Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

16 Camino de ciénagas

El día de la partida se anunció gris y horas más tarde estábamos subidos todos los kals en dos grandes carretas que no tenía toldo alguno para protegernos de la lluvia. En compensación, cuando la llovizna se transformó en lluvia, nos dieron un enorme lienzo negro rectangular que tuvo que sostener un kal en cada esquina.

Estábamos todos. No solamente estábamos los har-karistas, sino que también estaban Ávend, Salkysso, Yori, Marelta y Kajert. Ávend estaba muy sombrío y me enteré por Salkysso que llevaba así desde hacía más de un mes, pero nadie sabía por qué. Marelta estaba muy ocupada en contar todo lo que sabía de Aefna, que si las tiendas, que si la moda, que si los templos magníficos y las calles porticadas… Era un continuo fluir de palabras. Se había sentado al lado de Yori y éste parecía estar a punto de explotar. Laya la escuchaba con sumo interés, sin embargo, y Yeysa parecía también atenta.

La partida había supuesto alguna que otra dificultad. No había sido nada fácil esconder a Frundis pero lo que más me había costado era hacerle entender que no lo estaba abandonando. Le prometí que sólo sería para el viaje ya que, en Aefna, nadie estaría pendiente de si había recuperado mi bastón o me había comprado uno nuevo muy parecido por nostalgia. Así que había tenido que levantarme de noche para meterlo debajo del asiento de madera de la carreta y cubrirlo, de modo que a la mañana, cuando los demás metieron todos sus sacos de viaje, nadie advirtió su presencia. La verdad era que yo que pensaba irme casi con los brazos vacíos, me llevé una sorpresa cuando Kirlens me regaló una caja de cartón llena de galletas riquísimas y Wigy, un paquete rectangular, pidiéndome que no lo abriese hasta que me hubiese marchado. Mi saco acabó abultando un poco más.

—¡Cuidado! —gritó de pronto Ozwil, en el momento preciso en que todo el agua acumulada por nuestro tejado de tela caía sobre nosotros.

—¡Por favor! —exclamó Yori, lamentándose—. ¡Qué torpe!

—Lo siento —se disculpó Ozwil, soltando sin embargo una carcajada al ver cómo nos había hundido.

Laya, Kajert y Ávend, gruñendo, dejaron de sujetar el improvisado techo, y al ver que los demás se quejaban, Kajert explicó:

—De todas formas, si es para hundirnos de golpe en vez de poco a poco, pues no le veo mucho el interés.

Oí que el que dirigía las riendas de los cuatro caballos soltaba una leve carcajada al vernos tan enfurruñados. De mojados, en pocos minutos pasamos a estar hundidos. Envueltos en nuestras capas, mirábamos el paisaje monótono que llevaba hasta Belyac en silencio.

—Ojalá no lloviese —soltó Laya hacia el mediodía.

—Ojalá —suspiré—. Tengo la impresión de que nos van a salir aletas.

—Pero si tú ya las tienes —dijo Marelta, con sorna.

En otra persona, lo habría tomado como una broma, pero el tono de Marelta no dejaba lugar a duda: quería meterse conmigo. Y yo me había pasado demasiado tiempo callada, sin contestar a sus palabras llenas de mofa, y me sentía estupendamente en forma para replicarle, pero sabía que una disputa, además de ser totalmente innecesaria, no daría nada bueno.

—Los ternians son como los lagartos, no se inmutan con la lluvia —prosiguió Marelta—. Por eso nunca supieron construir sus propias casas. ¡Es verdad! —dijo, al ver que los demás la miraban sacudiendo la cabeza en silencio—. A los ternians les tuvimos que enseñar las demás razas lo que era la civilización. Y si los dejásemos, saldrían corriendo hacia sus bosques, como los monos.

“Tengo unas ganas irrefrenables de darle un puñetazo”, le comuniqué serenamente a Syu.

“Y yo de afilar mis dientes”, replicó el mono, enseñándolos a la elfa oscura con un aire que pretendía ser amenazante.

Le sonreí a Marelta, fría e indiferente.

