Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

8 Extranjeros

De mi huida de la tienda, no pude contar más que el hambre que habíamos pasado Syu y yo y poco más. Ni se me ocurrió la posibilidad de contarles mi encuentro con la dragona o con los Comunitarios: lo primero habría sido condenar a Naura, y lo segundo habría sido condenarme a mí directamente a la horca. Porque, lógicamente, no pensaba que a un demonio se lo dejaría tranquilo. No podían contentarse con ponerle una multa. La simple idea de multar a un demonio por ser demonio me provocaba risa.

Por lo poco que conté, la gente dedujo que mi huida había sido un capricho, que había querido ir en busca de mi tío y que, al no encontrarlo, había dado media vuelta como una cobarde. Se lo oí decir a Laya, y Sotkins parecía compartir su opinión, aunque cuando me miraba, no denotaba ningún destello de menosprecio en sus ojos. Podía ser que me imaginase cosas que no eran verdad, pero lo cierto era que en los días que siguieron me sentí completamente desanimada.

Deria me reprochó mi huida precipitada, y Dolgy Vranc me dijo que empezaba a ver en mí un claro retrato de Lénisu. Ambos se mostraron muy sorprendidos al saber que Aryes no había vuelto conmigo. Nadie sabía adónde había ido.

Pero Aryes y yo no éramos los únicos en haber desaparecido. Al parecer, según me contó Galgarrios, Wundail desapareció mientras nos buscaban a Aryes y a mí, y durante el rescate de los demás prisioneros, los soldados fueron incapaces de encontrar a Kahisso y a Djaira. Según los rumores, los dos raendays se habrían escapado de los Gatos Negros, ayudados por Wundail. Era lo más verosímil, aunque no entendía por qué Kahisso y Djaira se habían fugado de unos secuestradores cuyo único objetivo era salvar a Lénisu. Ese pequeño percance sin duda había enfurecido al señor Henelongo y a Dansk. Afortunadamente, los demás secuestrados fueron devueltos sin más problemas después de haber entregado al «Sangre Negra». El señor Henelongo recuperó a su hijo, y fueron liberados Yori, Ávend, Sarpi, Dun, Mullpir, Sayós y Suminaria acompañada de su leal protector, Nandros. Yo había vuelto pocos días después de que hubiesen llegado a Ató, cansados y con las manos vacías. Aunque, en los días siguientes, pude comprobar que Yori y Ozwil habían quedado emocionados por la aventura. En cambio, a Ávend lo veía todavía más callado que de costumbre. Y a Suminaria no la vi ni una sola vez.

Me enteré de que todos los secuestrados que volvieron a Ató, menos Sarpi, Dun, Suminaria y Nandros, certificaron que sus secuestradores no habían sido los Gatos Negros. Pero ¿qué prueba podían aportar a esa afirmación? Absolutamente ninguna, ya que al Mahir no le bastaban las palabras. El resultado de nuestra expedición había sido bastante decepcionante. Lo único que habíamos conseguido era liberar a mi tío, aunque Dol me aseguró, para animarme, que eso ya constituía todo un éxito.

Toda esta estupidez me ponía histérica. Lénisu se había ido, Aleria y Akín andaban los dioses sabían dónde, buscando a Daian, Aryes acababa de abandonarme, y quizá estuviese en apuros en ese mismo instante, y yo me quedaba tan sola y desesperada que no conseguía pensar correctamente.

La persona que acabó de ponerme de los nervios fue Wigy. Montó una escena diciéndome que quería matarla a disgustos y que era muy difícil vivir siempre preocupada por mis «ideas disparatadas». Convencida de que Lénisu era el Sangre Negra, como la mayoría de los habitantes de Ató, me acribillaba con recomendaciones, diciéndome que dejase de hacer estupideces, que consultase con ella antes de poner en práctica mis locuras extrañas y que me centrase en mis estudios. En los días sucesivos no dejó de repetírmelo, hasta el punto en que soñaba con su voz amenazadora y me despertaba con un terrible nerviosismo.

Aquellos días yo no estaba de humor para concentrarme mucho en las lecciones de har-kar. Sotkins me metió una paliza, Galgarrios consiguió golpearme varias veces y, no sé cómo, perdí contra Ozwil. Sorprendida por tanta derrota, desperté, sin embargo, cuando atisbé, al luchar contra Yeysa, todo el odio irracional que albergaba contra mí. Fue una suerte que estuviera más despierta en esa lucha, porque en el caso contrario no me cabía duda de que habría acabado del otro lado de las Hordas por alguno de sus puñetazos.

