.”

“Sí, pero no parece un enemigo. Aunque si fuese un amigo…”, dije, sin acabar la frase. Si fuese un amigo, ¿por qué no hablarme directamente? Ralenticé inconscientemente el ritmo y me detuve en una calle estrecha y menos bulliciosa que la que acababa de cruzar.

—Esto no me gusta —murmuré.

“En los libros, es típico que los malos utilicen esta estrategia para atraer a los majos. Y los majos normalmente caen como tontos”, añadí.

La silueta se había parado al ver que ya no la seguía. Repitió el gesto dos, tres veces, cada vez más impaciente. Di un paso para adelante y el misterioso personaje dio un paso para atrás. Tenía una máscara plateada que, bajo la luz de las linternas, mostraba unos gordos mofletes infantiles. Volvió a retroceder un paso y viendo que no me movía dio media vuelta y desapareció detrás de la esquina. Fruncí el ceño, extrañada. ¿Quién era? A lo mejor no me quería hacer daño ni nada de eso, ¿pero cómo podía saberlo? Además, no tenía a Frundis para defenderme, lo más sensato era dar media vuelta y volver a la Gran Pagoda.

Iba a dar media vuelta cuando apareció de pronto una silueta más alta que la otra y sin máscara. Llevaba una larga capa negra y su andar me resultaba familiar. Entrecerré los ojos. ¿Quién…?

—Shaedra.

La voz me llegó al mismo tiempo que el perfume a rosas y enseguida me relajé y corrí hacia él.

—Kwayat —resoplé, deteniéndome ante él—. Creí que no vendrías. Hasta intenté buscar por mi cuenta el lugar donde…

La mirada imperante de Kwayat me hizo callar y girar los ojos hacia mi alrededor.

—Sígueme.

—La persona de la capa verde, ¿es amigo tuyo?

El demonio esbozó una sonrisa.

—No precisamente. Pero le convenía ayudarme. Veo que la desconfianza ha vencido la curiosidad —añadió.

—¿Por qué esa pantomima? —pregunté, algo sorprendida—. ¿Por qué no haber venido a encontrarme directamente?

Kwayat me miró y luego se paró, abrió la puerta a su derecha y entramos dentro en silencio.

—Algunos podrían reconocerme —contestó, después de cerrar la puerta con cerrojo—. Pasé en Aefna muchos años, de joven. La gente que me conoció me reconocería y se extrañaría al verme tan… joven todavía.

Observé rápidamente el interior de la habitación. No había rastro de la persona con capa verde. Había una mesa con un candelabro encendido y con un cuenco lleno de manzanas, tres sillas, una cama detrás de un biombo de cuatro paneles adornado con el dibujo de un roble sin hojas… Y no había más. Me giré hacia Kwayat enarcando una ceja al oír sus palabras.

—¿Quieres decir que no has envejecido desde entonces?

—No exactamente. Antaño, utilizaba el sryho para frenar el envejecimiento.

—¿No dijiste que eso era peligroso? —pregunté.

—Por eso lo dejé —sonrió Kwayat—. Pero así y todo, me dejó marcas indelebles.

—A más de uno le gustaría —me burlé—. Y bien —proseguí, sentándome en una silla—, ¿por qué has tardado tanto?

—Ah, es verdad. Siento no haberte avisado. He estado muy ocupado con Naura. Eso me ha alejado de mi deber de instructor, y te pido disculpas por ello.

Lo miré, boquiabierta. Jamás pensé que Kwayat me fuera a pedir las más mínimas disculpas.

—¿Naura? —repetí entonces—. ¿Volviste en busca de la dragona?

—Así es, me ocupé de ella. La estudié y me la llevé a las Anarfias. Es el lugar más cercano de por aquí donde haya dragones. Debí imaginarme que Naura no era una dragona como las demás. Nació deforme. Por eso la abandonaron. Cuando la viste, ya había alcanzado su talla adulta. Y los dragones de las Anarfias la echaron de sus hogares. Así que, antes de que la dejaran muerta de hambre, me la llevé otra vez.

Me quedé mirándolo fijamente.

—¿No me estarás diciendo que la has metido en Aefna? —solté, alarmada.

Sorprendido por mi pregunta, Kwayat soltó una breve carcajada.

