Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

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Los días siguientes fueron un suplicio. Cada vez que aparecía alguien para llevarme la comida o preguntarme qué tal estaba, me esforzaba por volver a mi forma de ternian y cada vez que lo hacía tenía la impresión de estar a punto de suicidarme. No encontré otra solución que volverme agresiva con todos, cuando me hablaban no les contestaba o los echaba con insultos o bien los miraba de tal forma que retrocedían y salían del cuarto, ofendidos. Incluso tuve que echar a Deria y a Dolgy Vranc con palabras que me hirieron el corazón. En cuanto me encontraba sola, me volvía a transformar sintiendo que la muerte había vuelto a avanzar sus posiciones.

Se me ocurrió marcharme unos días, para acabar con tanta estupidez, pero si me cansaba levantarme para ir a cerrar la puerta, ¿acaso podría salir de Ató y refugiarme en algún sitio y sin que nadie me viera? Sin contar que me quedaría sin comida. Marcharse era inviable.

“Si la gente sigue desfilando por mi cuarto, acabarán matándome”, gruñí, después de correr el cerrojo de la puerta y transformarme otra vez.

Conseguí hacerle prometer a Kirlens que no dejaría entrar a más personas. Pero en cuanto quiso hablarme, me volví hosca y le pedí que se marchara porque necesitaba dormir. No protestó, pero vi que mi comportamiento no le agradaba para nada.

Me volví insufrible incluso con Syu. El agotamiento y el estrés estaban acabando con mi razón. ¡Cuánto me hubiera gustado que Aryes estuviera aquí, para apoyarme! Él, a quien mi aspecto de demonio no había horrorizado nunca, sabría sin duda decirme qué debía hacer. Lo peor era que no estaba segura de si me estaba curando o me estaba muriendo lentamente. Y esa duda me producía, en ciertos momentos del día, bajones de desesperación. En definitiva, me había vuelto una moribunda absolutamente insoportable.

Sin embargo, cuando estaba sola, la mayoría de las veces dormía. Dormía con un sueño invadido de pesadillas que me despertaban sobresaltada. Había perdido totalmente la noción del tiempo. Cuanto más tiempo pasaba, más se me avinagraba el carácter. Poco a poco, notaba que el veneno se estaba eliminando, aunque seguía persistiendo. Podía quedarme más tiempo bajo mi forma de ternian, pero entonces el veneno volvía a atacar… ¿Acaso acabaría alguna vez por irse del todo?

Lénisu no había ido a verme, tal vez no estuviese ni al corriente. A veces me imaginaba que venía a mi cuarto y que le contaba todo sobre la poción y Zaix y Kwayat. Pero a veces el rostro de Lénisu expresaba terror y repulsión al verme, y eso me causaba una tristeza infinita. En esos momentos, Syu me reprendía, o bien lo hacía yo misma, preguntándome con más racionalidad si Lénisu ya había intentado recuperar a Hilo.

Un día, Kirlens vino a mi cuarto con una noticia que me hizo estremecer:

—El maestro Yinur va a venir a verte. Porque no pareces mejorarte.

—¿El maestro Yinur? —repetí con un hilo de voz.

¿Y si descubría algo que no debía? ¿Y si…? Negué con la cabeza.

—No —dije.

El tabernero me miró severamente.

—Vendrá a la taberna expresamente por ti. Porque se lo he pedido. Si le cierras la puerta en las narices, me humillarás. No se bromea con esas cosas.

Había olvidado la alta consideración que se tenía hacia los maestros de la Pagoda en Ató. De hecho, no podía rechazar la atención del maestro Yinur sin ofenderle y avergonzar a Kirlens.

—Está bien —cedí—. Pero no podrá hacer nada. He sido envenenada los dioses saben con qué.

Kirlens meneó la cabeza, exasperado, al oírme otra vez hablar de envenenamiento.

—Vendrá mañana a la mañana —añadió, antes de marcharse y cerrar la puerta.

Fue aquella noche cuando vino Drakvian. Llegó casi sin que me enterase. En su rostro se dibujaban entusiasmo y excitación, pero al verme frunció el ceño.

—¿Qué te ocurre? —preguntó, prudente—. ¿Por qué estás en tu forma de…?

Entonces le conté todo, la llegada intempestiva del maestro Helith, mi intención de ir a ayudar a Lénisu y mi malentendido con Kirlens.