—Se ve que te sabes tu lección de Historia. Pero déjame decirte que yo tengo efectivamente más afinidad con Syu que con las personas bocazas y ridículas que no saben decir algo sin soltar veneno por la boca.

—¡Historia! —exclamó Marelta, soltando una carcajada—. Como si los ternians tuviesen una «Historia». Ni sabían escribir hasta hace cuatro días.

—Revisa tu lección —le repliqué—. Te estás equivocando.

Marelta levantó los ojos al cielo.

—Tienes razón, todo no tiene que ver con la cultura: la raza de los ternians ha mostrado siempre su inferioridad. Todo el mundo lo dice —añadió, casi con sinceridad.

Enarqué una ceja.

—¿Y quién es ese «todo el mundo»? Porque yo no me siento inferior a nadie.

—Déjalo —dijo de pronto Marelta, desviando la mirada—. Yo no hablo con seres inferiores.

Meneé la cabeza, alucinada.

—¿Sabes, Marelta? Antes tus réplicas eran más ingeniosas. Tanto tiempo sin verme… Estás empezando a perder práctica.

Ozwil, Salkysso y Revis sonrieron y Marelta los miró como si estuviese contemplando a tres nerús un poco tontos.

—Ya basta. Yo sólo digo lo que todos piensan aquí…

—Marelta —intervino Laya, con diplomacia—. Aquí todos conocemos la historia de cada raza y de cada pueblo de Ajensoldra. Y en ningún momento un maestro de la Pagoda nos ha dicho que los elfos oscuros éramos superiores a las demás razas ni que los ternians fuesen incivilizados.

—Eso es ridículo, Marelta —aprobó Ozwil, mandando al traste todo el efecto diplomático de Laya.

—¡Idos al cuadragésimo infierno! —exclamó Marelta, cruzándose de brazos—. Yo sé lo que digo, y sé cosas sobre ella que nadie sabe —añadió, señalándome con un gesto de barbilla.

—¿Ni siquiera yo? —repliqué, burlona.

—Ya basta —soltó entonces Ávend, y su tono serio y responsable nos hizo callar a todos—. Ya no sois nerús. Cortad el rollo.

Ávend no había hablado en toda la mañana y nos quedamos en suspenso, dándonos cuenta de que la conversación podía resultar más que aburrida para los que no participaban en ella. Soltando un gran suspiro, me envolví mejor en mi capa y me giré hacia el paisaje lluvioso. Tan sólo se oían el chirrido de la carreta y el ruido de los cascos mezclado con el aguacero.

—Vamos a enfermar —se quejó Zahg, gruñón.

Ozwil miró el cielo gris con cara hostil.

—Esta lluvia no tiene nada de natural —dijo—. Seguro que nos la mandan algunos celmistas de Aefna para hacernos perder más rápido en el Torneo.

—Seguro —lo apoyé, con una sonrisilla—. Menudos tramposos —me lamenté.

—Sólo falta probarlo —dijo Salkysso, pasándose la mano por el rostro empapado—. Nos haría falta un detective.

—¡Ávend! —exclamó Laya—. ¡Tú serías un buen detective!

Ávend nos miró a todos y tuve la impresión de que estaba a leguas de ahí.

—Yo no —contestó entonces—. Aryes sería mucho más apropiado para eso.

Sentí un pinchazo en el corazón al oírle hablar de Aryes, y mi humor cayó como la lluvia. No volví a proferir una palabra hasta que, al atardecer, paró de llover y se quedó el cielo pintado de unos colores cálidos que contrastaban con las nubes oscuras que desfilaban por el sureste. Las tierras que atravesábamos estaban más que hundidas, sobre todo por el norte.

“Yo, en mi vida anterior, no había conocido tanta lluvia”, me aseguró Syu, asomando la cabeza por el cuello de mi capa.

“Lo sé. Pero las cosas cambian. A lo mejor el Ciclo del Pantano hace dos años que ha empezado y queda poco para que cambie”, dije, con esperanzas. “Pero no pensemos tanto en la lluvia. Ya se está yendo el sol… ¿sabes qué significa eso?”

“¿Que ha llegado la hora dormir?”, sugirió Syu.

