Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

15 Maestro Tuan

La desaparición de Hilo pasó totalmente inadvertida, y si el maestro Dinyú no me hubiera dicho nada, probablemente no me habría enterado de nada. Aun sabiéndolo, me costó imaginarme que el Mahir había perdido la reliquia al verlo conversar tan tranquilamente con el Dáilorilh y otros orilhs acerca de los disturbios crecientes en las Comunidades de Éshingra. Los escuché hablar de ello en la Pagoda Azul e, inconscientemente, me quedé mirándolos con demasiada fijeza. Sólo cuando el Mahir levantó la cabeza y se fijó en mí, espabilé y me di cuenta de que Galgarrios, con el que estaba luchando, se giraba, curioso, para ver qué me había distraído. Le llamé la atención con un ataque fingido y volvimos a centrarnos en el har-kar mientras el Mahir, el Dáilorilh y los orilhs se alejaban por el corredor, hacia el segundo piso de la pagoda.

—¿Has oído lo que decían? —me preguntó Galgarrios, evitando un ataque mío.

—¿Quiénes?

—El Dáilorilh y los demás. Hablaban de lo que ha pasado en Dathrun.

—Ya, lo he oído —dije, apartándome elegantemente de él para evitar el golpe.

El Mahir había comentado algo sobre insurrecciones callejeras provocadas por gente descontenta. Al parecer, las Comunidades de Éshingra tenían problemas serios.

Encadené con una serie de ataques relámpago que me hubieran dado la victoria si no hubiese reducido al mínimo mis golpes. Galgarrios se alejó un poco, para retomar aire. Y para hacer el comentario que me temía:

—Y… —Vaciló—. ¿No están tus hermanos ahí?

Asentí con la cabeza, sorprendiéndome de que se acordase de eso. Había recibido una carta de ellos a finales del verano, pero mi posterior carta había quedado sin respuesta, y desde entonces no sabía nada… Galgarrios hizo una mueca pensativa.

—Bueno, pero ellos están en la academia —añadió—. No les pasará nada, ¿verdad?

Sonreí.

—Más les vale —dije, poniéndome otra vez en posición de ataque—. Si no, los arrastro a la fuerza hasta Ató.

Ataqué y Galgarrios se defendió dignamente. El problema, cuando luchaba con él, era que el caito, pese a ser más ágil que antaño, era mucho más lento que yo y además parecía siempre temer hacerme daño. Pero eso era su carácter, y por eso mismo era amigo mío.

Con una táctica que tenía más que ver con la lucha callejera que con el har-kar, le hice perder el equilibrio y el caito cayó sobre su trasero.

—¡Yujú! —solté, haciendo una pirueta de espectáculo.

—Me gustaría conocerlos algún día —dijo entonces.

Enarqué una ceja, sorprendida, y recordé la conversación.

—¿A Murri y a Laygra? —pregunté.

El caito se levantó y asintió, e iba a añadir algo cuando el maestro Dinyú, que había desaparecido misteriosamente durante un momento, apareció acompañado de un elfocano alto, de piel cetrina y rostro alargado y siniestro.

El maestro Dinyú ostentaba una sonrisa contenta.

—Kals de Ató —nos llamó—. Venid aquí, os quiero presentar al maestro Tuan, antiguo maestro de la Pagoda de los Vientos. Acaba de llegar, así que sólo haré las presentaciones. Mañana le dejaré que os dé una charla sobre el Torneo. Y sobre el har-kar, si es posible.

—Buenos días, maestro Tuan —dijimos todos al unísono, haciendo el debido saludo.

El maestro Tuan respondió a nuestro saludo del mismo modo, juntando las manos delante de él. Llevaba una larga túnica negra decorada con pequeñas flores rojas bordadas delicadamente.

—Esta es Laya —dijo el maestro Dinyú, señalando a la elfa oscura.

—Un honor, maestro Tuan —contestó esta.

El maestro Dinyú fue así presentándonos uno a uno. Yeysa saludó con su habitual dramatismo, Ozwil con su acostumbrada torpeza, y Galgarrios y yo con nuestra sempiterna naturalidad. Zahg, Sotkins y Revis eran en realidad los más formales de todos, y no me hubiera extrañado verlos de orilhs en la Pagoda algún día.

