Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego

3 Prácticas

Solté un inmenso suspiro.

Sentada en el borde de la ventana de mi cuarto, rememoraba los días anteriores en busca de alguna razón por la que podía sentirme tan preocupada como en aquel instante. Como había coincidido con los días de exámenes, había tenido casi todas las tardes libres, de modo que había pasado mucho tiempo con Aryes, Deria, Dol y Lénisu. Habíamos visitado la ciudad en compañía de mis hermanos y habíamos observado una representación de la tropa en que Deria se había metido durante unos días. También había aprovechado para presentarles a Syu. Deria y Aryes habían estado encantados, Dol había hecho una mueca indefinible y Lénisu había gruñido diciendo que dudaba de que le pudiera llegar a caer bien un mono gawalt porque en alguna ocasión ya había tenido que sufrir las trampas traviesas de esos «monos descerebrados». Syu se había quedado a cuadros y yo había intentado serenarlo, pero a partir de ahí, el mono se había negado en rotundo a acompañarme cuando iba a ver a mi tío en Dathrun.

Todo parecía ser un cuadro tremendamente feliz. Tan sólo dos cosas me impedían apartar los pensamientos oscuros de mi mente. ¿Dónde estaban Aleria y Akín? ¿Acaso no habían sobrevivido? ¿Acaso ni siquiera habían atravesado el monolito? Con sólo pensar en los nadros rojos cercándolos con sus colas con púas y sus mandíbulas de fuego, me recorría un escalofrío de horror. Había otro asunto que me preocupaba, y éste, en teoría, no debería haber sido difícil de entender y arreglar, pero en la práctica las cosas habían resultado mucho más complicadas.

Se trataba de Lénisu. Lénisu y sus secretos. La mirada perdida, contemplaba cómo embestían las olas contra las rocas, encaramada junto a la ventana como un mono. Algo sabía Lénisu que no quería compartir conmigo y que me concernía directamente. Ignoraba cuál era el problema, pero al parecer había claramente un problema y Lénisu se comportaba como si no hubiese pasado nada. ¿Adónde había ido aquel día en que había abandonado a Deria? No cabía duda de que algo le había impedido volver, ¿pero qué?

De pronto la puerta se abrió y entraron Zoria y Zalén disputándose un papel.

—¡Déjalo! —gruñía la primera, estirando con más fuerza.

—¡Lo encontré primero! —se indignó la segunda.

Ambas se detuvieron en seco al verme en el cuarto, intercambiaron una mirada y Zoria, que se había quedado con el papel, lo agitó un poco con una sonrisa desenfadada.

—Er… hola, Shaedra, ¿qué haces aquí?

Por lo visto, no se esperaban a que hubiese alguien en el cuarto. Intrigada por la importancia que parecían dar a ese papel, las observé con detenimiento mientras Zoria guardaba minuciosamente la hoja en su saco bajo una ojeada rápida pero fulminante de Zalén.

—Estaba descansando —contesté—. ¿Qué tal os ha salido la práctica?

—Aún no hemos pasado —contestaron al mismo tiempo.

—Pasamos a las cuatro —dijo Zalén.

—Odio los exámenes —añadió Zoria, con una mueca—. ¿A qué hora pasas tú?

—A las dos, dentro de una hora.

—¿Y no estás estudiando?

—Vosotras tampoco —repliqué con una sonrisa divertida.

Las gemelas intercambiaron de nuevo una mirada y pusieron los ojos en blanco.

—Venga —dijo Zalén, acercándose a mí y cruzándose de brazos—. ¿A que te interesaría saber lo que estamos tramando?

Enarqué una ceja, sorprendida por el nuevo cariz que había tomado la conversación.

—De acuerdo, ¿qué andáis tramando? —pregunté, intentando aplacar la curiosidad en mi tono de voz.

Pero Zoria y Zalén no se dejaron engañar y sonrieron anchamente.

—Si te lo dijéramos, no nos creerías —dijo Zalén.

—Y si supiésemos que nos creerías, no te lo diríamos —añadió Zoria sentándose en una cama y apoyando la barbilla sobre su puño, divertida.

Las contemplé, desconcertada.

—Ah —acabé por decir—. No sé si acabo de entender lo que pretendéis, pero de todas formas, yo no os pido que me digáis nada. Después de todo, son vuestros líos, no los míos.

