Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

18 Rivalidades

El comedor de la Gran Pagoda era muy curioso. La sala no era ancha, pero sí muy larga, y conté hasta veinte mesas de gruesa madera dispuestas transversalmente. En cada una, cabíamos al menos diez personas, de modo que llegamos a ocupar sólo tres durante la comida. Los maestros, después de haberse asegurado de que estábamos bien, desaparecieron, emprendiendo el camino hacia la Pagoda, seguramente a comer en privado con los demás maestros.

Tal como había esperado, nos dejaron la tarde libre para recorrer Aefna, avisándonos de que no tendríamos muchas más oportunidades de visitar la ciudad. Yo temía que la anrenina volviese a atacarme pero al mismo tiempo deseaba visitar Aefna… Syu reconoció que mi dilema no era fácil de resolver.

Después de la comida, vinieron a hablarnos unos kals de la Gran Pagoda y escuchamos con sumo placer sus descripciones de la capital. Cuando nos propusieron servirnos de guía, todos aceptamos alegremente. Uno de los kals, el más teatral, se llamaba Arleo, un sibilio de pelo muy rojo que me llevaba más de una cabeza. Tenía los ojos de un azul más claro que los sibilios que hasta entonces había visto y su piel grisácea era más pálida que la del profesor Zeerath de la academia de Dathrun. Arleo parecía encantado de hablar con nosotros y, sobre todo, parecía disfrutar mucho escuchándose a sí mismo.

Nos fuimos pues con Arleo y los demás, saliendo de la Pagoda por los jardines. Estos últimos estaban cercados de unas columnas blancas con un estrecho cobertizo, mostrando los límites de la Gran Pagoda, pero en la práctica estaban abiertos. Nos pareció buena la idea de separarnos en tres grupos, ya que éramos tantos. Veinte minutos después, los har-karistas y Ávend estábamos siguiendo a Arleo y a Lowhia a través de las calles de Aefna. Vimos tiendas de todo tipo. Floristerías, zapaterías, relojerías, mercados, patios interiores con esculturas en las paredes… La mayoría de las calles eran calles porticadas, es decir que a ambos lados había corredores cubiertos y empedrados, y lo más curioso era que a veces había un corredor superior, esta vez abovedado, por el cual pasaba menos gente y que se utilizaba entre otras cosas para colgar la ropa. En las calles más estrechas, la ropa se tendía en las cuerdas que iban hasta la casa de enfrente, dando lugar a un río con velas multicolores.

Mientras Arleo nos hacía una visita guiada con aire profesional, Lowhia, la semi-elfa rubia que lo acompañaba, sonreía delicadamente y casi no decía una palabra.

Visitamos la Puerta de Elen, el Parque de Kaisal, volvimos a pasar por la inmensa Plaza de Laya y cuando Arleo propuso que fuéramos hasta el pie del Palacio Real, ya llevábamos cuatro horas pateándonos la ciudad, y presentía que el veneno no tardaría en asaltarme de nuevo, de modo que dije, a medio camino:

—Yo me vuelvo, tanto viaje me ha matado.

—Me vuelvo contigo —repuso Ávend.

—Está bien —dijo Arleo.

—¡No sabéis lo que os perdéis! —nos soltó Laya alegremente.

Cruzamos la Plaza de Laya y pasamos por la misma calle que habían tomado las carretas al llegar.

—Aefna es una obra de arte en sí misma —dije, animadamente—. La arquitectura de cada casa está muy cuidada… es algo intimidante, ¿no crees?

Ávend, aunque su expresión estaba más relajada que otras veces, seguía encerrado en sí mismo.

—Supongo que a sus habitantes les parecerá totalmente normal —dijo—. Pero sí, todo lo que nos han enseñado Arleo y Lowhia es bastante increíble.

Llegamos a la pequeña plaza frente a la Pagoda de los Vientos y subimos los peldaños, callados. La Pagoda estaba silenciosa. Cruzamos la gran sala vacía y llegamos a los jardines. Cuando estábamos en medio del camino, entre un enorme arbusto de flores rosas y un arbusto de hojas verdes perfectamente podado en forma de menhir, Ávend se detuvo, y con algo de retraso me giré hacia él y di unos pasos atrás.

—¿Ávend? ¿Te encuentras bien?