El maestro Tuan parecía muy acostumbrado a estas presentaciones y no mostró en ningún momento signo de aburrimiento, pero su rostro imperturbable y poco amable me hizo pensar que hubiera preferido estar en otro sitio. Aun así era evidente que el maestro Dinyú lo trataba como si fuese un gran amigo, de modo que intenté percibir en ese hombre algo que no estuviese totalmente encubierto por la formalidad y el amaneramiento. Todo fue en vano. El maestro Tuan debía de haber vivido demasiadas ceremonias aburridísimas para haberse quedado con esa cara de entierro.

Al día siguiente, llegué a la Pagoda más pronto que de costumbre, pero todos estaban ya ahí, menos Galgarrios y Sotkins. Notaba en el ambiente impaciencia y excitación: Laya parloteaba de todo y de nada mientras Ozwil hacía que la escuchaba, dando taconazos con sus botas saltadoras. Revis conversaba con Zahg acerca de los har-karistas que estaban de moda. Cuando entré, Yeysa me miró con mala cara y se alejó solitaria hacia una de las ventanas del corredor, con la típica pesadez de su enorme tamaño.

—¡Ah! —decía Zahg, muy animado—, ¿pero es que no has oído hablar del maestro Zeyzey?

—¿De quién? —replicó Revis, sonriendo anchamente—. ¿Zeyzey? ¿Qué nombre es ese?

—¡Es un apodo! —gruñó Zahg, contrariado ante sus aires burlones—. Es un har-karista la mar de famoso. En Aefna tiene algo así como doscientos seguidores.

Mientras Revis hacía una mueca, poco impresionado, puse cara pensativa.

—Zeyzey —repetí—, me suena el nombre. ¿No es aquel que se quedó dormido en pleno combate, en el Torneo de hace unos años?

Zahg soltó un bufido.

—¿Dormirse en pleno combate? ¡Sandeces! Eso sólo son habladurías difundidas por sus enemigos.

—No, no, ahora estoy segura —dije, asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Era Zeyzey. ¿No te parece un acto heroico dormirse durante un combate? Seguramente se aburría tanto con su adversario que…

—¡Bobadas! —repitió Zahg, enderezándose, con las manos sobre las caderas.

—A menos que hubiese bebido demasiado el día anterior —terció Revis.

—Quizá tenga propensión —le apoyé con mucha seriedad.

Intercambiamos una mirada y nos echamos a reír mientras Zahg sacudía la cabeza, exasperado.

—Menudo par de ignorantes —soltó—. ¡Pues no voy a saber más que vosotros, sobre el tema! Mi tío fue har-karista, en su tiempo.

Nosotros seguimos riéndonos y él soltó un suspiro resignado, girándose hacia la puerta.

—El maestro Tuan no es tan puntual como el maestro Dinyú —observó.

De hecho, el maestro Tuan no aparecía por ningún sitio. Esperamos quizá un cuarto de hora, cada vez más cabreados por su impuntualidad.

—Es de la capital —comentó Laya, sentándose afuera, en el corredor exterior de la Pagoda.

—Pues vaya maestro —replicó Ozwil, saliendo afuera también.

Los seguimos y nos sentamos todos en línea, sobre la madera de la veranda, ahora más frustrados que impacientes.

Hacía un día primaveral. El cielo era azul y tan sólo lo cruzaban unas nubes altas y blancas como el algodón. El aire estaba fresco así que aquella mañana me había cubierto cálidamente con la capa y hasta había puesto mis botas.

—Ningún maestro de Ató se atrevería a llegar tan tarde —añadió Zahg, tamborileando con sus dedos sobre la madera.

—¿Y Sotkins? —pregunté.

No la veíamos por ningún lado.

—¡Ah! —apuntó entonces Laya con aire triunfante—. Ahora lo entiendo. El maestro Tuan le estará dando clases particulares. Ya sabía yo que lo único que le importa es medrar haciéndose amigos poderosos…

—Laya —dijo Ozwil, suspirando—. A ti lo que te pasa es que no te cae bien Sotkins.

La elfa oscura puso una cara enfurruñada y Zahg soltó un suspiro ruidoso.

—Empiezo a pensar que nos ha olvidado —gruñó.

—Sería una pena —dijo Galgarrios, con sinceridad—. Me apetecía escuchar lo que iba a decir.

—Pues a mí, la verdad es que no —dijo Laya—. Tiene cara amargada y yo no soporto a la gente que tiene la cara amargada. Además, seguro que el maestro Dinyú nos ha hablado de todo lo importante. Y lo que no sepamos, que nos lo diga.

—El maestro Tuan se habrá quedado dormido —reflexioné—. ¿Y si vamos a despertarlo?