Zalén hizo una mueca.

—No son líos —protestó—. Es una epopeya.

—Una epopeya —repetí, rascándome el cuello, perpleja. ¿Qué diablos estarían haciendo Zoria y Zalén que tanto tiempo parecía quitarles? Me deslicé del borde de la ventana y recogí la túnica verde que había tirado sobre mi cama.

—Se trata de un lugar secreto que hemos descubierto —dijo de pronto Zalén con aire misterioso—. La academia es más grande de lo que parece.

Por lo visto, decirles que sus secretos no me interesaban les había incitado a contarme más. Me pasé la túnica por la cabeza y bajé los brazos, dedicándoles a ambas una gran sonrisa.

—Por supuesto —dije—. Eso ya lo sabía.

Zoria y Zalén intercambiaron una mirada rápida e incrédula.

—¿Cómo que lo sabías? —dijo Zoria, desconfiada—. ¿Qué sabes?

Hice una mueca divertida y contesté:

—Sé que existen pasadizos.

—¡Lo sabe! —exclamó Zalén, atónita, después de un breve silencio—. Pero… ¿hablaste con él?

—Naturalmente —contesté tranquilamente y como las veía tan alteradas, negué con la cabeza y me eché a reír—. ¿Pero de quién estáis hablando?

—¡Mentirosa! ¡Sabía que te estabas burlando de nosotras! —se lamentó Zalén mientras Zoria la fulminaba con la mirada.

—Bah… dejadlo ya —repliqué con una gran sonrisa—. Yo no voy a sonsacaros nada si no lo queréis. Será mejor que vaya ya para allá.

—¿Para dónde? —soltó Zoria, sobresaltándose.

Me admiré de lo nerviosas que estaban. ¿Acaso era esa persona misteriosa tan importante para ellas que les hiciese perder tantas horas de clase?

—Pues para el examen práctico —expliqué con paciencia.

—Oh, claro…

—¡Buena suerte, Escama Verde Embustera! —gruñó Zalén.

Recuperaron la sonrisa al verme salir del cuarto con dos piruetas teatrales.

La sala de examen estaba en otro edificio y tuve que andar durante veinte minutos para llegar al aula. Al cabo de casi dos meses de deambular por la academia, había acabado conociendo el lugar lo suficiente como para no perderme constantemente, pero aun así aquel día había preferido llegar con tiempo a llegar tarde.

Delante del aula, ya había varias personas que esperaban, sentadas o de pie, y entre ellas estaba Jirio, con el rostro pálido y los ojos desorbitados, manoseando una hoja que tenía entre las manos con gestos nerviosos.

Reprimí una sonrisa y me acerqué a él, saludándolo. Hizo un gesto con la cabeza y tragó saliva con dificultad. Lo observé atentamente. Estos últimos días casi no había hablado con él e ignoraba cómo lo llevaba todo.

—¿Estás bien? Tienes mal aspecto.

—Oh, no, estoy perfectamente —contestó con naturalidad.

Enarqué una ceja y callé. Jirio pensaba que aquellos exámenes serían los últimos de su vida. ¿Por qué entonces estaba tan estresado? Podía volver con su hermano Warith y no le faltaría un sitio donde comer y dormir. Aunque Jirio describiese a su hermano como un espíritu perturbado, Warith no podía dejar tirado a su hermano. Sólo por la honra, no podía hacerlo.

A decir verdad, yo tampoco sabía si era necesario que fuese a esos exámenes. Después de todo, ahora que habían vuelto Lénisu y los demás, el único pensamiento que tenía era salir en busca de Aleria y Akín. Pero ni Lénisu ni Murri parecían tomar una decisión. Mis hermanos acababan de conocer a mis amigos y a nuestro tío, y entendía que era difícil para ellos asimilar tantas novedades en tan poco tiempo. Ellos tenían su hogar en Dathrun. Tenían amigos. Y Murri tenía a Kéysazrin. ¿Cómo podía pedirles que se fuesen de ahí? No era factible, decidí.

