Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego

18 La casa encantada

Salimos muy temprano, cuando aún el sol apenas asomaba sus primeros rayos. El dueño nos agradeció la ayuda e intentó recompensarnos con dinero, pero Lénisu se negó a aceptarlo, adoptando un tono modesto y amable.

Lo miré con tanto asombro que mi tío me dirigió una sonrisa, diciéndome con aire experto:

—Una cosa es recoger dinero perdido y otra es aceptar dinero de un pobre hombre que se ha quedado sin techo. Es una de las lecciones de base.

—No lo olvidaré —repliqué, sonriendo, burlona.

Dos horas después ya estábamos de camino hacia el oeste, andando bajo un sol cada vez más agobiante. Trikos llevaba buena parte de nuestro equipaje, pero como no pudimos recuperar suficientes tablas nuestras, abandonamos la reconstrucción del carromato y le dejamos al posadero al cuidado de las cuatro ruedas del carruaje, muy a pesar de Lénisu. Dol recuperó la cuerda y la examinó para ver si seguía siendo tan resistente. Su dictamen pareció ser positivo porque se enrolló minuciosamente la cuerda al cuello para transportarla.

A media mañana, el sol desapareció bajo nuevas tormentas. Pasó una, dejándonos empapados y con el temor de haber podido ser carbonizados por algún rayo. La segunda, llegó en un momento en que acabábamos de ponernos otra vez en marcha después de una breve pausa para comer. Empezó a llover, pero los truenos aún estaban lejos.

—Nos va a caer un rayo —dije, atemorizada.

—No digas tonterías —se exasperó Dol, inseguro.

Al de unos minutos, volví a repetir lo mismo y Dolgy Vranc y Aryes me fulminaron con la mirada. Deria se cogió a mi brazo, chorreando.

—Shaedra, ¿por qué estás tan segura?

Suspiré.

—¿Qué objeto es más alto que nosotros en este país tan plano?

Deria paseó su mirada por la interminable llanura, frunció el ceño y luego su cara se iluminó.

—¡Yo soy la más pequeña de todos! A veces tiene ventajas.

—No me cabe duda —repliqué, divertida.

La tormenta no pasó exactamente encima de nosotros así que nos libramos de los rayos, pero a la tercera va la vencida. La tormenta de la tarde nos llegó de pleno.

Afortunadamente, vimos un edificio a lo lejos, y nos salimos del camino para llegar hasta él antes de que nos cayese un rayo. Fue muy justo, pero llegamos.

La casa era pequeña, como una choza, pero estaba hecha de piedra. No había ventanas. La puerta, de madera, estaba medio rota y abierta y sin discutirlo, nos metimos todos dentro, Trikos incluido. Nada más entrar, sentí una curiosa sensación, como un cosquilleo extraño que, sin duda, se debía a un desequilibrio energético. Se parecía al aire de la academia de Dathrun, pero era diferente, más homogéneo y al mismo tiempo más salvaje. No sabía cómo explicármelo a mí misma, de modo que no dije nada sobre el tema, pero estaba convencida de que los demás habían notado lo mismo.

El suelo estaba hecho de tierra batida y el interior estaba lleno de trastos sin valor. Había unas cuantas tablas de madera, trozos de porcelana rotos, un vaso que parecía estar bien pese a tener el cristal totalmente opaco… y, tendido en un colchón de bambú, vimos un esqueleto de saijit, boca arriba y en posición de reposo que parecía estar ahí desde hacía años.

Nos quedamos mirándolo un momento, asustados. Entonces Trikos relinchó y Lénisu se movió, acercándose al esqueleto. Lo examinó de lejos, sacó la espada y le dio unos toquecitos en el cráneo. Empezaba a preguntarme seriamente qué demonios estaba haciendo cuando declaró:

—Está muerto.

Solté una carcajada.

—¿Nooo? ¿Cómo lo sabes? —repliqué, sarcástica.

Lénisu envainó la espada.

—Por si no lo sabes, los muertos vivientes existen.

Me quedé sin habla, y contemplé más de cerca el esqueleto.

—¿Se parecen a eso? —dije.

—¿Los esqueletos muertos vivientes? Sí.

—Así que… ¿así que los has visto alguna vez? —pregunté, aprensiva, imaginándome a Lénisu haciendo frente a unos esqueletos que se movían.

