Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios

9 Llegada intempestiva

Empezaba seriamente a dudar de la capacidad de justicia del Mahir. Primero, colgaba a Sain, luego me arrancaba las uñas y ahora quería condenar a Lénisu…

—Se acabó —decidí, en voz alta—. Tengo que hacer algo.

Estaba sentada en el sofá, en casa de Dolgy Vranc, y, la verdad, no sabía cuánto tiempo llevaba ahí, sumida en mis pensamientos, pero cuando hablé, todos se giraron hacia mí, sorprendidos.

—No puedes hacer gran cosa —me dijo Akín, realista. Aleria y él se habían unido a nosotros cuando me habían visto estallar en lágrimas, y creo que estar rodeada de seres que me querían me ayudó a recobrarme más pronto—. Lo único que puedes hacer es testificar y decir que Lénisu estaba en los Subterráneos cuando los asesinatos de los Gatos Negros y que no pudo estar ahí dirigiéndoles.

—No bastará —repliqué, negando con la cabeza—. No tengo pruebas de nada.

—Shaedra tiene razón, Akín —intervino Dolgy Vranc, con tono pesaroso—. Siento decirlo, Shaedra, pero Lénisu está en una situación muy delicada. No puedes actuar desconsideradamente o empeorarías las cosas. Tenemos que pensar.

Hubo un silencio. Dol, sentado en su butaca, jugueteaba con un brazalete de color, con la mirada perdida. Aryes, sentado en una silla, apoyaba la barbilla sobre sus brazos, y parecía muy sombrío. Akín tenía cara aturdida y era evidente que no se le ocurría ninguna solución. Y Aleria, sentada en el sofá, tenía los ojos cerrados pero, lejos de parecer dormida, parecía estar concentrándose en algo, como si tratase de serenarse.

En cuanto a mí, paseé la mirada por cada rostro, pensativa.

—Quisiera saber algo, Shaedra —dijo de pronto Aleria, abriendo los ojos—. Pero no te enfades por la pregunta.

Puse los ojos en blanco.

—Pregunta.

—¿Por qué dicen que Lénisu es el jefe de los Gatos Negros? No tiene sentido que se lo hayan inventado todo. Lénisu, como sabemos, tenía relaciones… dudosas. Quizá sea el jefe de una organización contrabandista llamada los Gatos Negros y que el Mahir confunde con los Gatos Negros de las Hordas…

—No tiene sentido —corté—. ¿Dos organizaciones de las Hordas llamadas los Gatos Negros? Se habrían comido entre ellos defendiendo su nombre. No, no, Lénisu no es el jefe de nada de eso —afirmé, testaruda.

—De acuerdo, sólo era una hipótesis —replicó Aleria—, pero deberías ser más abierta a las hipótesis porque está claro que Lénisu no ha hecho sólo cosas legales.

—Pero no ha matado a nadie —dije, recostándome contra el sofá.

—Aunque haya abollado a más de uno, según él mismo dijo —apuntó Aryes—. Pero la cuestión no está ahí.

—Exacto —aprobó Dol—. Hay que probar que Lénisu es inocente. Sólo nos tenemos que centrar en eso.

Me crucé de brazos.

—De acuerdo. Eso puede resultar ser una tarea ardua. Si tenéis propuestas…

Dejé la frase en suspenso. Deria dejó de jugar con las cortinas de la ventana y se giró hacia nosotros.

—Yo propongo que vayamos a casa de los voluntarios para ir a buscar a Lénisu. Los dormimos con Dormidora y así ganamos bastante tiempo para pensar.

Dol y yo sonreímos.

—Eso no es una mala idea —reconocí—. Lo malo es que no sólo están los voluntarios de Ató. Hay más gente, ya le has oído al Dáilerrin.

—Cierto —admitió Deria, con una mueca de contrariedad.

—Bueno, ¿y si tomamos algo mientras pensamos? —propuso Dol tras un silencio, levantándose de su butaca.

Aprobamos todos de un gesto y diez minutos después estábamos todos con nuestra taza en la mano, pensativos. Tomé un trago de mi infusión.

—Si encontrásemos al verdadero jefe de esa organización —reflexionó Akín al de un rato—, entonces podríamos demostrar que Lénisu no es el culpable.

—¡Esa es una idea magnífica! —aprobó Deria, risueña.

—Y tanto que magnífica —asintió Dol—, pero tenemos un problema: que el jefe ése no se dejará encontrar tan fácilmente.

—Lo supongo —solté, acabando mi infusión de un trago.

—Haremos una cosa —dijo Dol—. Dejadme doce días. No hagáis nada estúpido durante ese tiempo. Voy a intentar averiguar más cosas acerca de los Gatos Negros. Y si averiguo algo, iré a ver al Mahir y le diré dónde creo que se esconden los Gatos Negros. Lo ideal sería que enviase a gente bastante entrenada, porque tengo entendido que esa organización está llena de guerreros aguerridos. Y si el Mahir me hace caso, entonces el Sangre Negra acabará entre las garras de Ató y podremos probar que Lénisu es inocente.

—Doce días —repetí—. ¿Y si entretanto lo capturan y lo llevan de vuelta a Ató?

—Entonces no tendremos más remedio que organizar una evasión —intervino Aryes.

Lo contemplé, boquiabierta.

—¿Una evasión del cuartel general? —solté—. ¿No es… cómo decir… algo temerario? ¿Me ayudaríais de veras a hacer algo contra la Ley de Ató? —resoplé.

Aryes sonrió.

—Me temo que te lo estoy diciendo. Existe una vieja tradición que suele contarme mi padre y según ella el pueblo, cuando la Ley se vuelve injusta, no debe someterse a ésta. Pues ahora ocurre lo mismo —declaró.

—Pareces Revis predicando sobre la injusticia del trabajo forzado —repliqué, riendo.

—Bueno, tengo trabajo que hacer —dijo el semi-orco, levantándose—. Vosotros no hagáis nada. Y enhorabuena a todos por los resultados —añadió con una sonrisa.

Salimos todos de su casa, y Aleria nos invitó a comer a la suya, con lo que dejamos al semi-orco solo y con, en mente, unos planes que no había querido detallar.

Stalius no estaba en casa cuando llegamos y nos pusimos a cocinar unas pastas con hortalizas y una tarta de frambuesa algo quemada. Nos lo comimos todo, hablando por los codos de tonterías, festejando los resultados.

Pasé toda la tarde con Kwayat y cuando le dije que por primera vez había sentido la Sreda, se contentó con inclinar la cabeza, imperturbable. No se podía decir que fuera un maestro de esos que felicitaban a sus alumnos por cualquier éxito. Eso sí: era eficaz. Se pasó toda la tarde variando de temas y cuando dijo «Ya basta por hoy» tuve la impresión de que mi cabeza iba a olvidar todo lo que me había enseñado. Así que en el camino de regreso me puse a revisarlo todo intentando ordenar las cosas.

Cuando volví al Ciervo alado, Kirlens me asaltó, agitado y me llevó casi en volandas hasta la cocina.

—Shaedra, ¿dónde te habías metido? —me preguntó, casi enojado—. ¿Por qué no has vuelto al mediodía?