Estaba muy pálido y temí que le diera un mal.

—Tengo… Debería —dijo lentamente, y luego calló, soltando un suspiro.

Su silencio me exasperó. ¿Qué era lo que quería decirme?

—¿Sí? —le animé.

El jardín estaba desierto. Se oía de cuando en cuando el suave gorjeo de algunas avecillas. Ávend puso de pronto las manos en sus bolsillos y su expresión se contrajo.

—Soy un idiota —constató con irritación, y me adelantó, dirigiéndose hacia las habitaciones con precipitación.

Si no hubiese sentido en aquel momento el veneno desatarse en mi organismo, lo habría seguido y habría pedido que se explayara conmigo, que no guardara para él solo algo que lo consumía tanto. Soltando otra vez una maldición contra Taroshi, esperé a que Ávend se encerrara en su cuarto para hacer lo mismo yo en el mío. Le puse a Frundis contra la puerta, para que no se pudiera abrir desde fuera sin que yo me enterara y me transformé. La Sreda repelió la muerte y empecé a entender por qué Kwayat decía que los demonios éramos las criaturas más vivas del mundo: la Sreda, al fin y al cabo, era pura vida.

* * *

Al día siguiente, empezaron las cosas serias. Los maestros organizaron una serie de entrenamientos. Los har-karistas fuimos mandados al campo de entrenamiento más grande que había junto a la pagoda, y nos juntaron con los har-karistas de la Gran Pagoda. Primero, observamos cómo luchaban ellos, luego ellos nos observaron a nosotros, y después luchamos amistosamente. Nadie quería realmente enseñar su habilidad, y todos luchábamos tanteando al adversario, que dentro de una semana sería quizá rival nuestro durante el Torneo. El maestro Dinyú, el maestro Tuan y la maestra Jaygüen nos observaban, charlando tranquilamente entre ellos.

A la hora de la cena, estábamos todos tan agotados que casi se nos había hasta pasado el hambre. La cena fue corta y tranquila. Ozwil estaba de mal humor porque se había enterado de que no le dejarían luchar con sus botas saltadoras. Galgarrios meneaba la cabeza como si estuviese a punto de dormirse entre bocado y bocado. Laya se quejaba de que tenía agujetas y que no podría luchar al día siguiente y se había desanimado cruelmente, persuadida de que en el Torneo no haría más que el ridículo. Zahg gruñía por todo e incluso consiguió criticar la comida.

Sotkins, aunque cansada, parecía la más animada. En cuanto a los demás, Salkysso, sombrío, decía que los kals transformadores de la Gran Pagoda sabían mucho más que él. Kajert parecía más satisfecho de sí mismo, pero no se atrevía a mostrar su alegría delante de Salkysso. Ávend, por su parte, parecía totalmente indiferente ante todo lo que pudiera pasar en torno suyo.

Lo peor era ver la cara feliz de Yeysa. Había conseguido darle un golpe duro a uno de los har-karistas de la Gran Pagoda. El maestro Dinyú había tenido que intervenir y obligarle a la enorme humana a pedir disculpas, y ella así lo había hecho, pero parecía estar convencida de que había ganado y de que era más fuerte que todos. Suspiré. No solamente parecía una vaca, sino que lo era, cerebro incluido.

En cuanto a Marelta… cuando oí los comentarios de algunos kals de la Gran Pagoda, me quedé helada. Alababan su habilidad para controlar la energía brúlica. Y decían que había realizado algunos sortilegios de desintegración realmente impresionantes. La elfa oscura irradiaba triunfo y satisfacción. Y se podría haber pensado que en su alegría, se olvidaría de mí, pero no: redobló sus ataques insultantes contra mí y, por lo que vi, se hizo muy amiga de Yeysa.

A la mañana siguiente, el maestro Áynorin nos despertó muy de mañana, llevando un carrito con un enorme paquete.

—¡Arriba todos! —dijo animadamente.

Salimos de nuestros cuartos respectivos bostezando y frotándonos los ojos de sueño. Laya caminaba rígidamente, quejándose todavía de tener agujetas. Ante nuestros ojos cada vez más curiosos, el maestro Áynorin abrió el paquete que resultó contener un conjunto completo para el Torneo. Las camisas, blancas, llevaban el símbolo de la Pagoda Azul, una hoja de roble negra, perfectamente simétrica, y venían cada una con un lazo azul a modo de cinturón.

