Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

17 Aefna

El viaje duró en total cinco días. Al día siguiente de nuestra partida, atravesamos tierras cada vez más inundadas, hasta tener la impresión de estar flanqueados ora de ciénagas ora de arrozales. El camino estaba afortunadamente más elevado que los campos pero, aunque empedrado, había sufrido desperfectos y hundimientos, de modo que más de una vez tuvimos que pararnos y hacer tejemanejes con las carretas para poder seguir. Poco antes de llegar a Belyac, hacia el anochecer, nos topamos con un pastor y su rebaño y pese a nuestra impaciencia, no quiso el hombre meter a sus ovejas en el agua, ya que el camino había quedado totalmente hundido por un lado, de modo que tuvimos que seguir a un ritmo de tortuga iskamangresa. El maestro Tuan quiso intervenir, pero el maestro Dinyú le pidió que se serenase.

—De todas formas, nos quedaremos en Belyac, y estamos a punto de llegar.

De hecho, estábamos ya en el bosque en que se había construido la Ciudad de las Hadas, como la llamaban algunas leyendas populares. Los árboles, de ramas no muy gruesas pero innumerables, tenían parte de sus troncos sumergidos en el agua turbia. Apenas empezaban a salir algunos retoños en la punta de las ramas. El paisaje era siniestro y poco primaveral. Sobre el agua, se veían las gotas de lluvia caer formando círculos concéntricos que se turbaban los unos a los otros.

Al fin, el terreno comenzó a subir ligeramente y el agua dejó paso a la tierra húmeda del sotobosque. Llegando a un gran claro, el pastor se dirigió hacia allá, con sus ovejas, dejando el camino libre para las carretas. En una hora, llegamos a Belyac.

La ciudad era muy parecida a como me la imaginaba. Se extendía en una serie de pequeñas colinas, al pie de una gran roca sobre la cual se alzaba un viejo castillo. Según había leído, en este último vivían los Shawmen, una familia viejísima que, se decía, descendía de Rágad el Venturoso, un noble famosísimo, viejo de hacía siglos, que consiguió echar a no sé qué pueblo invasor. El castillo parecía estar en muy mal estado, con lo que se podía suponer que la familia Shawmen, o bien había abandonado aquel lugar privilegiado, o bien estaba demasiado arruinada para aparentar riqueza.

—El castillo de Shawmen —murmuró el maestro Áynorin—. Está bastante desmejorado desde la última vez que lo vi.

Sentado en la parte delantera de la carreta, miraba el castillo con aire fascinado.

—Hace dos años, se derrumbó la torre del ala sur —explicó el maestro Tuan, mientras entrábamos en la ciudad—. Y creo que están planeando reconstruirla, lo que estaría bien, pero parecen estar a falta de dinero.

—Hablé una vez con el viejo Nejba —intervino el maestro Dinyú—. Un buen hombre.

—¿Nejba Shawmen? —dijo el maestro Áynorin—. Nunca hablé con él, por supuesto, pero siempre me ha parecido un sabio.

El maestro Dinyú sonrió. Yo empezaba a ver claramente que el maestro Áynorin le hacía sumamente gracia.

Belyac no tenía más habitantes que Ató, pero las casas estaban más distanciadas las unas de las otras, ocupando más lugar. La posada en la que pasamos la noche tenía mejores camas pero era mucho más ruidosa. Del silencio del Cisne azul, perdido entre la nada y el agua, pasamos a oír gente hablando por las calles, riendo, gritando, hasta una hora tardía de la noche. A la mañana, me enteré de que estaban festejando la llegada de la primavera. Faltaba exactamente una semana antes de pasar del mes de Puertos, último de mes de invierno, al mes de Tablonas.

Pasé una noche más tranquila que las demás, sin embargo, ya que estuve metida en un cuarto de dos camas, con Galgarrios. Si por algún azar me descubría, Galgarrios sería quizá la única persona del grupo que no echaría a correr gritando de horror. Además, Galgarrios dormía profundamente, como un niño, y aun transformándome en un dragón, no habría abierto los párpados.