Parpadeé, perpleja. Mi mente aún estaba revisando los distintos modos de insultar a un demonio. Kwayat decía que era muy importante, sobre todo para evitarlos o para reconocerlos.

—Yo… lo siento. He comido en casa de Aleria.

—Ah —dijo Kirlens, más tranquilo—. Supongo… que te has enterado. De lo de Lénisu, quiero decir.

Asentí con la cabeza lentamente.

—Sí.

—Es… increíble —soltó Kirlens, con pesadumbre—. Pero… sabía que algo escondía ese hombre. Las personas más simpáticas pueden resultar ser unos auténticos demonios.

Agrandé los ojos, atónita. ¿Cómo podía tragarse Kirlens que Lénisu era realmente malo? Pero luego sonreí anchamente.

—Mira yo, soy muy simpática y soy un auténtico demonio —dije con los ojos brillantes de picardía.

Kirlens sacudió la cabeza, incrédulo.

—¿Cómo puedes tomártelo todo tan a la ligera? Es tu tío, después de todo. Creí que le querías.

Resoplé, casi sofocando.

—Pues claro que le quiero. Mucho más de lo que crees. Lo que pasa es que toda esta historia no tiene ningún sentido. Lénisu no es ningún criminal. Y pienso demostrarlo —acabé por decir.

Kirlens frunció el ceño y me señaló con el dedo índice.

—No quiero que te vuelvas a meter en líos. Si Lénisu es inocente, la justicia de Ató se encargará de ponerlo en libertad.

—Yo no confío mucho en la justicia de Ató —murmuré.

El tabernero sacudió la cabeza.

—Pues deberías. Al fin y al cabo, hasta ahora siempre ha hecho las cosas bien. A los ladrones los ponen a trabajar, y a los estafadores los multan.

—Y a los criminales los cuelgan o les cortan la cabeza —gruñí—. Pero mira lo que les pasó a mis garras, no merecía eso. Sólo me las arrancaron porque el tío de Suminaria lo quiso así.

Kirlens suspiró.

—Las garras pueden herir sin quererlo —repuso—. No estoy justificando lo que te hicieron, pero a la mayoría les pareció una idea no del todo mala. La gente es desconfiada por naturaleza.

No podía creer lo que me estaba diciendo. Sabía que no lo decía por maldad… pero aun así me hirió profundamente que pudiera llegar a justificar la salvaje opinión de la «mayoría».

—Y si Lénisu es inocente, lo absolverán —añadió Kirlens con fervor.

Asentí y me dirigí hacia las escaleras.

—Creo que hoy voy a saltarme la cena —dije, mordiéndome el labio.

—Lo entiendo. Entiendo que te pese toda esta historia. Pero ya verás. Pase lo que pase, será lo mejor para ti.

Dudaba seriamente de que si llegaban a pillar a Lénisu pasase algo bueno. Cuando entré en el cuarto, me encontré con Syu bailando alegremente en la cama.

“¡Syu!”, me extrañé, sonriendo a medias. “¿A qué viene esa alegría?”

“¡Frundis ha acabado su composición y me la ha enseñado!”, me explicó.

“¡Eso sí que es una sorpresa!”, contesté, alegremente. “Empezaba a preguntarme cuándo podría escucharla.”

Tomé el bastón con las manos.

“Buenos días, Frundis, ¿me harías el honor de enseñarme tu nueva composición?”, pregunté, con el tacto que se necesitaba para esas ocasiones.

Frundis emitió un ruido de campanas.

“¿Para qué quieres oírla?”, replicó, grandilocuente.

“Para ver si realmente eres un compositor”, le dije, burlona.

Frundis soltó un sonido de desafío.

“¡Pues ahí va la prueba!”, exclamó.

Y me embistió un flujo de sonido de ritmo alegre y rápido. Sonreí y escuché la composición hasta el final. Cuando el bastón tocó la última ráfaga de notas, resoplé.

“¡Caray, Frundis, eres un artista!”

El bastón rió, halagado.

“Lo sé. Ya te dije que era el mejor compositor del mundo. Y el mejor músico. Y uno de los mejores cuentacuentos. Soy una pasada.”

Syu y yo prorrumpimos en carcajadas ruidosas. ¿Cómo podía ser Frundis tan pedante y a la vez simpático?

Después de escuchar la música unas cuantas veces seguidas, Frundis se aburrió y les conté a ambos todo lo que me había pasado en el día y Syu se encogió de hombros cuando le conté mi agradable conversación con Marelta.

“No es bueno llevarse mal ni empeorar las cosas”, dijo.

“Lo sé, pero Marelta está consiguiendo acabar con mis nervios”, suspiré. “Y eso que no es del todo mala”, cavilé. “Con los demás no lo parece. A menos que sea una hipócrita. Los malos suelen ser hipócritas”, añadí.

“Mm”, gruñó Syu. “Creo que estás volviendo a pensar demasiado. Los saijits siempre pensáis demasiado. Por cierto, he visto a Drakvian, en el bosque.”

Me sobresalté.

“¿Qué?”

“Y me ha preguntado si podía decirte que fueras al bosque esta noche. Pero con mucho cuidado, ha dicho”, especificó Syu. “Además, me lo ha repetido varias veces porque se creía que no le entendía. Los vampiros también son un poco lentos de mente cuando les toca hablar con un mono gawalt”, soltó con una sonrisa traviesa.

Fruncí el ceño. Drakvian había vuelto y quería hablarme.

“Vaya… ¿No está enferma, verdad?”

“Desde luego, no lo parecía”, dijo Syu. “Aunque no me he acercado mucho a ella. Nunca se sabe…”

“Oh, venga, Syu. Drakvian es una amiga. No te va a atacar”, le repliqué, divertida.

Syu puso cara testaruda.

“Los monos gawalts tienen razones para mantenerse lejos de los vampiros. Existen leyendas”, dijo, enigmático.

“Mm, no digo que no haya vampiros malos. Pero Drakvian es infinitamente más buena que Marelta, te lo puedo asegurar.”

“Tendrás que enseñarme quién es esa Marelta”, dijo Syu, pensativo. “¿Por qué nunca me dejas ir a la Pagoda Azul?”

“Porque…” Callé y fruncí el ceño. “Bueno… la verdad… Creo que mi intención era que no me miraran raro, pero de todas formas ya todo el mundo sabe que estás aquí.”

A Syu se le iluminaron los ojos.

“¿Entonces podré ir a la Pagoda Azul?”, preguntó, animado, y agitando la cola como un perro.

Me reí y asentí.

“Si así lo deseas… Pero te recuerdo que ahora todos mis estudios se van a centrar en las técnicas del jaipú y del combate cuerpo a cuerpo. No te va a gustar.”

Syu caviló unos segundos y luego sonrió.

“Tengo curiosidad”, confesó, cruzando las manos en la espalda con aire formal.

Aquella noche, salí con Syu pero dejé a Frundis en el cuarto, pese a sus protestas. Drakvian debía tener una buena razón para decirme que tuviera mucho cuidado, y es que aquella noche había más guardias despiertos porque se había anunciado la presencia de escama-nefandos al sur y no se sabía exactamente cuándo llegarían. Y no era precisamente el mejor momento para que me pillaran vagando de noche por Ató. Podrían inventarse historias.

