Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego

2 Apariciones

—Tan sólo cierra los ojos y concéntrate. No es tan difícil.

Jirio me fulminó con la mirada pero obedeció y volvió a cerrar los ojos mientras yo sonreía, muy divertida.

—¿Qué tengo que ver?

Sentados en el suelo, sobre la arena, bajo los rayos del sol, intentábamos avanzar en el aprendizaje del jaipú. Jirio había progresado rápidamente en un principio, pero ahora estaba completamente estancado y me sorprendí al darme cuenta de que, al fin y al cabo, yo había necesitado años para controlar el jaipú, pero por supuesto eso a mi alumno no se lo dije. Ya estaba bastante desanimado como para desesperarlo todavía más.

—Sientes el jaipú, ¿verdad?

—Pues claro que lo siento —replicó.

—Entonces ahora concéntrate tan sólo en tu jaipú. Es una parte que no es tuya y es tuya al mismo tiempo. Es una energía y como un animalito simpático, un conejo. Tienes que reconocerlo —solté, con un tono apremiante.

Jirio abrió los ojos, totalmente exasperado.

—¿Un animalito simpático? —repitió—. Estamos hablando del jaipú, Shaedra, ¿cómo quieres que lo reconozca bajo la forma de un conejo? Vamos a ver. —Inspiró hondo—. No mezcles tu percepción del jaipú con el mismo jaipú: tienes que entender que no todos los jaipús son iguales. Mira, es como si yo estuviese buscando un cocodrilo y tú me dijeses que el cocodrilo es en realidad un conejo. Yo no siento el jaipú como un conejo.

Reflexioné unos instantes sobre lo que acababa de decir mientras sentía los rayos agradablemente cálidos del sol. En la playa había gente sentada, la mayoría en pequeños grupos, con sus apuntes, medio revisando medio dormitando. Hacía un día radiante y Jirio y yo habíamos tenido la buena idea de instalarnos ahí.

—Perfecto —dije al de un momento—. Tienes razón. Haremos según tú lo vayas sintiendo. Al fin y al cabo es tu jaipú y lo conoces mejor que yo —Jirio agitó la cabeza afirmativamente—. Inténtalo otra vez. Concéntrate. Y yo te ayudaré.

Jirio me miró con una expresión interrogante, se encogió de hombros, fijó los ojos en el mar y al cabo fue cerrándolos poco a poco, concentrándose.

Intenté recordar de qué manera el maestro Yinur nos había enseñado a ver nuestro jaipú y sacudí la cabeza. El que realmente nos había ayudado a comunicar con nuestro jaipú había sido el maestro Áynorin, y lo había conseguido con tan sólo unas palabras. No recordaba que hubiera hecho nada más. Quizá a Jirio le faltaba tiempo para practicar, pensé.

Sentí que el jaipú de Jirio revoloteaba, inquieto, y me concentré. No sabía muy bien lo que pretendía hacer para ayudarle, pero por lo visto, si no hacía nada, no avanzaríamos jamás. Proyecté parte de mi jaipú y traté de entender el problema de Jirio. Si Jirio no era capaz de entender su jaipú, quizá yo pudiese hacerlo y así facilitarle la tarea. En fin, era una teoría.

Intenté examinar el jaipú de Jirio de más cerca, apartando cualquier escrúpulo: normalmente, en Ató, la gente que examinaba el jaipú de los demás con demasiada atención no estaba bien vista. Se consideraba casi como un insulto. Pero no estábamos en Ató y, al parecer, en Dathrun, el jaipú no era más que una energía vital que en todo caso podía servir a los acróbatas y a los monjes.

Me concentré y me abstraje totalmente de lo que me rodeaba. No sabía cuánto tiempo permanecí así, escudriñando el jaipú de Jirio, pero cuando me retiré el descubrimiento que había hecho me había dejado estupefacta. Su jaipú estaba continuamente atravesado por rayos de electricidad, como si hubiese una tormenta perpetua cuya energía se renovaba siempre. Era una visión algo preocupante.