—Odio a ese niño —le dije, gruñona—. Tiene el corazón lleno de veneno.

—Y a ti te ha dado un poco de ese veneno mortal, ¿eh? —replicó ella.

Al ver que Drakvian no consideraba imposible el hecho de que Taroshi hubiese intentado matarme, me encogí de hombros.

—Al menos, eso pienso. ¿Tú crees que podría ser algún hechizo fallido que me haya echado el maestro Helith?

—Imposible. El maestro Helith nunca falla. —Hizo una pausa y me sonrió anchamente—. ¡Bueno! Tengo que contarte algo. ¡Por primera vez en mi vida me he encontrado con todo un clan de vampiros!

Enarqué una ceja, interesada.

—¿En serio? Y… ¿piensas quedarte con ellos?

Drakvian torció el gesto.

—Aún no lo sé. Estoy casi segura de que son mis parientes. —Me quedé mirándola de hito en hito y ella se carcajeó—. Pero no estoy segura. Y tú me tendrás que ayudar.

—¿Ayudarte…? ¿Cómo?

Drakvian escudriñó un momento mi rostro y al fin, suspiró.

—Pero no bajo esa forma. O todo lo que he conseguido hasta ahora se iría directamente al traste. A los vampiros no les gustan los demonios, es más que una tradición, se trata de una inquina ancestral.

Solté una risita nerviosa.

—A los saijits tampoco les gustan los demonios, me parece.

—Sin embargo, tú sigues siendo saijit, en parte. De modo que vendrás conmigo… sin olvidarte de mi colgante, ¿eh? Aún lo tienes, ¿verdad? —preguntó, recelosa.

—Cómo no —repliqué de inmediato.

Comprobé con un gesto discreto que aún seguía teniéndolo y suspiré de alivio. Pensé volver a proponerle que se lo quedase, pero desistí: cuando Drakvian tenía una idea fija, era difícil quitársela. Tendría que quedarme con su collar hasta que le hubiese devuelto el favor que me había dado.

—Pero… ¿adónde quieres que vayamos? —pregunté.

—Pues, ¡a ver al clan, por supuesto!

Syu y yo intercambiamos una mirada aterrada. Una vampira, pase, pero ¡un clan entero!

“Ni hablar”, dijo el mono, hinchando sus mofletes.

—¿Cuándo? —pregunté sin embargo.

—No lo sé. Cuando llegue el momento. El jefe del clan quiere cerciorarse de que soy capaz de no atacar a los saijits. La mejor manera es demostrar que incluso soy capaz de tener a una amiga saijit, ¿no te parece?

Me mordí la lengua y solté un grito de dolor. Aún no me había acostumbrado a tener mis dientes afilados de demonio durante tanto tiempo.

—Si tú lo dices —logré contestar, sintiendo el sabor a sangre en la boca—. Por mí, me marcharía esta misma noche. El maestro Yinur quiere examinarme. Como si no tuviese suficientes problemas. —Sonreí—. Y ese clan… supongo que tampoco ataca a los saijits, ¿verdad?

—No, se trata de una regla muy estricta —contestó ella—. Aunque no lo hacen por ética, claro está.

—¿Ah, no?

La vampira sonrió, enseñando sus colmillos. Pensé en ese mismo instante que yo debía de tener un aspecto todavía menos halagador.

—No, lo hacen para no tener problemas con los saijits. Ya sabes que los vampiros sufrieron muchas bajas, en épocas pasadas. Los saijits siguen cazando vampiros, como si fuésemos demonios… uy, no quería decir eso —dijo de pronto, al notar que yo cambiaba de expresión.

Sonreí, encogiéndome de hombros.

—¿Y qué te han parecido los vampiros? —pregunté.

Los ojos de Drakvian brillaban de entusiasmo.

—Bueno… el jefe me ha parecido simpático, aunque desde luego no ha llegado a jefe por su atractivo físico.

Enarqué una ceja, divertida. ¿Cómo podía tener un vampiro atractivo físico?, me pregunté. Y entonces me dije que, finalmente, la diferencia exterior era menor entre un vampiro y un ternian que entre un ternian y un belarco, por ejemplo. El concepto de belleza era de todos modos muy subjetivo.

—Con el resto de vampiros tampoco he hablado mucho —prosiguió—. Aunque… creo que me caerán bien.