“Que ha llegado la hora de comer, Syu, ¡de comer!”, solté, y ambos sonreímos ante esa idea.

* * *

Paramos en el siguiente albergue, una posada bastante grande, mezcla de madera y piedra blanca. Sus clientes acostumbrados debían de ser más bien pocos, vistas las pocas granjas que había desperdigadas por el extenso terreno llano y enlodazado que habíamos empezado a cruzar.

Un mozo de nuestra edad salió a recibirnos para ocuparse de los caballos y nosotros entramos en el edificio con ganas de cambiar nuestras ropas mojadas. El interior era caluroso y acogedor, y la pareja de taberneros nos dieron la bienvenida amablemente. La ausencia de sorpresa en sus expresiones me dio a entender que ya estaban al corriente de nuestra llegada. Estaba claro que nuestro viaje estaba bien programado de antemano. Lo cual se entendía porque no era fácil alojar a un grupo de casi treinta personas. Mientras los maestros de la Pagoda se acercaron al mostrador, la mujer del tabernero nos llamó la atención para que subiéramos las escaleras.

—Os llevaré a vuestras habitaciones. La mayoría son de cuatro.

Noté que Syu se removía, inquieto.

“¿Cómo vas a hacer para transformarte?”, me preguntó.

Llevaba dándole vueltas a esa pregunta desde hacía varias horas.

“Ya me las arreglaré”, afirmé, y carraspeé. “¿Quieres estarte quieto?”

El mono no paraba de rebullirse desde que habíamos entrado.

“Huele a algo que me preocupa”, confesó.

“¿A qué?”, dije, alerta.

Syu miró a su alrededor, estirando el cuello.

“A gatos”, contestó entonces.

El mono gawalt tenía razón, como lo comprobé más adelante: la posada estaba invadida por los gatos. Ya solamente subiendo las escaleras, nos cruzamos con uno negro que se había quedado en medio, paralizado por tanto ajetreo, mirándonos con los ojos muy abiertos y los dientes afilados.

—¡Salta, gatito! —soltó Yori, pisando adrede con fuerza los peldaños para que se moviera el felino.

El gato bufó y salió disparado hacia el comedor, provocando más comentarios.

—No os azoréis —dijo la tabernera, risueña, girándose hacia nosotros—. Ese es muy tímido. ¿Os gustan los gatos?

Advertí la mirada despreciativa de Marelta y entendí lo que debía pensar: conversar sobre gatos con una tabernera excéntrica —porque todo su aspecto sugería que lo era— no era propio de una kal de buena familia. Ozwil, sin embargo, contestó, al parecer muy interesado por el tema de conversación:

—En mi casa tengo a una gata que tuvo una camada de ocho cachorros no hace mucho.

A la tabernera se le iluminaron los ojos.

—¡Ocho gatitos! —se entusiasmó, sacando un manojo de llaves—. Eso sí que es más difícil que ganar el Torneo —añadió con una sonrisa, abriendo la primera puerta—. Un cuarto de cuatro personas, ¿quién se mete?

De pronto pensando que estar al lado de las escaleras tenía sus ventajas, solté rápidamente:

—Yo.

Sotkins y Laya se metieron conmigo y al ver que Galgarrios dudaba, reprimí una sonrisa.

—¿No entras? —le pregunté.

—No antes de que nos hayamos cambiado —soltó Laya precipitadamente—. Yo no aguanto más con esta ropa mojada.

Puse cara de disculpa y cerré la puerta. Yo me cambié enseguida, poniéndome mi túnica azul y me dispuse a escurrir mi capa, que dejé, aún goteando, junto a la ventana. Las contraventanas estaban cerradas y pensé detenidamente en mi plan: si me transformaba, ¿sería necesario salir de la taberna? Luego le quité el «si»: me tenía que transformar de todas maneras, porque aun si no sentía de noche el sabor amargo del veneno en mi boca, al día siguiente lo sentiría sí o sí, y no podía transformarme en demonio en una carreta a rebosar de kals, delante de los maestros de la Pagoda.

“Intentaré taparme con las mantas”, le propuse a Syu. “¿Qué te parece?”