Pensar que mis hermanos ya tenían una vida aparte y que yo tenía la mía me hacía entender que irremediablemente un día tendríamos que separarnos. Yo no podía abandonar a Aleria y a Akín sin saber lo que había sido de ellos. Estos pensamientos creaban tal caos en mi mente que solía al de un rato despacharlos y dejar las preguntas sin resolver. De todas maneras, me decía: no había solución.

—Estoy algo nervioso —confesó de pronto Jirio.

Solté una risita.

—Yo también. Bueno, tú procura no quemarlo todo.

—Lo intentaré. Aunque no prometo nada. Por si acaso, manténte lejos de mí, ¿eh?

—Recuerda utilizar el jaipú —le murmuré para que no nos oyesen los demás.

Jirio carraspeó y me miró con cara dubitativa.

—Dudo que me ayude en algo. Quizá a ti sí, pero yo… Aún soy muy novato en esto.

Me encogí de hombros, sin contestar. Ciertamente, Jirio era un novato en lo que se refería a controlar el jaipú, pero yo estaba convencida de que el jaipú era lo único que podía salvarle de que algún día ocurriera una catástrofe y que perdiese totalmente el control…

—Necesito saber algo, Shaedra —dijo de pronto; ya sabía lo que iba a decir antes de que lo preguntase—. ¿Qué viste exactamente en mi jaipú, aquel día?

Abrí la boca en el momento en que la puerta se abría. El profesor Zeerath apareció con una gran sonrisa en su rostro grisáceo.

—Buenos días a todos —dijo, mientras salía toda una tropa de alumnos del aula, todos muy aliviados de haber pasado ya los exámenes, aunque algunos más pálidos que otros.

Jirio me miraba con insistencia y me mordí el labio, sintiéndome culpable, antes de contestarle:

—Todo nos saldrá bien.

Jirio iba a replicar algo pero Zeerath pronunció su nombre en la lista y con un suspiro entró en la sala, y yo lo seguí poco después.

En el interior, habían puesto las mesas contra los muros, de modo que había un ancho espacio libre para permitirnos tener un movimiento libre. Dentro de la sala, había otros cuatro profesores y entre los cinco, nos dividieron en grupos y empezaron casi enseguida las pruebas.

No sé si me salió todo bien, la verdad, pero pasé las pruebas como pude. Pasé primero la prueba de endarsía, y tuve que inspeccionar una especie de roedor peludo. Así como la teoría me había salido más o menos bien, la práctica de endarsía fue algo desastrosa. Zeerath nos observaba atenta y amablemente mientras nosotros íbamos dibujando un esquema del animal. Estaba segura que a Steyra le había salido el dibujo mucho más profesional que a mí. Cuando entregué mi esquema al profesor Zeerath, preferí no volver a echar un vistazo al papel.

—Gracias, ahora puedes ir con el profesor Erkaloth —me dijo.

El profesor Zeerath hizo un gesto con la cabeza hacia el drow y yo asentí, diciéndome que todo había sido un fiasco. Acaricié afectuosamente el roedor y me alejé, bajo la mirada sorprendida del sibilio.

La prueba de invocación fue un verdadero desastre. No era sorprendente puesto que la mayoría de la gente era poco dada a esas artes. Recordé que tan sólo Revis, en la Pagoda Azul, había mostrado cierta aptitud para la invocación. Conseguí invocar un pequeño rayo, pero cuando tuve que crear una pluma, me salió un palo armónico, y eché de menos el cuchillo deforme que había invocado el día de mi entrada en la academia.

Felizmente, la siguiente prueba era la de las armonías y ahí la profesora Yadria se mostró gratamente impresionada por mi soltura con esa energía.

Ya sentía que mi tallo estaba muy consumido cuando llegué a la última prueba. El profesor Tawb nos dio a cada uno del grupo una pelota de goma. De reojo, vi que Jirio estaba ahora pasando la prueba de invocación con el profesor Erkaloth y lo vi tan pálido que desvié la mirada automáticamente.

Las consignas eran claras: había que transformar la materia que nos habían dado y aplanar la pelota. Así que me lo tomé con paciencia y traté de recordar las etapas que había que seguir. El maestro Áynorin nunca nos había hablado mucho de la transformación. Se suponía que esas eran artes para los artesanos, basadas en energía aríkbeta, y quienes querían aprenderlas se marchaban a los gremios, no a la Pagoda Azul. Empecé a soltar una a una las mallas que retenían la goma aun sabiendo que no tendría tiempo de acabar.

