Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

7 Disculpas

Nunca había ido a casa del maestro Dinyú, pero no me costó encontrar el lugar. Vivía en la calle del Arce, igual que Akín. La casa tenía tres plantas, con lo que destacaba entre las demás, más pequeñas, pero la tercera planta, a juzgar por el aspecto de las ventanas, estaba totalmente abandonada.

El maestro Dinyú se había instalado en primavera, con su esposa y su hijo. Lo raro era que se hubiese marchado de Aefna, la capital de Ajensoldra, para enseñar har-kar en la ciudad menos hospitalaria de Ajensoldra. A la gente le hubiera gustado saber el por qué de esa decisión. Pero no sólo eso era raro en él. Primero, no era del todo ajensoldrense, ya que cuando hablaba tenía un leve acento iskamangrés que le daba una sonoridad curiosa al abrianés que pronunciaba. Segundo, su comportamiento sereno y bondadoso contrastaba con el comportamiento más estricto y conservador de los maestros de Ató, exceptuando quizá al maestro Áynorin, que nunca había logrado doblegarse a las costumbres de aprendizaje de la Pagoda Azul.

La calle del Arce estaba desierta. ¿Quién hubiera querido asomar la nariz en un día tan poco apetecible? Llovía a cántaros, hacía viento y sus ráfagas traían los primeros fríos del invierno. Además, la hora coincidía precisamente con la de la comida y del descanso. Era poco probable, en esas circunstancias, cruzarse con la mínima presencia de vida.

El portal del patio en que vivía el maestro Dinyú estaba abierto, como solía estarlo de día en todas las casas. Crucé el patio y subí por las escaleras externas hasta el primer piso. Ahí, según creía, vivía el maestro de har-kar.

Echando un vistazo sombrío hacia el cielo oscuro y lluvioso, levanté un puño decidido y llamé a la puerta.

Syu y yo esperamos un momento, cobijándonos a medias de la lluvia que entraba, arrastrada por el viento, bajo el alero del tejado. Como nadie abría, volví a llamar, más fuerte, y finalmente oí unas voces dentro y alguien fue a abrir.

Era el maestro Dinyú, vestido con su larga túnica negra habitual. Su expresión pasó de la sorpresa a la alegría, dibujándose sobre su rostro una gran sonrisa.

—¡Shaedra! Creí que te había perdido para siempre.

Puse cara de arrepentimiento. Y, verdaderamente, sentía remordimientos por haber demostrado que no era una alumna de la que mi maestro se podía fiar.

—Maestro Dinyú —dije, bajando la cabeza—. He venido a decirle que me arrepiento por haberme ido sin avisar. No quería decepcionarlo.

Levanté un poco la cabeza para cruzar su mirada evaluadora. El maestro Dinyú me miró muy fijamente durante un buen rato, mientras yo me estaba hundiendo bajo la lluvia, y entonces asintió.

—Quedas perdonada.

—¡Perfecto! —soltó de pronto una voz irritada, desde el interior de la casa—. Y ahora, ¿quieres cerrar esa puerta?, ¡esto no es una galería pública! Vas a dejarnos congelados.

El maestro Dinyú se apartó de la puerta.

—Entra, te estás mojando, y seguro que tienes una larga explicación que darme.

—Yo… no quisiera estorbar —dije, insegura—. Además, no es una explicación tan larga…

—No importa. Entra.

—¡Que entre o que se vaya, pero que se decida rápido! —gruñó la esposa de Dinyú, adentro.

—Ya lo has oído —me dijo el maestro, sonriente.

Sin más dilación, pasé el umbral de la puerta y me encontré en un pequeño piso decorado a la moda del oeste. No era que la decoración fuese del todo diferente, pero por unos pequeños detalles, como el cuenco de piedra con grabados de dragones, ciertos objetos típicos del culto eriónico del oeste o los tapices de color de oro y fuego, se podía ver que las personas que habitaban aquel lugar no eran de Ató.

La esposa del maestro Dinyú estaba sentada sobre un cojín alto, delante de un enorme cuadro que ocupaba la mitad de la pared. El cuadro era impresionante. Me quedé boquiabierta delante de tanta belleza. Representaba Ató. Pero una Ató diferente de la que conocía yo. Se veía el Trueno que fluía, tumultuoso y libre, entre los campos de trigo y los bosques tupidos. Todo se contemplaba desde una perspectiva elevada, que no era realista. Se veían los tejados rojizos y los muros de piedra de las casas, y la Neria, aunque aparecía en pequeño, parecía un jardín mucho más bello que el real. La Pagoda Azul dominaba la ciudad, en lo alto de la colina…

—Lo he compuesto con todo tipo de materiales —dijo de pronto la mujer, apartándose de su creación para enseñármela mejor.