—Sería una idea disparatada —afirmó—. No. La dejé a salvo, lejos de aquí. Pero no se hable más de eso. Tenemos mucho trabajo que hacer antes de que te vean los Comunitarios. Intentarán hacer que te unas a su causa. Te dirán un montón de bonitas ideas, totalmente ideales. Te hablarán de justicia, de unificación, de libertades: todo patrañas. Sahiru no te dirá nada. Él ha perdido la fe. Pero Luldy te soltará el discurso habitual, el mismo que empezó a soltarte la última vez. Dadvin con su carita simpática y Kierrel con su aire convincente: tú no les hagas caso. Lo único importante es que sepan que te estoy instruyendo como es debido y que no tienes ningún secreto a propósito de Zaix ni nada de eso.

—¿Zaix? —solté, sobresaltándome—. ¿Me van a preguntar cosas sobre Zaix?

—Indagarán, para intentar saber más, por supuesto, pero Zaix se las arregla siempre para que nadie desvele nada sobre él.

—¿Quieres decir que Zaix estará ahí? —Palidecí.

—Estará junto a ti siempre que quiera. Pero nunca físicamente, por supuesto. Es el Demonio Encadenado.

—Por supuesto —resoplé, aliviada.

Lo cierto era que hacía mucho tiempo que no había notado la presencia de Zaix. Zaix parecía haberme olvidado, y quizá no se hubiera enterado ni siquiera de que había estado a punto de morirme envenenada. Enseguida me agité, nerviosa, al preguntarme qué diría Kwayat si supiera que había perdido el control durante mi transformación. Era una de las cosas que Kwayat no había parado de repetirme: cuanto más me transformaba, más grave era perder el control de la Sreda. Quizá porque uno prestaba menos atención a lo que hacía si se acostumbraba a ello, reflexioné.

—Lo que quiero decir es que dudo de que te haya revelado ningún secreto —retomó mi instructor, sentándose él también en una silla, frente a mí—. Pero eso no es de lo que más te tienes que preocupar.

Su tono me alarmó y dejé mis pensamientos a un lado para escucharlo. La mirada fija en el muro desnudo y agrietado, el rostro de Kwayat reflejó por un momento intensa concentración.

—Te dije que los Comunitarios en realidad no tenían ninguna legitimidad para los Demonios Mayores. Es cierto, pero aun así los Comunitarios no dejan de tener poder. Recogen información y saben mucho. Normalmente deberían dejarme más tiempo para instruirte, saben que no he tenido tiempo de enseñarte todo lo básico. Pero los Comunitarios sienten curiosidad ya que no todos los días llega un nuevo demonio de trece años… Tu venida ha provocado revuelo. Sí —dijo, ante mis ojos sorprendidos—. Aunque no por ello dejarán de ser tan exigentes como siempre —declaró, mirándome, mientras yo me estremecía, sintiéndome incómoda.

—Exigentes, ¿de qué manera? —pregunté, temiendo ya que mi entrevista con los Comunitarios se convertiría en una catástrofe.

—Primero, se cerciorarán de que sigues el camino correcto y que tu Sreda está bien dominada. —Agrandé los ojos ligeramente—. Luego, te harán preguntas.

“¿Quieres dejar de agitarte?”, le dije a Syu, nerviosa.

“Si eres tú la que te agitas como una pulga”, replicó él, saltando a la mesa, después de haber examinado la pequeña habitación con detenimiento.

Kwayat me miró con sus ojos azules y penetrantes.

—Y tendrás que contestar a ellas sin ofenderles ni prometerles nada —añadió.

Asentí con la cabeza, abrí la boca decidiéndome de pronto a hablarle de mis transformaciones y de la anrenina, pero acabé cerrando la boca sin haber dicho ni una palabra.

—No puedo darte muchos más consejos, a lo mejor han decidido cambiar su manera de proceder, pero en todo caso no hagas ninguna promesa —insistió.

—Descuida —le dije.

Mi instructor me escudriñó como intentando sondear mi pensamiento y luego se levantó.

—Entonces coge una manzana y ve a dormir. Vuelve mañana a la noche a este mismo sitio. Es preciso que aprendas algunas cosas más sobre el poder de la Sreda y tenemos muy pocos días.

Ya volvía a tener los días y las noches llenos de tareas. De día, entrenando y peleando y de noche hablando de Sredas y de demonios, ¿cómo podría encontrar un momento tranquilo para preocuparme por nada? Adivinando quizá mi pensamiento, Kwayat añadió con tono categórico:

—Un demonio debe aprender lo que es la Sreda como cualquiera debe aprender a hablar o a andar.

