Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios

10 Entrenamiento

«Al año siguiente, Duyneb le retó a un duelo con la firme intención de vencer. Perdió estrepitosamente ante los ataques de Kiujal.»

Me froté los ojos, exhausta, con la impresión de ver doble. Las letras del libro bailaban ante mis ojos, sin orden.

“Deberías dormir”, me aconsejó un Syu medio dormido.

Negué con la cabeza.

“Tengo que ir esta noche a ver a Drakvian. Para cerrar el trato”, le recordé.

“¿Estás segura de que quieres hacer ese trato?”, me preguntó. “Porque cada vez que haces un trato, se complican las cosas.”

“¿Cuándo he hecho un trato yo?”, pregunté, frunciendo el ceño.

“No digo que todos los tratos hayan sido malos. Por ejemplo, el de Frundis estaba bien. Pero el del demonio no me acaba de convencer.”

“Eso último desgraciadamente no era un trato, Syu. Fue un tremendo error.”

“Llámalo como quieras, ahora estás comprometida a hacer más cosas. Y si pactas algo con la vampira, tendrás que hacer todavía más cosas, ¿ves lo que quiero decir?”

El mono gawalt hablaba sabiamente, pero aun así, suspiré.

“Veo lo que quieres decir, pero no me vas a convencer. Viste cómo Drakvian espantó al oso sanfuriento. Estaré más tranquila si le ayuda a Lénisu.”

“A menos que Lénisu resulte tener una sangre especialmente deliciosa”, dijo el mono, bromista.

Puse los ojos en blanco.

“No te preocupes. Este trato no se torcerá. Y si se tuerce, pues… se tuerce. En la vida no todo puede salir bien.”

Syu puso una mueca, dubitativo, pero volvió a su jergón y yo a mi lectura del libro Historia del har-kar. Estaba a la mitad pero tenía la impresión de estar sobrevolándolo. Llevaba más de cuatro horas metida en mi lectura y el libro me resultaba interesante, y me daba rabia no poder tomarme todo el tiempo para leerlo. Porque tenía que dormir, y antes de dormir tenía que ir a ver a Drakvian. ¡Había tantas cosas que hacer y en que pensar! Aprender har-kar tenía toda la pinta de ser un ejercicio extenuante, y Kwayat me presionaba porque tenía que aprender más rápido, Lénisu estaba en peligro, Aleria estaba deprimida… ¿Acaso me olvidaba de algo? Ah, sí, de los Hullinrots y Jaixel, aunque esos ya eran la menor de mis preocupaciones. En fin, al menos, Kirlens estaba más feliz que nunca.

Cerré el libro de un golpe seco y apagué la luz de la lámpara.

“Está bien”, solté, levantándome. “De todas formas ya no estoy concentrada.”

Syu se levantó de un bote y se acercó a la ventana.

“Pues deberías concentrarte, los escama-nefandos siguen rondando por ahí, que yo sepa. Y tienen mal genio.”

Agrandé los ojos.

“A esos los había olvidado”, confesé, abrochándome la capa. “Intentaré ser prudente”, prometí. Y me puse la capucha.

Cogí la caja de tránmur y abrí la ventana. Afortunadamente había dejado de llover, aunque todo debía de estar requetemojado.

Me costó como nunca salir de Ató. Era de lo más incómodo llevar una caja escondida debajo de mi capa y trepar sigilosamente por los tejados al mismo tiempo. Syu ponía caras aterradas cada vez que resbalaba y perdía el equilibrio por un segundo.

“Sé un gawalt”, me dijo gravemente en un momento.

“Un gawalt no podría estar cargando una caja así y ser sigiloso”, repuse.

El mono gruñó, escéptico.

A medio camino, perdí el control sobre la Sreda y me transformé. Eso me impidió utilizar mis armonías para esconderme pero no me espantó: después de todo, durante todo el invierno, había estado saliendo de Ató sin poder utilizar las energías. Aun así, intenté aplicar las lecciones de Kwayat y, quedándome tumbada contra un tejado, cerré los ojos y me concentré. Había practicado varias veces junto a Kwayat así que, teóricamente, tenía que funcionar ahora.

Pero estaba demasiado preocupada con la idea de llegar tarde o de que me sorprendieran en el tejado, de modo que al de un breve momento abandoné y seguí mi camino transformada. A fin de cuentas, Drakvian ya estaba al corriente de todo, ¿qué importaba que me viese otra vez bajo aquella forma?