Durante todo el trayecto, no paré de envolverme de una nube armónica bastante eficaz. Y creo que nadie me vio entrar en el bosque.

Seguí andando en silencio, mientras Syu me conducía al lugar donde había visto a Drakvian por última vez.

“Aquí era”, dijo entonces, deteniéndose.

Apenas se hubo callado, apareció Drakvian, saliendo de su escondite y enseñando su melena verde abultada, su piel traslúcida y sus ojos profundos.

—Shaedra —susurró, inhabitualmente bajo—, ven, alejémonos un poco más.

La seguí durante un buen cuarto de hora y empecé a rezar para que los escama-nefandos no nos atacasen en ese preciso instante: estábamos demasiado lejos de Ató.

Nos detuvimos no muy lejos del Trueno, entre árboles grandes y tupidos que desplegaban sus raíces enormes a su alrededor como arañas gigantes.

—¿Qué ocurre? —pregunté, cuando Drakvian se detuvo.

La vampira posó las dos manos sobre las caderas y me miró fijamente.

—He venido a ayudarte —declaró, curiosamente solemne.

Enarqué una ceja.

—¿A ayudarme? —repetí, incrédula.

—Sí. ¿No es cierto que hay gente que quiere deshacerse de Lénisu? Pues yo lo impediré. Sé dónde está.

Por un momento, dejé de poder hablar. Carraspeé.

—¿Dónde? —articulé.

—Cuando se fue, le seguí el rastro —dijo—. Fue a Ombay y luego a Acaraus para recuperar su caballo.

—¿Trikos? —resoplé.

—Ajá. Le tiene mucho aprecio, según he podido ver —soltó, rechinando los dientes.

—¿Y adónde fue? —insistí.

—Dejé de seguirlo hace dos semanas.

Solté un suspiro desanimado.

—En dos semanas puede haberle ocurrido cualquier cosa.

—Sí, pero lo persiguen tan sólo desde hace unos días. Seguramente estará sano y salvo.

Sacudí la cabeza, perpleja.

—¿Y dices que quieres ayudarme? No veo cómo podrías hacerlo. Lénisu está en algún lugar que no conocemos y tú no puedes cambiar las leyes de Ató. Aunque agradezco tu buena intención.

—¡Mi buena intención! —exclamó Drakvian, partiéndose de risa—. Es la primera vez que un saijit me dice que tengo una buena intención. Generalmente, nosotros, los vampiros, siempre tenemos malas intenciones.

—Eso no es verdad —repliqué—. Eso depende de cada uno. Tú pareces una persona llena de buenas intenciones. Bueno, ¿qué propones que hagamos?

Los ojos de Drakvian brillaron de malicia.

—Propongo un trato. Yo busco a Lénisu y le digo que le están persiguiendo y hago todo lo posible para que no le pillen, si él lo consiente. Y tú, a cambio, me debes un favor.

Sonreí, incrédula.

—¿Un favor?

—Nada del otro mundo, te lo aseguro.

—Sería más fácil si me dijeras en qué consiste ese favor —le dije.

La vampira se encogió de hombros sin contestar y nos quedamos mirándonos largo tiempo hasta que yo sonriese anchamente.

—Trato hecho. Pero si algo malo le ocurre a Lénisu, ese favor que te debo ya no tiene valor.

La vampira asintió con la cabeza firmemente.

—Eso me parece correcto.

Le tendí la mano para cerrar el trato y la vampira tuvo una sonrisa irónica.

—Yo no cierro tratos de esa manera. ¿Sabes cómo hago tratos yo? —preguntó, desenfadadamente.

Dejé caer mi mano.

—¿Compartiendo la sangre de una vaca entre dos? —sugerí, socarrona.

La vampira se echó a reír.

—No. Aunque eso es una buena idea. No, yo intercambio objetos valiosos. Tú me das un objeto y yo a ti otro. Un objeto del que no nos separaríamos a menos que haya una muy buena razón.

—Y esta es una buena razón —aprobé, pensativa.

Revisé todas mis pertenencias. ¿Qué objeto podía tener yo que no fuese del todo trivial? Tenía un saco naranja, pergaminos, plumas, un espejo y un cuchillo, regalos de Kirlens, la venda azul que me había regalado Wigy, dos túnicas y dos pantalones, un vestido blanco en el océano Dólico…

Sacudí la cabeza, asombrada.

—No tengo nada que sea realmente imprescindible para mí.

La vampira agrandó los ojos, sorprendida.

—¿De veras? Todo el mundo tiene algo.

—Pues yo no. Venga, Drakvian, ¿no crees que es poco práctica esa manera de hacer pactos? Yo soy una ternian de honor, tú una vampira de honor, ¿qué podemos perder?

Drakvian puso cara dubitativa.

—Bueno… el caso es que estás de suerte en este trato, porque yo te doy un favor antes y tú me lo das después, pero no me gustan los tratos tan poco sustanciales basados en el honor. Sucede que yo no soy siempre una “vampira de honor”, como dices —soltó con una sonrisa maligna.

Puse los ojos en blanco y se me ocurrió una idea.

—¡Frundis! Pero… No, no puedo separarme de él, hemos hecho un pacto —expliqué—. Y es amigo mío.

Drakvian gruñó.

—No tengo la menor intención de pasearme con un bastón gamberro que anda cantando durante todo el viaje. Tienes que encontrar un objeto. Un objeto mudo. Que sea valioso para ti. Yo siempre hago tratos con objetos.

Enarqué una ceja.

—¿Siempre? ¿Y con quién, si se puede saber?

—Si se puede saber, lo sabrás —replicó la vampira—. Mañana a la misma hora, vuelve con el objeto y habremos cerrado el trato.

—¿Mañana? —protesté, alterada—. Pero… ¡para qué perder más tiempo! Lénisu quizá esté maniatado en este mismo momento.

—No hay trato sin intercambio de objetos —insistió tozudamente la vampira, cruzándose de brazos.

La contemplé, atónita.

—Así que… para ti, en realidad, te da igual lo que le ocurra a Lénisu, ¿verdad? —solté, algo enojada por sus ridículos principios. Resoplé ruidosamente—. Está bien, encontraré un objeto.

—¡Estupendo! —exclamó Drakvian.

Puse los ojos en blanco.

—Vamos, Syu, volvamos a casa —suspiré.

El camino de vuelta fue más largo, porque nos habíamos alejado tanto de Ató que aquella zona del bosque no me era familiar y estaba algo desorientada. En el cielo, brillaban el astro de la Vela y el de la Luna y había más luminosidad que normalmente, lo cual me resultaba al mismo tiempo útil y molesto. Cuando volví a ver las luces de Ató, empecé a redoblar de prudencia y cuando entré en la ciudad casi me vieron dos guardias y un sereno, pero conseguí esconderme en un rincón más oscuro de la calle. Finalmente, subí al tejado y me quedé inmóvil durante un momento, indecisa. Tomé entonces una decisión y, seguida de Syu, me dirigí a la terraza llena de trastos. Con suma precaución para no despertar a nadie, abrí el barril que contenía la caja de tránmur. Esa caja era lo único que tenía y que realmente no quería perder. Por la sencilla razón de que esa caja era de Lénisu y no mía.