“Es una idea”, aprobó Syu.

“Suponiendo que no metan bulla y que se vayan a dormir pronto”, suspiré. “Menudo rollo. ¡Cómo lo odio!”

Syu no tuvo que preguntarme de quién hablaba, no había más que una persona que había intentado atentar contra mi vida tres veces: Taroshi, el niño con carita de querubín y corazón de serpiente desquiciada.

Iba a salir del cuarto cuando me acordé del paquete de Wigy y fui a sacarlo de mi mochila naranja. El paquete no era blando, de modo que no se trataba de ropa, como hubiera podido imaginar. Parecía una caja de cartón duro. Con cierta curiosidad, lo abrí y me llevé una sorpresa. Wigy me había regalado un libro. La cubierta era de piel, y en el lomo ponía en letras doradas: Historias de Aefna y en la primera página estaba escrito: Historias de Aefna: la Corte, el Palacio Real y el santuario de la Niña y el Niño-Dios.

—Por Ruyalé —solté, con una risita.

Laya y Sotkins, al fin cambiadas, me miraron, intrigadas.

—¿Qué ocurre? —me preguntó Laya.

—Wigy me ha regalado un libro sobre los cotilleos de Aefna. Y está fechado nada menos que del año pasado —dije, muy divertida.

Examinaron el libro y Laya se encogió de hombros.

—Pues es un buen regalo, ¿por qué te ríes así?

—Porque Wigy jamás me ha regalado un libro —dije, con una sonrisilla—. Y parece que porque voy a Aefna me tengo que saber todas las vidas de sus representantes.

Laya meneó la cabeza, sin entender mi reacción, mientras yo guardaba el libro cuidadosamente en mi mochila.

—Así tendré lectura. Es el primer libro que tengo que me pertenece —les revelé, con una gran sonrisa—. Y ahora abrámosle la puerta a Galgarrios.

—Podemos dejar que se cambie en el corredor —insinuó Laya, soltando una risita.

Esta vez fui yo la que meneé la cabeza, sin entenderla. Le dejamos solo a Galgarrios, con Syu, pues no se atrevía a salir por culpa de los gatos, mientras nosotras bajábamos a la taberna, preguntándonos qué nos darían para comer.

Cuando bajamos, vimos a Salkysso y a Kajert sentados a una mesa discutiendo sobre algo sombríamente y nos acercamos a ellos.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Salkysso y Kajert intercambiaron una mirada y el primero se encogió de hombros y dijo:

—Es Ávend. Está de un humor muy raro. No sé qué le pasa. No quiere bajar a cenar.

—Pero no le des mucha importancia —le dijo Kajert—. Está triste, sólo es eso. Ya se le pasará.

—¿Y por qué está triste? —inquirió Laya—. Se supone que deberíamos estar todos contentos, ¡vamos a ver Aefna!

—Y a participar en el Torneo —apoyó Sotkins, con una sonrisa.

Yo vi que Salkysso y Kajert no estaban dispuestos a hablar más del tema y me senté con ellos.

—Esperemos que se le pase. ¡Mirad! —solté, señalando por la ventana a cinco gatos, sobre el tejado del establo. Dos de ellos tenían el pelaje con rayas negras y pelirrojas, otros dos, grises y de orejas caídas, se fundían en el crepúsculo. El quinto gato, en plena labor de limpieza, era particularmente feo, con su pelo largo que le ocultaba los ojos y su morro aplastado y morado.

—Deberían haber llamado esta posada la Casa felina en vez de el Cisne azul —observó Salkysso.

—Desde luego no deben de abundar los ratones por aquí —comentó Ozwil, al acercarse.

Venía acompañado de Revis, Yori, Galgarrios y otros kals cuyas caras me sonaban todas pero había hablado tan poco con ellos que nunca me acordaba de sus nombres.

De pronto vi al mono subir a la mesa de un salto.

“¡Ey!”, solté, con una gran sonrisa. “Creía que los gatos te asustaban.”

Syu soltó un bufido burlón.