—Me alegro mucho por ti, Drakvian —le dije con sinceridad. Sabía lo reconfortante que podía ser a veces disfrutar de un hogar y una familia.

—Entonces, reponte rápidamente, ¡que cualquier día nos vamos para allá! —soltó, con entusiasmo—. Y ahora me voy, para que descanses.

—Antes de que te vayas… Márevor Helith me dijo que me explicarías lo que son las Trillizas, ya sabes, esas bolitas que me dio. Dijo que podían ser peligrosas.

La vampira resopló.

—¿Las Trillizas? ¿De veras te dio eso? —Hizo una pausa—. Qué ideas —añadió, frunciendo el ceño.

—¿Te extraña? Así que él no te dijo nada.

—Hace tiempo que no hablo con él. Está muy atareado y yo tengo mis asuntos.

—¿Y bien? —le animé—. ¿Qué son las Trillizas?

Drakvian cruzó los dedos lentamente, bajo su oscura capa, y preguntó:

—¿Las tienes aquí?

Fui a buscarlas en mi mochila naranja y se las mostré. Sin tocarlas, la vampira las observó con curiosidad.

—El maestro Helith no suele hablar de su pasado… Las Trillizas es una de sus obras. Las hizo él, según contó. Pero apenas sé en qué las utilizó y cuándo. Nunca las había visto.

—Si nunca las has visto, ¿cómo es que puedes saber cómo funcionan? —interrogué, creyendo que Márevor Helith me había tomado el pelo, dejándome unas mágaras inservibles.

—Lo único que sé es la teoría. Ahora bien, no tengo ni la menor idea de cómo se manejan en la práctica.

—Genial —dije—. Se ve que a Márevor Helith le importa que sobreviva a los supuestos peligros de los que me ha avisado.

—¿Peligros? —soltó Drakvian, divertida.

—A menos que yo haya estado torpe de entendimiento, me parece que Márevor Helith no sabe explicarse. Sus palabras fueron del todo nebulosas. Parece que vino a confundirme las ideas, más que nada.

—Vino a darte las Trillizas, pero quién sabe con qué objetivo.

—Quizá sólo quiere que las guarde. Me dijo que no las perdiera.

La vampira se carcajeó.

—¡Más te vale no perderlas! Pasaré otra noche a enseñarte lo que sé sobre esas piedras, pero me temo que lo que te diga no te será de mucha ayuda. Será como si te estuviese hablando de cómo es una estrella por dentro.

Me encogí de hombros.

—De todas formas, pienso guardarlas en el fondo de un saco y sacarlas solamente para devolvérselas al maestro Helith. Y ahora, si no te molesta, voy a descansar un poco.

Drakvian sonrió y se despidió. Parecía muy contenta de haber conocido a aquel clan de los vampiros. Cuando hube cerrado la ventana detrás de ella, me acerqué a la cama. Apenas me hube deslizado bajo mis mantas, me quedé profundamente dormida.

* * *

—Buenos días, Shaedra.

El maestro Yinur estaba de pie, en el marco de la puerta, y Kirlens le pedía que pasara adentro. El elfo oscuro parecía tan bondadoso como siempre.

—Buenos días —contesté, levantándome y dirigiéndole el habitual saludo respetuoso que se destinaba a los maestros de la Pagoda.

El maestro Yinur entró en mi cuarto y Kirlens hizo ademán de marcharse.

—Me han dicho que estás muy enferma —soltó el elfo oscuro, mientras el tabernero cerraba en silencio la puerta y se alejaba.

—Así es, maestro Yinur, aunque creo que estoy mejor —dije, tratando de permanecer tranquila—. ¿Quiere tomar asiento?

—Sí, gracias. Espero que lo que dices es verdad y que te mejores pronto. Aun así, es evidente que has enflaquecido y que aún te faltan fuerzas.

Se sentó en la silla con lentitud y me contempló, como examinándome.

—Aunque no tantas como para no permanecer de pie —añadió, con las comisuras de los labios levantadas—. Siéntate.

Tomé asiento en el borde de mi cama pero cuando levanté la cabeza hacia el maestro Yinur no pude sostener su mirada y desvié nerviosamente la mía hacia otra parte.

—¡Ah! —dijo de pronto el maestro Yinur, sobresaltándome—. ¿Dónde está el mono gawalt que siempre te acompaña?