Tuve que evitar a dos guardias que conversaban tranquilamente sentados en un banco de piedra, a las afueras. Me hizo gracia verlos ahí sentados porque generalmente, de día, solían estar ahí sentados tres viejecitos de Ató, a la sombra del olmo.

“Por fin”, dije, unos minutos después, al adentrarme en el bosque.

“Has estado endiabladamente lenta”, replicó Syu.

“Por si no te has fijado, en los días de primavera hay más guardias que en invierno”, gruñí. “Por la simple razón de que hay más ataques de criaturas.”

“Ya, ya. Pero eso no quita que yo habría llegado aquí mucho antes que tú si no te hubiera esperado”, contestó orgullosamente el mono.

Puse los ojos en blanco pero no contesté. Un cuarto de hora después, llegué al sitio en que la víspera Drakvian y yo habíamos hablado. No vi a Drakvian y fruncí el ceño.

“Aún no ha llegado”, advertí.

Se oía caer el agua del Trueno. Y en un momento oí un grito agudo de ave nocturna. Y el ruido de una ramita que se rompía. Lentamente, retrocedí hacia la sombra de un árbol, aprensiva. Syu, sobre mi hombro, miraba hacia su alrededor, nervioso.

“No me gusta esto”, dijo.

“A mí tampoco”, confesé, agachándome junto al árbol.

Estuve esperando así un rato, escuchando los ruidos nocturnos e imaginándome que me estaban rodeando unos escama-nefandos sin que yo lo supiese, o unos nadros rojos, o unas arpïetas…

—¡Ah! —exclamó de pronto la voz de Drakvian—. Estás ahí.

La vampira se despegó de la sombra de un árbol y surgió como de la nada. Me levanté enseguida, aliviada.

—¡Creí que no ibas a venir!

Drakvian sonreía, divertidísima.

—Llevaba aquí más de cinco minutos, esperándote. ¡Y estábamos a unos metros! —dijo, riendo.

Su risa no era precisamente silenciosa y resonó ruidosamente a nuestro alrededor.

—¡Ssh! —murmuré—. Podría haber escama-nefandos.

—Es verdad, los hay. Me he cruzado con uno de ellos —confesó Drakvian. Sus ojos brillaban de picardía—. Muy apetitoso.

Agrandé los ojos, incrédula.

—¿Has matado un escama-nefando y has… bebido su sangre?

Drakvian me dirigió una enorme sonrisa.

—Me lo he bebido hasta la última gota —susurró, mostrándome sus colmillos, y luego rió, al ver la cara que ponía—. ¡Vamos! ¿Cómo me voy a beber un escama-nefando? Su sangre es puro veneno. Eso sí, huele que alimenta, pero los vampiros conocemos muy bien esas trampas. Así que me subí a un árbol y le tiré escupitajos hasta que se aburriera y se marchara. No son muy ágiles, pero corren muy rápido. Y al de poco dejé de oler su sangre.

Resoplé, impresionada.

—¿Le escupiste y se fue?

Drakvian me dirigió una sonrisa desenfadada.

—Eje, sí. Los escupitajos de los vampiros acaban con la paciencia de cualquiera. Al parecer, apestan.

Y al notar mi interés se puso a explicarme que a veces le bastaba con soltar escupitajos a su alrededor para dormir tranquila toda la noche.

—Sólo algunas criaturas sin olfato delicado tendrían ganas de atacarme si mi presencia los pone nerviosos —dijo—. Como las ratas o los nadros rojos, lo huelen todo pero les da igual que huela mal.

Cuando me hizo una pequeña demostración tuvimos que cambiar de sitio porque el lugar empezó a desprender un efluvio que olía peor que a podrido y a muerte. Drakvian olía el olor de manera distinta, según dijo, y me pregunté cómo podía ser que un olor pudiera ser captado tan diferentemente. Me había ido dando cuenta de que a Drakvian le encantaba recordarme a cada instante que era un vampiro y que era muy diferente a mí y a los demás saijits.

—¿Has traído el objeto? —preguntó entonces, después de haber encontrado un lugar más apropiado y menos fétido.

Asentí y saqué la caja de tránmur.

—Es de Lénisu. No sé qué hay dentro, pero desde luego es muy importante.

—¿De Lénisu? —repitió la vampira, soltando un gruñido—. ¿Y no sabes lo que hay dentro?