Los dos días siguientes, pasamos el día alegremente, hablando y cantando: no vimos casi ni una nube en el cielo hasta la tarde del segundo día, en que se puso a tronar. Pero la tormenta pasó rápido, dejando tan sólo la tierra húmeda a su paso. La última noche que pasé antes de llegar a Aefna fue la peor. El albergue en que entramos estaba a rebosar de gente. Era un gran albergue, en un pueblecito cuya mayor fuente de vida era el situarse en el cruce de dos rutas: la que iba para Belyac y la que iba hacia el sur. Faltaban unas horas de viaje para llegar a Aefna, pero como el sol ya desaparecía, tras las colinas, nos apeamos. Según el programa, deberíamos haber llegado a Aefna aquella tarde, pero entre el deterioro de la ruta entre Ató y Belyac, las lluvias y la cantidad de gente que había por el camino que llevaba a Aefna, nos habíamos retrasado.

De modo que esperábamos tan sólo que el albergue del pueblo nos pudiese acoger a todos. En el interior de la taberna, había todo tipo de gente. Me chocó de inmediato la diferencia de maneras y la extravagancia de los trajes que llevaban muchos. Con sus pantalones bombachos y su camisa de un azul muy vívido bordada de oro, un hombre altivo y gallardo pasó delante de nosotros, como un ciervo rojo. No muy lejos de ahí, dos damas y un caballero jugaban a cartas y mientras éstas soltaban una risa pueril, el caballero sonreía, galán.

Yori se giró hacia nosotros y al vernos casi boquiabiertos, soltó, burlón:

—¿Qué os parece la vida del oeste?

—Más rica —replicó Zahg, mirando a su alrededor con aire enfurruñado—. No me convence.

—Esos trajes… —dijo Marelta, con una mueca— son realmente ridículos.

Advertí la cara escéptica de Laya y esbocé una sonrisa al adivinar lo que pensaba: Laya debía morirse de ganas por vestirse como aquellas dos damas, con sus anchos y largos vestidos magníficos.

El maestro Dinyú consiguió, los dioses saben cómo, encontrar cobijo para todos, aunque aquella noche dormimos apretados como los hilos de un mismo telar. En una habitación de cuatro, nos metimos ocho. Para dichos momentos del año, tan agitados y activos, los posaderos tenían previstos más colchones, que habían dispuesto de modo que cupiesen en el suelo. Aquella noche, me fue imposible transformarme. La taberna estuvo en fiestas casi hasta la mañana, mis compañeros no tenían sueño y muchos, después de ver a los maestros encerrarse en su cuarto, volvieron a bajar a la taberna para hablar sin duda del Torneo y de Aefna y de paso infringir algunas reglas de conducta. Hasta yo, aburrida de verlos entrar y salir del cuarto todo el tiempo, pasé un rato jugando a las cartas con Kajert y Salkysso, pero no sin repetirme en cada carta que jugaba que tenía que volver al cuarto y transformarme para aplacar el veneno.

Cuando volví al cuarto, vi a Sotkins que estaba leyendo su libro, metida en su cama. Hacía un cuarto de hora la había visto en la taberna y me sorprendí al verla ahí.

—Es imposible dormir con este ruido —se quejó.

Gruñí como para asentir. Mis párpados empezaban a caerse solos.

—Creo que de todos modos voy a dormir —dije, acercándome a mi colchón—. Estoy agotada.

Advertí entonces la presencia de Ávend en el colchón de enfrente. Parecía estar dormido. Me tumbé y Syu me soltó:

“Voy a explorar un poco los alrededores. Aunque apenas hay árboles”, añadió, como lamentándose.

“Buena exploración”, le dije. “Pero ten cuidado de que no te vean.”

“¿Me abres la ventana?”, me pidió.

Me levanté, abrí la ventana y Syu salió.

“¡Ten cuidado con que no te vea nadie a ti tampoco!”, soltó, antes de desaparecer en la oscuridad de la noche.

—¿Adónde va? —preguntó Sotkins, desviando los ojos de su libro.

—A dar un paseo —contesté, encogiéndome de hombros. Trataba de hablar bajo para no despertar a Ávend.

