Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

14 Paz y guerra

El primer día en que retomé mis clases de har-kar, tuve la sensación de estar cometiendo un error enorme. Pero las cuatro horas de har-kar pasaron y conseguí regresar al albergue sana y salva, tal y como me lo había predicho Syu, que aunque no fuera un adivino sabía muchas cosas. Antes de marcharme, les dije a Ozwil y Laya que pasasen por el albergue, aquella tarde, porque tenía unas canciones que había preparado para su antología. Me agradecieron con efusión mi interés, e iba a irme cuando el maestro Dinyú dijo:

—Shaedra, ¿puedo hablar contigo un momento?

Me giré hacia él y lo vi tan sereno como siempre, aun después de cuatro horas de estar soportando a ocho kals no siempre atentos ni muy despejados.

—Por supuesto —contesté, acercándome a él mientras los demás se dirigían hacia Ató.

Hacía días que no llovía y la tierra estaba casi seca. El campo de entrenamiento semejaba por fin un campo de entrenamiento normal, y no un lodazal.

—Me alegro de verte otra vez por aquí —empezó.

—Y yo aún más —le aseguré.

—Pero no quisiera que te esforzaras cuando todavía estás convaleciente —prosiguió—. He notado que a tus ataques a veces les faltaba fuerza y se te ve cansada.

—¿Qué? Bueno, maestro Dinyú, después de tantas peleas contra Sotkins y Yeysa, es normal que me sienta cansada —bromeé—. Además, el ejercicio me viene bien —reforcé.

—Entonces no hay más que hablar —dijo el maestro Dinyú, sonriendo—. Volvamos.

Emprendimos el camino de regreso a Ató en silencio. El maestro Dinyú parecía sumido en sus pensamientos.

—¿Qué tal va su esposa? —le pregunté—. ¿Ha acabado el cuadro?

—¿Qué? Oh, sí, bueno, no, aún no, pero le falta poco —contestó—. Le gusta este lugar.

La última observación me intrigó por el tono con que lo decía.

—¿Y a usted, maestro Dinyú? ¿No le gusta Ató?

—Je, por supuesto que me gusta, pero no podré quedarme aquí eternamente. Al final de la primavera me iré.

La noticia, dada de manera tan natural, me dejó sin habla.

—¿Se va? Pero… ¿adónde? —pregunté, azorada.

El maestro Dinyú sacudió la cabeza, divertido.

—Ató es para mí como un pequeño islote de paz, pero demasiado alejado de toda mi familia.

—Entonces… ¿por qué decidió venir a Ató?

—Esa es una buena pregunta, sin duda —replicó él, meneando la cabeza.

El silencio que siguió a sus palabras me llenó de vergüenza al darme cuenta de que me había comportado como la peor de las entrometidas.

—Quería hablarte de otro asunto —dijo de pronto el maestro Dinyú—. No sé si es una buena idea, pero te lo diré. Supongo que sabías que Lénisu guardaba una de esas mágaras que llaman reliquias.

Sus palabras me pillaron totalmente desprevenida y debió de leer en mi rostro que la verdad no me era desconocida.

—Lo sabía —concedí—. Por eso encerraron a Lénisu.

El maestro Dinyú frunció el ceño y me di cuenta de que mi tono llevaba demasiada emoción y resentimiento.

—¿Por qué me habla de eso? —inquirí.

—La reliquia es una espada, según me han contado. La espada de Álingar. Es una espada de un valor inestimable. No cualquiera posee un objeto así. Por lo que sé, la espada de Álingar sería capaz de resucitar los fantasmas de los muertos.

—Yo creía que invocaba demonios —solté con una media sonrisa, y me callé enseguida, dándome cuenta de que no me convenía hablar.

El maestro Dinyú me miró un instante y luego asintió.

—Quizá. Existen tantas historias sobre las reliquias que es difícil saber cuál es cierta y cuál es falsa. En todo caso, sé a ciencia cierta que el Mahir no sabe cómo funciona la espada. Hace unos días nos lo comentó a unos cuantos maestros. Parecía más que decepcionado.