—No me he atrevido a abrirlo —repliqué dignamente—. Lénisu nunca quiso decirme nada sobre lo que contenía.

A Drakvian se le iluminaron los ojos de curiosidad y cogió la caja de tránmur con precaución, sopesándola.

—No rompas la caja y no la abras bajo ningún concepto —dije, reprimiendo las ganas de volver a coger la caja.

Drakvian me miró con los ojos entrecerrados, como contrariada.

—Está bien —decidió al cabo, sin embargo—. Ahora te daré el mío. —Al principio, temí que estuviera pensando en Cielo, su daga, pero me tranquilicé al ver que llevaba sus manos a su cuello y se quitaba un collar, que antes había tenido escondido detrás de su capa. Era un objeto pequeño—. Con esto cerraré el trato —declaró.

Me lo dio como a regañadientes. El colgante era una especie de piedra plana y triangular con unos signos escritos en su superficie. Pasé la mano sobre la piedra, intentando buscar algún tejido de encantamiento, en vano.

—¿Qué es? —pregunté, curiosa.

—Algo muy importante para mí —replicó la vampira—. Cuídalo como tu propia vida.

—Pero… ¿qué son esos signos?

Drakvian soltó un gruñido aburrido.

—Si yo no puedo abrir la caja, tú tampoco sabrás para qué sirve lo que te he dado. Así estamos en paz —razonó.

No pude más que estar de acuerdo con ella. Me pasé el collar de cuerda sobre el cuello y lo escondí bajo la ropa. Drakvian me observó, ladeando la cabeza.

—Ya veo que aún no tienes puesto el shuamir del maestro Helith.

Palidecí.

—¿El shuamir? —repetí débilmente.

—Te puede evitar malas sorpresas si alguien intenta examinar tu mente, por ejemplo.

Sacudí la cabeza, sin poder atreverme a contarle la verdad. Después de todo, si se la decía a ella, ella se lo contaría a Márevor Helith…

—Descuida, nadie va a examinar nada. Y si hablas de los Hullinrots, seguro que están muy ocupados en otros asuntos más importantes. Después de todo, Jaixel igual tiene otras filacterias esparcidas por los Subterráneos —bromeé.

—Me extrañaría —replicó la vampira—. Si hubiese troceado su mente, no causaría tantos problemas a los Hullinrots. De todas formas, yo que tú me lo pondría.

Sin poder remediarlo, solté:

—No lo tengo. Lo perdí.

Drakvian puso cara de asombro y luego sonrió sarcásticamente como solía.

—¡Ja! Eso sí que es bueno. ¿Pero cómo?

—En el viaje hacia Ató —contesté, bajando la cabeza, avergonzada—. Tuvo que ocurrir en las montañas, o en la bajada, a menos que fuera después… A Márevor Helith no le va a encantar la noticia.

Drakvian soltó una risotada.

—¡Desde luego que no! Cuida a sus shuamirs como si fueran sus hijos. Aunque, si se te ha perdido, él ya se habrá enterado. Supongo que ya sabías que se servía del amuleto para localizarte.

—Me lo suponía —contesté.

—Aunque quizá no sepa nada si lo has perdido cerca de Ató —reflexionó—. Después de todo, sabe que estás en Ató. Y si el shuamir no se mueve, tan sólo significa que no lo llevas contigo… Tendré que informarme sobre el tema —dijo, dándose golpecitos sobre los labios con el dedo índice.

—Entonces, ¿trato hecho? —intervine—. ¿Vas a protegerle a Lénisu?

Drakvian asintió y me fulminó con la mirada, levantando la cabeza.

—Y a ti más te vale proteger lo que te he dado mejor que el shuamir, o te juro que no volverás a ver brillar en el cielo ni la Luna, ni la Vela, ni la Gema.

Asentí fervientemente, llevando la mano a mi colgante.

—No me separaré de él, te lo prometo. Y tú prométeme… cuidar bien de la caja, ¿eh?

—La dejaré en un lugar seguro —afirmó—. Y ahora, tengo un largo viaje que hacer así que…

—Espera —la interrumpí—. No me has comentado nada del favor que te tendré que dar después de esto.

Drakvian resopló, como aburrida, y se fue corriendo sin decirme nada más. Me tentó la idea de correr tras ella, pero Syu negó con la cabeza y me disuadió.

“Corre más rápido que nosotros. La he visto. Va a toda prisa. Un buen gawalt debe saber quién va más rápido que él.”