“¿Asustarme? ¿Yo? No, he pensado que necesitarías mis consejos, por si…” Calló: acababa de ver los gatos, por la ventana, solté una carcajada y al ver que los demás me miraban, curiosos, dije:

—Según cómo los mira Syu, se ve que los gawalts y los gatos no se llevan del todo bien.

“Además”, dijo Syu, desviando la mirada de la ventana y relamiéndose los labios, “los gawalts no vivimos solamente del aire.”

Empezaba a oler a comida, me di cuenta entonces. Y a buena comida.

—¡Atención, todos! —dijo el maestro Áynorin, al aparecer abajo de las escaleras—. No quiero alboroto. ¡La cena va a estar dentro de nada así que sentaos todos! ¡Venga!

La cena me pareció estupenda. Pese a las palabras del maestro Áynorin, pronto empezaron a oírse las carcajadas, los gritos y los vozarrones. En un momento, al ver que Ávend no bajaba, Salkysso quiso discretamente subir para intentar convencerlo, pero volvió derrotado. La actitud de Ávend me empezaba a preocupar. Según decían, llevaba así mucho tiempo. Salkysso, desde la partida de Aryes, se había convertido en su mejor amigo, era su compañero de aprendizaje en energía aríkbeta. Si no lograba animarlo, no veía quién podría hacerlo…

Suminaria, quizá, pensé entonces con una pizca de compasión. Suminaria no formaba parte de los kals que iban a participar en el Torneo. Eso parecía, al menos, porque no estaba viajando con nosotros. Su tío Garvel sin duda podía adoptar el nombre de tirano en toda regla.

El maestro Áynorin bebió más de la cuenta, y los otros tres maestros lo mandaron a la cama el primero. El maestro Dinyú parecía divertirse del carácter poco serio del maestro Áynorin. En cambio, el maestro Juryún y el maestro Tuan mostraron desaprobación.

Cuanto más se acercaba el final de la cena, más sentía crecer en mí el nerviosismo.

“A lo mejor debería haber pedido un cuarto de una persona, aunque hubiese quedado raro”, dije, invadida por el temor.

“Bah, no te atormentes”, respondió el mono, junto a la ventana, comiéndose una manzana a grandes mordiscos. No les quitaba ojo de encima a los gatos.

Cuando el maestro Dinyú hubo declarado que la cena había terminado y que ya era hora de que nos fuéramos a dormir en silencio, nos levantamos todos, medio dormidos, y nos fuimos a nuestros cuartos respectivos bostezando. Sin embargo, una vez en el cuarto, Laya empezó a peinarse el pelo, diciendo que le apetecía tomarse un baño caliente, y mientras Sotkins realizaba unos cuantos movimientos de har-kar y ella se marchaba a tomar su baño, me metí en la cama intentando ser paciente. Sotkins poseía una concentración impresionante. Se le veía en su mirada, que a veces brillaba con esa misma serenidad que tenía el maestro Dinyú. Observándola por encima del libro que me había regalado Wigy, pensé en voz alta:

—Te lo tomas demasiado en serio.

Sotkins realizó unos cuantos movimientos más y luego me sonrió.

—Tú deberías hacer lo mismo. Es bueno para la mente.

—Bah, la mente la tengo fenomenal —repliqué alegremente.

Sotkins sonrió otra vez y empezó a soltarse el largo cabello de color azul grisáceo que siempre llevaba atado en una complicada trenza alrededor de la cabeza. Luego cogió un libro de su mochila y se metió en la cama, sin encender la lámpara de la mesilla. Con cierta sorpresa, vi que el libro se iluminaba solo.

—¡Vaya! —exclamé, fascinada—. ¿Es el libro el que emite esa luz?

Sotkins se rió.

—No. Es mi amuleto —explicó, enderezándose y mostrándomelo.

—¿Es ercarita?

Sotkins se encogió de hombros.

—Algún hechizo debe de tener —contestó.

—La ercarita es una piedra natural, no tiene hechizos —le dije—. Y brilla en la oscuridad. ¿Dónde la compraste?

De repente la mirada de Sotkins se hizo algo melancólica.

—Me la dio mi madre. Lleva grabados su nombre y el mío —dijo, delineando con el dedo el colgante que brillaba.