—Eso es lo que tiene haberse pasado varios años en los Subterráneos —contestó mi tío con naturalidad—. Al final, siempre te topas con alguno.

Deria tenía una expresión de clara admiración. Aryes evitaba mirar el esqueleto y Syu y yo seguimos su ejemplo con mucho gusto. Estaba claro que si el esqueleto hubiera tenido aún sangre sobre él, aunque seca y aunque no fuera suya, Lénisu habría sido el primero en salir de ahí corriendo, si no se desmayaba del choc.

Dolgy Vranc y Lénisu trataron de tapar mejor la puerta para que no entraran las corrientes de aire ni el agua, y cuando acabaron, apenas entraba luz. Trikos ocupaba buena parte de la choza y nosotros apenas cabíamos. Me senté contra el muro opuesto a la puerta, e intenté apartar los trastos del suelo para despejar sitio.

Permanecimos así durante quizá una hora, oyendo los truenos y divisando de cuando en cuando una luz fulgurante entre los intersticios de la puerta.

—Es macabro —se quejó Deria, echando un vistazo al esqueleto.

—Al menos nos estamos salvando de la tormenta —la consoló Dolgy Vranc.

Me moví ligeramente para recostarme un poco contra el muro y oí de pronto todo un concierto de música discordante y horrible. Me sobresalté y me alejé del muro.

—¿Qué te pasa, sobrina? —preguntó Lénisu, bostezando.

—¿A mí? Nada —repliqué, frunciendo el ceño.

Aryes me miró con cara interrogante pero yo negué con la cabeza discretamente, significándole que no tenía nada que ver con Zaix, y volví a recostarme. Enseguida volví a oír la música horrible que parecía mezclar el ruido del trueno con un ruido de cazuelas, de cigarras y de silbidos chirriantes. Esta vez, me fijé en qué momento empezaba a oírlo, convencida de que había algún objeto armónico en la choza. A menos que fuera una casa encantada. Con una mano, toqué un trapo sucio y polvoriento. Instantáneamente resonó el estruendo en mi cabeza y me apresuré a alejarme del trapo. Entonces, Deria soltó un grito agudo y nos sobresaltamos todos.

—¡Deria! ¿Qué ocurre? —preguntó Dolgy Vranc, acercándose a ella, alertado.

La drayta parecía más que aturdida y señalaba con un dedo tembloroso un objeto medio escondido en la tierra. El semi-orco, con cautela, desterró el objeto sin tocarlo aún. Era una barrita que relucía como el metal.

—He sentido como un pellizco por todo el cuerpo —dijo Deria, recobrando el habla—. No, en realidad… me siento… —carraspeó y se sonrojó— como si me hubieran dado masajes durante una hora entera.

Lénisu enarcó una ceja.

—¿De veras? Un objeto mágico.

—Una mágara —afirmó Aryes.

—Este sitio está lleno de mágaras —intervine, sacando el bastón que había descubierto debajo del trapo—. Este bastón emite sonidos armónicos. —Como me miraban con cara sorprendida, añadí—: ¿Qué pasa?

—Estás chillando —me explicó Lénisu.

—Oh, lo siento —dije, posando el bastón—. Es este bastón. Su música es horrible.

Me dio entonces la sensación de que el bastón se movía ligeramente, como ofendido, y sin prestar atención a lo que decían los demás, tendí un dedo y volví a tocar el bastón.

Esta vez, noté cómo la música se había disipado hasta reducirse a un leve murmullo disonante. En su lugar, me contestó una voz acelerada y jactanciosa:

“¿Así que mi música es horrible, eh? Me gustaría ver cómo es la tuya. Seguramente, folclórica, ¿eh? Yo valgo más que eso, yo soy un gran compositor, de hecho, soy el mejor.”

Y me invadió casi enseguida su música totalmente inarmónica y tétrica. Aparté la mano con precipitación, y me interesé por lo que habían encontrado los demás. Dolgy Vranc había tocado la pequeña barra de metal y ahora parecía estar medio dormido, al igual que Deria, y ambos tenían una leve sonrisa en los labios. Trikos estaba inhabitualmente agitado y Lénisu trataba de tranquilizarlo, en vano.