Estaba teniendo una idea horrible. ¿Cómo podía cerrar un trato con algo que no era mío? Pero, razoné, aquella caja era de Lénisu. Y con el trato, Drakvian se comprometía a proteger a Lénisu. Al fin y al cabo, era lógico que Lénisu contribuyese para su propia protección, cavilé. Sabía que era un razonamiento un tanto forzado, pero no tenía nada más que fuera valioso y no fueran objetos de carne y hueso o, en el caso de Frundis, bastones vivos. Con un suspiro, recordé el shuamir que me había devuelto Márevor Helith y lamenté haberlo perdido tan insensatamente.

“Lo hecho hecho está”, me dijo Syu, repitiendo una de las fórmulas que solía utilizar yo.

Asentí sombríamente y cargué con la caja de madera de tránmur para llevarla hasta mi cuarto, intentando ocultarla debajo de mi túnica, por si las moscas.

Aquella noche, me costó bastante dormirme, y no paraba de dar vueltas en la cama, hasta que en un momento sentí algo junto a mi mano y oí una música tranquila y el apacible sonido de un río o una fuente. Abrí los ojos ligeramente y vi a Syu que se hacía una bolita entre Frundis y yo, cansado del esfuerzo de haber arrastrado a Frundis hasta la cama. Sonreí, conmovida.

“Gracias, Syu.”

“Buenas noches”, contestó el mono cerrando los ojos apaciblemente.

Mecida por la tranquila música de Frundis, pronto me sumí en un sueño profundo.

* * *

El día siguiente fue tan cansino como el anterior. A la mañana, escuchamos todos los nuevos kals el discurso del Dáilerrin mientras afuera llovía moderadamente después de tantas horas en calma. Nos repartieron entre diferentes maestros y a los de especialización en combate nos tocó al maestro Dinyú. Era un maestro recién llegado de Aefna. Decían que era de familia extranjera, nacido en el Imperio de Iskamangra y que era un muy buen luchador y un buen brejista, pero aparte de eso, no sabía gran cosa sobre él. Cuando entraron los maestros en la Pagoda Azul para hablar con sus nuevos alumnos, vi al Archivista Mayor y, no sé por qué, me sorprendí de que fuera él también celmista.

—El Archivista Mayor dará clases de energía aríkbeta e historia —declaró Eddyl Zasur con rapidez—, el maestro Jarp enseñará energía brúlica, el maestro Yinur se ocupará de la endarsía, el maestro Juryún del combate armado y el maestro Dinyú enseñará técnica de combate y energía bréjica.

El último maestro en inclinar la cabeza y sonreír fue un pequeño belarco delgado con túnica negra de cuello largo y pantalones negros. Los belarcos eran famosos por su flexibilidad y no dudé ni un minuto de su capacidad. Su rostro tranquilo y sonriente incitaba a la simpatía y me cayó bien desde el principio.

—El maestro Dinyú, como sabréis, es nuevo en nuestra Pagoda y espero que lo acojáis con toda amabilidad —añadió el Dáilerrin—. Si no me equivoco, dos alumnos se han quedado sin maestro, ¿verdad? —Akín y Kajert asintieron, turbados, y el Dáilerrin sonrió hipócritamente—. No os preocupéis, no os hemos olvidado. La especialización en encantamiento la dirige el maestro Dai, supongo que ya sabéis dónde está su despacho, junto a la Pagoda. Todo el mundo ha oído hablar de sus experimentos. —En sus ojos se veía que no le tenía mucho respeto al maestro Dai—. En cuanto a la especialización en el morjás, el maestro Tábrel ha querido ocuparse personalmente de ello.

El Dáilerrin no pasó más tiempo del debido en presentaciones y respondimos a su saludo cuando se marchó, vestido con su túnica blanca de ceremonia.

Cada kal se fue con su maestro respectivo. Suminaria, Yori y Marelta se fueron con el maestro Jarp, Aleria con el maestro Yinur, Ávend y Salkysso, sombríos, se fueron con el Archivista Mayor, y así todos. Cuando el maestro Dinyú nos dijo que los especializados en combate y en energía bréjica lo siguiéramos, fuimos seis en hacerlo: Revis, Laya, Ozwil, Galgarrios, Aryes y yo.

—Parece simpático —murmuró Laya.

Los demás asentimos con la cabeza.

El maestro Dinyú nos guió hasta afuera de la Pagoda, bajamos el lado oeste de Ató por la calle del Arce y nos encontramos en un pequeño campo de tierra batida que, por cómo estaba la tierra, se había creado recientemente. El único problema era que no había tejado, así que la tierra se había convertido en un enorme lodazal. Llegados a aquel sitio, el maestro Dinyú se giró hacia nosotros y, sin importarle la lluvia ni el barro, nos sonrió anchamente y me sentí inmediatamente más relajada y a gusto donde estaba.

—Me he informado de las costumbres de la Pagoda Azul y al parecer a los nuevos guerreros los entrenan con los kals de segundo año y algunos cekals voluntarios. Sin embargo, para los dos primeros días, he decidido cogeros sólo a vosotros para enseñaros las bases de las técnicas de combate y el har-kar. Pero antes de…

—Maestro —intervino Ozwil con tono algo irritado—, ya conocemos las bases de las técnicas de combate. Llevamos desde los ocho años aprendiendo el combate cuerpo a cuerpo o con bastón.

Puse los ojos en blanco e intercambié una mirada divertida con Aryes. El maestro Dinyú frunció el ceño.

—¿De verdad? Entonces diré a los demás alumnos que vengan ya desde mañana. Y ahora quisiera que os presentéis un poco y digáis por qué habéis elegido la especialización en combate.

Agrandé los ojos. ¿Quién demonios le había dicho que los alumnos eligieran nada?

—A ver, tú —dijo el maestro Dinyú, mirándome a mí—. Preséntate, por favor.

Asentí con la cabeza y obedecí.

—Me llamo Shaedra, tengo catorce años… la verdad es que todos tenemos catorce años… me gusta el jaipú y la rapidez pero… yo no he elegido la especialización en combate. Lo eligieron por mí.

—Aquí, el jurado decide según las notas —asintió Aryes.

El maestro Dinyú enarcó una ceja, indignado.

—¿De veras? ¿De modo que no quieres aprender el har-kar y otras técnicas de combate?

Me encogí de hombros.

—La verdad es que… —vacilé y pensé que no era precisamente el mejor momento para ser sincera—. Creo que así y todo era lo que quería, maestro Dinyú.

—Entiendo —dijo, aunque no parecía que lo entendiera para nada—. Bien. Sigamos con las presentaciones.

—Yo soy Aryes —se presentó mi amigo—, y soy su alumno de energía bréjica.

—¡Ah! Sí, por supuesto. Te enseñaré energía bréjica mientras luchen los demás y quizá alguna hora a la tarde, si te parece, claro.

Aryes agrandó los ojos, sorprendido de que le pidiese su opinión sobre el asunto. Asintió enérgicamente.