—Si tuviese en casa el gallo que yo tengo, no tendría esos problemas —dijo Revis.

—¿Tienes un gallo? —exclamé, sorprendida.

Revis puso cara atormentada.

—Mi hermano pequeño —contestó y nos reímos todos—. Me despierta con la trompeta desde que ha empezado a aprender a tocarla. Cada despertar es un infierno. ¡Pero al maestro Tuan mi hermanito le podría venir de perlas! —dijo, soltando una carcajada.

—No hacen falta trompetas —intervino Zahg—. Ahí viene.

—Y con Sotkins —murmuró Galgarrios.

—¡Ja! ¿No os lo dije? —exclamó Laya, y se giró hacia ellos para mirarlos fijamente.

Cruzando la plaza junto a la Pagoda y a la Neria, venían conversando Sotkins y el maestro Tuan. Él parecía hacerle preguntas y ella contestaba con tranquilidad. ¿Eran acaso tan importantes las respuestas como para llegar tan tarde?, me pregunté, con una mueca dubitativa, levantándome con los demás.

—Buenos días —nos dijo el maestro Tuan como saludo, al llegar junto a las escaleras exteriores—. He sido retrasado por un asunto urgente. Adelante, entrad.

—¿Para qué pedir perdón? —comentó Zahg, por lo bajo, mientras entrábamos.

En el interior, nos encontramos con Yeysa, que se había sentado junto a una ventana que daba sobre la Neria, absorta en quién sabía qué pensamientos.

El maestro Tuan nos llevó a la segunda planta, a una salita que no estaba vacía como las demás: había una mesa grande con el mapa en colores de Ajensoldra grabado en ella. Yo ya lo había visto de sobra, no solamente un día el maestro Yinur nos la había enseñado sino que en otra ocasión nos había castigado a Akín y a mí mandándonos hacer una copia exacta del mapa. Si bien recordaba, ni yo ni Akín habíamos hecho correctamente los deberes de geografía y aquel día al maestro Yinur se le había atragantado el desayuno.

—Esperadme aquí un momento —dijo entonces el maestro Tuan, antes de desaparecer por las escaleras que llevaban al tercer piso.

Nos quedamos observando el mapa para pasar el tiempo. La mesa era muy vieja, y se veía que el grabado había sido más de una vez retocado para mejorarlo y corregir errores. Vi escrito el nombre de Ató y comparé la distancia que nos separaba de Aefna, con la que nos separaba de Kaendra. Aunque estaba más cerca esta última, bien sabía que se tardaba muchísimo más en llegar a Kaendra, simplemente porque estaba metida entre montañas, encima poco hospitalarias. En cambio, Aefna estaba rodeada de praderas, pequeñas colinas y campos. Según el maestro Dinyú, en Aefna llovía muchísimo menos que en Ató, incluso en ciclos de transición o en un Ciclo del Pantano. Después de todo, no estaba muy lejos de las Llanuras del Fuego, y se decía que a veces la arena roja y grisácea del sur cubría el cielo de Aefna como una nube caliente y brumosa. El maestro Dinyú había hablado más de una vez sobre los vientos cálidos y los vientos fríos de Aefna. Cuando soplaba el viento del sur, hacía un calor de mil demonios y cuando soplaba viento del norte, podía hacer un frío terrible, incluso en verano.

Ozwil y Galgarrios estaban intentando recordar qué montaña era la más alta, si el Tilzeño o el Avestruz, cuando el maestro Tuan volvió, cargado de anchos pergaminos enrollados que posó en el borde de la mesa con cuidado.

—El maestro Dinyú ha tenido la amabilidad de guardármelos en la Pagoda para que no se estropeen —dijo, refiriéndose sin duda a los pergaminos—, y nos van a ser de una gran ayuda. Estáis aquí para aprender las reglas del Torneo de Aefna, que empezará dentro de dos semanas, el primer Ventisca de Tablonas, y que tiene lugar cada tres años. Que alguien me ayude a desenrollar este pergamino —añadió.

Galgarrios iba a encargarse pero Sotkins se precipitó para coger el pergamino y desenrollarlo. Los demás la ayudamos a mantenerlo llano sobre la mesa.

—Gracias, Sotkins —dijo el maestro Tuan.

Esta sonrió y yo fruncí el ceño. El comportamiento de Sotkins me estaba intrigando cada vez más, y no pude dejar de advertir que Laya la miraba con cierto menosprecio y quizá cierta envidia por haber sabido granjearse el interés de una persona tan influyente como lo era el maestro Tuan.