—¡Ayúdame, Shaedra! —me dijo—. Estos dos están alelados, y Aryes no puede bajar.

Miré hacia arriba y vi a Aryes pegado al techo, agitando los brazos sin conseguir despegarse de ahí. Se me ocurrió una idea. Cogí el bastón con las dos manos, intentando abstraerme de las ondas de sonido que me invadieron, lo planté en la tierra junto a la barra metálica, le di un empujón a ésta y se la tiré a Trikos.

El efecto fue casi inmediato. El candiano se tranquilizó y dejó de relinchar, y hasta babeó un poco antes de sumirse en un sueño agradable.

—Buena jugada —me felicitó Lénisu, dejándose caer al suelo, junto al caballo, resoplando—. ¿Y ahora qué hacemos con estos tres?

Me percaté entonces de que el bastón ya no metía ruido, o apenas. Entendí, con un poco de retraso, que la barra metálica también le había afectado a él y ahora la música que emitía era un dulce son de flauta travesera. Sonreí, aliviada, y eché un vistazo hacia arriba, justo en el momento en que Aryes se desplomaba sobre el semi-orco.

Dolgy Vranc gruñó y abrió los ojos del todo.

—Mmpf. ¿Qué haces cayéndote sobre mí, muchacho?

—Uy, perdón —carraspeó Aryes, levantándose de un bote y rascándose el cuello con aire abochornado.

—Bien —dijo Lénisu—. Hasta que haya pasado la tormenta, no os mováis de vuestros sitios, ¿de acuerdo? No sabemos todas las trampas que puede haber por aquí.

Todos asentimos y nos quedamos donde estábamos, esperando alguna nueva catástrofe, pero no vino. Permanecimos así, en tensión, hasta que Dolgy Vranc rompió el silencio:

—Escuchad.

—¿El qué? —replicó Lénisu vivazmente.

—El silencio. Algo me dice que la tormenta ya ha pasado.

Lénisu ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa, levantándose de un bote.

—Tienes razón. Salgamos de aquí cuanto antes.

Empujó la puerta con fuerza y la abrió, dejando entrar un río de luz que vino a iluminar el interior de la choza. Salimos todos precipitadamente, sacando a Trikos como pudimos, pues estaba como sonámbulo. Cuando atravesé la puerta, sentí como si me golpease alguien con un gran puñetazo que me levantó a un metro de altura por lo menos. Me desplomé en el suelo pesadamente, sin haber tenido tiempo para controlar la caída.

Me puse de rodillas, tratando de recobrar mi equilibrio, y vi que la casa había desaparecido, pero eso no era lo peor. También habían desaparecido los demás. Para compensar un poco, hacía un sol radiante. Sentí una enorme presión aferrada a mi cuello y tardé unos segundos en darme cuenta de que el único responsable era Syu.

—¡Syu! —traté de decir, pero tan sólo me salió un sonido sofocado.

“¡Syu, por el amor de Hórojis!” El mono aligeró la presión y yo lo aparté de una mano, tomando una profunda inspiración.

—¡Acabarás matándome! —le gruñí, masajeándome el cuello.

Syu emitió un ruido de disculpa y me miró con ojos inocentes, pero rápidamente recobró su dignidad.

“A mí sí que acabarás matándome”, replicó. “Pensé que el corazón se me iba a detener para siempre.”

“Anda, anda”, le dije, invitándolo a instalarse sobre mi hombro. “Averigüemos qué ha pasado. Los demás no deben de estar lejos, todavía seguimos en las Llanuras de Drenau.”

Syu miró hacia su alrededor y resopló.

“Sí. Por desgracia todo sigue siendo plano”, asintió. Se giró hacia mí con el ceño fruncido. “¿Qué es ese ruido?”

Presté atención a lo que nos rodeaba. Efectivamente, se oía una brisa dulce, las hierbas que se rozaban entre sí, y un silbido alegre parecido al de los pastores de Ató que iban llevando sus ovejas por los montes. Busqué la fuente del sonido, pero no vi un alma a kilómetros a la redonda. Un pequeño montículo, a lo lejos, me impedía ver más allá. ¿Sería el final de las llanuras?, me dije, escudriñando la ligera elevación de terreno.

Entonces me fijé en que seguía llevando el bastón.