“Entonces, volvamos a casa antes de que los escama-nefandos nos coman vivos.”

Syu asintió enérgicamente y volvimos a casa como si nos estuviese persiguiendo una manada de lobos hambrientos.

* * *

—Buenos días —nos saludó el maestro Dinyú, cuando llegamos al terreno de aprendizaje.

Contestamos todos al unísono. Ozwil estaba como siempre con sus botas saltarinas y me pregunté por qué el maestro Dinyú no le había dicho que se las quitara para aprender har-kar: no era del todo práctico para realizar los movimientos que nos decía. Aunque, de hecho, eso era problema de Ozwil, no del maestro.

Habían llegado los kals de segundo año. Eran tan sólo tres, y empezaba a entender que necesitaban compensar un poco el número de combatientes. Había una humana musculosa y grande, llamada Yeysa, un elfo oscuro muy feo pero rápido llamado Zahg y una belarca pequeña y ágil, una tal Sotkins. En total, éramos ocho, más Aryes, que en la víspera ya había empezado las lecciones de bréjica.

Nos pusimos todos en dos líneas. Para empezar, el maestro Dinyú nos hizo repetir los movimientos del día anterior y nos enseñó cinco nuevas tácticas de ataque, antes de preguntarnos algo sobre la Historia del har-kar.

—¿Os gustó el libro? —preguntó.

—Sí —contestamos todos, con más o menos entusiasmo.

El maestro Dinyú sonrió, contento.

—Me alegro. ¿Y cuál es la parte que más os ha gustado?

—Cuando hablaban del duelo entre Háydaros y el Dáilerrin de Neiram —dijo Ozwil enseguida.

—Ah, sí, fue un duelo histórico. Ya sabéis que el mejor discípulo de Háydaros es considerado uno de los mejores har-karista de Ajensoldra, por no decir el mejor.

—Háydaros sigue siendo el mejor —replicó Sotkins.

El maestro Dinyú, con las manos en la espalda, sonrió otra vez, enseñando sus dientes blancos.

—Háydaros ya está un poco viejo para duelos.

Todo eso me sorprendió mucho porque yo estaba convencida de que Háydaros, aquel har-karista tan famoso, había muerto hacía tiempo. Por lo visto, estaba equivocada. Supuse que si me hubiese podido leer el libro entero lo habría sabido. Pero cuando había vuelto de mi conversación con Drakvian tan sólo había podido desvestirme y taparme con una manta antes de sumirme en un sueño profundo. Y aun así, no había podido dormir todo lo que habría querido.

Ahí se acabó el interrogatorio sobre el libro, y al menos no tuve que confesar que no había hecho los deberes que nos había pedido. Con determinación, me prometí que acabaría de leer el libro aquella tarde.

Al de un rato, después de darnos unas cuantas indicaciones, más filosóficas que otra cosa, el maestro Dinyú nos pidió que le enseñáramos lo que sabíamos hacer en un combate cuerpo a cuerpo.

Los primeros en pelear fueron Zahg y Yeysa. El combate acabó muy rápido porque Yeysa le metió un puñetazo en el vientre al elfo y éste se tambaleó y perdió el equilibrio, cayendo estrepitosamente. La tierra, bajo el sol caliente, empezaba a secarse, pero aun así acabó bastante embarrado.

Yeysa, sin embargo, no mostró ningún atisbo de compasión. Se giró hacia el maestro y saludó juntando las manos, como si se enorgulleciera de haber dejado a su compañero hecho un trapo.

El maestro Dinyú se levantó de la silla de paja que había llevado y se acercó a ambos.

—¡Maestro! ¡No tenía derecho a hacer eso! —decía Zahg, masajeándose la tripa y fulminando a Yeysa con una mirada asesina.

—En el combate real, todas las tácticas son posibles —replicó tranquilamente el maestro Dinyú—. Pero ahora no estamos en un combate real, sino en un entrenamiento —añadió, dirigiéndose a la humana bruta—. No hacía falta darle tan fuerte. Lo que has hecho no era un ataque del har-kar, aunque reconozco que es eficaz. Id a sentaros. ¿Qué kal de primer año quiere pelear contra Sotkins? —preguntó.

—¡Yo! —exclamaron Ozwil y Revis, levantándose de un bote. Yo había estado a punto de decir lo mismo, pero aún estaba medio despierta y no reaccioné.