—Oh… Ha salido a pasear —me precipité por contestar—. No puedo tenerlo encerrado aquí durante todo el día.

—Por supuesto. Dime, tú que has sido alumna mía, ¿qué enfermedad crees que tienes?

¿Acaso no estaba él ahí para decírmelo? Lo miré con fijeza y luego me encogí de hombros, nerviosa.

—Pues… no lo sé, maestro Yinur.

—¿Cuáles fueron los primeros síntomas?

Fruncí el ceño, intentando recordar.

—Primero… me desperté con fiebre a la mañana. Luego durante el día estuve mejor y en plena noche, cuando creía que ya había pasado lo peor… Fue muy repentino. Se me cortó la respiración y tuve la sensación de estar quemándome por dentro. Sentí… que me moría —murmuré. Al percibir el fruncimiento de ceño del maestro Yinur, solté una carcajada nerviosa, dándome cuenta de que había hablado demasiado—. Pero aquí estoy, y estoy muchísimo mejor.

—La fiebre no parece estar en relación con lo que te pasó aquella noche —reflexionó él—. Lo segundo tiene toda la pinta de ser una intoxicación. ¿Qué comiste durante la cena?

Se lo dije y él asintió, pensativo.

—Podría ser que alguna de esas verduras estuviera mala.

—De hecho, podría ser cualquier cosa —dije vivamente, casi interrumpiéndolo—. Pero… de todas formas, estoy mejor. ¿Qué importa lo que fuese?

El maestro Yinur sonrió.

—Tengo la sensación de que me quieres echar de aquí —notó.

—¡No! —exclamé—, es sólo que no quisiera hacerle perder más tiempo con esto. Me estoy curando. El tiempo lo arregla todo. Esa era una de las cosas que solía decir: “el tiempo es la mejor de las medicinas” —le recordé con una ancha sonrisa.

—Cierto —dijo. El maestro Yinur me miró con detenimiento—. Pero eso no se aplica a todo. De todas maneras intentaré ayudarte.

Al verlo levantarse y acercarse a mí, me levanté de un bote, azorada. Sentí que me mareaba ligeramente. Aun así, intenté aparentar serenidad pero me salió una risa nerviosa.

—No hace falta, se lo aseguro —solté precipitadamente—. Sería una pérdida de tiempo. Encontrará que estoy cansada y me dirá que necesito dormir. Pues bien, lo haré con mucho gusto. Dormiré todo lo que haga falta. Pero, por favor, no se moleste.

El maestro Yinur puso cara de sorpresa.

—¿No? Pero… si a eso he venido. Kirlens Namonis no me ha llamado para nada.

—No… Claro que no, pero Kirlens se preocupa demasiado y exagera las cosas… —Me ruboricé—. Si empeoro, le prometo ir yo misma a su casa a estorbarlo.

El maestro Yinur frunció el ceño, algo contrariado.

—Te comportas muy extrañamente desde que conociste a tu tío. Deploro que esa persona te haya podido provocar tantas preocupaciones y que haya podido sembrar en ti tanta desconfianza. Porque eso es lo que veo: desconfianza. No confías en tu viejo maestro.

Lo miré y desvié la mirada, meneando la cabeza. El maestro Yinur suspiró.

—Tienes razón, tengo mucho trabajo. Volveré otro día, a ver si realmente te mejoras, y si no, no podrás ya negarte a que examine tu enfermedad. Puede ser importante, sobre todo si se trata de algo contagioso.

—No se preocupe por eso, media Pagoda ha venido a verme y sigue en plena forma —solté, volviéndome a sentar en la cama.

—Descansa. Ayer oí al maestro Dinyú que lamentaba tu ausencia. Ahora son un número impar en los combates.

—Entonces trataré de reponerme cuanto antes —le aseguré, sonriendo, y volví a saludarlo cortésmente cuando salió.

No me sentí totalmente tranquila hasta que no lo oyera salir de la taberna. Lo peor había pasado, suspiré. Al menos el maestro Yinur no me molestaría más hasta dentro de unos días. Ahora me tocaba encontrar una manera para mejorarme más rápidamente. Y eso era como encontrar un remedio a una enfermedad totalmente desconocida. Aun así, tenía esperanzas. Era una cosa buena que tenía: siempre pensaba que encontraría la solución al problema.