El maestro Dinyú era paciente, pero no tanto para no decir nada al advertir mi desgana. Un día en que había realizado un movimiento realmente estúpido, se acercó a mí y a Sotkins diciendo:

—Basta. Agradecería que te centraras un poco más, Shaedra. Esto no es un combate de nerús.

Me dolieron sus palabras y, al advertir el gesto de asentimiento de Sotkins, me ruboricé.

—Lo sé, maestro Dinyú —contesté, bajando la cabeza.

—Entonces esfuérzate. En un combate real, cualquier pensamiento fuera de lugar puede provocar la derrota. Trata de concentrarte. Recuerda todo lo que os he enseñado sobre la concentración.

Asentí con la cabeza, algo avergonzada. Pero no podía negar que estos últimos días estaba algo más que preocupada. No había parado de darle vueltas a las cosas. Me aburría a mí misma con tanto pensamiento, pero, ¿acaso era mi culpa? Aleria, Akín, Aryes, Lénisu… Ni Drakvian mostraba señal alguna de vida. Y Laygra y Murri estaban en Dathrun. ¿Quién podía entender lo que estaba sintiendo en aquellos días tan aciagos?, me lamenté, mirando con fijeza el rostro de Sotkins.

Sotkins atacó la primera. Reaccioné demasiado lento y su mano me golpeó ligeramente el brazo, pero conseguí reponerme y contraataqué, sin éxito sin embargo. Sotkins era muy rápida. Y yo no estaba en forma, me dije, desanimada. La lucha fue empeorando a marchas forzadas hasta que, de pronto, Sotkins se detuviese en seco. Entendí su gesto cuando sentí, sobre mi hombro, la mano tranquila del maestro Dinyú.

—Creo que necesitas un descanso. Siéntate ahí, y observa.

Soltando un suspiro, me fui a sentar a unos metros, sobre el parqué de la Pagoda, con la terrible impresión de haber decepcionado al maestro Dinyú.

Sotkins y el maestro Dinyú se pusieron en posición de ataque. Y mientras Galgarrios peleaba contra Ozwil, Revis contra Yeysa y Zahg contra Laya, los dos belarcos empezaron a efectuar gestos rápidos y precisos. Estaba claro que aquel día no estaba de humor para observarlos. Pero como me lo había pedido el maestro Dinyú, no tuve más remedio que intentar centrarme en los diversos ataques y movimientos que iba observando. Y al cabo de un momento, me puse a pensar en lo ridículo que podía resultar ser el mal humor. Hasta Syu estaba harto de mis quejas y mis arranques de desesperación. ¿Qué lógica tenía que yo estuviese en tal estado? Era cierto que me sentía sola, lejos de mis amigos de siempre. Pero eso no era razón válida para convertirme en un muermo avinagrado.

Resonó un trueno bastante cerca de Ató. Suspiré. Parecía que el tiempo tampoco quería mejorar mi humor. Llevaba lloviendo y tronando casi sin pausas desde hacía ya días.

De pronto, advertí un movimiento que llamó mi atención: más lejos, en el pasillo, había una silueta que me era familiar. Un rayo iluminó entonces su rostro y la reconocí. Era Suminaria. Me tensé, inquieta. No había vuelto a hablar con ella, no porque no quisiese, sino porque Suminaria parecía evitarme como podía. Tal vez pensase que la había engañado. Tal vez creyese que Lénisu era de veras el temible Sangre Negra jefe de los Gatos Negros. Y, visto así, era lógico que no me perdonase nada, aunque yo, concretamente, no le había hecho nada malo.

—Veo que sabes observar tanto como luchar —soltó una voz cerca de mí.

Me sobresalté y palidecí. El maestro Dinyú me miraba fijamente en su larga y amplia túnica negra, con las manos en la espalda. Suspiró, pero sin mostrar exasperación o decepción.

—Será mejor que vuelvas a casa. Hoy especialmente, pareces estar en un mundo paralelo.

Me levanté, abriendo la boca, pero no proferí ni una palabra. Me sentía abochornada por haber despreciado de esa manera la lección del maestro Dinyú.

—Lo siento —dije al fin—. Creo que… necesito…

—Sí —me cortó el maestro Dinyú, bondadosamente—. Necesitas descansar. Ve a tu casa, cógete un libro o algo y ocúpate un poco la mente. Sea lo que sea lo que te preocupa, no es bueno darle tantas vueltas a las cosas constantemente. El que se obsesiona, siempre pierde.