Lo observé con detenimiento. ¿Adónde quería ir a parar? ¿Por qué me contaba cosas que sin duda no tenía derecho a contarme? ¿Acaso estaba intentando sonsacarme algo?, me dije, de pronto, desconfiada. Aunque sentir desconfianza por el maestro Dinyú me provocaba más confusión que otra cosa.

—Tu tío, en cambio, sabía utilizar la espada. Por eso quiere recuperarla. Sin duda tiene que saber utilizarla —repitió.

—Maestro Dinyú, ¿cómo está usted tan seguro de que quiere recuperarla? —repliqué.

—Porque lo vi anteayer.

Me quedé boquiabierta.

—¿Qu… qué? —farfullé—. ¡Imposible!

—¿Por qué? —dijo el belarco—. Yo lo vi —afirmó otra vez.

—¿Habló con él?

El maestro Dinyú me miró con sorpresa y soltó una carcajada.

—¿Yo? Ni se me ocurriría, no necesito más problemas que los que tengo ya.

—Entonces… Pero… ¿está seguro?

—No puedo equivocarme. Lo vi en el cuartel, cuando salía de la casa del Mahir. Y ayer, la reliquia ya no estaba.

Me quedé más pálida que la muerte. ¡Así que al final lo había conseguido! A menos que…

—Y usted avisó a los guardias —dije, con un hilo de voz.

El maestro Dinyú meneó la cabeza, pensativo.

—Quizá debería haberlo hecho, pero no lo hice. Con esto, quiero que me digas una cosa. Una tan sólo.

Entendí que no podía negarme a contestarle, fuese cual fuese la pregunta. Después de que él hubiese guardado silencio y salvado a Lénisu, yo no podía hacer menos.

—¿Es Lénisu el Sangre Negra sí o no?

Me quedé mirándolo, pasmada. No sabía por qué, me esperaba a que me preguntase si Lénisu había utilizado la espada en mi presencia o si yo había participado en el robo o algo así, ¡no me esperaba a que me preguntase a ver si Lénisu era el Sangre Negra! Recordé la conversación que había tenido con Lénisu en la prisión de Ató. Sin duda alguna, Lénisu me había confirmado que lo era. Pero también sabía ahora que los crímenes que habían formado la mala reputación del Sangre Negra no habían sido perpetrados por este último, sino por un impostor.

—¿Lo es? —repitió el maestro Dinyú, viendo que no contestaba.

Asentí.

—Lo es —suspiré—. O más bien, lo era. El hombre que se hace pasar ahora por el Sangre Negra no es Lénisu.

—Pero tu tío Lénisu fue el Sangre Negra hace diez años. Gracias, Shaedra.

Enarqué una ceja, intrigada.

—¿Quién es el Sangre Negra? —pregunté—. Quiero decir, ¿qué sabe acerca de él? ¿Quién era hace diez años?

El maestro Dinyú me sonrió y me saludó levantando dos dedos, como solían saludar los maestros a sus alumnos.

—Creo que ya he hablado demasiado. Aún no sé si he hecho bien en hablarte de esto. Pero creo que te alegrará saber que tu tío se ha librado por los pelos y con aquello que buscaba.

Uní mis manos delante de mí, a modo de saludo y como señal de agradecimiento.

—No sé cómo agradecérselo, maestro Dinyú. Y… quiero que sepa que mi tío no es un ladrón. Sólo fue a recuperar lo que le habían robado.

El maestro Dinyú sonrió.

—No intentes satisfacer mi conciencia. Porque la tengo plenamente tranquila. No veo por qué todas las reliquias deben pertenecer a las Pagodas, sobre todo si no saben usarlas —añadió, guiñándome un ojo.

Y diciendo esto, repitió su saludo y se fue subiendo rápidamente por la calle del Arce. ¡Lénisu había recuperado a Hilo!, me dije, sonriendo. ¡Esa sí que era una buena noticia! Vale, lo había visto el maestro Dinyú. Una suerte que fuera una de las pocas personas que sabían aún diferenciar el bien del mal, pensé.