Aquel día, Syu volvió muy tarde. Tan tarde que empezaba a preocuparme. Cuando llegó, me llevé una sorpresa al ver que traía a Frundis.

“Gracias, Syu.”

El mono gawalt sonrió, enseñando todos sus dientes.

“Ya que no puedes hacer carreras, puedes escuchar a Frundis.”

El bastón estaba dirigiendo una enorme orquesta, animadísimo, al ver que al fin tenía un público.

“He compuesto una nueva obra”, anunció, callando de pronto la música.

“Sería un honor para mí escucharla”, le respondí, ilusionada, sintiendo que el ánimo me subía como una flecha.

Y me tumbé en la cama para escuchar la obra de Frundis con toda la atención del mundo.

* * *

Transcurrían los días, y yo apenas hablaba con nadie durante todo el día. La primera semana de Puertos, con sus festejos y sus celebraciones, ocupaban toda Ató, y Kirlens apenas podía encontrar un hueco para pasar a saludarme y a preguntarme qué tal estaba. Me daba perfectamente cuenta, cuantos más días pasaban, que todos pensaban que me hacía la vaga y que no me apetecía enfrentarme al frío muy pronto a la mañana para ir a mis lecciones de har-kar. ¡Qué estupidez! Kirlens gruñía contra esa gente difamadora cada vez que venía a verme, aunque él mismo no acababa de entender por qué decía yo que no me había repuesto. ¿Cómo habría adivinado la verdad?

Con tantas horas huecas, tenía tiempo de sobra de estudiar mi mal, y llegué a concluir, al final de la semana, que probablemente sería capaz de mantenerme en mi forma de ternian durante unas seis horas, pero ¿cómo podía estar segura? Además, si lo hacía, podía empeorarme otra vez y el veneno volver a recobrar terreno. La ignorancia era lo que me impedía atreverme a salir.

Pero no podía quedarme encerrada indefinidamente, escuchando las bellísimas obras musicales de Frundis y las noticias que cosechaba Syu en el mercado. Me contó que Deria iba muchas veces al mercado a vender los juguetes y que vendía mucho más que cuando iba Dol. Por él me enteraba de muchísimos detalles de la vida de Ató, detalles que muchos hubieran considerado nimiedades pero que a mí me entretenían en mi aburrida convalecencia.

El cansancio se me pasó, aunque volvía cuando estaba demasiadas horas seguidas bajo mi forma de ternian. Poco después, me puse a ayudar a Kirlens para servir a los clientes. Pero no me atrevía a salir de la taberna. Pasaba todos los días a ver a Trikos, y le pedí a Ozwil que me trajese unos cuantos libros de la biblioteca. En las semanas siguientes, me entró complejo de Aleria al pasarme tanto tiempo con las narices metidas en los libros pero, ¿qué otra cosa podía hacer?

De noche, cuando me sentía en forma, salía en busca de Lénisu, como cumpliendo una rutinaria tarea. Lénisu no aparecía, ni tampoco oí ningún rumor de que al Mahir lo hubiesen robado ni nada por el estilo. A lo mejor se había marchado sin intentar nada. En todo caso, regresé de todas mis exploraciones nocturnas sin haber encontrado ni siquiera un rastro.

Una noche, volvió Drakvian. Yo estaba intentando retranscribir una canción de Frundis al papel, ayudada por sus sabios consejos, cuando entró en mi cuarto.

—Espero que te encuentres mejor que la última vez —dijo con energía, sin saludarme—, porque vas a tener que correr conmigo esta noche.

Enarqué una ceja, solté la pluma y me levanté.

—¿Ahora?

—Ahora, sí, ¿algún problema?

Me encogí de hombros y negué con la cabeza.

—No, ninguno. ¿Cuánto tiempo estaremos fuera?

—Bah, nada, unas horas. El clan está esperando no muy lejos de aquí.

Me estremecí al imaginarme a varios vampiros saliendo de los lindes del bosque, junto a Ató.

—¿Vamos? —insistió.

—Sí, sí —dije, distraída—. Espera, tengo que escribirle a Kirlens algo, por si no vuelvo antes de que amanezca. Le escribiré que he salido a pasear.

—De acuerdo —replicó ella, arrimándose a un muro y haciéndole muecas a Syu mientras él la contemplaba con cara de pocos amigos.