—Ambos —dijo el maestro Dinyú, divertido—. Ozwil, serás el primero. Y luego, Sotkins, lucharás con Revis, ¿está bien?

—Sí, maestro Dinyú —replicó la belarca, avanzándose hacia el terreno con un paso seguro. En sus ojos brillaba un destello de burla petulante.

Ozwil y Sotkins se hicieron el saludo habitual para un duelo, inclinándose con las manos juntas, y luego se pusieron en posición. Aquel combate me dejó pasmada. Sotkins era una verdadera demonio. Iba a toda prisa y movía las manos y los pies a una velocidad abrumadora. Pero Ozwil también me sorprendió al durar tanto. Sotkins se defendía y Ozwil atacaba. Ozwil se llevó unas cuantas tortas pero siempre conseguía reponerse, hasta que Sotkins se puso a atacar de verdad. Entonces el duelo acabó en unos segundos. Ozwil, cansado ya de luchar, recibió una patada contra la rodilla y cayó al suelo, casi sorprendido.

—¡Un buen combate! —aprobó el maestro Dinyú, levantándose otra vez y ayudándole a Ozwil a levantarse—. Ozwil, deberías controlar más tus movimientos. Te cansas inútilmente. ¡Revis!

El caito se acercó, pero ya no parecía tan seguro de sí mismo como antes. Sotkins le metió una paliza. Luego, la vencedora peleó contra Galgarrios y este último consiguió cogerle una mano para inmovilizarla pero no había contado con los pies y recibió una patada de la belarca en la barbilla, dejándole una mueca sombría y decepcionada que me hizo mucha gracia. La verdad era que Sotkins cada vez me impresionaba más.

—¿Alguno más quiere luchar contra mí? —preguntó Sotkins, jactanciosamente.

Tan sólo quedábamos Laya y yo. Y Laya no parecía estar muy dispuesta a luchar con Sotkins. Así que…

—Allá voy —solté, levantándome.

La belarca enarcó una ceja y me reconoció sin dificultad: era la única ternian de Ató, la que había desaparecido por un monolito, la ternian cuyo tío era el Sangre Negra, ¿cómo no podía haber oído hablar de mí?, me dije, sonriendo, sarcástica.

—Pues adelante —replicó ella con una sonrisilla.

—Recuerda mantener la mente despejada —me dijo el maestro Dinyú—, y centrarte en tu jaipú.

Asentí y entré en el terreno, aprensiva. No me apetecía recibir las mismas tortas que los demás. Había visto lo rápida que era Sotkins. Pero yo también era rápida, y más delgada. Sabía luchar peor, eso sí. Así que sería prudente, decidí.

Junté las manos y me incliné al mismo tiempo que ella, sin dejar de mirarla fijamente. No quise atacar la primera y Sotkins esperaba a que lo hiciera pero cuando se dio cuenta de que mis intentos eran tan sólo tanteos, se impacientó y atacó como una furia.

Movía los brazos a toda prisa, y me pegó en el hombro y luego en el costado antes de que yo consiguiese por fin hacerle una zancadilla que ella evitó de milagro pegando un salto para atrás. No le dejé respirar y esta vez ataqué yo. Las enseñanzas del maestro Dinyú eran demasiado frescas para que pudiera utilizarlas instintivamente y peleaba como me lo había enseñado el maestro Áynorin. Daba vueltas, paraba los ataques con el brazo, y en un momento casi conseguí cogerle la mano y pisarle el pie a la vez, pero ella reaccionó más rápido, pegó un salto e impulsó sus dos pies contra mi tórax de modo que solté la mano y di un bote para atrás para evitar el golpe. Lo conseguí a medias y me quedé con la respiración entrecortada, aturdida.

—Demonios —resoplé—. Me rindo.

Sotkins soltó una carcajada y apartó unas mechas negras de su pequeño rostro.

—He ganado otra vez —declaró.

—Buen combate —dijo el maestro Dinyú—. Me alegro de que estéis tan entusiasmados. Laya, ¿quieres luchar contra Sotkins o prefieres elegir otra persona?

Laya carraspeó, molesta.

—Creo que lucharé con Shaedra.

Se levantó, con la mirada clavada sobre mí y cuando le sonreí se turbó un poco, como insegura. Gané fácilmente, a pesar de estar medio dormida por la falta de sueño. El problema era que a Laya le faltaba rapidez.