Ladeé la cabeza, con la impresión de estar oyendo un sermón de Syu, y asentí, con una sonrisa a medias en el rostro.

—Voy a seguir su consejo, maestro Dinyú —le prometí.

—Vuelve cuando estés preparada —me replicó, antes de regresar junto a sus demás alumnos.

Asentí enérgicamente y me alejé hacia la entrada de la Pagoda Azul. Iba a abrir la puerta, cuando advertí un movimiento detrás de mí y me volví bruscamente.

—¡Suminaria! —dije, sobresaltada, al verla aparecer tan cerca de mí.

La tiyana me miró, desvió la mirada y dio media vuelta. Asombrada por su actitud, pregunté:

—¿Por qué me evitas? Yo no he hecho nada malo.

—¿Ah, no? —me contestó, sin mirarme.

Su pregunta me hizo fruncir el ceño.

—Pues… no —respondí, llevándome la mano a la cabeza—. Te aseguro que nunca te he mentido. La expedición…

Suminaria soltó un ruido semejante a un bufido.

—No me hables de la expedición. Fue mi condena.

Agrandé los ojos, impresionada por su dramatismo.

—¡Espera! —dije, al advertir que se marchaba—. ¿Qué ha pasado? ¿Tu tío te ha reñido? ¿Ya no te deja hablarme, verdad? Porque si no es eso, y tú no quieres hablarme, dímelo.

Empezaba a irritarme por su actitud y por el desprecio con el que me había hablado. Suminaria, sin embargo, ni siquiera se molestó en contestarme. Abrió una de las puertas que llevaban al segundo piso, y desapareció por las escaleras.

Hubiera podido insistir, perseguirla y pedirle que se explicase, pero no estaba de un humor diplomático. Así que simplemente abrí la puerta y salí bajo el aguacero.

* * *

Un grito resonó afuera, en la calle. La puerta de la taberna se abrió en volandas y apareció el señor Dómerath, borracho y con ojos de loco.

—¡Mi hijo! ¡Decidme dónde está mi hijo! —exclamaba, con desesperación.

Me paré en seco, detrás del mostrador, con una taza de infusión caliente en las manos. Kirlens enseguida se adelantó, encargándose de la situación.

Pero el señor Dómerath estaba imparable. Se adelantó hacia el mostrador, fijando su mirada brillante en la mía, asustada.

—¡Tú! Contesta. ¿Qué has hecho de mi hijo? —gritó, con la voz no muy segura—. ¡Me han robado a mi hijo! —soltó—. ¡Tengo derecho a saber qué ha sido de él!

—Venga ya, Rad —intervino uno de los pocos parroquianos que aún quedaban a esas horas—. Ni los dioses saben dónde está tu hijo. Ya volverá.

—¡No! … No volverá —aseguró el padre, con una voz temblorosa.

—Anda, buen hombre, vete a casa y descansa un poco, ¿eh? —le dijo Kirlens, con gesto apaciguador.

—No puedo dormir —replicó él—. Es imposible.

—Eso no es nuevo —masculló otro de los parroquianos, irónico.

Kirlens le echó a este último una mirada asesina y posó una mano afectuosa sobre el hombro del carpintero.

—Sé lo duro que es esperar, pero ¿qué puedes hacer? Ten fe en que vuelva y volverá.

El padre de Aryes sacudió la cabeza, embrutecido por el alcohol.

—No —dijo, con las lágrimas en los ojos—. Ya he construido su ataúd. Estoy seguro de que, si vuelve, no volverá vivo.

Me quedé mirándolo, lívida de horror. El señor Dómerath se equivocaba, intenté convencerme. Me sentí mareada.

—¡Tú! —me dijo entonces, señalándome con el dedo—. Tú sabes dónde está.

—Le juro que no sé nada, señor Dómerath —contesté precipitadamente.

—Eso ya se verá —masculló, desplomándose sobre una silla, con abatimiento.

Me acerqué a él y le tendí la infusión.

—Tómese esto, le sentará bien. Enseguida te traigo la tuya, Jowrav —dije, al ver que uno de los clientes fruncía el ceño, mirando la taza que yo acababa de posar ante el carpintero.

El señor Dómerath miró la taza con ojos vidriosos, apoyó el codo sobre la mesa y la cabeza sobre la palma de su mano. El pobre hombre tenía ojeras aun más marcadas que de costumbre y su aire desesperado se veía a mil leguas. Me sentí mal por él, y cuando hube dado la infusión a Jowrav, me escabullí y me metí en la cocina. De todas formas, dentro de poco la taberna cerraría, y normalmente a esas horas la gente ya no pedía gran cosa.