Guardé la composición de Frundis en mi mochila naranja y saqué un trozo de hoja, donde garabateé unas palabras. Luego, me vestí con presteza y me abroché la capa.

—¿Estás segura? —le dije.

La vampira soltó una risita aguda.

—Si tengo que demostrar que no ataco a los saijits, lo mejor es que me acompañes.

—Entonces, adelante.

Cogí a Frundis y salimos todos de mi cuarto por los tejados.

El problema era que, una vez transformada en demonio, no podía utilizar las energías asdrónicas. Por eso, me era imposible utilizar las armonías. De manera que, para salir de Ató, me forcé a transformarme en ternian y nos envolví a todos en una niebla de oscuridad que nos fundía con el ambiente.

—Wuaw —cuchicheó Drakvian, al ver el efecto de mi sortilegio—. Eso sí que es práctico.

Salimos de Ató y, volviendo a mi forma de demonio, me puse a seguirle a la vampira, la cual iba cada vez más rápido. En un momento, se giró hacia mí, frunciendo el ceño.

—¿Por qué vas tan lento?

Agrandé los ojos, inocentemente, dándome cuenta de que era la música tranquila de Frundis la que me ralentizaba.

“¿Podrías cambiar de música, Frundis? ¿Algo que sea más dinámico?”, le sugerí.

Frundis suspiró, contrariado, pero acabó por ceder y me puse a correr con más ánimo.

“Gracias, Frundis, ¡eres el mejor de los bastones!”, le dije, para quitarle el enojo.

Corrimos durante más de una hora. Pasamos varios bosquecillos y nos alejamos del Trueno, remontando un afluente mucho menos ancho. De repente, Drakvian se detuvo y me dijo:

—Será mejor que vuelvas a tu forma normal. Si te ven bajo esa forma, ya puedo decirles adiós para siempre.

La idea de meterme entre una panda de vampiros era poco tentadora, aunque estos no atacasen a saijits. Confiaba plenamente en Drakvian, pero, ¿y si esos vampiros se olvidaban de sus principios y me atacaban? O, peor, ¿y si se daban cuenta de que era un demonio? En fin, según Drakvian, nada en mí podía traicionarme. Al parecer, la Sreda no se percibía tan fácilmente a pesar de que yo la sentía bien viva, por dentro.

Seguimos avanzando, ella delante y yo detrás, pero al poner las riendas a mi Sreda, el cansancio me volvía a invadir y recé por que los vampiros no alargasen las cosas inútilmente. Ver que había venido con Drakvian debía bastarles para aceptarla.

—Aquí están —dijo de pronto Drakvian.

Miré a mi alrededor, sin ver nada. Toda la sensibilidad que pudiera tener de los jaipús que me rodeaban era inútil para sentir la presencia de los vampiros.

—¿Dónde? —pregunté, inquieta.

Drakvian no contestó y esperamos en silencio.

“Esto no me gusta nada”, dijo Syu, agarrado a mi hombro.

Frundis se puso a cantar con una voz de tenor espeluznante que avivó mi tensión y el aspecto estremecedor del ambiente.

De pronto, sin que me hubiese dado tiempo a reaccionar, me encontré rodeada por varios rostros absolutamente espantosos. Syu se aferró a mi cuello con más fuerza y Frundis, de pronto interesado por lo que sucedía, calló, dejándome en un silencio sepulcral.

Oía sus respiraciones. Y la Luna iluminaba los semblantes de algunos de ellos. Estaba claro que aquellos vampiros no eran como Drakvian. Drakvian no había crecido junto a vampiros, sino sola y ayudada de un nakrús. Aquellos vampiros llevaban toda su vida juntos. Y seguramente jamás habían tratado con un saijit en su vida. Sus rostros lívidos y sus ojos brillantes me dieron un escalofrío. ¿Cómo podía haberlos considerado Drakvian simpáticos?, me pregunté, con los ojos muy abiertos.

—Hola a todos —dijo alegremente Drakvian, rompiendo el silencio—. Os he traído a mi amiga, Shaedra. Es una ternian. Creo que esto es una prueba irrefutable de que no os daré problemas en lo que se refiere a los saijits.

Se avanzó uno de ellos, sin duda el jefe del clan, un hombre de pelo dorado y de cara llena de cicatrices mal cerradas. Parecía uno de esos personajes de libro que desempeñan el papel del más malo de todos.