“¡No me abandones!”, me suplicó.

Syu dio un respingo de terror y se alejó del bastón, nervioso.

“Y ponme derecho, diantres, no soy ningún trapecista”, se quejó.

Me fijé entonces en que llevaba el bastón al revés y le di la vuelta, sonrojándome un poco.

“Gracias”, me dijo. “¡Ah! Hacía tiempo que no me sentía tan bien.”

“¿Qué eres?”, le pregunté, intentando hacer caso omiso de lo raro que me parecía hablar con un bastón.

“¿Mi nombre?”, replicó. “No todo el mundo está habilitado para reclamarlo”, dijo, orgullosamente. “Pero te puedo decir que siempre he sido de gran ayuda a las personas que he acompañado en mi vida.”

Recordé la imagen del esqueleto tendido en su choza y estuve a punto de tirar el bastón, pero la curiosidad me lo impidió.

“¿Quién era el muerto que estaba en la choza?”, pregunté.

“¿Heilder? Sí, te refieres a Heilder, seguramente. Mi viejo amigo. Me pasé cuarenta años protegiéndolo y componiendo para él. A cambio, él me rascaba debajo de los pétalos de cuando en cuando… me hacía más tratable, según él”, añadió, elocuente.

Enarcando una ceja, examiné la parte de arriba del bastón, en forma de flor abierta. Los pétalos eran de varios colores, aunque los matices se habían ido borrando con los años, y su forma parecía sensible y frágil. Carraspeé.

“¿Qué le pasó a Heilder?”

El bastón emitió una música triste y melancólica cuando dijo:

“Murió.”

No necesitó más para transmitirme toda la tristeza de su corazón.

“Lo siento mucho”, solté, sin pensarlo.

Oí un ruido sonoro de alguien que se sonaba la nariz.

“Gracias, querida. ¿Puedo saber cómo se llama mi salvadora?”

“Yo… Me llamo Shaedra. Realmente… nunca pensé que un bastón pudiese hablar”, dije.

Una música discordante y fea me invadió, seguida de una música dulce con flauta y luego de un verdadero concierto con trombones, piano y violín.

“No soy ningún bastón ordinario”, bramó él entonces, dignamente, en medio del concierto.

Escuché la música hasta el final, maravillada, y luego sacudí la cabeza.

“No, desde luego, eres un compositor, ¿verdad? Pero… ¿por qué te encerraron aquí?”

El bastón emitió una risa de bruja.

“No me encerraron aquí. Me encerré yo mismo. Durante años, busqué el bastón más hermoso que pudiera existir. Y cuando lo encontré, me fundí en él.”

Me quedé boquiabierta.

“¿Te fundiste en él? Pero…”

Una breve secuencia de notas de piano me interrumpió.

“Y se ocupó de mí mi hermano. Y luego muchos más llegaron y murieron, y yo seguí componiendo música, porque yo tengo una imaginación a toda prueba”, dijo altivamente. “Sobre todo cuando me rascan debajo del pétalo azulado.”

Syu se había vuelto a acercar y, ahora, sentado sobre mi hombro, seguía la conversación con curiosidad.

“Ya veo”, dije. Y tendí la mano hacia el pétalo azulado. Cuando empecé a rascarlo con la punta de mi garra, empezó a soltar unos efluvios de resina fresca y limón cortado, acompañados por una avalancha de notas inconexas que poco a poco fueron creando una melodía.

Dejé de rascarlo y constaté que la madera no tenía ningún rasguño, pese a lo afilada que estaba mi garra. Más que un bastón hermoso, era un bastón resistente, pensé.

Percibí un chillido agudo y alcé los ojos hacia el cielo, creyendo que había oído el graznido de un ave. Sin embargo, el cielo estaba azul y vacío. Oí la risita del bastón y suspiré, convencida de que había querido burlarse de mí.

“¿Dónde crees que estarán los demás?”, le pregunté a Syu.

El mono gawalt se encogió de hombros e iba a contestar pero el bastón se le adelantó:

“¿El pétalo rojo, quizá?”

Con un suspiro, le rasqué debajo del pétalo rojo.

“¿Ya estás mejor?”, pregunté.

El bastón, contra toda espera, se dobló ligeramente, como para asentir a mi pregunta.