Me concentré y traté de entender el material que sostenía entre las manos. ¡Esa goma era muy dura!, me quejé interiormente. Estaba a punto de intentar algún que otro sortilegio cuando de pronto vi que toda la sala se iluminaba de una luz fulgurante. Instintivamente, me tiré al suelo y me giré, con los ojos entornados. Se oyeron gritos y cuando se hubo despachado un poco el espacio, vi a Jirio, de pie y lívido, que sostenía en sus manos dos torbellinos de electricidad que emitían un ruido agobiante que chisporroteaba.

La visión duró un instante. Luego, el profesor Erkaloth soltó un hechizo y todo desapareció. Jirio se tambaleó, dio uno, dos pasos y se desplomó en el suelo.

—Por Nagray —silbé entre dientes en medio de un barullo impresionante. Me giré hacia el profesor Tawb cuando anunció:

—Está bien, dejadme las pelotas de goma transformadas en el estante. Las examinaré luego. Las pruebas han terminado.

No se podía decir que mi pelota de goma se hubiese transformado mucho, pero en aquel momento eso era la menor de mis preocupaciones. Después de dejar el objeto de la prueba en el estante, me precipité hacia Jirio. El profesor Zeerath y el profesor Erkaloth estaban de pie, junto a mi amigo, y parecían estar indagando algo con las energías. Entonces el profesor Tawb apareció y se arrodilló junto a Jirio.

—¡No! —dije de pronto, agarrándome al brazo del profesor para que no tocase a Jirio—. Está cargado.

El viejo ternian me miró con cara de sorpresa.

—¿Cargado?

—De electricidad —le expliqué—. Se descarga muy lentamente.

Y nunca completamente, añadí para mí. El profesor Zeerath echó a los alumnos del aula y dijo a los siguientes que esperaran fuera un momento. Observé con cierto estupor el cuerpo de Jirio, atravesado por pequeños rayos eléctricos que formaban un arco a la velocidad del relámpago.

—Jovencita, puedes salir —me dijo de pronto la voz de Zeerath. Me cogió del brazo y me ayudó a levantarme.

Los contemplé y algo me vino en mente. Seguramente los tres profesores, o al menos Zeerath y Erkaloth, estaban al corriente de que Jirio hacía experimentos con la electricidad. Tenían que saber por tanto que el jaipú de Jirio estaba continuamente cargado de energía eléctrica. ¿Acaso consideraban al joven ternian como a un cobaya?, me pregunté, escandalizada, mirándolos uno a uno. ¿Cómo podía dejar a un amigo en manos de gente así?

—¡Jirio! —solté, pataleando—. ¡Jirio, recuerda lo que te dije, sobre el jaipú! Serías capaz de descargarte tú sólo.

—Está inconsciente —me hizo notar el profesor Tawb—. No te preocupes, nos ocupamos de él.

Observé al viejo ternian y asentí en el momento en que una voz ronca decía:

—Shaedra.

“Shaedra”, dijo otra voz.

“¿Qué ocurre?”

Agrandé los ojos y me cogí la cabeza entre las manos, respirando hondo. ¿Qué me pasaba? La primera voz era la de Jirio, la tercera la de Syu… pero ¿y la segunda?

“Mira a través de la ventana”, dijo la voz. “Márevor os invita.”

Abrí los ojos y miré más allá de los rostros turbados de los profesores. A través de las ventanas que daban al noroeste, una lucecita roja brillaba en la casa de Márevor Helith.

—Me temo que la joven ternian ha perdido un poco la cabeza —dijo de pronto el profesor Erkaloth.

Oí un suspiro que provenía del profesor Tawb.

—Los llevaré a ambos a la enfermería.

—Excelente —dijo el profesor Zeerath—. Y ahora voy a dejar entrar a los alumnos, que deben de estar a punto de destrozar la puerta para entrar.

—No tardaré —aseguró el profesor Tawb.

Jirio había recobrado los sentidos y se había puesto de pie. Yo aún estaba algo aturdida, aunque ignoraba por qué. Tan sólo había intercambiado unas palabras bréjicas con un desconocido. ¿Pero de quién podía tratarse? No cabía duda de que había querido asegurarse de que me enterara de la vuelta de Márevor Helith a Dathrun. Pero cuando volví a mirar hacia la isla, ya no brillaba en ella ninguna luz.