—Conservadlas limpias para la semana que viene —nos dijo el maestro Áynorin—. Tendréis que ir a presentaros con ellas en la Casa de Torneo como candidatos. Y luego llevaréis la ropa en todas las pruebas, para que todo el mundo sepa que sois de la Pagoda Azul y así de paso nos vanagloriamos un poco —añadió con una media sonrisa.

Los pantalones eran de un azul muy oscuro, casi negro, y eran holgados. Guardé camisa y pantalones en el cuarto, debajo del colchón, y salí otra vez, a desayunar con los demás. Aquella mañana, llegaron los kals de Neiram y cuando se instalaron no muy lejos de nuestras habitaciones me pregunté cuándo llegarían los kals de las otras ciudades ajensoldrenses y si cabrían en la Gran Pagoda o tendrían que irse a otro lado.

Faltaba exactamente una semana para que se iniciase el Torneo, y mientras que la gente de afuera estaba cada vez más excitada, los candidatos estábamos cada vez más estresados. Y los peores eran los de la Gran Pagoda: los har-karistas se pasaron otra vez el día entero entrenando, pero como el maestro Dinyú nos dijo que podíamos pasar la tarde donde quisiéramos, me fui con Galgarrios a la Biblioteca de Aefna. Laya, pese a estar desanimada por sus derrotas, no quería dejar de entrenar. Y Ozwil estaba tan metido en un combate con un pequeño faingal llamado Astklun que no osé interrumpirlos. Así que recogí a Frundis en el cuarto y a Syu en un roble y salimos los cuatro de los jardines.

Una de las ventajas de las pequeñas ciudades era que la biblioteca siempre estaba al lado de todo. En Aefna, incomprensiblemente, estaba algo alejada de la Pagoda y todavía más lejos del Palacio Real. En realidad, la biblioteca se situaba al pie de la colina frondosa y empinada que me había llamado la atención al llegar y donde según el libro de Wigy se encontraba el Santuario.

Cuando desembocamos en la calle Ashúa, mi mirada se fijó de inmediato en el edificio del fondo, situado en el cruce entre dos calles que partían en diagonal. Era un edificio que, a juzgar por las enormes cristaleras, pese a su altura, no debía de tener más de dos pisos.

—¡Mira! —le dije a Galgarrios.

El caito, que miraba con aire confundido la agitación de la calle, se acercó a mí, saliendo de entre las columnas y puso cara impresionada.

—Eso de debe de ser la biblioteca —asintió.

Silbé entre dientes.

—¡Menudo antro del saber! —resoplé.

Nos acercamos rápidamente, andando contra el muro interior del soportal, evitando a los transeúntes como podíamos. La muchedumbre fue amainando a medida que avanzábamos, al no haber ya tiendas en ese lado de la calle. Llegados ante los peldaños, nos quedamos admirando la Biblioteca de Aefna que se alzaba ante nosotros en todo su esplendor.

—Nart tenía razón —solté, soltando una carcajada—. ¡Es enorme!

Intercambiamos una sonrisa risueña y nos pusimos a subir los peldaños semicirculares que llevaban hasta la gran puerta de madera maciza de tránmur. Uno de los batientes estaba abierto y cruzamos el umbral. Entramos en el vestíbulo que llevaba a otra puerta, mediante una pequeña escalera. A la izquierda, había un mostrador con un enorme cuaderno encima y detrás había una elfa oscura muy vieja que parecía estar echando la siesta.

—¿Tú crees que tenemos que pedir autorización para entrar? —pregunté a Galgarrios.

—Seguramente.

Ambos contemplamos a la vieja que dormitaba y nos acercamos silenciosamente al cuaderno. Le eché un vistazo y asentí con la cabeza.

—Me da a mí que hay que inscribir nuestro nombre. No hará falta despertarla.

—No hace falta, ya estoy despierta —dijo de pronto la vieja, abriendo un ojo—. ¡Como si pudiese dormirme con tanto ajetreo! ¿Qué deseáis?

—Entrar, honorable anciana —dije sencillamente, juntando las manos y realizando un saludo respetuoso.

La vieja me miró con cara sorprendida y me pregunté si realmente había despertado del todo.