—Por supuesto, maestro Dinyú.

—Supongo que habrás adquirido buenas bases para haber elegido… o haber sido elegido —se corrigió— para esta especialización. Sabrás que es una energía muy difícil y que el aprendizaje lo hace principalmente uno solo. La energía bréjica no es sólo una energía exterior. Por eso vosotros, los alumnos del har-kar, aprenderéis también energía bréjica. Una mente desconcentrada no conseguirá hacer movimientos precisos. La energía bréjica os ayudará.

Se giró hacia Ozwil.

—Y tú, ¿cuál es tu nombre?

—Ozwil Berreni —contestó éste—. Y quiero aprender a luchar.

El maestro Dinyú sonrió.

—Entonces, aprenderás.

—Yo soy Laya. También quiero aprender, maestro Dinyú. Tengo una pregunta, ¿vamos a entrenar todo el tiempo aquí? Porque según se dice viene el Ciclo del Pantano y aquí no hay tejado —articuló, sonrojándose.

El maestro miró hacia el cielo gris y lluvioso y volvió a fijar sus ojos en su alumna.

—Bueno, por el momento nos quedaremos aquí. Pero veré si puedo encontrar una sala en la Pagoda Azul.

—Gracias, maestro Dinyú, mi madre me dice que mojarse mucho no es bueno para la salud —le agradeció Laya, inclinando la cabeza.

Reprimí difícilmente una carcajada y me concentré para no reírme mientras Revis soltaba entusiasmado:

—Yo soy Revis, y quiero ser maestro de armas.

—Yo me llamo Galgarrios —dijo Galgarrios, con su voz simpática de siempre—. Y me alegro poder aprender con los kals de segundo año.

—Me han dicho que tenían un buen nivel —coincidió el maestro Dinyú—. Espero estar a la altura del maestro Dakley.

—¿Por cierto, qué le ha sucedido al maestro Dakley? —preguntó Ozwil.

—Se jubiló —contestó Laya gruñona antes de que el maestro Dinyú pudiera contestar—. ¿Es que no te enteras de nada?

—Está bien —soltó el maestro Dinyú, frunciendo el ceño—. Vamos a empezar. Poneos todos en línea y seguid mis movimientos. Aryes, tú también, estos movimientos ayudan a concentrarse.

Aryes pareció aliviado de no verse olvidado y nos pusimos todos en línea. El maestro Dinyú levantó las dos manos y las posicionó de una manera que no me era familiar. Lo imité, de todas formas, y él tuvo que pasar de uno en uno para rectificar nuestra postura.

—La palma de la mano no debe estar del todo estirada ni tampoco plegada. Debéis dejarla sin tensión, relajada. Los brazos deben contener toda la fuerza. Está bien —dijo, cuando nuestra posición de inicio le pareció aceptable—. Ahora, veamos las piernas. Deben estar ligeramente plegadas —señaló, viendo que Laya tomaba una posición de flamenco.

Nos enseñó varias posiciones distintas, una con los brazos tendidos, otra con las piernas dobladas casi tocando el suelo, y cada vez que le parecía que habíamos imitado bien sus movimientos, nos pedía que nos quedáramos en esa postura durante diez largos minutos. Me daba la impresión de estar ensayando un baile y de haberme quedado en el primer paso, congelada. Al menos, ese ejercicio me daba tiempo para pensar, pero ignoraba si me convenía porque pensar en Lénisu o en la caja de tránmur que había escondido debajo de mi cama no era precisamente un pensamiento relajante y el maestro Dinyú nos invitaba a pensar en el tiempo y el movimiento o en la inmovilidad. Todo cosas que me parecían muy interesantes pero que no daban mucho de sí para estar pensando en eso durante mucho más de uno o dos minutos.

Poco a poco, me di cuenta de que el maestro Dinyú pretendía enseñarnos pura y lógicamente lo que era la concentración. Decía que la concentración era como una burbuja que a la mínima explotaba y que se volvía a formar fácilmente si se sabía cómo actuar. Sinceramente, al principio había creído que la especialización en combate me iba a parecer especialmente aburrida, pero resultó todo lo contrario, y es que en toda la mañana no nos dimos ni un solo tortazo. Es más, ni nos tocamos: al de dos horas, nos puso en círculo, con las manos a unos centímetros los unos de los otros, una mano por debajo de la otra. El objetivo era no tocarnos y permanecer como estatuas. Luego se complicó la cosa y nos pidió que moviéramos las piernas manteniendo fijas nuestras manos.

Al final de cinco horas de ejercicio, nos habíamos quedado la mayor parte del tiempo inmóviles pero estábamos hechos polvo.

—Debéis encontrar el equilibrio del jaipú —nos repitió el maestro Dinyú—. Esta tarde, quiero que os leáis Historia del har-kar para que conozcáis las más importantes personalidades del har-kar. Es un libro bastante corto. He mirado en la biblioteca, encontraréis ejemplares suficientes. Y mañana, cuando miréis las técnicas que utilizan los kals de segundo año, me diréis cómo se llaman esas técnicas. La clase ha terminado. Gracias por haberme escuchado.

El maestro Dinyú era mucho más educado que los demás profesores, aunque menos protocolario, pensé. El maestro Jarp era muchísimo más parco en palabras, y el maestro Áynorin estaba siempre mucho más relajado y parecía casi considerarse un alumno entre ellos que sabía más que sus compañeros. El maestro Dinyú era diferente. En ningún momento se le había notado ese acento pedante típico de algunos maestros, ni tampoco había perdido en ningún momento su serenidad. Era como Kwayat pero en más alegre. Porque el rostro de Kwayat, más que serenidad, reflejaba imperturbabilidad, como si tuviese algo dentro que no quisiese enseñar a nadie o como si su vida pasada le hubiera dejado una indiferencia hacia su entorno. El maestro Dinyú, al contrario, parecía muy atento a lo que lo rodeaba y toda su expresión inspiraba confianza y daba la impresión de que tenía buen corazón.

Súbitamente, cuando volvíamos a Ató, me percaté de que nos había pedido que leyéramos. ¡Leer un libro!, me dije, desesperada. ¿Cómo demonios iba a tener tiempo de leer un libro en un día si tenía que pasar toda la tarde con Kwayat?

Sentí que me mareaba y, mientras corría hacia la taberna, tuve la certeza de que, si seguía a ese ritmo aprendiendo cosas acabaría tan chiflada como ese Tuánesar el Loco del que me había hablado una vez Daelgar.

Cuando entré en la taberna, sentí que la gente estaba más alterada que normalmente. Saludé a las personas conocidas y, aunque algunas me respondieron vacilantes, seguramente pensando que yo era la sobrina del Sangre Negra, Taetheruilín el enano me dijo dando un fuerte puñetazo en la mesa:

—¡Diablos, muchacha! ¿No te has enterado? ¡Ha entrado el hijo de Kirlens resucitado por esa puerta! Ve, y míralo tú misma.

Fruncí el ceño, pensando que era alguna broma.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué le ha pasado a Taroshi?

El herrero enano soltó una carcajada estruendosa y señaló a dos forasteros.

—Esos vinieron con él.