Me acerqué, fascinada. De hecho, el cuadro no estaba hecho con pintura, sino con algas, palos, hierba, flores secas, hojas, piedras y conchas.

—Es… impresionante —dije al fin.

Ella sonrió.

—¿Cómo te llamas?

—Shaedra —contesté, girándome hacia ella—. ¿Cuánto tiempo le ha llevado hacerlo?

—Empecé cuando llegué aquí. Pero todavía no está acabado —apuntó. Y se giró hacia su esposo—. ¿Queréis que os ponga una infusión?

—No sería mala idea —concedió el maestro Dinyú, sentándose a la mesa e invitándome a que hiciera lo mismo—. Ella es Saylen, mi esposa —me dijo, por si no lo sabía. Y de hecho, no lo sabía. Según tenía entendido, la mujer del maestro Dinyú aparecía poco en sociedad.

Me senté, sin dejar de contemplar el cuadro con relieve. Parecía tan vivo…

—¿Cómo consigue hacer que el Trueno parezca estar en movimiento? —pregunté al maestro Dinyú, ya que su esposa había desaparecido en la habitación contigua.

—Intentó explicármelo más de una vez —contestó el maestro Dinyú—. Pero yo mismo no acabo de entenderlo.

—¡Tonterías! —exclamó su esposa, asomando la cabeza por la puerta abierta—. Sólo hay que utilizar un poco de energía aríkbeta.

—Yo utilizo energía aríkbeta y me sale un cuadro deforme —replicó el maestro Dinyú, sonriendo anchamente.

—Hasta la luz parece estar brillando como si fuese real —observé.

—Eso ya es más complicado —reconoció la voz de la artista, desde la cocina—. Pero tampoco es para tanto. —Apareció otra vez en el marco de la puerta—. Hay que mezclar varias energías.

—¿Armonías?

—No, desaparecería enseguida, sobre todo en un cuadro lleno de energías. No, para una luz así, se necesita un trabajo muy meticuloso.

—¿Energía brúlica, entonces?

—Y esenciática —confirmó ella, entrando en el cuarto y sentándose a la mesa—. Eres alumna de Dinyú, ¿verdad?

—Sí.

—Mm… —dijo pensativa— ¿así que tú eres la sobrina del Sangre Negra? —Mi mandíbula se tensó un poco—. Lo digo por lo que dice la gente, no te lo tomes a mal. Dinyú piensa que tu tío no es ningún criminal.

—De todas formas, eso poco importa ahora —intervino el maestro Dinyú—. Shaedra ha venido a explicarme por qué abandonó la tienda cuando estábamos volviendo a Ató. Pero si ahora has cambiado de opinión y no quieres explicarme nada, lo entenderé.

Abrí la boca y la volví a cerrar al de unos segundos, sin saber qué decir.

—Bah, tómate tu tiempo para contestar —dijo la esposa del maestro Dinyú, levantándose para ir a servir la infusión.

Cuando tuve la taza llena de agua hirviendo, me sentí mucho más a gusto. La casa del maestro Dinyú era acogedora y familiar. Más que mi cuarto, que siempre había sido bastante austero con las paredes desnudas y frías.

La esposa salió un momento del cuarto y volvió, dándole la mano a un niño muy pequeñito de pelo negro y boca menuda que se me quedó mirando a mí y a Syu con grandes ojos saltones.

—Te presento a Relé, mi hijo —declaró el maestro Dinyú.

Sonreí.

—Encantada. ¿Cuántos años tienes, Relé?

Relé se contentó con mirarme, con los labios muy apretados, y Saylen frunció el ceño.

—Relé, contesta, es maleducado no contestar.

El maestro Dinyú rió, divertido.

—Tiene tres años, y normalmente no está tan callado, te lo aseguro.

Sentados los cuatro a la mesa, hablamos de cosas sin importancia. Saylen era una mujer muy viva, cuya voz solía transparentar siempre irritación y autoridad, pero sus comentarios eran graciosos y me hizo reír más de una vez. Constaté, con cierta sorpresa, que el maestro Dinyú no le iba a la zaga cuando se trataba de bromear.

“Shaedra…”, dijo de pronto Syu, sobre el respaldo de mi silla.

“¿Qué?”

“El niño no para de mirarme. Me está poniendo nervioso”, siseó el mono.