Sentí de pronto que me invadía un cansancio no del todo natural y me di prisas en volver a la taberna y encerrarme en mi cuarto, donde conté a Syu y a Frundis todo lo que me había pasado. Cuando les pregunté qué pensaban de todo aquello, Frundis me contestó con una serie de notas de arpa y Syu se encogió de hombros.

“El maestro Dinyú parece buena persona”, dijo.

“Lo es”, respondí, divertida. “Pero Wigy también lo es, y ella habría corrido a avisar a los guardias si hubiese visto una sombra salir de la casa del Mahir. El maestro Dinyú me ha sorprendido. Ni me ha preguntado si sabía algo del robo o no. Simplemente me ha preguntado si Lénisu era el Sangre Negra. Y que lo fuese parecía contestarle a más de una pregunta, pero ignoro a cuáles.”

“Bah, si todo ha salido bien, ¿para qué seguir hablando del asunto?”, preguntó el mono gawalt.

“Si sale mal, no hay que hablar de ello, y si sale bien, tampoco, ¿pero de qué habláis los gawalts, entonces?”, solté, muy divertida.

“Los gawalts nos dejamos de tonterías, porque todo nos sale bien, y sólo hablamos de las cosas interesantes”, contestó.

“¿Qué cosas interesantes?”

Entonces, cómo no, Syu se me puso a hablar de comida. Frundis y yo nos echamos a reír e intentamos callarlo al de un rato, porque algo estaba claro: para Frundis, la comida era una cosa que nunca le llegaría a preocupar.

A la tarde, como les había pedido, vinieron Ozwil y Laya, y se llevaron una sorpresa al ver que les entregaba quizá treinta hojas de canciones con la escritura musical y la letra debajo para su cancionero.

—¡Wuaw! —se exclamó Ozwil, realmente impresionado.

—¿Dónde has aprendido las notas musicales? —preguntó Laya, mirando las hojas con asombro.

No podía decirles que era Frundis quien me había dictado cada una de las notas, gritando indignado cada vez que me equivocaba o en cuanto dibujaba una nota un milímetro más abajo o más arriba. Porque no solamente habrían pensado que me había vuelto loca sino que además se suponía que había perdido a Frundis el día del rescate y que, por consiguiente, no podía estar en mi cuarto.

—Boh —dije—. He leído alguna cosilla, por aquí y por allá. Quizá haya errores, revisadlo vosotros. Espero haber sido de alguna ayuda.

—¡Y tanto! —exclamó Ozwil—. Estábamos algo bloqueados, y se supone que tenemos que acabarlo antes de marcharnos a Aefna. Ahora sí que lo completaremos, ¡y nos quedará genial!

—Y pondremos tu nombre como máxima colaboradora —anunció Laya—. Por cierto, ¿cuál es tu apellido?

—Úcrinalm Háreldin —contesté, entusiasmada con la idea de haber participado a la elaboración de un libro que iba a ser imprimido—. Os lo escribiré en un papel —añadí, al advertir que Laya entrecerraba los ojos y que iba a pedirme que repitiese.

Cuando se marcharon, cerré la puerta y corrí hasta donde había escondido a Frundis para contarle lo que había ocurrido.

“Debería haberles pedido que pusiesen también tu nombre”, dije. “No tienen por qué saber que eres un bastón.”

“¿Y qué, si lo soy?”, replicó el bastón, con orgullo, soltando unas notas agudas de flauta. “Me enorgullezco de ser un bastón.”

Me eché a reír.

“Syu te está contagiando su orgullo gawalt. Pero tienes toda la razón, no pretendía ofenderte.”

“De todas formas, no quiero que mi nombre aparezca en ningún libro”, declaró. “Ya te dije, hace tiempo, que mi nombre es sagrado. Cualquiera no debe conocerlo. Y los libros pueden ser leídos por cualquiera. Y mis canciones, las doy cuando me apetece. Eso ya lo sabes.”