Me giré hacia los forasteros y me quedé de piedra. Esas dos personas las conocía. Una sibilia pelirroja y un humano de pelo castaño oscuro… Unas farragosas imágenes resurgieron en mi memoria. Pero no acababa de caer…

—¡Mil brujas sagradas, Wundail! —exclamé, boquiabierta—. Por Ruyalé, ¿puede ser real?

El humano sonrió mientras los parroquianos callaban, curiosos, para seguir la conversación.

—Me parece que por poder, puede serlo —contestó.

Me abalancé hacia ellos, llena de alegría. No me había olvidado de que ellos eran los que me habían salvado la vida.

—Me alegro de verte, Shaedra —dijo entonces Wundail, mientras yo lo abrazaba, como a un amigo de toda la vida—. Me preguntaba cómo te había ido todo este tiempo.

—Intento no meterme en líos —repliqué, con una ancha sonrisa—. Hola, Djaira —añadí, dirigiéndome hacia la pelirroja.

La sibilia carraspeó.

—¿Te acuerdas de mí? —se sorprendió.

—Por supuesto —dije, atónita—, ¿cómo no me iba a acordar? ¡Me salvasteis la vida!

—Ya… —soltó Djaira, advirtiendo a su alrededor las miradas curiosas—. Es verdad. Recuerdo que casi causaste un desastre cuando la batalla contra la arpïetas.

—Kahisso me salvó —recordé, con emoción.

—Sí. Y yo le salvé a él.

—Djaira —le cortó Wundail, carraspeando—. No creo que sea el mejor momento para hablar de problemas pasados.

De pronto, lo entendí todo.

—Kahisso está en la cocina, ¿verdad? —solté, aturdida.

Wundail asintió con la cabeza.

—Así es. Su padre se desmayó.

—Ha sido impresionante verlo —reconoció Djaira, con una sonrisa maligna—. Un hombre tan robusto… Y pesa una tonelada.

Las risas prorrumpieron en toda la taberna y la gente se puso a comentar otra vez el acontecimiento animadamente.

—Tengo que ir a verlo —dije de pronto—. Os veo luego.

Era inédito que no hubiese nadie en el mostrador… Rodeando mesas a toda prisa, llegué hasta la puerta de la cocina y la empujé y vi a Kirlens sentado o más bien desplomado en una silla mientras Kahisso, de rodillas ante él, ponía una cara muy preocupada. Wigy, en cambio, le daba palmaditas en la mejilla al tabernero y gruñía y vociferaba.

—¿Qué son esas maneras de aparecer de repente, sin avisar? ¡Ya ves! ¡Lo has matado del susto! ¡Tener hijos para eso! ¡Pobre Kirlens!

Cerré la puerta, asustada de que los demás oyesen los gritos de Wigy, y me precipité hacia ellos.

—Wigy, deja ya de maltratarlo, ¿no ves que lo estás torturando? —solté, mientras señalaba de un gesto a Kahisso que, los ojos muy abiertos, contemplaba a su padre, lívido como la muerte.

Sin embargo, al oír mi voz, se sobresaltó.

—¡Shaedra!

—Hola, Kahisso. —Sonreí—. No te preocupes por Kirlens. Seguramente habrá sido una conmoción. Estará de vuelta en un santiamén.

—Lleva así desde hace veinte minutos —replicó Wigy, asestando otra bofetada al desmayado.

Kahisso nos miraba alternadamente, ligeramente aturdido.

—¿Has probado tirarle un cubo de agua? —sugerí, al ver que las palmaditas no funcionaban.

Wigy se mordió el labio, la mirada posada sobre Kirlens.

—Buena idea. Y tú —dijo, señalando a Kahisso con un dedo amenazante—, más te vale que no te vayas ahora que le has puesto en este estado porque yo no te lo perdonaría nunca.

Y se metió en la despensa para ir a coger un cubo de agua. Kahisso, con los ojos clavados en su padre, le cogió la mano con fuerza.

—Lo siento —soltó, inquieto—. Lo siento tanto. Hay tantas cosas que debería haber hecho y no he…

—¡Ya basta de lloriquear! —bramó Wigy apareciendo otra vez con un cubo de agua a medio llenar.

Se acercó a Kirlens, levantó el cubo y le dio la vuelta y el agua cayó de golpe, despertando al tabernero, pero el cubo se le escapó a Wigy y, junto a la cascada fría, Kirlens recibió el cubo entero que se le encajó en la cabeza, escondiéndola por completo.

Kirlens escupió agua y yo, mirándome las garras, carraspeé.

—Cuando te dije que le tiraras un cubo de agua no lo dije literalmente —mascullé, reprimiendo la risa.

Mientras Kahisso se sonreía, aliviado al ver que su padre volvía a la vida, Wigy le quitó a Kirlens el cubo con una expresión abochornada, lo apartó discretamente de padre e hijo y le dio una toalla a Kirlens, el cual se secó toda la cara gruñendo.

—¿Qué demonios…? —soltó. Su frase se quedó en suspenso y su cara se iluminó—. ¡Kahisso! ¡Hijo mío! ¡Y yo que pensaba que había hecho un sueño maravilloso! ¡Has vuelto de verdad!

Se abrazaron fuerte y Kahisso agrandó los ojos, sorprendido, al recibir el abrazo férreo de su padre.

—Cuánto te he echado de menos —gruñía Kirlens, emocionado, poniéndole las dos manazas sobre los hombros—. Siempre me preguntaba dónde estabas.

—Padre… —murmuró éste, bajando la cabeza, algo confuso—. Siento haber…

—¡No digas bobadas! Sé que estabas muy ocupado. Ahora, ¿qué me dices si tomas una sopa buena de las mías, eh? Los viajes hasta Ató últimamente no son muy seguros, habrás tenido un viaje horrible. Ya te dije que nunca es bueno viajar solo.

—Lo cierto es que… no he viajado solo. He venido con dos compañeros, Wundail y Djaira, están en la taberna.

Enseguida Kirlens frunció el ceño.

—¿Compañeros? —repitió—. ¿No serán…?

No acabó su frase pero entendí sin dificultad que se refería a si formaban parte de los raendays o no y la pregunta real que se hacía Kirlens era si su hijo, Kahisso, seguía siendo uno de ellos. Los raendays, en sí, no tenían realmente mala reputación, aunque sí fama de ser brutos, desaliñados y de malos modales. Existía un dicho que decía así: «Raenday que llama a tu puerta, dos veces entra», que significaba que si le dabas un favor a un raenday, éste iba a aprovechar tu generosidad hasta el final, cosa que no era de buena educación. Y Kirlens tenía especial inquina contra esa cofradía, por razones personales. Dos veces ya, un grupo de raendays le había destrozado el interior de la taberna por una pelea y, entre otros motivos, los raendays le habían cogido a su hijo, condenándolo a vagar por el mundo sin poder quedarse junto a su familia. Pero yo sabía que los raendays no tenían ninguna culpa en eso: Kahisso había elegido su propio destino.

Fijándome en los platos de arroz que se estaban enfriando sobre la mesa, pregunté a Wigy en voz baja:

—Esos platos… ¿hay que servirlos, verdad?