Sin duda tenía que significar mucho para ella, entendí.

—¿Y no te molesta para dormir?

Sotkins sonrió, divertida, y en su rostro desapareció todo rastro de tristeza.

—Como ya te he dicho, la piedra está encantada. Es un hechizo… especial. Se pone a brillar cuando lo necesito.

—Wuaw —resoplé—. ¿Así que sabe leer tu pensamiento?

—En cierto modo —contestó ella.

En aquel momento, entró Galgarrios. Sin decir una palabra, se dirigió hacia su cama, se sentó y empezó a quitarse las botas. Lo contemplé con el ceño fruncido mientras Sotkins volvía a centrarse en su libro. El caito, se quitó las calzas, quedándose con la túnica puesta y se metió en la cama sin romper el silencio. Estaba claro que algo lo preocupaba.

—¿Galgarrios? —susurré dulcemente—. Se te ve preocupado.

Galgarrios soltó un largo suspiro.

—Es Ávend —contestó simplemente.

—Ávend —repetí. ¿Y qué pasaba con él? Realmente parecía que algo gordo le había pasado, ¿pero qué?

Cuando creía que ya Galgarrios se había dormido, este dijo con toda la sinceridad del mundo:

—Si puedes hacer algo para ayudarlo, Shaedra, hazlo, a mí no se me ocurre nada.

Y diciendo esto, se giró de costado, hacia el lado de la ventana. Suspiré y fijé en mi libro una mirada estática. Todos me decían lo mismo. Ávend me había pedido que hablase con Suminaria. Galgarrios ahora me pedía que hablase con Ávend. Pero ¿qué podía hacer yo más que los demás? Sin duda, Galgarrios tenía demasiada fe en mí, como siempre la había tenido. Si Salkysso y Kajert no habían logrado ayudar a Ávend, poca cosa podía hacer yo, me repetí.

Cerré el libro y advertí que Sotkins me miraba, interrogante. Puse cara de desaliento y dejé el libro en mi mochila, diciendo:

—Es inútil. No he leído un solo párrafo. A este ritmo el libro de Wigy va a ser más interminable que la Historia de la dulce Nabiana dividida en veinticuatro tomos.

—Ese humano, Ávend, es hijo de los Nurlynder, los de los viñedos, ¿verdad?

—Así es. Es de una familia mercante. Aunque es huérfano. Vive con su tío.

—Mm. Sus negocios van muy bien, según he oído.

—No creo que de todas formas su estado de ánimo de ahora tenga algo que ver con si los negocios de su tío y de sus primos vayan bien o no.

Sotkins se encogió de hombros.

—Generalmente, cuando uno no quiere decir nada, los problemas vienen de ahí. No te preocupes, las cosas siempre acaban arreglándose. ¿Pero qué demonios hace Laya?

—Seguramente estará preparándose para mañana —supuse—. Visto el tiempo que tarda en acicalarse.

Sotkins meneó la cabeza, divertida.

—Seguramente —me dijo—. ¿Siempre ha sido así?

—Desde que la conozco —asentí, y bostecé—. Voy a dormir. Buenas noches, Sotkins.

—Buenas noches. Seguiré leyendo hasta que vuelva Laya.

Apagué la lámpara y me cubrí totalmente con las mantas. Syu vino de no sé dónde y se hizo una bolita junto a mí.

“No voy a poder dormir”, me quejé. “¡Maldito seas Taroshi!”

“Déjate de maldiciones y duérmete”, soltó el mono. “¿Cuándo quieres transformarte?”

“Cuando todos estén durmiendo, qué pregunta.”

“Entonces te despertaré en ese momento. Ya sabes que los monos gawalts no necesitamos dormir tanto. Y además… con tanto gato alrededor, dormir sería como tirarse al Trueno.”

Sonreí, recordando cómo el Trueno había impresionado y asustado a Syu por la potencia de sus aguas.

“Pobre Frundis”, dije al de un rato. “Me gustaría poder sacarlo ya a la luz.”

“¡Chh! Duérmete. Además, es de noche, no puedes sacarlo a la luz”, soltó Syu.