Entendí que no me quedaba más remedio y asentí, levantándome.

—Entonces hasta mañana —dije, saludándolo.

—Perfecto.

Cogí desenfadadamente una manzana del cuenco y me fui hasta la puerta mientras Syu pegaba un salto y aterrizaba en mi espalda, cogiéndose de mis trenzas para acabar de trepar hasta mi hombro pese a mis protestas. Una vez fuera, llevé la manzana a mi boca y le pegué un mordisco, pensativa. La calle estaba silenciosa, pero aún se oía el rumor de la Fiesta de Primavera.

Levanté la mirada hacia las casas y una súbita idea me animó.

“¿Y si volvemos a la pagoda por un camino más divertido?”, sugerí.

El mono gawalt puso cara de vago pero le solté varias frases que despertaron su orgullo gawalt y unos minutos después, tiré el corazón de la manzana al pie de un árbol y me dediqué a buscar una manera prudente para subir a los tejados. Cuando la encontré, me sumergí entre tinieblas armónicas y subí a una columna ayudándome de mis garras. Fui saltando de balcones en balcones hasta que llegué al tejado del edificio. Subí hasta la cumbrera y me quedé un momento ahí, absorta en la contemplación del Palacio Real. Aun de noche, parecía que en el Palacio era de día. Era como si estuviese rodeado de una esfera de luz. Las fachadas reflejaban un color blanco límpido y casi sobrenatural. Las grandes calles estaban aún iluminadas y en el cielo negro, aunque este estuviese despejado, apenas se podían vislumbrar las estrellas.

Por la calle que acababa de abandonar, pasó un grupo de hombres cantando ruidosa y desacompasadamente una canción cuya melodía ni reconocí de lo desastroso que era el resultado.

Desprendiéndome de la contemplación de Aefna, seguí mi camino dando ágiles saltos, feliz de comprobar que al fin y al cabo Aefna no era tan diferente de Ató. Syu tuvo que reconocer que empezaba a dar claras señas de que me había convertido en una verdadera gawalt.

“Una gawalt que va a ser devorada viva por unos demonios”, añadí, al deslizarme finalmente hasta el suelo, frente a los jardines de la Pagoda. Yo misma al escuchar mis palabras me sorprendí al notar la repentina amargura con que las decía.

Sí, Kwayat me había enseñado mucho sobre los demonios. Me había enseñado la teoría sobre la Sreda y hasta sabía algo sobre la práctica. Acaso donde había hecho más progresos era aprendiendo a hablar tajal pero, según Kwayat, ni siquiera todos los demonios sabían correctamente hablarlo. En definitiva, tenía la triste convicción de que mi entrevista con Sahiru, Luldy, Kierrel y Dadvin iba a ser más bien decepcionante. Pero ¿había algo que podía hacer para evitarlo?

Entré por el jardín y, esquivando difícilmente las macetas que obstruían casi la veranda, me metí en mi cuarto en silencio. Me desvestí y me tumbé, y junto con Syu empezamos a contarle a Frundis todo lo que había pasado. Mientras tanto, el bastón gruñía, quejándose de que no lo hubiese llevado y luego se encerró en un silencio enfurruñado y no pudimos más que burlarnos amablemente de su silencio malhumorado, aunque le prometí que ya no volvería a dejarlo atrás. Mi promesa aplacó enseguida el enojo de Frundis y se puso a cantar con una voz vibrante de tenor y, sorprendida por el canto, que no pegaba nada con su estado de ánimo anterior, solté una risotada y enseguida me tapé la boca, consciente de que los tabiques que separaban cada cuarto eran muy finos. Despertar a todo el mundo era más bien una mala idea. ¡Y qué decir si despertaba a Salkysso!, me imaginé, frunciendo el ceño. Dormir era uno de los momentos preferidos del elfo oscuro, y aunque Salkysso no era de los que se quejaban mucho, sabía, por conocerlo desde niño, que cuando no dormía lo suficiente se pasaba todo el día bostezando y poco hablador.

Cerré los ojos y al de un rato me di cuenta de que estaba pensando otra vez en los Comunitarios. Kwayat no parecía tan preocupado, me dije en un momento, soltando un suspiro y relajándome. Así que, ¿para qué atormentarse?

Lentamente, me sumí en un sueño lleno de castillos y de har-karistas que combatían pero sin tocarse ni cansarse: la lucha no podía tener fin.