—¡Honorable anciana! —repitió, con una sonrisa torva—. Menudas maneras. ¿Entrar, has dicho? ¿Sois extranjeros, eh? Sí, dejadme adivinar, venís de las montañas.

—De Ató —le corregí.

—Bah, bueno. Escribid vuestro nombre y vuestra dirección en este cuaderno, anda.

Cogí la pluma que me tendía, giré el cuaderno, escribí con cuidado debajo del último nombre de la lista mi nombre entero: «Shaedra Úcrinalm Háreldin» y puse «Pagoda de los Vientos», ya que era ahí donde iba a pasar las próximas semanas. Retrocedí de un paso para dejarle a Galgarrios que hiciese lo mismo, y cuando el caito hubo terminado, la anciana giró el cuaderno otra vez hacia ella y se inclinó sobre él, acercándose hasta que su nariz casi tocase el papel. Se quedó un buen rato descifrando nuestros nombres, tanto que me pareció que iba a quedarse dormida.

—¿Tenéis permiso para entrar en las secciones restringidas? —preguntó, enderezándose, poco después de que Syu me dijera que la bibliotecaria tenía toda la pinta de haberse quedado sopa de pie, como los caballos.

—Er —dije, sorprendida—. No. Pero somos kals de la Pagoda Azul. Venimos para el Torneo.

—Me lo suponía. Bueno, si volvéis por aquí, informaros antes junto a vuestros responsables de si podéis tener una autorización para entrar en las demás secciones. Porque merece la pena. Los animales no pueden entrar. Y ¿para qué te vas a cargar con un bastón? Déjalo aquí, ya lo recogerás cuando salgas.

“Pff… Animales”, repitió Syu. “Como si ella no lo fuera…”

Reprimí una sonrisa al verlo desaparecer por la salida y dije:

—Está bien. —Coloqué a Frundis contra el muro, pidiéndole que no llamase la atención, y añadí—: ¿Otra cosa?

La anciana, con el ceño fruncido y la mirada fija donde había desaparecido el mono gawalt, dijo:

—Ya que sois alumnos de Pagoda, no creo que tenga que repetiros que hay que ser cuidadoso cuando se manejen los libros.

Le dediqué una gran sonrisa.

—Descuide. Nuestro Archivista Mayor nos ha enseñado de sobra a respetar los libros.

—En ese caso, adelante y no me hagáis perder más tiempo. Si tenéis alguna duda, preguntad a los bibliotecarios de dentro. Yo sólo soy la conserje.

—Vamos —le dije a Galgarrios.

Subimos los seis peldaños que llevaban a la biblioteca y abrimos la puerta. Nos quedamos boquiabiertos y la anciana nos tuvo que recordar que cerrásemos la puerta detrás de nosotros. El interior era inmenso. La estructura era elíptica, y a ambos lados había varios pisos llenos de estanterías a rebosar de libros. En medio, había quizá cincuenta mesas, dispuestas en filas, con más estanterías y más libros. Se oían murmullos que el ancho espacio de la sala amplificaba débilmente. Las cristaleras traslúcidas dejaban pasar una luz tenue pero las inmensas arañas del techo proyectaban una intensa claridad y vi varias lámparas de fuego negro, como las que había en la biblioteca de Ató, que iluminaban pero que no podían provocar ningún incendio, ya que no había una sola llama de fuego en su interior.

Nos pasamos toda la tarde recorriendo las estanterías, intentando abarcar todo lo que podíamos. Los bibliotecarios, detrás de sus escritorios, trabajaban y de cuando en cuando vigilaban a la gente. En un momento, hasta un niño se puso a berrear de tal modo que sus gritos retumbaban por toda la sala y el padre salió de ahí a todo correr, enrojecido, no se sabía si de vergüenza o de ira, o de ambas.

Había una sección expresa para cada nivel de la Pagoda y para cada especialidad de kal. Reconocí los títulos de varios libros y, por cada libro que reconocía, ocho me eran totalmente desconocidos. ¿A quién demonios se le ocurría escribir tanto? A los saijits, oí la voz de Syu en mi cabeza. Sabía que no había sido él quien me había hablado, ya que no estaba conmigo, y no pude más que sonreírme al darme cuenta de que me resultaba más bien fácil adivinar lo que habría pensado el gawalt si hubiese estado ahí. Galgarrios se detuvo a mirar unas láminas preciosas de paisajes y al mirar juntos esas obras de arte, me volvió a la memoria el día en que, hacía tres años, Galgarrios y yo mirábamos, subyugados, los dibujos de diferentes criaturas de Háreka con la ingenuidad de nuestra infancia.