Me requirió un esfuerzo considerable no echarme a reír por el comportamiento exagerado del gawalt.

—¿Qué le pasa al mono? —preguntó Saylen, observando su nerviosismo.

Carraspeé.

—Relé lo está mirando demasiado y le pone nervioso a Syu —expliqué, con una media sonrisa.

—Tengo curiosidad —dijo el maestro Dinyú—. ¿Hasta que punto entiendes lo que piensa Syu?

—Bueno, él me comunica todo lo que quiere comunicar. Como cuando se habla. Pero por vía mental.

—Es curioso, no he advertido ninguna comunicación bréjica —notó el maestro Dinyú, con tono totalmente inocente.

Tuve la repentina impresión de que se me quedaba atascada una patata entera en la garganta.

“¡Syu!”, exclamé, petrificada. “¡He metido la pata hasta el fondo!”

Syu se agitaba en el respaldo con los ojos fijos en Relé.

“¿En serio?”, replicó. Solté un inmenso suspiro mental, exasperada por su actitud.

El maestro Dinyú, por lo visto, estaba sorprendido por mi reacción, y se había levantado para acercarse a mí.

—¿Te sientes bien, Shaedra? A lo mejor deberías haber descansado más, después de llegar. El viaje ha debido de ser agotador, sobre todo que no habrás comido gran cosa.

Pálida aún, intenté reponerme y sonreír.

—Estoy bien. Comí sopa, en casa de Kirlens. Y durante el viaje comí raíces, y hasta encontré manzanas. Aunque reconozco que aquella parte de las Hordas no es la mejor para sobrevivir.

El maestro Dinyú todavía tenía el ceño fruncido.

—Estoy bien, de veras —le aseguré—. Sólo estoy un poco… cansada.

—Pues entonces lo mejor será que vuelvas a casa para que descanses. Mañana retomarás las clases de har-kar.

Asentí.

—Mañana estaré ahí, maestro Dinyú. Pero todavía no puedo ir a descansar. Tengo que ir a la Pagoda Azul, a presentar mis disculpas por haber huido de los guardias de Ató.

—¿Seguro que hay que presentar disculpas por eso? —intervino Saylen, frunciendo el ceño—. Que yo sepa, tú no has hecho nada ilegal.

—Shaedra es una kal de la Pagoda —dijo el maestro de har-kar—. Tiene que responder ante la Pagoda de sus actos. Será mejor que la acompañe.

—Dentro de media hora tienes la lección de har-kar —le recordó su esposa.

—La clase es en la Pagoda Azul, y no creo que el asunto nos coja más de cinco minutos —le aseguró él—. ¿Vamos?

Me miraba, expectante, y no pude más que contemplarlo, boquiabierta.

—¿Va a acompañarme a la Pagoda Azul?

—Sí. Soy tu maestro. Se supone que soy responsable de lo que haces.

Me ruboricé, avergonzada.

—No tenía ninguna intención de crearle problemas a usted, maestro Dinyú.

Él puso los ojos en blanco.

—Eso díselo a los de la Pagoda Azul. Adelante. Los conozco, te echarán un sermón durante cinco minutos y listo.

Me levanté de un bote, con una sensación de alivio. Enfrentarme sola con el Dáilerrin o algún miembro del Consejo no me hacía ninguna gracia. Hice un saludo respetuoso hacia Saylen.

—Ha sido un placer conocerla, y conocerte a ti, Relé.

—Lo mismo digo —replicó Saylen, con una sonrisa sincera—. Dinyú, espera, no te dejaré salir sin tu abrigo.

Y mientras Saylen le daba a su esposo un largo abrigo oscuro y gordo, me giré hacia el mono.

—¿Vienes, Syu?

El mono gawalt saltó sobre mi hombro y le sacó la lengua a Relé.

“¡Syu!”, protesté. “Pareces un crío.”

“¿No lo soy?”, replicó él, con una ancha sonrisa, al salir de la casa.

* * *

Cuando llegamos el maestro Dinyú y yo a la Pagoda Azul, nos encontramos con un cekal que, sentado en un pequeño rincón, rodeado de libros y pergaminos, intentaba reparar su lámpara apagada. El interior estaba frío y oscuro y se oía el viento chocar continuamente contra la madera.

—¿Puedo serles de alguna ayuda? —preguntó el cekal, encendiendo una luz tenue armónica que se apagó enseguida.

Puse los ojos en blanco. Desde luego, no había llegado a ser cekal por su habilidad con las armonías. A su segundo intento fallido, me decidí a encender una bola de luz armónica y me sorprendí al constatar que el maestro Dinyú había tenido la misma idea al mismo tiempo.