—¿Siempre entiendes lo que quiere decirte?

—Más o menos —respondí, con una sonrisa—. ¿Qué estás leyendo?

El misterio del globo dorado, es un libro de aventuras. De Salen Vaguad.

Enarqué una ceja, intrigada.

—Vaguad… ¿Es descendiente de Nilam Vaguad, el escritor que fue desterrado por los Ashar?

—Es posible.

En ese momento, se oyeron risas y voces por el pasillo y entraron Galgarrios, Laya, Salkysso y Kajert.

—¡Nos falta Ozwil! —exclamó Laya, riendo.

Salkysso y Kajert soltaron un:

—¡Ssh!

—Ávend está durmiendo —dijo Kajert a modo de explicación.

—Al diablo con él, parece mi tía —gruñó Laya. Con un andar vacilante, se tiró en la primera cama vacía que encontró y se quedó dormida.

Meneé la cabeza y me metí en la cama. Pero diez minutos después, Revis y Yori desembarcaban en nuestro cuarto montando un jaleo y, en definitiva, me fue imposible transformarme durante toda la noche, por lo que esperé que al día siguiente llegásemos pronto a Aefna y que nos dejasen la tarde libre para descansar.

A la mañana siguiente, la taberna estaba mucho más tranquila que tres horas antes. La gente roncaba en sus cuartos respectivos, algunas familias sin embargo se habían levantado pronto para emprender el viaje hacia Aefna y empujaban a los que se habían pasado la noche en vela, estirándoles de las orejas y forzándolos a despabilarse. Cuando bajamos todos a desayunar, caminábamos como sonámbulos, detalle que no pasó inadvertido a los maestros, los cuales nos regañaron severamente. Íbamos a Aefna para enseñar nuestras habilidades adquiridas en la Pagoda, y no nuestras habilidades mundanas.

Syu apareció en medio del desayuno, contándome todo lo que había visto, poco antes de que un joven gracioso empezase a tocar la trompeta para levantar a toda la gente. El posadero, sin poder reprimir una gran carcajada, le dijo sin embargo al joven que si seguía tocando utilizaría su trompeta como bastón. El muchacho puso los pies en polvorosa, corriendo sin duda a esconder la trompeta.

Cuando nos pusimos otra vez en marcha, ya empezaba a haber gente por el camino. Todo el mundo parecía emocionado. Algunos mercaderes llevaban sus carretas llenas de mercancías, con un brillo de esperanza y codicia en los ojos, y pensé en Dolgy Vranc y en Deria, sin duda ya de camino para Aefna. Estaba claro que muchos viajaban a Aefna con el único objetivo de hacer buenos negocios.

Los maestros estaban en la otra carreta, de modo que podíamos conversar y decir tonterías con toda libertad: además, las miradas serias del maestro Tuan y el maestro Juryún iban totalmente en desacorde con los sentimientos de todos. Hacía bueno y las nubes arreboladas por el sol naciente realzaban la belleza del paraje que nos rodeaba. Había praderas verdes, riachuelos y, de cuando en cuando, pequeños bosquecillos de arces y de pinos. Pero cuanto más nos acercábamos a Aefna, más las praderas se convertían en campos de cultivo. Pasamos dos o tres pueblecitos y vimos a lo lejos muchos molinos antes de llegar a la capital.

Yo estaba jugando a las cartas con Salkysso, Syu y Kajert. Jugábamos al kiengó. Al principio el elfo oscuro y el caito habían subestimado la inteligencia de Syu y les ganamos tres partidas seguidas antes de que empezaran a tomarse en serio al mono gawalt. Impresionados por su capacidad, quisieron saber si era capaz de jugar a otros juegos, y yo me reí.

—Tanto como vosotros —repliqué—. ¡Si hasta es capaz de hacer trampas!

A partir de ahí, miraron todos al mono gawalt con más simpatía, y me di cuenta de que nunca habían acabado de entender por qué me había hecho amiga suya.

“Los saijits siempre son poco abiertos”, me reveló Syu, soltando su última carta.

Salkysso exclamó:

—¡Gema azul! Mil brujas sagradas, ¡hemos vuelto a perder!

