Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana

6 Ciudad fantasma

Insistí tozudamente en dirigirme hacia el este, pero Kwayat consiguió disuadirme.

—Lénisu volverá a Ató de todas formas —me aseguró a la mañana siguiente.

—¿Y cómo puedes estar tan seguro? —repliqué, gruñona—. Además, si lo hiciese, pensaría que ha perdido la cabeza —argumenté.

Pero, de camino hacia Ató, me detuve a pensar más detenidamente sobre la cuestión y me pareció que la idea de Kwayat no era tan mala finalmente. Lénisu volvería a Ató. Porque el Mahir tenía a Hilo, su espada. Y porque si no volvía, no estaría actuando tan insensatamente como solía.

El viaje a Ató fue de lo más original. Por primera vez, Kwayat me enseñó a adoptar mi forma de demonio a voluntad. Lo más difícil no era liberar la Sreda, sino controlar esa Sreda una vez que me había transformado. Según Kwayat, existían diferentes niveles de transformación, y temía que yo me dejase arrastrar demasiado. Le tranquilicé, diciéndole que, en la práctica, yo solía ser bastante prudente. Pero Kwayat se contentó con echarme una mirada escéptica que me dejó refunfuñona durante un rato.

El único problema de ser un demonio, o al menos el que se me presentó en aquel momento, era el de no poder controlar las energías, tanto dársicas como asdrónicas, una vez transformada, ya que cada vez que intentaba soltar un sortilegio, las energías se disgregaban al chocarse con la Sreda desatada.

Avanzábamos a toda prisa por el bosque, cruzando pequeños ríos y atravesando barrancos, pero, como no estaba habituada a correr sin utilizar el jaipú de manera sistemática, al principio me daba la impresión de estar dando botes sobre un hilo y perdí el equilibrio unas cuantas veces antes de conseguir correr de manera aceptable.

Kwayat me dijo que no todos los demonios tenían las mismas particularidades. Por ejemplo, algunos tenían una visión muy buena y, al contrario, los había prácticamente ciegos por culpa de la Sreda pero con una sensibilidad mucho mayor. Existían muchas particularidades que, según Kwayat, no obedecían a ninguna lógica o al menos no a una lógica que pudiéramos entender. Según me iba citando las transformaciones que él había visto, yo me iba alegrando de mi suerte. Algunos debían parecerse a auténticos monstruos. Aunque yo no tenía un aspecto precisamente maravilloso: mis dientes eran afilados, mis ojos tan rojos como los de Aleria, y mis escamas de ternian, a lo largo de la columna, se hacían más puntiagudas y Syu me dijo que se parecían a púas, como las que tenía Naura, pero afortunadamente no eran lo suficientemente grandes ni afiladas como para estropearme la ropa.

Sin embargo, mi aspecto era lo de menos, ya que así transformada me cansaba aún menos viajando. Kwayat, en cambio, no se transformó. Tenía curiosidad por verlo bajo forma de demonio, pero mi instructor no pareció considerar mi curiosidad una razón válida para transformarse.

A Kwayat no le alegraba mucho la idea de haber abandonado a Naura en las Hordas, sola y huérfana, y la verdad es que yo misma había llegado a sentir afecto por esa criatura regordeta y peligrosa que, durante los cinco días en que habíamos convivido, tan sólo se había mostrado cariñosa e increíblemente glotona. Pero el caso era que no nos la podíamos llevar a Ató: hubiera sido un disparate, considerando que los ajensoldrenses tenían una cultura de anti-dragones muy desarrollada. Aunque mientras estuviesen en los libros, esas criaturas fascinaban a más de uno. Sinceramente, a mí Naura La Manzanona no me fascinaba exactamente, pero me entristeció dejarla ahí sola, sobre todo cuando, al despedirme de ella, me miró con una sonrisa dragona bastante parecida a la de Syu. Menos mal que Kwayat le había prometido que volvería, porque en el caso contrario creo que nunca nos habría dejado marcharnos.

Al sexto día, llegamos a las afueras de Ató. Kwayat me impuso dos horas de descanso para que me habituase otra vez al ritmo normal de la Sreda, porque decía que siempre había un intervalo de reposo para que no se desestabilizase.

Mientras descansábamos, sentados debajo de un árbol para protegernos de la sempiterna lluvia, pregunté:

—Entonces, ¿no puede uno alternar las formas dos veces seguidas?

—Se puede —contestó Kwayat. Sus ojos, escondidos a medias por sus largos mechones grises y mojados, observaban seriamente la lluvia—. Pero como te he dicho es más peligroso.