Después de los duelos, el maestro Dinyú se dedicó a enseñarnos intensivamente las posiciones de ataque y de defensa del har-kar. Al final, volvimos todos juntos a Ató, y el maestro Dinyú nos condujo a unos bancos y nos soltó toda una lista de libros que podíamos leer sobre el control mental, el har-kar y el jaipú. Algunos ya los conocíamos, y me alegré de haber leído unos cuantos que se suponía que no debería haber estudiado en mis años de snorí, porque empezaba a sentirme abrumada por todas las cosas que tenía que hacer en un solo día.

Cuando el grupo ya se estaba dispersando, Aryes se acercó a mí.

—¿Qué tal lo llevas? —me preguntó, como inquieto.

La pregunta me sorprendió.

—¿Qué tal lo llevo el qué? —repliqué.

—Pues… —Sacudió la cabeza suspirando—. Déjalo. ¿Esta tarde tienes que ir a ver a Kwayat?

Gruñí.

—Como todos los días. Aryes, ¿te ha pasado alguna vez sentir que ya no tienes ni un momento para ti?

Aryes frunció el ceño.

—Tal vez.

—Pues así me siento desde hace unos días. No he tenido tiempo ni para ir a ver a Aleria y a Akín, ni a Deria ni a nadie. Syu dice que debería dormir como los gawalts porque por lo visto no puedo dormir de un trecho durante más de cinco horas porque no tengo tiempo. Pero el problema, en sí, no son ni las lecciones del maestro Dinyú, ni las de Kwayat. Sino el conjunto de eso más lo de Lénisu…

Aryes levantó una mano tranquilizadora y callé, agitada.

—Al parecer necesitas tomarte unas buenas vacaciones —soltó.

—O bien aceptar lo que pasa sin pensar —le interrumpí—. Syu dice que pienso demasiado.

—Shaedra —me interrumpió Aryes, carraspeando—. Tranquila. Todo se arreglará. Dol lo va a arreglar todo —corrigió—. Y estoy seguro de que no tienes nada de qué preocuparte, aunque entiendo que te preocupes —añadió—. Por cierto, he oído que ha vuelto el hijo de Kirlens, ¿es cierto?

—¡Ah! —exclamé—, sí, me olvidaba de eso. ¿Ves? Ya no razono bien. Debería dormir, pero tengo que ir a comer y luego ir a ver a Kwayat y luego leer un montón de libros y… —Gemí y Aryes puso los ojos en blanco.

—Venga, recapacita. Supongo que te habrás alegrado de volver a ver al hijo de Kirlens, ¿verdad? No todas las noticias son malas noticias.

—No —concedí—. Pero resulta que con todo esto he hablado más con Wundail y Djaira que con Kahisso. Aunque ayer cenamos todos juntos, y les conté lo de Lénisu.

—Pero… ¿los raendays conocían ya a Lénisu? —soltó Aryes, sorprendido.

—No, qué va. Pero Lénisu los conoce, o al menos los vio una vez, hace… seis años, justo antes de cruzar el monolito que lo llevó a los Subterráneos. ¡Demonios! —gruñí—. Parece que han pasado siglos desde que Lénisu vino a Ató, la primera vez —suspiré—. Cuando se enteró ayer Kahisso del asunto y expliqué la situación, dijo que quizá Lénisu fuera un contrabandista, porque le sonaba haber oído ese nombre en algún sitio, pero que dudaba mucho de que fuera un criminal.

—Ese Kahisso tiene buen olfato —aprobó Aryes.

Lo fulminé con la mirada.

—¿Qué? —protestó, sorprendido.

—Que Lénisu tampoco puede ser culpado de contrabando porque si no lo encarcelan ya para rato o lo envían a la Insarida, quién sabe. Hay que salvarlo de todo este lío.

—Por supuesto. Pero por el momento hemos prometido a Dol que no haríamos nada.

Asentí, cansada, y sentí de pronto un flujo de energía recorrerme las venas. La Sreda, entendí, horrorizada.

Me detuve en medio de la plaza y miré a Aryes con aire más que alarmada.

—¿Qué sucede? —preguntó él enseguida, advirtiendo mi expresión de horror.

—Me estoy… transformando —mascullé entre dientes, sin apenas atreverme a abrir la boca.

Intentaba detener el flujo de energía, pero aún no se me daba bien controlar la Sreda pese a que Kwayat me hubiera repetido la teoría decenas de veces, y controlar la Sreda cuando una estaba totalmente exhausta parecía ser más difícil todavía, a menos que no supiese concentrarme por alguna otra razón, pero el caso es que me estaba transformando, y en medio de la plaza de Ató. Kwayat me iba a freír viva.