—Reconozco que nos has sorprendido —dijo, al acercarse—. No esperábamos que nos trajeses una «amiga», como has dicho. Las amistades entre los saijits y los vampiros son para nosotros totalmente inexistentes.

—Aun así, Shaedra y yo somos amigas. Ella me salvó la vida cuando caí enferma el invierno pasado.

—¿Caíste enferma?

—Sí —contestó la joven vampira, con un mohín—. Bebí demasiado. Pero no sangre saijit, ¡por supuesto!

—Por supuesto —sonrió el jefe, dándole a su rostro un aspecto todavía más terrible—. Según la historia que nos contaste, sin duda necesitas una reeducación completa. Pocas veces he oído hablar de un vampiro que consiguiese sobrevivir solo siendo tan sólo una cría. Además, tendrás que aprender nuestro idioma. El abrianés no es un idioma apropiado para un vampiro.

—¡Lo que tú digas! —replicó Drakvian, entusiasmada—. Aprenderé lo que haga falta. Tengo muchas ganas de poder trabar amistad con gente como yo. Es con lo que llevo soñando toda la vida.

Sentí cómo algunos vampiros esbozaban sonrisas, aprobando la actitud de Drakvian, aunque quizá estuviesen sorprendidos por su franqueza.

“¿Nos vamos ya?”, preguntó Syu, escondido debajo de mi capucha. Estaba temblando.

“Pronto”, le prometí.

Oí algunas frases pronunciadas en un idioma que no se parecía a ninguno que conociese. A veces parecían serpientes siseando y otras veces soltaban ruidos agudos como algunos pájaros nocturnos. Era difícil diferenciar cada sílaba.

Me fijé en que Drakvian los miraba, fascinada, ansiando sin duda empezar a integrarse en esa extraña sociedad.

El jefe del clan le comunicó algo a Drakvian en su idioma, y la vampira, muy concentrada para tratar de entender lo que decía, acabó por asentir emitiendo un ruido que, con toda probabilidad, tenía que ser un «sí» o algo parecido. El vampiro rubio pareció satisfecho.

—Entonces no hay más que hablar. Devuelve la saijit a su pueblo y luego reúnete con nosotros. Pese a la educación casi nula que has recibido, creo que aprenderás rápido si así lo deseas.

Drakvian pegó dos saltitos, entusiasmada, girándose hacia los demás vampiros con una ancha sonrisa que descubría sus blancos colmillos afilados.

—¡Perfecto! —soltó.

Era demasiado consciente de las miradas desdeñosas de los vampiros para atreverme a hacer el menor movimiento, pero así y todo Drakvian percibió mi nerviosismo y se acercó a mí. Me cogió del brazo y me alejó del grupo de vampiros.

—¡Voy a ser una verdadera vampira, Shaedra! —me dijo, excitada—. ¿No es maravilloso? ¡Es como si fuese a recuperar mi identidad!

Sonreí, impresionada por su entusiasmo, a pesar de sentir que los demás vampiros nos seguían con la mirada mientras nos alejábamos.

—Es estupendo —mascullé.

“¿No nos van a atacar, verdad?”, preguntó Syu, sacando prudentemente la cabeza para echar un vistazo hacia atrás.

“Qué va. No les convendría”, le aseguré, sin estar sin embargo del todo segura de que lo que decía era cierto o no.

La vampira caminaba casi corriendo, y yo tuve que acelerar el paso. Drakvian soltaba de cuando en cuando gritos de victoria o se ponía a tararear una canción alegre, y yo la seguía, sin atreverme aún a retransformarme en demonio, ya que ignoraba si algún vampiro nos había seguido para espiarnos. Todo el plan de Drakvian se habría ido al traste, porque según ella ningún vampiro en su sano juicio mantendría tratos con un demonio.

Era curioso, pero después de haberme pasado tanto tiempo bajo la forma de demonio, no sentía tan claramente esa frontera psicológica que me había impedido aceptar mi segunda forma. Era más: mi forma de demonio me había salvado la vida. Sin ella, ya no pertenecería a este mundo, eso lo tenía tan claro como el agua de manantial.

—Drakvian —dije, cuando poco quedaba ya para llegar a Ató—. Hay algo que no entiendo. Si tanto querías pertenecer a un clan de tu especie, ¿por qué no lo hiciste antes?