—Y nosotros a ganar —declaré, con una ancha sonrisa.

Kajert me miró con los ojos entrecerrados.

—¿Seguro que no hacéis trampas?

Puse la mano sobre mi corazón con solemnidad.

—Te lo juro. Cuando haga trampas, os avisaré —les prometí serenamente.

—¡Mirad! —exclamó en ese momento Sotkins, levantándose sobre la carreta de un bote.

Todos nos giramos hacia delante y vimos lo que le había llamado la atención a la belarca. Un inmenso monumento cuadrado, con una enorme cúpula dorada en el centro, rodeado de otras cúpulas del color de la esmeralda y de otras torres rematadas con medias naranjas que relucían bajo el sol. Una de las torres se destacaba entre todas, alzándose muy alto sobre todo. Desde ahí, la vista debía de ser impresionante, abarcando toda la ciudad. Fui disfrutando con detalle todo lo que iba apareciendo a nuestros ojos a medida que avanzábamos.

Aefna era más pequeña que Ombay y, eso sí, parecía muchísimo más limpia. Destacaba el color inmaculado de los muros de las casas y hasta se alcanzaban a ver algunos edificios majestuosos que descollaban sobre los tejados.

—El Palacio Real… —murmuró Salkysso, boquiabierto.

Él y Galgarrios miraban fascinados aquel monumento de increíble belleza y compleja arquitectura.

Pegando con la ciudad, había una colina que me llamó la atención por la densidad de los árboles que la poblaban, y aunque ahora apenas empezaban a florecer, en primavera aquel lugar debía de parecer como una isla verde en medio de las colinas, entre campos de cultivo y hierba rala.

La ciudad no tenía murallas, pero todo indicaba que las había tenido, ya que había una hermosa puerta de piedra clara que se alzaba en la anchísima avenida que empezamos lentamente a recorrer. El bullicio era constante. La avenida, semejante a una enorme plaza que cruzaba por lo visto toda la ciudad, estaba a rebosar de gente. Por todas partes había mercados con tiendas con locales y tiendas exteriores. La gente se paseaba felizmente, algunos gastaban sin contar para alardear, otros miraban todo con los ojos iluminados, sin soltar ni un sólo kétalo, y algún que otro pícaro andaba merodeando huyendo de los guardias y buscando a algún despistado con una bolsa de dinero.

Al contrario de Ombay, no había ni un solo mendigo, y si lo había, los guardias se encargaban de hacerle una reprimenda y si persistía lo mandaban a trabajar. Al menos eso decía el libro de Wigy que había empezado a leerme.

Mientras los demás comentaban lo que veían, entusiasmados, me fijé en los corredores que formaban los soportales que bordeaban la plaza y las calles transversales. Todo, en Aefna, parecía estar empedrado y bien mantenido. Las casas eran de tres pisos generalmente, y sus portales se abrían en patios interiores por donde entraban y salían niños, mujeres y hombres, cargados o con las manos vacías, pero todos parecían afectados por la actividad que el Torneo centuplicaba.

Giramos de pronto hacia la izquierda y nos alejamos de la plaza… Fruncí el ceño y saqué el libro de mi mochila, buscando el nombre de la avenida por la que acabábamos de pasar.

—Es la Plaza de Laya —dijo Laya, interrumpiendo mi busca—. ¡Es lo único que sé de Aefna!

Me reí, al acordarme.

—¡Es verdad! Ya me acuerdo.

Laya había sido el nombre de una de las más famosas seguidoras de Erionis, la fundadora de la fe eriónica. La calle por la que pasábamos ahora era más estrecha y los balcones de madera de las casas casi tapaban la luz del cielo. Pese a la lentitud con que avanzábamos por culpa del tráfico, acabamos por desembocar en una pequeña plaza enfrente de la cual se alzaba la Pagoda de los Vientos.

Me quedé contemplándola, sin habla. La Pagoda Azul no era comparable a la Pagoda de Aefna. Sus dimensiones eran considerablemente mayores. Todo en ella parecía concebido para provocar admiración y respeto. No había una ostentación flagrante de riqueza, pero sí ostentación de poder.