—En este pergamino —prosiguió el elfocano—, tenéis una copia de todos los candidatos en el Torneo de este año. No están los que se han presentado a última hora, se añadirán después. Echadle un vistazo y mirad también este otro pergamino. Ahora vuelvo.

Observamos, con cierto asombro, al maestro Tuan alejarse escaleras abajo. Resoplé y Zahg soltó una risita.

—¿A este lo llaman maestro? —susurró, a la vez escandalizado y divertido.

—Un maestro que huye de sus alumnos —rechinó Laya—. Menuda vergüenza.

—¿Cómo puede ser amigo del maestro Dinyú? —preguntó Ozwil.

—¿Queréis callaros? —replicó Sotkins, exasperada—. Es un buen maestro, lo que pasa es que está viejo para soportar a una panda de niños como vosotros.

—Pero aun así —razoné, sorprendida por su actitud—, ¿te parece normal?

Sotkins hizo una mueca y yo levanté un dedo con aires de sabia:

—Tienes razón: promueve nuestra autonomía.

Todos soltaron una enorme risotada, menos Yeysa, que se había puesto a recorrer el pergamino con interés. Me sorprendí al verla tan interesada de pronto por un pergamino: jamás la había visto leer nada hasta ahora.

Nos centramos todos en el pergamino. La presentación era intragable. Y el contenido del todo repetitivo: eran nombres y más nombres de candidatos venidos de toda Ajensoldra e incluso de las tierras vecinas para participar en el Torneo y demostrar su valor y su habilidad. Entre todos, reconocí algún apellido típico de las Tierras Altas, y vi a un tal Dayrron Tudeka, miembro sin duda de los Tudeka, la familia más numerosa e importante de Yurdas.

El otro pergamino era una recapitulación de todas las reglas del Torneo y de todo lo que había que hacer en tal o tal caso. Al ver la extensión del pergamino, empecé a entender por qué el maestro Tuan nos había abandonado tan alegremente.

Cuando volvió el maestro Tuan, había pasado ya media hora y, aburridos, habíamos mirado también los demás pergaminos. En uno de ellos enseñaban todas las competiciones que podía haber en el Torneo: carreras, tiro al arco, combate de har-kar, combate armado, acrobacia, y algo que llamaban danza de la muerte, también había competiciones entre celmistas, de invocaciones, de transformaciones, juegos de astucia, y así continuaba la lista increíblemente larga de posibles actividades. Otro pergamino era una recopilación de planos de los edificios y campos en que tenían lugar las pruebas. Y el último pergamino hablaba de todas las prohibiciones y de las condiciones de participación. Según ponía, parecía que era terriblemente fácil ser expulsado del Torneo.

El maestro Tuan acabó de exasperarme cuando, al volver, se puso a leernos todas las reglas y a hacérnoslas repetir cinco veces para que se nos quedasen de memoria. Cuatro horas después, al salir de la Pagoda, tenía la impresión de haber recibido cien golpes de bastón en la cabeza sin interrupción.

—Es difícil tenerle manía a una persona en tan poco tiempo —comenté, con un gemido, masajeándome las sienes—. Pero el maestro Tuan lo ha conseguido.

—Válgame el cielo… —gruñó Zahg, todavía más agitado que a la mañana—. Te juro que si me hubiese hecho repetir una sola vez más una de sus malditas reglas, me habría vuelto loco y me habría tirado por la ventana.

—No digáis bobadas —intervino Sotkins—. Reconozco que la clase ha sido pesada, pero es necesario conocer las reglas. —Como la mirábamos todos, incrédulos, carraspeó—. Bueno… no lo estoy defendiendo, pero sabéis tanto como yo que tiene mucha influencia.

Laya entrecerró los ojos.

—¿Y qué te puede dar ese señorito de la capital? —soltó.

—Yo no le he pedido nada —replicó la belarca, con un gruñido—. No soy una aduladora ni nada por el estilo, que eso os quede claro. Y si algún día, tengo un buen cargo, será porque me lo he merecido, ¡de eso podéis estar seguros!