—¿Por qué?

—Primero, porque cuanto más te transformas, menos apto es tu cuerpo para distinguir las dos formas.

—Entiendo… —resoplé, meneando la cabeza—. Quieres decir que si me transformase ahora un montón de veces, me convertiría en un kandak, sin poder ser del todo ternian ni del todo demonio…

—Creo que lo has entendido —aprobó Kwayat—. En fin, será mejor que te pongas en marcha.

Lo miré, perpleja.

—¿Yo?

—Sí.

Enarqué una ceja.

—¿No quieres llamar la atención, eh? —No contestó, y suspiré, incorporándome—. Está bien. Nos veremos mañana.

—No. Volveré dentro de unos días. Pero prométeme una cosa, antes de que me vaya: no salgas de Ató hasta que vuelva.

Lo contemplé un momento y asentí con una mueca.

—Está bien.

Mientras me encaminaba hacia Ató, oí la risita burlona de Syu.

“Y ahora, ¿qué tal si nos damos una vuelta por el Bosque de Tres Pisos?”

“¿El Bosque de Tres Pisos?”, repetí, extrañada.

“Se trata de un bosque mítico para los gawalts”, me explicó Syu. “Está a unos años de viaje de aquí.”

Resoplé, divertida.

“Pues habrá que esperar a que Kwayat vuelva, porque esta vez no tengo pensado romper mi promesa.”

Diez minutos después, Syu vino a subirse a mi hombro y soltó un gruñido aburrido.

“Odio que la lluvia sea tan monótona”, soltó.

* * *

Como llevaba puesta la capucha por la lluvia, tuve la fortuna de no ser reconocida tan rápidamente. Primero, me llevé una sorpresa, al ver que el nuevo puente que había cruzado hacía más de un mes estaba siendo reparado. Supuse que alguna crecida inesperada lo había deteriorado. El Trueno siempre había sido caprichoso. En cambio, las dos torres estaban ya casi terminadas y brillaban luces detrás de las estrechas ventanas.

Crucé el puente, sin cruzarme con nadie, y subí por el Corredor. Si en ese momento no hubiese visto al maestro Tábrel entrar en la taberna, quizá hubiese pasado por la puerta principal, pero en ese momento me di cuenta de lo poco que me apetecía llamar la atención. De modo que di un rodeo y entré por el patio de los soredrips, que habían perdido ya todos sus frutos y desplegaban sus ramas desnudas como patas de arañas.

La puerta estaba cerrada, pero eso no me impidió abrirla. Cuando estaba a la mitad de la escalera, me topé con Taroshi: ahí estaba, arriba de las escaleras, mirándome con cara de asombro.

—¿Qué haces aquí? —preguntó de pronto, con una mueca.

Me sorprendió que me dirigiese siquiera la palabra de modo que me olvidé totalmente de mi promesa de no volver a hablarle y contesté:

—Se ve que te alegras de verme.

—Pues la verdad es que sí —contestó él, asombrándome todavía más—. Empezaba a estar aburrido Ató sin ti.

Lo contemplé con los ojos muy abiertos.

—¿De veras?

Cuando Taroshi sonrió, su sonrisa se parecía más a una mueca.

—Sí.

Subí el resto de los peldaños sin quitarle la vista de encima y lo examiné con detalle. Taroshi había crecido y ahora era casi tan alto como yo, pero un destello en sus ojos seguía impidiéndome confiar en él. Aun así, le devolví la sonrisa.

—Entonces yo también me alegro de verte, Taroshi. ¿Hay mucha gente en la taberna?

—No. ¿Por qué no llegaste con el maestro Dinyú?

—Porque no estaba con ellos. ¿Y Kirlens, está en la cocina?

—Sí. Pero ¿por qué no estabas con ellos?

Puse los ojos en blanco.

—Normalmente no haces tantas preguntas.

Taroshi me miró con un mohín, se encogió de hombros y me dio la espalda.

—¿Taroshi? —me extrañé. Pero él ya se iba, y yo resoplé, exasperada—. ¿Por qué te vas tan de repente?

Taroshi se dio la vuelta bruscamente, con cara enojada.

—¿Y tú por qué te vas siempre tan lejos de Ató?

Su voz temblaba. Me dejó asombrada.

—Yo… En fin. Ahora yo no voy a irme, sabes…

—Ya —gruñó él—. De todas maneras, no me importa. Porque yo no os importo ni a ti ni a nadie. A nadie —repitió.