“De sobra lo sé”, repliqué, divertida. Había tenido que hablarle con mucho tacto para que aceptara ayudar a Ozwil y a Laya en su empresa. La antología sería única, simplemente porque había varias canciones que quizá ningún saijit en la Tierra Baya recordase. Frundis era un tesoro de música andante, y me alegraba todos los días tenerlo otra vez junto a mí.

Pasaron los días y tuve la impresión de estar, si no enteramente, al menos casi curada de mi mal. El día en que Ozwil no me ganó ni una sola vez me consideré totalmente recuperada. Y conseguí dar a Yeysa un buen golpe sin que ella pudiese replicar suficientemente rápido. Debo decir que con Yeysa no me esmeraba tanto en disminuir la fuerza de mis golpes, ya que era consciente de que ella aprovecharía cualquier ocasión para desatar su furia sobre mí.

Tres días antes de nuestra partida hacia Aefna, Kirlens me vino a ver a mi cuarto. Llamó a la puerta muy quedamente y entró cuando yo estaba tendida en la cama, con entre las manos el Manual musical de Owrel. Aquellos días me había dado por aprender cosas sobre el arte musical, intrigada por aquello que Frundis consideraba como su razón de vida, y el bastón estaba encantado de enseñarme, aunque mi “torpeza” lo exasperaba terriblemente.

Al oír el toque a la puerta, escondí precipitadamente a Frundis entre las mantas y levanté la cabeza hacia el tabernero.

—¿Puedo? —preguntó.

—Claro —contesté, dejando el libro sobre la mesilla y sentándome en la cama—. Hoy hay muchos clientes, ¿no te parece?

—Sí, le dejé a Wigy que se ocupara —dijo, sentándose en la silla—. Con esto de que hay tantos alumnos de la Pagoda que se van al Torneo de Aefna, la gente está algo más excitada que de costumbre. Y aunque todavía ni ha empezado el Torneo ni nada, ya han comenzado las apuestas sobre si Ató va a salir ganadora o no.

—¿Ató, ganadora? —repetí, poniendo los ojos en blanco—. Eso significaría que habríamos ganado más puntos que todos. Además, el Torneo no es una competición entre ciudades —afirmé, repitiendo más o menos lo que nos había dicho el maestro Dinyú—. Yo, la verdad, lo único que me apetece es ver la ciudad, la pagoda y la biblioteca.

—Y los palacios —añadió Kirlens, con una gran sonrisa—. Son magníficos. El Palacio Real, ese, no podrás perdértelo: se ve desde las afueras.

—¿Cuánto tiempo estuviste en Aefna? —pregunté.

—Ah, de eso hace mucho tiempo —contestó, con la mirada lejana—. Casi cuarenta años, sí. Pero dudo de que el Palacio Real haya cambiado mucho. Aunque dicen que la ciudad ella sí que ha cambiado. Al parecer ensancharon las calles y las empedraron y todo. —Sonrió—. ¿Sabes qué? Taroshi me ha dicho que quería ir contigo.

Lo miré de hito en hito, pensando que bromeaba.

—Por supuesto, le he dicho que no —me tranquilizó Kirlens—. Aunque es cierto que los nerús tendrán menos clases durante un mes, porque se van varios maestros.

—¿De veras? ¿Quiénes?

—El maestro Dinyú, el maestro Juryún y el maestro Áynorin.

—¡El maestro Áynorin!

—Así es.

—Y el maestro Juryún —dije, frunciendo el ceño, sorprendida. Se suponía que el maestro Juryún nos debía haber dado clases de combate armado aquel invierno, pero como había estado muy enfermo, los har-karistas apenas lo habíamos visto, y el maestro Dinyú había tenido que reemplazarlo.

—La gente opina que sigue muy enfermo —asintió Kirlens—. Y su ama de casa se queja diciendo que es una locura que vaya a Aefna en ese estado, pero es difícil razonar con un maestro de la Pagoda. —Sonrió y yo meneé la cabeza, pensativa—. Entonces, ¿te sientes preparada para ese Torneo? —preguntó tras una pausa.