Y diciendo esto, se marchó con grandes pisadas hacia su casa. Nos pasó casi por encima toda una tropa de snorís que salían corriendo de la Pagoda y yo me aparté de un bote. En ese instante, sentí el sabor amargo del veneno en mi lengua y supe que era hora de volver al albergue. Despidiéndome de los demás, me pregunté si sería capaz de aguantar todo un viaje sin transformarme ni una sola vez. Esa era sin duda una incertidumbre más que preocupante, a lo cual se añadían las palabras de Kwayat: “prométeme una cosa, antes de que me vaya: no salgas de Ató hasta que vuelva”. ¡Genial! Iba a tener que romper una promesa. Pero Kwayat había incumplido la suya a más no poder porque ¿no había dicho que volvería dentro de unos días? Y ya habían pasado tres meses. ¡Ja! Tampoco tenía la intención de esperarle hasta que me matase el aburrimiento. Además, se suponía que dentro de dos semanas y media tenía que ir a ver a los Comunitarios, en Aefna. No podía ser más práctico. Sin embargo, si Kwayat no aparecía antes del segundo Drusio de Tablonas, ¿qué pensarían los Comunitarios? Acaso que me había convertido en un kandak, lo que quizá iba a sucederme si seguía transformándome tantas veces como aquel último mes.

—¡Shaedra!

Levanté la cabeza, sobresaltada, y vi que Deria me hacía grandes gestos desde su puestecillo de juguetes. Con una gran sonrisa, me acerqué a ella.

—¿Qué tal estás? —le pregunté.

—Debería ser yo quien te pregunte eso —dijo Deria—. Al fin y al cabo, has estado enferma.

—Es agua pasada. Ahora estoy fenomenal —la aseguré, demasiado consciente sin embargo del veneno que empezaba a expandirse otra vez. Hacía más de un día y medio que no me transformaba, recordé, con cierta satisfacción—. ¿Qué tal se vende el nuevo modelo?

—¿Las retintineras? ¡No podría ser mejor! No sirven de nada, pero les encanta tanto a los niños como a los padres. —Y se inclinó hacia mí, bajando la voz—. Ayer me vino a comprar uno el mismísimo Mahir.

Agrandé los ojos. Una retintinera, un invento reciente de Dolgy Vranc, consistía en una caja que, cuando se activaba, repetía los ruidos que le rodeaban como un eco, podía guardarlos y soltarlos más o menos deshilachadamente. Podía dar como resultado un batiburillo cacofónico totalmente incomprensible, pero Deria había descubierto que se podían realizar varios juegos con semejante objeto, de ahí su gran éxito. ¿Pero para qué querría el Mahir una retintinera? La única hija que tenía ya tenía casi treinta años.

—Por cierto, ¿qué tal es el maestro Tuan? —me preguntó.

Puse cara de mártir y ella se rió.

—¿Tan malo es?

—Como maestro, horrible —asentí—. Pero no parece tener mal corazón. Eso sí, su pereza se siente a diez leguas de aquí. Y le hemos puesto un mote que le va de maravilla: el Oso Perezoso.

—Una retintinera, por favor, jovencita —dijo una clienta con su hijo pequeño cogido de la mano.

—Son tres kétalos —le contestó Deria animadamente.

Cuando se alejó la clienta y el niño, Deria se giró hacia mí, con una gran sonrisa.

—¡Adivina! Le pregunté a Dol si podíamos ir a Aefna, ¡y él ha dicho que sí! Partiremos un día después que tú, porque Dol quiere vender todo esto antes —dijo, señalando todas las retintineras que le faltaban por vender.

—Eso es maravilloso —me entusiasmé—. Así podremos ir a visitar Aefna juntas y con Dol.

—Pero hay aún más —añadió ella, con aire misterioso.

Enarqué una ceja, intrigada.

—¿De qué se trata?

—Dol está a punto de finalizar otro proyecto, y dice que en Aefna lo acabará y que durante las semanas que estaremos, va a intentar encontrar un proveedor mejor que el que tiene ahora, que nunca le da material de la calidad que él quisiera. Así que ya ves, ¡este viaje va a ser el principio de un gran negocio!

Sonreí, divertida, al ver surgir el espíritu comerciante de la drayta.

—Seguro que lo será —contesté, antes de encaminarme hacia el Ciervo alado, sintiéndome algo inquieta al pensar que en realidad mi viaje a Aefna no iba a solucionar ninguno de los problemas pendientes: Aleria y Akín seguían los diablos sabían dónde y Lénisu estaría huyendo prudentemente de Ató y del Mahir. Sólo cabía esperar que Kwayat apareciese pronto y me diese consignas para ser un buen demonio, pensé sardónica, empujando la puerta de la taberna.