En la cocina, Wigy lavaba los platos y me puse a ayudarla, secando los cubiertos. Intentaba dejar de pensar, pero era imposible. El padre de Aryes había construido el ataúd de su hijo, ¡era macabro! Y terriblemente pesimista. ¡Cuánto me hubiera gustado saber dónde estaba ahora Aryes!

—¡Ah! —exclamó de pronto Wigy, con un chillido agudo.

Syu pasó saltando sobre ella y aterrizó junto a los platos limpios. Me sonrió anchamente.

“¿Adivina qué he hecho hoy?”, me dijo.

“Mm”, medité, pensativa. “¿Has ganado a un conejo en una carrera?”

El mono gawalt entrecerró los ojos, falsamente enojado.

“¡Yo no juego con conejos!”, y volvió a sonreír. “Ha entrado en la ciudad un carro lleno de fruta.”

“¿Fruta?”, repetí, extrañada.

“Fruta seca del sur.”

“Oh”, entendí. “Y supongo que no has podido resistirte a subirte al carro, ¿eh?”

El mono gawalt movió la cola con gesto inocente.

“Hay que aprovechar lo que tiene uno a su alcance”, declaró.

En ese momento abrió Kirlens la puerta y soltó:

—Acompaño a Rad hasta su casa.

—De acuerdo —contestó Wigy—. Voy a empezar a echar a los demás, que ya es hora —añadió, secándose las manos sobre el delantal y siguiendo a Kirlens.

Puse el último plato seco sobre la pila, solté un suspiro y me senté en una silla.

Syu soltó un ruidito contrariado.

“¿Aún sigues pensando?”

Levanté la cabeza y, al ver su mueca, sonreí.

“Cualquier día dejo de pensar. Total, no consigo resolver nada.”

“Ahora viene la etapa autocompasiva”, suspiró Syu, subiendo a la mesa.

Gruñí y le pasé la mano sobre la cabeza, para molestarlo un poco.

“Yo no me autocompadezco”, protesté. “Pero ¿por qué las personas a las que quiero siempre desaparecen sin dejar rastro? Parece una maldición.”

“Una maldición”, afirmó Syu, burlón. “¿Qué tal si esta noche vamos afuera, como antaño, y corremos por el bosque?”

“Hace frío y llueve y los árboles han perdido sus hojas”, repliqué, con cara aburrida.

“Sí, pero los árboles son bonitos también sin hojas”, dijo Syu, para animarme.

“Pero sin las hojas, la lluvia nos hundirá”, suspiré, sacudiendo la cabeza. “Será mejor esperar a que se acabe este tiempo de locos.”

Syu se encogió de hombros.

“Bueno… Yo tampoco quiero mojarme, pero a ti te vendría bien pensar en otra cosa que en preocupaciones.”

“Tienes razón”, concedí.

Wigy entró en la cocina.

—Ya se han marchado todos. Voy a calentar agua para bañarme. ¿Quieres dejar de comunicar con ese… mono? —añadió, meneando la cabeza, como si la exasperase mi comportamiento.

Puse los ojos en blanco y me levanté.

—Syu es amigo mío, ¿cómo podría dejar de comunicar con él?

Wigy resopló, como si yo acabase de decir una estupidez, y se fue en busca de agua. Wigy a veces era impredecible: en ciertos momentos el gawalt parecía caerle bien y en otros lo trataba como a una bestia.

Salí de la cocina, me senté junto al mostrador, y saqué una baraja de cartas de mi bolsillo.

“¿Jugamos?”

El mono puso cara socarrona.

“¿Juego limpio?”, replicó, subiéndose al mostrador y poniéndose cómodo.

“Juego limpio”, confirmé.

Empezamos a jugar para pasar el tiempo. Estábamos en la segunda partida, cuando alguien llamó a la puerta tres veces.

Enarqué una ceja, y aunque me parecía extraño que un cliente llegase a esas horas, me deslicé hasta el suelo y me dirigí hacia la entrada. Estaba claro que no era Kirlens, él habría entrado directamente, ya que aún no se había cerrado con llave. Me faltaban dos metros para llegar a la puerta cuando volvieron a llamar, esta vez con más fuerza.

—¡Ya voy! —dije, frunciendo el ceño.