Aquel lugar, en comparación con la Plaza de Laya, era más bien tranquilo. Había una fuente sencilla a la que había ido una muchacha a llenar dos cubos de agua, y crecían, alrededor de la Pagoda, unos cuantos arbustos que resplandecían con sus flores blancas y rosáceas.

Las carretas se detuvieron enfrente de la Pagoda y nos quedamos inmóviles, sin saber qué hacer. ¿Acaso íbamos a quedarnos a dormir en la Pagoda de los Vientos?

—Abajo todos —soltó el maestro Dinyú—. Ya hemos llegado. Coged todos vuestras pertenencias. Y permaneced tranquilos afuera un momento. Ahora volvemos.

Mientras los cuatro maestros desaparecían en el interior de la Pagoda, los kals empezaron a murmurar entre ellos, entusiasmados con la idea de ver por dentro la Pagoda de los Vientos. Una vez todos abajo, se me ocurrió coger a Frundis y, de pronto cansada de ocultarlo, lo saqué de la carreta. Los demás estaban tan ocupados en hablar de Aefna y de la Pagoda… ¿Quién se habría fijado en Frundis?

“Diantres, tengo la impresión de haber estado oyendo la misma música durante diez años seguidos”, soltó Frundis, mientras me invadía a mí, sin previo aviso, una música llena de chirridos, de ruedas de madera rodando y de tintineos repetitivos.

“¡Frundis!”, solté, mareada. “Lo superarás. Te prometo que en Aefna vas a poder componer el doble que en Ató. Hay ruido a tutiplén.”

“¡Ruido!”, gruñó Frundis, con desprecio. “¿Pero aún crees que la música es ruido? La música es arte, silencio divino, notas ordenadas…”

Siguió una larga apología de la música y por un momento casi lamenté haberlo sacado de la carreta. Pero, si no lo hubiese hecho, habría sido mucho peor: cuanto más tiempo estaba Frundis solo, más deliraba su música.

Salieron de la Pagoda nuestros maestros acompañados de un humano gordo y de un elfo oscuro cuyas sotanas les designaban como maestros de la Pagoda de los Vientos.

—Bienvenidos a la Pagoda de los Vientos, kals de Ató —dijo el elfo oscuro. Tenía los ojos rojos tan oscuros que parecían casi negros. Llevaba, bordado en su túnica, el símbolo de la golondrina azul con el círculo rojo además de una enorme bufanda blanca con cuadrados violetas alrededor de su cuello.

—Ese debe de ser el maestro Kioldin —murmuró Sotkins, mientras subíamos los peldaños blancos hacia la pagoda y entrábamos.

—Caray —dijo Salkysso—. ¿Cómo puedes conocer a la gente antes de haberla visto?

—Informándome de lo que pasa en el mundo —replicó Sotkins con tono mordaz.

Salkysso y Kajert intercambiaron una mirada y se echaron a reír discretamente. Advertí la mirada desconfiada que les echaba la belarca y meneé la cabeza, preguntándome cuánto tiempo faltaría para que los estudiosos kals de Ató empezaran a reñir entre ellos como niños. Con este pensamiento, me crucé con la mirada de Ávend que por primera vez en el viaje parecía haber vuelto a la vida. El humano miraba a Frundis con insistencia.

Ante su mirada interrogante esbocé una media sonrisa misteriosa y pasé el umbral de la Pagoda detrás de Ozwil, que avanzaba medio saltando con sus botas. Aún no entendía cómo no se cansaba de esas mágaras saltarinas que llevaba arrastrando y llevando al zapatero desde hacía años.

El interior de la Pagoda era espacioso, y afortunadamente porque empezaba a llenarse la sala de un montón de alumnos. Algunos nerús llegaron del otro lado de la pagoda, por una ancha salida que llevaba a unos campos de entrenamiento cercados de jardines. Y bajaron de los pisos superiores los snorís y los kals que se encontraban ahí. En total, debían de ser unos trescientos, todos metidos en la enorme sala. El maestro Dinyú siguió al maestro Kioldin y nosotros a él. Subimos a un estrado que bordeaba toda la sala, el maestro Kioldin pronunció unas cuantas palabras y todos los kals de Ató realizamos el conveniente saludo hacia los alumnos de la Gran Pagoda, mientras ellos respondían con rectitud. Entonces, todo el orden se disolvió y los alumnos volvieron con sus respectivos maestros a su aprendizaje.