Wigy, como despertando de un largo sueño, desvió su mirada de la conversación de Kirlens y Kahisso y agrandó muchísimo los ojos, consternada.

—¡Diantres! —cuchicheó—. De prisa, vamos a servirlos. Los clientes deben estar enfurecidos…

—No te preocupes —repliqué, poniendo los ojos en blanco—. Creo que los clientes están pasándoselo bomba comentando el retorno de Kahisso.

En menos de diez minutos, sin embargo, repartimos todos los platos a los clientes, que nos preguntaron cien veces con una gran sonrisa que qué tal le iban los nervios al pobre Kirlens.

—Está fenomenal —repliqué en voz alta, cuando ya estuve harta de tanta pregunta—. No todos los días se vuelve a ver a un hijo.

—Que aproveche el arroz —soltó Wigy.

—Arroz frío —comentó una voz gruñona—, menudo manjar.

Wigy se giró como una flecha hacia el que había hablado y lo apuntó con el dedo índice.

—Come o deja de comer, pero no critiques antes de haberlo probado —rugió.

Algunos prorrumpieron en risas divertidas al ver la cara autoritaria de Wigy.

—¡Menudo carácter!

—Desde luego no ha salido a nuestro Kirlens.

—¿Cómo no va a haberlo probado si dice que está frío? —replicó Nart, sentado con Mullpir y Sayós en una esquina, junto a la ventana.

Wigy, al oír la voz de Nart, pareció echar relámpagos con sus ojos y posé mi mano sobre su brazo, algo aprensiva.

—Tranquila —le dije—, estás enfureciéndote cuando nadie te ha dicho nada malo. Estás nerviosa, vuelve a entrar en la cocina, yo me ocupo de todo.

Milagrosamente, funcionó. Wigy suspiró, asintió y salió disparada hacia la cocina, pegando un portazo, de modo que redoblaron las risas. Sacudí la cabeza, suspirando, y me acerqué a Nart y sus dos amigos.

—¿Por qué siempre te metes con ella, Nart? —le pregunté, con tono cansado.

Nart puso una cara inocente.

—¿Yo, meterme con ella? ¡No se me ocurriría!

Mullpir y Sayós se echaron a reír a carcajadas y solté un gruñido.

—Deberías tener más consideración por los nervios de Wigy. Ya sabes cómo se pone cuando se enfada. Luego, no hay quien la tranquilice. El único que puede tranquilizarla es Kirlens, y ahora está ocupado. Es injusto que te metas con ella y al final cansa.

Nart se encogió de hombros, molesto.

—Ya lo sé. No puedo evitarlo. Es como si tuvieses una picadura de mosquito y no pudieses dejar de rascarte.

Fruncí el ceño.

—Una suerte entonces que una picadura no sea eterna.

Nart me sonrió anchamente.

—¿Quién ha dicho que ésta no lo sea? Oh, venga, Shaedra, deja ya de preocuparte por Wigy, ella sabe defenderse, ya lo has visto.

Rieron y me alejé de ellos sacudiendo la cabeza, alucinada. Nart no cambiaría nunca.

Cuando volví a entrar en la cocina, vi que Kahisso estaba sentado, hablando, mientras Kirlens había puesto a calentar sopa y escuchaba a su hijo atentamente. Wigy no estaba por ningún lado.

—¡Shaedra! —exclamó Kahisso, interrumpiendo su relato—, aún no te he dicho nada, ¿cómo estás?

—Bien —sonreí—. Tú, en cambio, estás muy flaco.

—Lo mismo digo —replicó él, burlón—. Nadie diría que vives en una taberna y tienes comida al alcance de la mano.

—Come como dos personas —aseguró Kirlens, con una sonrisa feliz al que hacían eco sus ojos sonrientes—, pero se mueve como cuatro.

Me eché a reír.

—Por cierto, yo aún no he comido —dije—. Y estoy muerta de hambre, esta mañana el maestro Dinyú nos ha matado con su har-kar.

—¿Har-kar? ¿Aprendes har-kar? —Kahisso parecía realmente impresionado.

—Ajá —contesté, modestamente.

Kirlens rellenó dos boles y los posó sobre la mesa.

—Los dos, a comer. A Shaedra la han puesto a aprender técnicas de combate, a mí no me convence porque Shaedra no quiere ser Guardia de Ató.

—No —aprobé, tragando una cucharada de sopa—. Pero me da igual. El maestro Dinyú es muy bueno y me cae muy bien. Pero… no quería interrumpiros. De todas formas tengo que comerme esto a toda prisa porque tengo que leer un libro e ir a ver a Kwayat y…

—¡Por todos los dioses! —exclamó de pronto Kirlens—, ¿quién se está ocupando del mostrador?

Me sobresalté. Uy.

—Er… por el momento no hay nadie —confesé, sonrojándome—. Le dije a Wigy que me ocuparía de todo, porque se ha enfadado otra vez y cuando está enfadada está mucho más torpe.

—¡Ya voy! —gritó entonces Wigy, bajando a toda prisa las escaleras—. Ya voy. No digas tonterías sobre mí, Shaedra. Sobre todo delante de Kahisso, me va a tomar por una descerebrada. Ahora me ocupo de todo yo —dijo, cuando vio que Kirlens iba a intervenir—. No os preocupéis por nada. Shaedra, ¿tú no deberías estar fuera, ya?

—¿Qué hora es?

—Casi las dos.

Agrandé los ojos, agité rápidamente la sopa que me quedaba y me la tragué de un golpe. Iba a ir a lavar el bol y la cuchara cuando Kirlens me dijo:

—Déjalo. Ya lo lavaré yo. Tú haz lo que tengas que hacer.

Asentí rápidamente y salí disparada hacia el fondo de la cocina. Salí por la puerta trasera, crucé el patio de soredrips que se iba cubriendo rápidamente de flores blancas aplastadas por la lluvia y, para ir más rápido, bajé el Corredor a toda prisa, girando hacia la derecha para atajar. Alcancé la colina, hundida y preocupada porque llegaba tarde. Si hubiese estado Aleria me habría fulminado con la mirada con cara de sermón. Pero Kwayat era mucho más comprensivo.

Arriba, en la colina, me esperaba de pie, con un paraguas color arena.

—Buenos días, Kwayat —solté, resoplando.

—Buenos días. Sígueme. He encontrado una casa abandonada en el bosque. Ya estoy más que harto de esta lluvia —añadió, echando una mirada sombría hacia el cielo gris oscuro.

Esa noticia me pareció fantástica y nos adentramos en el bosque. Caminamos hacia el suroeste. Ese bosque nunca me había sido tan familiar como los bosquecillos del norte de Ató, pero aquel invierno había pasado ahí con Syu y Frundis muchísimo tiempo y empezaba a conocer bastantes recovecos del lugar. Por eso me intrigó que Kwayat hubiera encontrado una casa, porque yo no había visto ninguna en todo ese tiempo.

Pero resultó que la casa era una pequeña cueva metida en una colina. Al parecer, antiguamente había sido ocupada porque la tierra estaba batida y había hasta conductos para recoger los regueros y echarlos afuera, de modo que la tierra estaba seca.