Cuando abrí, me encontré con cuatro viajeros hundidos cubiertos con largas capas con capucha.

—Buenas noches —dije, intentando ser amena—. ¿Qué deseáis?

—Entrar, si es posible —contestó el que estaba más cerca. Tenía ojos verdes, pelo rojo y rasgos de humano, observé, pese a su capucha.

—La taberna está cerrada —anuncié—. Pero también tenemos un albergue.

—Eso es estupendo —dijo una mujer joven de pelo plateado—. Er… ¿podemos pasar?

Me di cuenta entonces de que me había quedado en medio, examinándolos con atención, y me aparté enseguida.

—Adelante. Bienvenidos al albergue del Ciervo alado. Sois extranjeros, ¿verdad?

—Estamos haciendo un largo viaje —dijo el humano—. ¿Dónde está el dueño de la taberna?

—Enseguida vuelve —le aseguré.

Los cuatro se habían quitado la capucha y ahora vi que todos eran humanos. Tres de ellos debían de tener unos cuarenta años, edad que en Ajensoldra aún se consideraba joven, y el otro seguramente no tenía más de veinte años. Al ver que me miraban con las cejas enarcadas, carraspeé.

—Em… Tenemos varios cuartos de dos, aunque también tenemos uno de cuatro —solté, alcanzando el cuaderno del mostrador y un lápiz.

—Cogeremos el de cuatro —dijo el humano de los ojos verdes, decidido.

—Son veintidós kétalos.

Hice una mueca al ver que sacaba una bolsa llena de dinero. Dos cuartos de dos valían más que un cuarto de cuatro. Con todo ese dinero, podrían haber pagado dos cuartos, me quejé mentalmente, recogiendo los veintidós kétalos.

—Y, si no es mucha molestia —intervino el tercer hombre que parecía algo regordete—, sabemos que la taberna está cerrada pero, ¿podríamos cenar algo rápido? Llevamos todo el día andando.

—Si no os molesta comer los restos…

—¡En absoluto! —me aseguró el hombre.

—Entonces sentaos ahí, ahora vuelvo.

En ese momento preciso, Kirlens abrió la puerta. Me sentí aliviada de verlo: nunca me había pasado atender sola a unos viajeros a una hora tan tardía.

Kirlens, después de una breve conversación, se encargó de llevarles la cena y yo volví a mi partida de cartas con Syu, en el mostrador. Los cuatro viajeros apenas intercambiaron algunas palabras durante la cena. No eran viajeros normales, observé con detenimiento, mientras ponía una carta cualquiera sobre la de Syu. Pronto advertí que el más joven nos observaba a mí y al mono, pero cuando levanté la cabeza desvió la mirada precipitadamente, interesándose de pronto por la comida.

Hablaban del mal tiempo y del estado deplorable de los caminos, pero en ningún momento mencionaron una pista que me pudiera ayudar para saber de dónde venían o hacia dónde iban. Los silencios eran lo más extraño, porque me daba la sensación de que callaban por mi culpa, como si no quisiesen que los oyese. A los viajeros normalmente les encantaba contar mil maravillas de sus viajes y anunciar su destino a los cuatro vientos. Eso ocurría, por ejemplo, con los que se marchaban a la Feria de Yurdas, o a Aefna, para sus numerosas fiestas estivales. Todo el mundo se enteraba de adónde iban. Claro que había todo tipo de gente. También estaban los clientes tímidos, los misteriosos, los que parecían unos delincuentes y los que parecían honrados mercaderes. No, había otra cosa en aquellos viajeros que acababa de despertar mi curiosidad. Era como si los envolviese una especie de aureola energética. Detecté energía esenciática, donde debería haber detectado jaipú. Ese era el problema, que no detectaba sus jaipús, al menos no tan vívidamente como solía hacerlo con las demás personas.

“He ganado”, dijo Syu, poniendo su última carta sobre el montoncito de cartas que ya se había formado.

“¡No tan raudo!”, repliqué yo, poniendo también mi última carta. “Empate”, declaré. “Las dos cartas valen lo mismo.”

“Patrañas”, gruñó Syu, con un mohín que me hizo reír.

Los cuatro viajeros, al oír mi carcajada, se giraron hacia mí y me miraron con curiosidad. El más joven, levantándose, se acercó con un andar lleno de seguridad. Con desparpajo, apoyó sus brazos sobre el mostrador y me miró intensamente. Le devolví la mirada, frunciendo el ceño. ¿Y qué quería ése ahora?, me pregunté, nerviosa.