Seguimos al profesor Tawb hasta la enfermería más cercana, que resultó ser la Enfermería Roja. Yo tan sólo había estado ahí una vez, nada más llegar, pero estaba segura de que Jirio se conocía la sala de memoria.

El profesor Tawb no pronunció ni una palabra durante todo el trayecto y vi claramente que Jirio concentraba todas sus fuerzas en caminar. De todas formas, mis pensamientos estaban demasiado ocupados en repasar y repasar lo que había ocurrido. Alguien que sabía exactamente dónde estaba me había invitado a ir a ver al profesor Helith. Lo peor era que no conocía ese alguien. ¿Y si se trataba de alguna trampa? No tenía sentido que lo fuera.

Cuando llegué a la Enfermería Roja, ya me sentía completamente repuesta, de modo que, en cuanto el profesor Tawb se marchó, le dije a la enfermera:

—Creo que yo ya estoy bien, así que…

—¿Crees? —replicó la enfermera con una mueca de desagrado—. No, no, no. Tú no te vas de aquí hasta que te lo diga. Esta es tu cama.

Pese a todos mis ruegos, se mostró inflexible y finalmente me tuve que tumbar en la cama que me señalaba la enfermera, una cama que estaba al otro lado de donde había instalado a Jirio. ¡Como si le fuese a estorbar yo!

Al de un rato, vi que la enfermera se desentendía de nosotros y volvía a ocuparse de una joven humana cuya mano se había convertido en algo así como en alga deforme y verdosa. La vista era poco agradable.

Entonces, me levanté en silencio, fui hasta donde Jirio y lo encontré despierto. Lo habían descargado y, ahora, más que en tensión, parecía estar agotado. Me sonrió vagamente.

—Siempre acabo dando la nota —me dijo.

Sonreí.

—Mañana mismo retomamos las clases de jaipú —le previne.

Jirio me observó un momento y luego suspiró.

—No creo que me quede mucho más tiempo. Sobre todo después de esto. Me expulsarán. Tienen todas las razones para hacerlo. Soy un peligro.

No lo negué, pero me dio mucha pena verlo tan desanimado.

—Pues que te expulsen —le dije—. No te perderás nada. Yo también me voy —le revelé.

Jirio agrandó mucho los ojos.

—¿De veras? ¿Pero por qué? Tú eres una excelente alumna, sabes muchas cosas que los demás no saben…

—E ignoro muchas cosas que los demás saben —le repliqué, gruñona—. Pero de todas formas, da igual. Me voy. ¿Ya te he dicho algún día que en realidad había estudiado en la Pagoda de Ató?

Jirio me miró con asombro y luego hizo una mueca.

—Debí imaginarlo. Las técnicas que utilizas son diferentes. Pero ignoraba que se enseñase el jaipú como una energía esencial para convertirse en celmista.

—En las Pagodas se hace así —le expliqué—. Además, en las Pagodas se preparan a la mayoría de los Guardias de Ajensoldra. Son jaipuístas y celmistas. Se supone que yo debería estar estudiando ahí —murmuré.

—¿Qué pasó? —preguntó Jirio.

Lo miré y sacudí la cabeza, sonriendo.

—Atravesé un monolito para salvar a una amiga y luego las cosas se torcieron otra vez…

—Un… ¿monolito?

Por lo visto, Jirio no me creía y puse los ojos en blanco.

—Venga ya, Jirio. Duérmete y descansa.

—Mm.

—Jirio…

—¿Qué?

—Prométeme que no te irás de Dathrun sin avisarme.

Jirio sonrió aun cuando tenía ya los ojos cerrados.

—Te lo prometo —dijo.

Observé su rostro, dejando vagar mis pensamientos libremente. Tenía escamas azuladas en las cejas, mechas negras que le caían sobre la frente desordenadamente. Sonreí. Así no parecía tan peligroso. Lo dejé dormir y me alejé de la Enfermería Roja utilizando las armonías para que no me viera la bruja de la enfermera, y cuando atravesé la puerta, me puse a correr como un demonio en busca de Murri y Laygra.