—Bueno, eso espero —contesté—. De todas formas, el maestro Dinyú no nos pide que ganemos, sólo que participemos respetando todas las reglas.

—Ya, ya, eso es lo que dice, pero si ganas, estoy seguro de que estaría contento —replicó.

Sonreí y asentí.

—Puede —respondí.

—Otra cosa —dijo Kirlens—. Sé que no es el mejor momento para hablar de ello, pero quisiera pedirte algo.

Enarqué una ceja, intrigada.

—¿De qué se trata?

—De Taroshi y tú. Os he visto, os evitáis como la luz y la sombra. Ha llegado a ser agobiante. Tanto resentimiento es algo malsano. Seguro que tienes buenas razones para mirarlo así, pero él tan sólo es un niño. Piensa que tal vez no quería hacerte daño, sea lo que sea lo que ha pasado entre vosotros.

Bajé la mirada, suspirando.

—Debería ser un niño —dije—. Pero actúa como un demente.

Kirlens golpeó la mesilla con su puño, y me sobresalté, estupefacta.

—¡Jamás vuelvas a decir eso, Shaedra! —bramó—. Taroshi es un niño sensible, no hay más.

—Claro —le dije, sarcástica.

Cuánto me hubiera gustado decirle: abre los ojos, Kirlens, y no te fíes tanto de su cara inocente. Kirlens se levantó algo rígidamente y suspiró luego, más tranquilo.

—Deberíais hacer las paces, antes de que te marches. Quiero que hables con él. Esta misma tarde, ¿de acuerdo?

Lo miré a los ojos y me encogí de hombros, resignada.

—Si insistes. Pero te advierto que nunca estuvimos en guerra. No hay guerra cuando uno de los dos bandos padece sin resistir —dije, sabiamente.

Kirlens sacudió la cabeza, pensando sin duda que decía tonterías, y salía del cuarto cuando le pregunté:

—¿No necesitáis ayuda, en la taberna?

—No, tranquila. Reserva tus fuerzas para el Torneo —contestó, mirándome con una sonrisa, antes de cerrar la puerta.

Volví a sacar a Frundis de debajo de las mantas y retomé mi libro. Syu había salido. Últimamente daba muchas vueltas por Ató, y me pregunté si no habría encontrado una presa fácil entre los comerciantes de golosinas.

Aquella misma tarde, hablé con Taroshi. Al verlo pasar por el pasillo, lo llamé y él se detuvo, mirándome con sumo desprecio.

—Taroshi —repetí—. Acércate. Tengo algo que decirte.

—¿A mí? —se extrañó él—. No te creo.

Enarqué una ceja.

—¿Tan imposible te parece? Venga, acércate. A menos que tengas intención de matarme otra vez, por supuesto.

Taroshi agrandó los ojos.

—¿Cómo sabes…?

En ese instante nos quedamos los dos suspensos y, durante unos segundos, me puse a reflexionar con una lógica fría que me aterró: Taroshi acababa de traicionarse a sí mismo admitiendo que había intentado envenenarme. Aun así, tampoco parecía horrorizado al ver que había metido la pata. Sonreí con frialdad.

—Lo sabía desde el principio —aseguré—. Me bebí tu veneno sabiendo que lo era, para demostrarte que no me muero tan fácilmente —mentí con tono de broma.

—Yo no… yo no quería matarte —dijo Taroshi, vacilante.

—Una suerte entonces que no haya muerto —repliqué—. ¿Qué tipo de veneno era?

Taroshi me miró de mal modo y se mordió el labio, confesando:

—Anrenina. No puse mucha —añadió, como para disculparse.

Aunque quería aparentar serenidad, no pude dejar de palidecer. ¡Anrenina! Eso era lo que se les daba a los enfermos que sufrían mucho cuando ya no había posible curación y cuando la muerte tardaba en llegar. Estaba claro que si no hubiese tenido la Sreda, habría muerto en menos de diez minutos. Suspiré y traté de reponerme.

—Ven, acércate y siéntate ahí. Tengo algo que decirte.