—No te dejes impresionar —intervino el hombre regordete y de pelo negro—. Es un idiota.

—¿Te he preguntado algo, Stiv? —saltó el joven, de pronto irritado.

Examinándolo bien, el joven humano tenía toda la pinta de ser un niño mimado, pensé divertida, fijándome en su pelo muy cuidado y su olor a perfume artificial.

—¿Ése es un mono gawalt, verdad? —preguntó al de un rato, al ver que yo no estaba para nada impresionada por su intensa mirada.

—Ajá —confirmé, lacónica.

—No sabía que en Ató se utilizaban como animales de compañía —dijo, con tono arrogante—. Algún día tendré que comprarme uno, parecen ser listos.

Syu y yo lo miramos de hito en hito, escandalizados.

—¿Comprar? —llegué a articular.

—Los monos gawalts no se compran, tontolaba —soltó el denominado Stiv, con un inmenso suspiro—. Ya te lo dije, jovencita, es un idiota.

Por cómo repetía la palabra «idiota», estaba claro que no era la primera vez que la utilizaba para calificar al elegante joven.

En ese momento, salía Kirlens de la cocina y el humano de ojos verdes se levantó.

—Muchas gracias por la cena —dijo—. Es hora de ir a dormir.

—Por supuesto —dijo Kirlens. Yo le pasé la llave del cuarto de cuatro personas y él se la tendió al humano de ojos verdes—. Os voy a enseñar dónde está vuestra habitación.

El humano de ojos verdes inclinó ligeramente la cabeza y Kirlens subió las escaleras, seguido de los viajeros. Al pie de las escaleras, cuando Stiv puso una mano paternal sobre el hombro del joven, éste se sacudió y pasó delante de él con agilidad.

—¡Era broma, tío! —le soltó Stiv.

—Sólo trataba de ser amable —masculló el joven, por lo bajo.

—¡Ya! —le contestó la voz sarcástica de Stiv, ya en el primer piso. Con curiosidad, me acerqué discretamente a las escaleras para oír más—. Me parece que tienes que revisar tu manera de ser amable, muchacho, esto no es como en tu tierra, la gente no mira a los demás como lo haces.

—Pues hasta ahora ninguna mujer se ha quejado de mi mirada —replicó el otro, con claro aire burlón.

—Eso es porque han entendido que eras idiota y como son educadas pues no te dicen nada —le explicó el otro, con un curioso afecto.

Oí un golpazo y luego otro y, por fin, se oyó, lejana, la voz exasperada de la mujer que les decía que parasen de reñir. Intercambié una mirada perpleja con Syu.

“Qué gente”, solté, meneando la cabeza.

En ese preciso instante, sentí una ligera presión energética que me tanteaba y examinaba y me sobresalté, dando media vuelta de un brinco, como buena har-karista, pero no había nadie detrás de mí. Perceptismo, entendí. Uno de los cuatro viajeros era perceptista. ¡Un celmista! ¿Por qué me extrañaba? Con esas pintas misteriosas, estaba claro que algo tenían que esconder…

Volví a mi cuarto meditabunda. Me deshice de mi túnica, me puse el camisón blanco, apagué la lámpara y me metí en la cama. Algo no andaba como de costumbre, me percaté al de un rato. Reinaba un silencio demasiado profundo… Era un silencio al que no estaba habituada desde hacía tiempo…

“No llueve”, me explicó pacientemente Syu, mientras se acurrucaba junto a mí.

Sonreí.

“Es verdad. Me había olvidado de la tranquilidad de una noche sin lluvia contra los cristales”, bostecé.

“Shaedra”, me dijo Syu.

“¿Mm?”

“¿Hiciste trampas al final de la partida?”

“¿Qué?”

“Estaba convencido de que no podías tener esa carta. ¿Has hecho trampas, a que sí?”, me dijo.

Una sonrisa empezó a flotar sobre mis labios.

“Qué va. Dijimos que jugábamos limpio.”

El mono gawalt meneó la cabeza.

“Vaya, entonces he perdido yo. Porque yo no he jugado limpio.”

Puse los ojos en blanco.

“Perder, ganar, ¿qué importa? El caso es que estaba tan concentrada en los viajeros extranjeros que ni me he dado cuenta.”

Dejé a Syu repasando la partida y buscando la razón por la cual sus trampas no le habían sido de ninguna ayuda, y me giré sobre la cama.

“Buenas noches, Syu.”

Syu bostezó abriendo toda la boca y enseñando sus dientes.