El humano gordo se giró hacia el maestro Juryún con expresión cordial.

—Como veis, la Gran Pagoda sigue siendo el orgullo de Ajensoldra.

Reprimí una mueca al advertir su indirecta: los alumnos de la Gran Pagoda estaban muchísimo mejor preparados que los de la Pagoda Azul.

—Son muchos alumnos —contestó el maestro Juryún con amabilidad, como si de nada—. Debe de suponer mucho trabajo.

—En proporción, tenemos menos alumnos que en vuestra Pagoda. Pero en una capital es normal que la selección sea más estricta.

—A menos que en proporción haya más garrulos que en Ató, maestro Djilar —lo interrumpió el maestro Kioldin con tono ligero.

El maestro Dinyú sonrió anchamente, divertido, y el rostro del maestro Juryún pareció relajarse, como si hubiese estado luchando un momento con las ganas de partirle la cara al tal maestro Djilar.

—En eso, las proporciones suelen ser parecidas —aseguró el maestro Dinyú.

Marelta, a mi derecha, hizo un mohín, como ofendida, pero luego se giró hacia mí y me sonrió, insultante. Desde luego, me dije, si el viaje hubiese durado unos días más, habríamos llegado a las manos.

—Maestro Djilar, ¿sería usted tan amable de enseñar a nuestros huéspedes sus aposentos? —sugirió el maestro Kioldin.

El maestro Djilar asintió, dándose cuenta quizá de que había metido la pata, y pronto estuvimos los kals y el maestro Áynorin siguiéndolo hasta fuera de la Pagoda de los vientos, por la salida que llevaba a los jardines. El maestro Djilar era joven, seguramente no era más viejo que Áynorin, pese a que su obesidad lo hacía parecer mayor. Tenía un cabello negro y liso que le llegaba hasta la cintura y su andar era pesado pero enérgico.

Nos llevó por las pequeñas avenidas que delimitaban los preciosos jardines de la Pagoda. Cruzamos varios grupos de nerús cuyo maestro había aprovechado el buen tiempo para sacarlos afuera para la lección del día. Faltaba ya poco para la hora de la comida y algunos nerús se removían, inquietos y con hambre. Llegamos a unos edificios bajos que en realidad estaban unidos a la Pagoda por un lado y rodeados de una ancha veranda de madera llena de macetas que a veces dificultaban el paso.

Frundis se puso a canturrear felizmente e, inconscientemente, me puse a sonreír. Syu se había bajado de mi hombro, curioso, al ver que más que una ciudad aquello parecía una selva y se fue a fisgonear por ahí, pero cuando lo volví a ver aparecer, agrandé los ojos:

“¡Syu! Eso es un cactus. Yo que tú no me acercaría.”

En realidad había varios cactus, que parecían como dedos gigantes que salían de la tierra. ¿A quién se le habría ocurrido poner cactus en un jardín lleno de niños?

“¿Tienen pinchos, eh? Como los puercoespines…”, dijo el mono, deteniéndose a una distancia prudente del cactus.

“Exactamente como los puercoespines. Seguramente los habrán traído de Iskamangra o de las Repúblicas del Fuego”, barrunté. “Porque no creo que crezcan naturalmente aquí, aunque nunca se sabe.”

Me apresuré en reunirme con los demás kals y entré con ellos en una habitación que parecía una sala de estar de lo más cómoda. Me recordó un poco a la habitación del señor Mauhilver, en Dathrun. Había varios sofás, una estufa, unas butacas y una mesa. El maestro Djilar anunció:

—Esta es una sala abierta a todos los de la Pagoda. Podéis venir aquí a pasar el tiempo cuando queráis. Las habitaciones están al lado.