La vampira se detuvo unos instantes, para esperarme, y puso cara pensativa.

—Soy aún muy joven —dijo al cabo, muy seriamente—. Supongo que aún no me había preocupado por saber qué se sentía al pertenecer a un clan o una familia.

—Pero ¿y el maestro Helith? Creía que él fue quien te crió…

—El maestro Helith fue como un padre para mí, y a Iharath llegué a considerarlo como a un hermano. Pero las cosas han cambiado. Necesito una familia real. Sin tanta historia.

No pude reprimir una sonrisa al oír su último comentario. De hecho, Márevor Helith no era una persona que facilitase la vida de los demás.

—No les he dicho que practicaba las artes celmistas —murmuró, tras una pausa—. ¿Crees que debería haberlo hecho? No quiero empezar con tantas mentiras desde el principio. Pero quizá no les sentaría bien saber que soy tan rara.

—No te preocupes. Tú vete conociéndolos. Y si realmente te quieren, no creo que te echen por ser capaz de controlar las energías —reflexioné.

Drakvian parecía sin embargo algo preocupada.

—Ignoro tantas cosas de los míos —se lamentó de pronto—. Debería haber leído más cosas. Pero lo que saben los saijits de los vampiros es más bien poco. ¿Y si ellos consideran que las artes celmistas son artes saijits? ¿Y si me menosprecian por ser tan diferente?

—No te preocupes —repetí, deteniéndome—. Sé que vas a arreglártelas muy bien. Y te llevarás muy bien con ellos. Y si no es así, será porque has caído con unos amargados reaccionarios, pero lo dudo.

La vampira soltó una risita.

—Tienes razón. Jamás me había pasado darle tanta importancia a un asunto —me confesó, mostrando otra vez señales de alegría.

—Casi hemos llegado a Ató —apunté—. Supongo que no volveremos a vernos hasta dentro de un buen rato.

Drakvian asintió.

—Así es. Pero volveré algún día para ayudarte a entender las Trillizas.

—Entender las Trillizas es la menor de mis preocupaciones —le aseguré.

—En fin, aquí se acaba nuestro trato —declaró—. Tú me devuelves el colgante y yo tu caja. —Hizo un gesto con la cabeza—. Espérame aquí un momento.

Asentí y la vi desaparecer entre la oscuridad del bosque. Pasaron quizá diez minutos antes de que regresase con la caja de tránmur de Lénisu. Yo le di el colgante y ella lo tomó muy solemnemente y entonces cargué yo con la caja.

—¿Me dirás algún día qué significan esos signos en el colgante? —pregunté.

—No lo sé —me contestó—. Es uno de mis mayores secretos. Tal vez cuando nos volvamos a ver.

—Te echaré de menos —confesé.

La vampira hizo un gesto con la cabeza, pero no dijo nada durante un rato, como si estuviese intentando recordar algo. Cuando se puso a remover los labios en silencio fruncí el ceño.

—¿Te encuentras bien, Drakvian? —pregunté.

Ella levantó la cabeza y gruñó.

—Yo siempre estoy bien, menos cuando bebo demasiado —replicó—. Entonces, hasta la próxima.

Sonreí.

—No te olvides de mí, y espero que todo te vaya bien.

—Lo mismo digo, y tú vuelve a la cama —me dijo—. Te noto cada vez más pálida.

De hecho, estaba sintiendo el veneno que me quemaba las entrañas como un fuego interno. Asentí sin embargo, sonriente, y esperé a que la vampira hubiese desaparecido entre los árboles para arrimarme torpemente contra un tronco. Se me escapó Frundis y tendí una mano hacia el suelo, notando que el bastón se deslizaba suavemente hasta ella. Cuando lo agarré, trató de ayudarme a no perder el equilibrio. Por suerte, tenía la caja de tránmur encajada bajo mi brazo de modo que conseguí evitar que se cayera.

Cerré los ojos y desaté la Sreda. Enseguida me sentí mejor. Una corriente caliente se puso a correr por mis venas y no advertí que estaba casi dormida hasta que Syu soltase:

“¡Despierta! Un último esfuerzo y estaremos otra vez en casa. Venga”, me animó.

Luchando contra el sueño que me invadía, me apoyé sobre Frundis y me dirigí hacia las luces de Ató como una anciana con su cachava y con una caja que contenía los dioses sabían qué.