El muchacho miró la silla y frunció el ceño, clavando otra vez sus ojos en los míos.

—¿Seguro que no quieres vengarte? —inquirió, con un recelo pueril.

Solté un enorme suspiro.

—Taroshi, intenta confiar en mí, ¿quieres? Yo tengo buen corazón, no me vengo del hijo de Kirlens —le dije con infinita paciencia.

Taroshi, con un mohín, me miró de hito en hito.

—¿Qué quieres?

—Siéntate.

—No —se negó categóricamente—. ¿Qué quieres?

—Hacer las paces.

Taroshi puso cara de pocos amigos.

—Imposible. Oí lo que te dijo aquella persona. Sé lo que eres.

Lo contemplé unos segundos, desconcertada.

—¿Y qué es lo que soy?

Como parecía costarle decir lo que sabía que iba a decir, añadí:

—Soy una salvaje, ¿verdad? ¿O bien un monstruo de tres cabezas? Cuando me miras tengo esa impresión.

—Un demonio —soltó Taroshi—. ¡Un demonio! —repitió, gritando—. Eso es lo que oí. Y no lo dije a nadie.

Solté una carcajada sonora.

—¡Un demonio! Por supuesto. ¿Eso es lo que crees?

—No solamente lo creo. Te he visto.

Sentí como si me golpeasen las entrañas de un puñetazo. ¿Me había visto? ¿Cómo que me había visto? ¡Imposible! Traté sin embargo de no mostrar más que exasperación en mi rostro.

—Taroshi, quería hacer las paces contigo, ¿y me vienes ahora con esas historias? Está bien, tú sigue pensando lo que quieres. Pero preferiría que pensases que soy un hada o una bella princesa. Al fin y al cabo, no estoy tan lejos de serlo —dije, alegremente.

Taroshi me miró con desdén y retrocedió hasta la puerta, sin darme la espalda, como si temiese que le fuese a atacar a traición.

—Taroshi —le dije—, podrías ser una buena persona, ¿por qué tanta desconfianza? Trata de quitarte todas esas ideas raras de la cabeza. Compórtate de manera razonable. Al fin y al cabo, la vida sólo se vive una vez…

—¡No quiero volver a hablar contigo! —soltó él, desapareciendo por las escaleras.

Meneé la cabeza, inquieta, sabiendo que mis intentos diplomáticos habían sido todo un fracaso.

—Bueno —dije para mí—, al menos, lo he intentado.

Syu entró a toda prisa en el cuarto y al frenar, tropezó y dio un salto para no caerse.

“¡Ese tarado!”, exclamó, asustado, mientras yo lo miraba con estupor. “Quiso darme una patada. Yo que tú lo echaría de aquí.”

“Eso es una cosa que está en manos de Kirlens, y dudo mucho que eche a su propio hijo de casa”, repliqué, intentando tranquilizarlo. “De todas formas, no te preocupes. Dentro de unos días, nos vamos de aquí. Y cuando vuelva, pienso decirle a Kirlens que me iré a vivir a uno de los cuartos de la Pagoda, que para eso están. No quiero volver a dormir bajo el mismo techo que ese…”

“Tarado”, terminó Syu, al ver que dudaba entre varias palabras.

“Pero hasta entonces, no me queda más remedio que evitar los envenenamientos y los puñales”, dije, con filosofía. “No quiero causarle más inquietudes a Kirlens.”

Me tendí otra vez en la cama y al de un rato me di cuenta de que estaba pensando en el Torneo. Sin duda tenía que haber muchísima gente y muchos candidatos. Tenía que ser un evento mayor del año. Últimamente se hablaba mucho de ello y de Aefna, y cuanto más oía, más impaciencia sentía por irme ya.

Tras estar imaginándome mi llegada ahí durante quizá media hora y recordar todo lo que sabía de Aefna, volví a retomar el Manual musical de Owrel y me puse a descifrar la compleja escritura musical del célebre compositor Owrel, uno de los pocos que Frundis admiraba sin reserva.