Sin decirlo, y sin reconocerlo interiormente, había entrado en la biblioteca con la esperanza de encontrar libros que hablasen de los demonios. Y también se me pasó por la cabeza buscar cosas acerca de los eshayríes. El maestro Helith le había preguntado una vez a Lénisu si tenía intenciones de volver con los eshayríes, y éste había dado una rotunda negativa. Con el tiempo, había llegado a creer que los eshayríes eran algo así como una cofradía secreta, muy poderosa, quizá de los Subterráneos… Pero lo cierto era que no tenía ni idea. Y me hubiera gustado que Lénisu me lo explicara todo, y no tener que investigar por mi cuenta.

Pero lo que más urgía era informarse sobre los demonios. Los demonios en Aefna, ¿dónde podían esconderse? Meneé la cabeza con ironía mientras me paseaba por las estanterías de la elipse, en el tercer piso. Los saijits ni siquiera sabían que vivían entre demonios, ¿cómo podría haber un libro reciente hablando de ellos? Del tipo: «Sahiru, famoso demonio y guía de los Comunitarios vive en la Avenida de los Demonios y acoge a todos los jóvenes demonios para comprobar que están siguiendo una instrucción correcta y que no se están transformando en unos monstruos…» Solté un gruñido.

—Por todos los dioses —siseé.

Galgarrios se paró y se giró hacia mí, enarcando una ceja.

—¿Qué?

—Este lugar es demasiado grande. No se puede encontrar nada.

—¿Estás buscando algo en particular? —se sorprendió.

—Sí.

El caito esperó a que prosiguiese pero no lo hice y me puse a mirar los dibujos artísticos de la cristalera que estaba a mi derecha.

—Si puedo ayudarte en algo…

Me giré hacia el caito y, por un ínfimo momento, se me ocurrió decirle la verdad, pero enseguida volví a la razón.

—Creo que deberíamos volver —le dije—. Se está haciendo tarde y Frundis estará aburrido de esperar.

—¿Frundis? —repitió Galgarrios, extrañado.

Por un momento, palidecí, y luego solté una carcajada silenciosa.

—El bastón —expliqué.

El caito me miró con cara dubitativa y luego se encogió de hombros.

—Como quieras.

Cuando salimos de la biblioteca, el recibidor estaba abarrotado y tuve que hacer malabarismos para llegar hasta Frundis. La anciana me reconoció y sonrió.

—Se ha portado muy bien —me dijo.

—¿Quién?

—Tu bastón —respondió ella.

Me quedé mirándola unos segundos, suspensa, y entonces le correspondí con una sonrisa divertida.

—Suele portarse bien —repuse amablemente.

Salí y me reuní con Galgarrios.

—¿No has visto a Syu? —le pregunté, mirando a mi alrededor, y sin esperar su respuesta, suspiré teatralmente—. Espero que no se haya caído en un saco lleno de golosinas o no lo volvemos a ver hasta mañana.

“¡Difamadora!”, me acusó el mono, bajando de una columna y soltando gruñidos.

Solté una carcajada y lo acogí en mis brazos cariñosamente.

“Si yo no tengo nada contra las golosinas”, me defendí. “Pero cuando te vea Laygra…”

“Pues que sepas que me he controlado”, dijo el mono, con orgullo. “Primero, me crucé con un niño comiéndose, ¿sabés qué? ¡un plátano! y escucha bien: se lo dejé, como buen gawalt que soy.”

Puse cara impresionada y luego torcí el gesto, burlona.

“Cuando llegaste hasta él, ya había dado el último bocado, ¿verdad?”, le dije.

El mono gawalt agitó la cabeza y saltó a una columna, abandonando mi hombro.

“Pff, no me conoces, era un niño, y yo tengo un corazón generoso…”

Desapareció por el tejado mientras yo soltaba una carcajada incrédula. Galgarrios me miraba frunciendo el entrecejo.

—¿Y ahora adónde va?

Puse los ojos en blanco.

—A hacer el mono —contesté—. Indudablemente.