Salimos y el maestro Djilar nos fue metiendo uno a uno en unos cuartos de cinco metros cuadrados en donde cabía un colchón sobre un suelo totalmente alfombrado. Llegamos a un cuarto situado frente a un arbusto de dos metros y lleno de florecitas blancas y me metí en él, dejando que los demás siguiesen el recorrido. El marco era tan pequeño que era ridículo que la puerta tuviese dos batientes. Me pregunté si el maestro Djilar sería capaz de entrar por aquella puerta. Seguramente no. Dejé la puerta abierta, me quité las botas y me senté en el colchón.

“Es cómodo”, le comenté a Syu.

“La comodidad es muy relativa”, intervino Frundis, con una nota profunda de piano. ¿Cómo podría un bastón llegar a compartir mi opinión sobre la comodidad?

Tranquilamente, me tumbé sobre el colchón, pensativa, la cabeza reposando sobre mis brazos. Desde donde estaba, se veían las flores blancas del arbusto, y entre sus ramas y bajo el tejado de la veranda divisaba el cielo azul. Aefna apenas parecía haber sufrido el Ciclo del Pantano. Los pájaros cantaban alegremente y la tierra, aunque no seca, tampoco estaba hundida, como lo estaba en Ató desde hacía meses.

Poco a poco, mis pensamientos adormilados se fueron centrando en mi situación. Estaba en Aefna, con mis amigos. Pero eran unos amigos con los que no podía hablar de mis preocupaciones. Si les hablaba de Lénisu, ellos sacudirían la cabeza, diciéndome, quizá con compasión, que no valía la pena apesadumbrarse por un asesino y un ladrón. Si les hablaba de los demonios, me mirarían como a una descerebrada, y si les hablaba de Jaixel, estallarían de risa o me mirarían con horror, según su grado de credulidad. El único en quien confiaba por su constancia era Galgarrios, y Galgarrios no podía ayudarme en nada, ¿para qué molestarlo con problemas ajenos? Sabía que me entristecía la desaparición de Aleria y Akín, y la ausencia de Aryes, y sabía también que, pese a lo que contaban, Lénisu no era tan malo, pero Galgarrios… era Galgarrios. No encontraba ninguna razón para preocupar a nadie con mis sandeces, y todavía menos para empujar a cualquiera a hacer por mí una estupidez.

Syu se subió sobre mi vientre con el ceño fruncido.

“Tú estás pensando en hacer algo”, me espetó.

Sonreí, divertida por su aire desconfiado.

“Estoy pensando muy lógicamente”, le aseguré. “Faltan menos de dos semanas para la reunión con los Comunitarios. ¿Y si Kwayat no viene? ¿Adónde he de ir yo?”

Syu bajó sus dos orejas y reflexionó, algo confuso:

“Pues…”

“Sé que podría pasar ampliamente de la reunión”, dije, con una mueca dubitativa. “Pero tengo la impresión de que sería una muy mala idea. Los Comunitarios, aunque tuviesen pinta simpáticos, también parecían algo fanáticos. Si me escabullo, pensarán que me estoy convirtiendo en un kandak, me buscarán y… y quizá hasta me envíen a los Subterráneos.” Solté una risita. “Y entonces, para rematarlo todo, me encontraré con Jaixel.”

“Tú deliras”, repuso el mono, observándome con detenimiento.

Puse los ojos en blanco.

“Estaba bromeando. Pero lo que sí que tengo que hacer es enterarme de dónde debo ir el segundo Drusio de Tablonas. No puedo esperar a que Kwayat aparezca en el último momento.”

En aquel instante, se oscureció el cuarto y levanté la mirada para ver a Marelta que me contemplaba con una sonrisilla de desprecio.

—¿Qué miras? —solté tranquilamente, con los brazos detrás de la cabeza.

—Miro a una perdedora —contestó ella.

Me enderecé con los ojos agrandados por la sorpresa y ella me dedicó una sonrisa torva antes de alejarse. Suspiré. Marelta y sus reflexiones. Me desperecé, estirándome todo lo que pude y declaré:

“A desayunar.”

Syu asintió animadamente. Ojalá un gawalt cruzase el camino de Marelta para enseñarle buenas ideas, pensé, divertida.