Aryes me cogió de la mano.

—Tápate la cara —siseó.

Me subí el cuello de la túnica hasta los ojos, cubrí mis manos con las mangas y seguí a Aryes sin rechistar. Me condujo a la Neria, que era el lugar más cercano y donde menos gente podía haber, se suponía. Nos paramos junto a un arbusto y me escondí, con los ojos dilatados por el miedo.

—Por Ruyalé —resoplé—. ¿Por qué?

—Estás cansada —me explicó Aryes, sentándose a mi lado—. Deberías decirle a Kwayat que te deje más tiempo para dormir.

Negué con la cabeza.

—No es culpa suya. Esta noche habría dormido bien si no hubiera sido por la Historia del har-kar y por Drakvian.

—¿Drakvian? ¿Ha vuelto?

—Ajá. Pero ahora se ha marchado a proteger a Lénisu, tal y como yo le he pedido o más bien tal como me lo ha propuesto.

Y entonces le conté en voz baja mi conversación con la vampira y el trato que había hecho con ella. Aryes puso cara pensativa mientras le hablaba.

—Vaya —dijo al cabo—. Eso es una buena noticia.

Vacilé y asentí. Y entonces me agité, nerviosa.

—¿Sigo transformada, no? —pregunté, aturdida, con los ojos cerrados, rogando por que no lo estuviera.

—¿Cómo podrías no saberlo? —replicó Aryes, con evidente extrañeza.

Sentía el flujo de Sreda, sí, pero esa misma mañana lo había sentido ya varias veces sin estar transformada.

—A veces no es tan fácil —expliqué, abriendo los ojos y viendo que efectivamente mis manos todavía estaban cubiertas de marcas y que mi vista seguía extraña. Suspiré—. Creo que hoy voy a pasarme de comida.

Aryes negó firmemente con la cabeza.

—Voy a traerte algo para comer. Tú quédate aquí y que no te vea nadie.

Lo miré, boquiabierta, y luego me puse a bostezar.

—Gracias, Aryes.

Él sonrió, divertido.

—De nada. Enseguida vuelvo.

Desapareció entre el follaje y me quedé sola y hambrienta pero inmóvil como una piedra. Prefería no pensar en qué pasaría si alguien me viera en aquel momento, pero aun así lo hice, y me representé la escena muy claramente, yo delante del cadalso y rodeada de guardias aterrados por mi aspecto y Kwayat mirándome con una cara impertérrita. Cerré los ojos e inspiré hondo. No, tenía que volver a recuperar mi forma saijit, decidí. No podía estar dando rienda suelta a mi imaginación y deleitarme con oscuros pensamientos.

De pronto oí un ruido de hojas y me quedé lívida de miedo. ¿Sería Aryes que estaba de vuelta? Intenté serenarme, pero entonces algo me cayó encima y, tontamente, solté un grito.

“¡Que no grites, que soy yo!”, soltó Syu, riéndose a carcajadas de mono.

Estaba tan tensa que rompí a reír como una histérica y cuando volvió Aryes con un bocadillo de pasta de arroz con queso, ya había recuperado mi forma normal y estaba mucho más tranquila.

Aryes, Syu y yo comimos en la Neria y luego me despedí de Aryes y me encaminé hacia la taberna. Pasé tan sólo a asegurarles que no me había raptado nadie ni se me había aparecido un monolito, pero los pensamientos de Kirlens de todas maneras parecían estar bastante focalizados en Kahisso y no parecía ya tan pendiente de si me iba o no, así que tan sólo eché una partida de cartas con Kahisso, Wundail y Djaira y luego me fui a mi lección diaria con Kwayat. Cuando me preguntó Kahisso qué clase de lecciones me daba este último, le sonreí, dudando en si contestarle o no, y al cabo me contenté con decirle:

—Me enseña a controlar mi mente, un poco como el maestro Dinyú —reflexioné en voz alta—. Está convencido de que conseguiré aprender lo que me enseña —añadí con una ancha sonrisa.

—Pues entonces trata de no decepcionarlo —me contestó Kahisso alegremente. Pero un destello en sus ojos me hizo entender que sospechaba que Kwayat no era ningún maestro corriente. Claro que sus suposiciones no podían ni remotamente estar cerca de la verdad.