“¿Me llevarás hasta donde vayas, verdad?”, me dijo.

“Yo…”

“Soy un protector perfecto. Allá donde te acompañe, te protegeré, si tú me prometes tres cosas.”

Intercambié una mirada de asombro con Syu.

“Yo no haría tratos con gente saijit sin pinta de saijit”, opinó el mono. “Aunque su música puede ser bonita.”

“¿Cuál es tu nombre?”, le preguntó el bastón al mono.

“Me llaman Syu”, contestó él.

“Tienes buen gusto, Syu.”

El mono se sintió claramente halagado.

“Eje… Gracias. Bueno, finalmente, quizá no sea tan malo pactar con un músico.”

Puse los ojos en blanco y asentí.

“Está bien. ¿Cuáles son esas tres cosas que tengo que prometer?”

El bastón empezó a emitir una melodía animada de tambores.

“Primero, debes prometerme que nunca divulgarás las músicas que yo hago o todas las historias que te cuento, sin mi consentimiento. Algunas podrían causar problemas.”

“Prometido”, repliqué con tranquilidad.

“Segundo, yo te prometo que te protegeré de tus enemigos y tú debes prometerme que me protegerás de mis enemigos. No nos abandonaremos ni nos mentiremos. Eso es la protección mutua. Y a cambio, también nos prometemos mutuamente mejorar la vida del otro.”

“¿Eso incluye lo de rascar los pétalos?”, pregunté, divertida.

“Sí”, dijo él, seriamente, haciendo una ligera pausa con sus tambores.

“Estupendo, entonces, prometo todo eso”, pronuncié, solemnemente.

“Yo también lo prometo”, declaró él, animadamente. “Y, tercero, prométeme que cuando te pida ir a algún sitio para recoger un nuevo sonido, lo harás.”

Me quedé boquiabierta y fruncí el ceño.

“¿Cómo puedo comprometerme a hacer eso? ¿Y si me pides que me acerque a un volcán de lava porque quieres recoger el sonido de la lava explotando contra tu madera?”, argumenté.

El bastón emitió un sonido de burla.

“¡Creo que ya conozco todos los sonidos de la lava, no será necesario!”

Solté un inmenso suspiro.

“Syu, creo que la persona que entró en el bastón no estaba del todo cuerda”, dije, dirigiéndome al mono.

“Tienes razón”, asintió Syu, probablemente imaginándose rodeado de lava por culpa de un bastón temerario.

“A menos que haya perdido la razón al quedarse tantos años encerrado en un trozo de madera”, reflexioné.

“Ey”, protestó el bastón. “¿A qué viene ese insulto?”

Agrandé los ojos, sorprendida.

“¿Puedes oírnos?”, exclamé.

“Pues claro que puedo. No estoy sordo”, gruñó.

Era la primera vez que le hablaba al mono y me oía otra persona —u otro objeto, en este caso—, y me sentía como si el espacio íntimo que habíamos forjado el mono y yo había dejado de pronto una brecha para permitir el paso a un intruso. Y de pronto no estuve ya tan segura de querer guardar un bastón que hablaba, aunque fuese capaz de componer todo tipo de música.

“Lo siento, pero no puedo prometerte que iré adonde tú me digas”, le dije, categórica.

El bastón interrumpió toda la música y un profundo silencio se apoderó de nosotros. Preocupada por lo que iba a decir, me di cuenta también de que estaba empezando a sudar bajo los rayos cálidos del sol.

Y no tenía ni agua, ni comida, ni nada de nada aparte de la ropa que llevaba puesta y estaba sola acompañada de un mono y un bastón. Todo eso enseguida me hizo pensar en Shakel Borris y sus aventuras.

“Sólo faltan unos enemigos contra los que luchar”, le dije a Syu. “Y entonces podré decir “Soy la aventurera Shaedra Úcrinalm Háreldin, ¿qué bandidos hay que neutralizar hoy, señor vizconde?” ¡Sería el colmo!”, añadí, riendo.

Una nota de guitarra llamó mi atención y me giré hacia el bastón. Noté una vibración de energías brotar de la parte de arriba del bastón y de pronto me vi cercada de tres lobos furientos con ojos amarillos y hambrientos que me contemplaban como depredadores sanguinarios.