—Claro que me importas, al contrario. Si no cambiases siempre de humor, quizá podría comprenderte un día y ser tu amiga —le dije pacientemente.

—No quiero que me entiendas —siseó el niño—. Y no quiero amigos —escupió airadamente. Y se marchó con un paso muy digno.

Lo observé meneando la cabeza. No acababa de saber si Taroshi estaba loco o si era normal, pero lo que estaba claro era que sufría una especie de crisis existencial. En todo caso, aquella conversación era la más larga que habíamos tenido desde hacía años. Quizá eso fuera una buena señal.

Meditabunda, entré en mi cuarto con la intención de cambiarme de ropa porque estaba más que harta de mi ropa embarrada y requete mojada. Por una vez, Wigy no tendría que perseguirme para que me tomase un baño, pensé.

Mi cuarto estaba como siempre. Ahí estaba mi mochila naranja, mi escritorio, mis apuntes y mi cama, así como el espejito que me había regalado una vez Kirlens. El rostro que se reflejaba en el espejo no se parecía del todo al que había visto unos meses atrás. Quitando el hecho de que tenía una leve capa de polvo y tierra, denotaba que mi rostro había perdido algo de su carácter infantil. Con una mueca pensativa, me aparté del espejo y me puse una túnica de lana blanca con unos pantalones grises calientes. Apenas había acabado de volverme a ceñir mi venda azul en torno a mi frente cuando se abrió la puerta en volandas. Syu, con un resoplido sorprendido, se apresuró a apartarse.

—¡Shaedra! —tonó Kirlens, precipitándose sobre mí.

Nos dimos un abrazo muy fuerte y luego nos sentamos en la cama, sin que Kirlens me soltara las manos.

—¿Cómo así entras en mi taberna sin avisarme? —bramó, ofendido.

Suspiré, sintiéndome ridícula.

—No me apetecía que todo el mundo se enterara de mi llegada. Me habrían acribillado a preguntas.

—Tienes razón, hija mía —me contestó fervorosamente—. Pero no pienses que te vas a librar de mis preguntas. Los primeros rescatados llegaron hace un tiempo ya, y los últimos llegaron hace sólo unos días. Estaba empezando a preocuparme seriamente. Cuando me contaron que habías desaparecido de la tienda… temía que te hubieras marchado con…

Emitió un ruido dubitativo y acabé su frase:

—¿Con Lénisu? Al principio, tuve esa idea.

Kirlens meneó la cabeza.

—Tienes demasiadas ideas. Lénisu es un buen tipo, lo sé, pero no debes seguir sus pasos. Has hecho bien en regresar.

Enarqué una ceja pero tan sólo asentí, diciendo:

—Me muero de hambre.

—¡Eso se arregla rápido! —soltó él, con una gran sonrisa.

Bajamos a la cocina, y mientras comía un hondo plato de sopa, me fue contando él lo que sabía: los secuestrados habían vuelto a Ató. Incluida Suminaria, aunque ella había llegado tan sólo unos días atrás, con el último grupo. Los guardias no habían conseguido atrapar a los Gatos Negros pero, ahora, se había confirmado que Lénisu era efectivamente el Sangre Negra.

Eso no me hacía ninguna gracia. ¿Qué podía hacer Lénisu ahora que había sido declarado forajido?

Pero aquella no era la única mala noticia. Había acabado mi sopa cuando Kirlens comentó:

—Supongo que el hijo de los Dómerath ha vuelto contigo, ¿verdad?

—¿Aryes? —pregunté, dando un respingo—. ¿Quieres decir que no está en Ató?

Kirlens negó con la cabeza.

—Se fue el mismo día en que te fuiste tú. Por eso pensaron que se había ido a buscarte. Espero que no le haya pasado nada…

—Y no ha vuelto… —murmuré, con el ceño fruncido.

—Espero que no le haya pasado nada malo a ese muchacho —repitió Kirlens, meneando la cabeza.

Sentí un nuevo peso frío en mi corazón. Aleria y Akín se habían marchado. Aryes también. ¿Y quería Kwayat que yo me quedara tan tranquila, en Ató?

Solté un inmenso suspiro de pesar y me levanté de un bote con decisión.

—Voy a ver al maestro Dinyú. Creo que le debo una explicación.

—Yo que tú iría también a la Pagoda Azul —intervino Kirlens con una expresión preocupada—. Recuerda que cuando te convertiste en snorí juraste lealtad a Ató…

Crucé su mirada inquieta y me sentí molesta.

—Sí —concedí al fin—. Supongo que también a ellos les debo explicaciones.