La cueva estaba tan bien escondida que me extrañó hasta que alguien hubiera podido encontrarla sin saber dónde estaba. Kwayat se sentó en un rincón, plegando el paraguas, y yo me senté frente a él, aguardando a que él hablara. Afuera, la lluvia seguía cayendo, suave pero insistentemente.

—Hoy te voy a enseñar algo muy importante —dijo entonces Kwayat, con tono ceremonioso. Sus cabellos blancos caían alrededor de su rostro en mechas puntiagudas.

Enarqué una ceja.

—¿Más importante que aprender a transformarme correctamente?

Kwayat me miró fijamente con sus ojos azules.

—Es algo que necesita saber todo demonio. Ya sabes que la Sreda es sinónimo de vida. La Sreda es algo casi sagrado.

—Eso me dijiste —asentí—. Lo que no entiendo es por qué en ese caso hay tantas disputas entre demonios. Si la Sreda es tan sagrada, deberían ser más pacíficos, ¿no?

—Eso díselo a los saijits —se burló él, con una sonrisa sarcástica.

Y entonces se me puso a explicar todas las creencias que giraban en torno a la Sreda, de las cuales Kwayat parecía tomar en serio unas cuantas.

—Por curiosidad, ¿hay otras criaturas que utilicen la Sreda? —pregunté en un momento.

—La Sreda la puede utilizar cualquier criatura —repuso Kwayat—. Pero sólo cuando está activa. Algunos dicen que uno se convierte en demonio por una especie de mutación, pero aquella explicación me parece muy basta. Mutación es un término demasiado común.

Con el tiempo, había ido entendiendo que a Kwayat le gustaba presentar a los demonios como a seres especiales, y no como a seres deformes que habían sufrido una mutación brutal por tal o cual razón.

—Lo que no entiendo es cómo los táhmars pueden haber perdido la capacidad para recuperar su forma saijit —dije, tras una pausa.

—Oh. Es sencillo. No son capaces de controlar la Sreda correctamente. Tiene algo que ver con la transformación en demonio. Es decir que mutan diferentemente. Los táhmars dicen que los yirs somos unos demonios a medias —añadió, con una sonrisa irónica.

—Pero… esos táhmars, ¿dónde viven?

—En cantidad de sitios. Los bosques, las montañas, los Subterráneos… e incluso en el mar. En fin, no son más listos que nosotros, ni nosotros somos más listos que los saijits, desgraciadamente —suspiró Kwayat.

Me mordí el labio, meditativa, y el demonio sonrió.

—Adelante, pregunta —me animó.

Carraspeé.

—Dijiste que en total había más de dos mil demonios en la Tierra Baya, contando los táhmars —empecé a decir—, eso no es mucho si consideramos que la Tierra Baya se extiende de Iskamangra hasta las Comunidades, ¿verdad?

Kwayat se encogió de hombros.

—El número no es nuestro punto fuerte. Ni tampoco nuestra desunión. Pero lleva habiendo demonios desde los tiempos inmemoriales. Y llegamos al punto importante del que te quería hablar: de cómo hay que tratar la Sreda.

Asentí y Kwayat siguió hablándome y hablándome y yo le escuchaba intentando estar atenta todo lo que podía. No era patente, pero se adivinaba que Kwayat quería acelerar mi aprendizaje todo lo posible para evitar que pudiera pasar algo malo. A mí, desde luego, no me apetecía convertirme en un kandak y me aliviaba saber que era posible controlar las transformaciones.

Aquella tarde, ambos hicimos el camino de regreso a Ató juntos, en silencio. El silencio de Kwayat no era como esos silencios elocuentes que incomodaban o le ponían nervioso a uno. Kwayat simplemente no hablaba cuando no tenía algo importante que decir. Y cada vez que callaba, su rostro imperturbable permanecía serio e indescifrable.

Me despedí de él al llegar a la taberna y entonces recordé que tenía que ir a la biblioteca a coger Historia del har-kar. Pero no podía ir en el estado en el que estaba, embarrada, hundida y con las manos sucias. Rúnim me estrangularía si viese que tocaba uno de sus libros con barro en las manos.

Así que entré en el Ciervo alado. La taberna estaba casi vacía. Tan sólo vi a Wundail y a Djaira, sentados en la misma mesa que antes, hablando animadamente.

Wundail levantó la cabeza al verme.

—¡Hola de nuevo! —soltó alegremente—. Djaira y yo estábamos discutiendo, como siempre. Ella nunca está de acuerdo y yo tampoco. —Sonrió y luego me examinó—. Caray, cada vez que te veo vienes más hundida. ¿Sigue lloviendo afuera?

Asentí con una mueca.

—Aunque el Dailorilh ha dicho que ahora no está tan seguro de si va a venir el Ciclo del Pantano —comenté—. Nunca está seguro de nada.

—Hay ciclos que son muy difíciles de prever —replicó Wundail—. Aún recuerdo el anterior ciclo, la gente dudaba entre un Ciclo del Oro y un Ciclo del Hielo. Y siempre dando la vara con ese tema —suspiró.

Sonreí.

—Voy a lavarme. Y voy directa a la biblioteca. Tengo que coger un libro.

Djaira enarcó una ceja.

—No eres de las que saben quedarse quietas, ¿eh?

—Desgraciadamente no me dejan estarlo —repliqué con una sonrisa cansada.

Y me fui a la cocina a lavarme un poco con un cuenco de agua. Ahí encontré a Wigy sentada, cosiendo un pequeño desgarrón de un vestido suyo. Puso cara de desaprobación cuando me vio y, cuando le pregunté dónde estaban Kahisso y Kirlens, me dijo que habían subido al cuarto de este último.

—Jamás había visto a Kirlens tan emocionado —me reveló Wigy, sin dejar de coser—. En cambio, su hijo, no parece ser alguien muy afable, ni siquiera ha tenido la consideración de mandarle noticias suyas estos últimos años. Yo si fuese Kirlens le habría cerrado la puerta en las narices. Al menos hasta que se disculpase debidamente —añadió, como yo la miraba, atónita—. Yo desapruebo totalmente su comportamiento. Y ahora, a saber cuándo tiene pensado volver a irse. Kirlens sabe perfectamente que si no ha renunciado a ser raenday es que seguirá mendigando de puerta en puerta y jugueteando con esa espada que tiene.

—Es una cimitarra —le dije, secándome las manos con un trapo.

—Qué más da. Ser raenday no aporta nada. Ni siquiera puedes tener una vida normal.

Asentí con la cabeza, cavilando.

—Quizá Kahisso esté pensando en dejarlo —sugerí.

Wigy soltó un gruñido.

—No tengo mucha confianza. Pero si es así, entonces me alegraré por Kirlens, aunque vivir con ese tipo bajo el mismo techo me va a ser difícil. ¿Sabes todas las criaturas que habrá matado? Por no hablar de cosas peores. Los raendays tienen muy malas maneras —declaró, interrumpiéndome antes de que pudiese llegar a decir nada.

—Wigy, deberías conocerlo mejor antes de opinar. Kahisso me salvó la vida.

Wigy se encogió de hombros.

—Una buena acción no hace bueno a un hombre.

—En eso tienes toda la razón —repliqué, sonriendo.