Sabiendo que Syu cumpliría su palabra, me dormí con total confianza, pero desperté quizá cinco minutos después, cuando Laya entró. Esperé quizá media hora, sin poder dormirme, y luego me dije que cuanto más tiempo perdía, menos aguantaría mañana de modo que desaté la Sreda y me transformé, sin llegar al grado de transformación que había alcanzado el día en que había estado a punto de abandonar este mundo por culpa de Taroshi.

Aryes me había dicho un día que me había visto dormir bajo forma de demonio. Aun así, me era imposible conciliar el sueño sabiendo la catástrofe que me esperaba si alguien me destapaba. Galgarrios podía despertarse y notar que mi respiración sonaba diferente. Casi lo veía preguntándome, solícito, si me encontraba bien.

También podía haber un incendio, y entonces todos tendríamos que salir de la posada y me tendría que retransformar en ternian, total para dejar que el veneno me invadiese lentamente y que me matase al día siguiente, delante de los ojos atónitos de mis amigos y de los maestros. Ya me imaginaba a Marelta con una sonrisilla, soltando calumnias sobre mí, y a Yeysa, mirándome con un desprecio inhumano.

“Syu”, dije muy quedamente, con las lágrimas en los ojos. “Siento que Taroshi me ha pegado su locura, ¿tú crees que es contagiosa?”

Pero Syu estaba durmiendo y cuando me preguntó, medio dormido, qué era lo que había dicho, contesté dulcemente:

“Nada. Duérmete.”

Y desde entonces me esforcé por no dejar volar mi terrible imaginación. Finalmente conseguí dormirme, pero sólo para despertarme con la sensación de oír gritos. Solté un gemido de dolor al morderme la lengua y agudicé la oreja. Nada. Todo, en la posada, estaba sumido en el más tranquilo de los silencios. Entonces se elevaron otra vez unos bufidos y entendí que eran los gatos que se estaban peleando. Oí el ruido de una ventana que se abre y una voz autoritaria, sin duda la de la tabernera, que ponía fin a la contienda de los dos animales.

“Malditos gatos”, masculló Syu, sacado bruscamente de su sueño.

Con temor, esperé a que alguien, en el cuarto, mostrase signos de que estaba también despierto. Y me di cuenta entonces de que me había destapado parcialmente. Me volví a tapar con las mantas, con el corazón atemorizado. ¿Y si mientras dormía se hubiese despertado alguno de los tres, para ir a beber agua o para cualquier otra cosa?

Si mi corazón no hubiese latido ya más aprisa por estar transformada, sin duda habría sentido cómo se me aceleraba el pulso. Traté de tranquilizarme y me tragué la sangre que salía de mi lengua maltratada.

“Estar debajo de estas mantas es como estar en un volcán”, resopló Syu, alejándose de mí. El pobre estaba asfixiado.

“Eso es lo que tiene ser amigo de un demonio”, le dije. “Es curioso. El frío, el calor… son sensaciones que dependen totalmente de nosotros.”

“Ya, ya”, dijo el mono, sentándose contra la madera del respaldo de la cama. “Pero esto es un horno.”

Me volví a cubrir mejor con las mantas, preguntándome qué hora sería. A lo mejor llevaba ya cinco horas transformada. Eso tenía que bastar de sobra para permitirme viajar al día siguiente. Por más que buscaba las raíces del veneno, no las encontraba. Eso era lo más desesperante: no saber nunca cuándo el veneno empezaría a aparecer. Porque, cuando resurgía, sus efectos eran fulgurantes: se empezaba a sentir un sabor amargo en la boca, y un cuarto de hora después, sentía que mis entrañas me quemaban, y unos minutos después, mi garganta sin duda se contraería, impidiéndome respirar. En definitiva, si aquel veneno no se iba con el tiempo, mi vida normal estaba acabada. Claro que, ¿cuándo había tenido una vida normal?

Con una sonrisilla poco cuerda en el rostro, recuperé la Sreda y la adormecí, retomando mi forma de siempre. Y, como exenta de toda preocupación, dormí a pierna suelta el resto de la noche.