Sin pensarlo, puse el bastón entre ellos y yo, invadida por un terror irracional. ¡Parecían tan reales! Pero estaba casi convencida de que los lobos eran meras ilusiones… Sólo tenía que entender la manera con que el bastón había tejido las ilusiones…

Un lobo se abalanzó sobre mí y, cuando fui a darle al lobo, sentí que el bastón aceleraba mi impulso, entusiasmado. Tras el golpe, el lobo emitió un sonido quejumbroso bastante convincente antes de darse la vuelta, deshaciéndose en aire.

“¡Toma!”, exclamó el bastón.

“¿Qué demonios…?”, solté, resoplando.

Los dos lobos que quedaban desaparecieron cuando les di a cada uno en la frente, en medio de un concierto de música de guerra.

“¡Yujú!”, dijo el ufano bastón.

Syu y yo lo fulminamos con la mirada.

“¿Qué se supone que acabas de hacer?”, exclamé.

“Te acabo de demostrar que soy un protector perfecto”, replicó él con desparpajo.

“¿Contra ilusiones? Gracias pero ya sé protegerme de ilusiones, bastón.”

“De acuerdo. Si es así, déjame en el camino. Ya vendrá alguien más listo que sabrá apreciar el verdadero don que se le hace.”

Su tono era desafiante y su música socarrona. Solté un inmenso suspiro.

“Muy bien. Si me ayudas a encontrar a los demás, me quedo contigo”, le propuse.

El bastón soltó un canto de coro religioso.

“Mi nombre es Frundis”, declaró, solemnemente. “Y estaré encantado de ayudarte aunque hayas sido tan lenta de entendederas.”

Gruñí y Syu mostró sus dientes.

“Lo siento”, se apresuró a decir Frundis.

“¿Por dónde?”, le pregunté.

“Oye, tranquilos, ¿vale? Este sitio lo conozco muy bien, pero hace dos años que no veo más que el trapo sucio que me cubría así que, por favor, paciencia.”

Permanecimos un rato, de pie, entre la hierba y bajo el sol, en silencio. Hasta la música del bastón se había amainado hasta ser un mero murmullo repetitivo.

“Frundis”, dije, al cabo de un cuarto de hora.

“¿Mm?”

“¿Ya tienes alguna pista?”

Frundis no contestó pero unos minutos después se torció entre mis manos, como estirándose, y señaló hacia el suroeste.

Nos pusimos en camino enseguida, y como tenía prisa por encontrarme otra vez con los demás, me puse a correr, provocando extrañamente la hilaridad de Frundis.

“¡Cuánto tiempo sin correr, alma mía!”, soltó, cuando hubimos llegado al camino.

Con la respiración entrecortada, miré hacia el noreste y luego hacia el oeste, preguntándome por qué lado del camino tenía que torcer. No podía haber desaparecido muy lejos de la choza, ¿verdad? Lo que había atravesado no era un portal de teletransportación, de eso estaba segura, había pasado a través de un desviador. El maestro Yinur nos había hecho probar uno, una vez, hacía años, y el desviador nos había desviado cinco metros más lejos. Y en el examen práctico, aquella primavera, Yori también había pasado por un desviador sin querer. Nunca había visto un desviador que desviase tanto como parecía haberlo hecho el de la casa encantada.

“Tengo calor”, dijo Syu, resoplando.

“Y yo también”, repliqué.

“Yo estoy muy bien”, se alegró Frundis.

“Ya, ya lo imagino”, dije, pasándome la mano por la frente sudorosa.

El mono bajó de mi hombro, exclamando súbitamente:

“Tengo una idea, ¡el barro nos refrescará!”

Cayó sobre el camino enlodazado y se rebozó en el barro y en los charcos formados por la tormenta. Lo contemplé, divertida, aunque cuando pretendió volver a subir a mi hombro, pegué un salto para atrás.

“¡Eh! Estás lleno de barro, Syu”, protesté.

El mono gawalt silbó ruidosamente pero se apartó de mí.

—Y ahora, busquemos a los demás —declaré con determinación.

Y nos fuimos para el oeste, andando durante dos horas, sedientos, hambrientos y sudorosos. Al menos Syu y yo. Frundis silbaba alegremente por el camino y creo que eso era lo que me animaba a continuar.