El rostro del cekal se dibujó más claramente en la oscuridad del día.

—¡Maestro Dinyú! —exclamó el cekal, reconociéndolo.

—Quisiéramos hablar con algún miembro del Consejo de la Pagoda —dijo tranquilamente el maestro Dinyú.

—Esta tarde, apenas si he visto a un ser vivo pasar por aquí —contestó el cekal con tono ligero—. Normal, con un día como éste, no apetece trabajar.

—¿Y no hay ningún miembro del Consejo? —se extrañó el maestro Dinyú.

—Voy a comprobarlo enseguida —dijo él.

—No te molestes —replicó el maestro Dinyú—. Conozco el camino.

—De acuerdo. Por cierto, maestro Dinyú, ¿no sabrá usted reparar una lámpara vieja de seolio?

—¿De seolio? Pues la verdad es que no —contestó él—. Esas lámparas ya nadie las utiliza. Por la simple razón de que son demasiado complicadas.

El cekal suspiró.

—Una pena.

—Deberías ir a ver a Dolgy Vranc —le aconsejé—. Él seguro que sabe.

—¿Dolgy Vranc? ¿El de los juguetes? ¿En serio? —replicó el cekal, creyendo que estaba bromeando.

—En serio —afirmé, antes de seguir al maestro Dinyú por el oscuro pasillo de madera.

—Bueno, mientras no sea un estafador… —lo oí murmurar para sí, volviendo a examinar su lámpara.

Una ráfaga más fuerte que las demás arrastró sus últimas palabras. Mientras andábamos por el pasillo de la pagoda, el maestro Dinyú observó:

—Eres hábil para las armonías.

—Aprendí mucho en Dathrun —expliqué.

—¿En la academia?

—Er… Bueno. Era un profesor que me daba clases particulares.

—¿Ese profesor también sabe salir de una tienda llena de gente sin ser visto?

Su pregunta me dejó sin habla. El maestro Dinyú se giró hacia mí, y al ver mi turbación, sonrió, y luego meneó la cabeza.

—No debería jugar contigo —admitió—, pero dado que eres alumna mía, tengo la impresión de que debería saber de qué eres capaz.

Tras un breve silencio, me encogí de hombros.

—Las armonías no ayudan mucho a ser buen har-karista. No pensé que pudiera ser importante.

—En un combate leal, no. Pero no todos los har-karistas acaban combatiendo en duelos leales.

Hice una mueca.

—Y lo peor es que yo no quiero combatir contra nadie —solté, sin pensarlo.

El maestro Dinyú se detuvo y me miró fijamente.

—Es curioso… Algo muy parecido me dijo otro alumno mío, hace años. Tenía una idea fija. No quería ser har-karista, aunque hubiese empezado las artes marciales desde los cinco años.

—¿Y qué quería ser? —pregunté, curiosa.

La luz de su esfera armónica se apagó en ese momento y se oyó con más fuerza el viento que se infiltraba, silbando, entre las rendijas de la madera. El maestro Dinyú giró la cabeza hacia una de las ventanas cerradas con las contraventanas.

—Quería ser algo como un artista —contestó entonces—, como mi esposa. Un día, vio un cuadro suyo y le impresionó. Pero la familia de Pyen lo ha empujado desde pequeño a ser har-karista.

—¿Y hoy en día es har-karista?

—Sí y no. Quizá. No sé dónde está ahora. Hace dos años, se fue muy lejos con la intención de no volver. Pero era un buen har-karista —concluyó el maestro Dinyú.

Seguimos andando y llegamos delante de una puerta que me sonaba mucho: era la misma por la que había pasado el día en que me habían quitado las garras.

Adentro, estaba todo oscuro. No había nadie. Así que el maestro Dinyú meneó la cabeza.

—Creo que hoy no es el mejor día para encontrar a un miembro del Consejo. Estarán todos en sus casas. Lo mejor será que escribas una nota de disculpa y se la des al joven de la entrada. Y que ellos te convoquen, si quieren pedirte cuentas. ¿Te parece bien?

Asentí con la cabeza, y así se hizo. Más tarde, le di las gracias por haberme acompañado y aconsejado y él se despidió de mí, quedándose en la Pagoda para la lección de har-kar que pronto empezaría, y pidiéndome que descansara para la lección del día siguiente.

Cuando volví a la taberna, entendí enseguida, al entrar, que la noticia de mi llegada había circulado como un rayo.