Abrí los ojos y vi que Jirio me observaba con el ceño fruncido, quizá preguntándose lo que había visto. Nos pusimos a hablar al mismo tiempo y nos callamos.

—¿Qué? —preguntó Jirio—. Parece que has visto un fantasma.

Me encogí de hombros.

—¿No has conseguido notar nada más de tu jaipú? —Él negó con la cabeza y suspiré—. No deberías dejar tu jaipú tan a la vista…

En aquel momento, un grito resonó en la colina que llevaba a la playa. Cuando me giré, vi a Laygra que bajaba a toda prisa gritando mi nombre.

—¡Shaedra! ¡Shaedra!

Me levanté de un bote, súbitamente alertada. El pelo negro recogido con una cinta roja, Laygra corría desenfrenadamente hacia nosotros. Vestía una falda roja y una camisa blanca con encajes que remontaban hasta su cuello. No pocas veces había sorprendido a algunos estudiantes mirándola como embobados mientras pasaba delante de ellos y sonreí a medias.

—¿Qué le ocurre a tu hermana? —preguntó entonces Jirio, turbado. También él se había levantado y le iba quitando la arena a los apuntes de invocación agitándolos sin delicadeza.

—Ni idea. Pero parece importante.

—¡Shaedra! —repitió Laygra mientras ya llegaba junto a nosotros—. ¡No te lo vas a creer! ¡Están aquí, en Dathrun!

La miré, boquiabierta.

—¿Quién está aquí? —solté.

Mi hermana hizo un gesto irritado.

—Pues ¿quién va a ser? Lénisu y los demás.

Sentí cómo una ola de alivio y felicidad me invadía de pronto. El corazón se me puso a latir a toda prisa y la tensión que guardaba escondida en un lugar de mi mente estalló. Me dio un ataque de risa y le di un abrazo a Laygra, bailando de lo contenta que estaba. Le di otro abrazo a Jirio mientras éste me observaba con la cara atónita, pensando sin duda que acababa de superarlo en su locura, y levanté las manos al cielo gritando alegremente:

—¡Bosque de Luna!

Y me puse a hacer unas cabriolas exageradas, dando volteretas de alegría.

—Venga, deja ya de marearme con tanta acrobacia —se quejó mi hermana, aunque la vi mostrarse claramente impresionada por mi habilidad.

Me serené un poco, cayendo sobre mis dos piernas y pregunté ansiando saber la respuesta:

—¿Dónde están, Laygra?

—Están en un albergue, en Dathrun —declaró—. Y él los encontró.

Entendí que tomaba sus precauciones para que Jirio no se enterara y no pude evitar hacer una mueca. Si Laygra se hubiera tomado la molestia de entender cómo era Jirio, habría comprendido que en realidad era una persona sensible en la que se podía confiar absolutamente. Pese a la amistad que había empezado a unirnos a Jirio y a mí, los demás, incluidos mis hermanos, desaprobaban mi conducta. Yensria y su grupo me miraban con sorna aunque también miraban a Jirio con más curiosidad, como preguntándose cómo un loco había podido trabar amistad conmigo. Yensria Kapentoth me había avisado que mis relaciones dejaban que desear y que no intervendría en el caso de que Jirio me dejara carbonizada por un relámpago. Toda su banda se había puesto a reír en esa ocasión, y Zoria y Zalén me habían arrastrado hacia la puerta, inquietándose de la mirada asesina que le había echado a Yensria, la cual había comentado al alejarse que la pobre había caído en las garras de todos los raros de la academia, hasta en las de “esas gemelas humanas lunáticas”. En aquel momento reaccioné rápidamente y cerré la puerta antes de que Zoria y Zalén pudiesen recapacitar y dar media vuelta para estrangular a Yensria.

En general, las clases comunes a los distintos departamentos eran tan numerosas que en ningún momento alcancé a conocer más de una veintena de nombres. Algunos de los alumnos eran simpáticos aunque no había congeniado realmente con ninguno, menos con Steyra, Klaristo, Rathrin y las gemelas. Y Jirio, por supuesto. Pero todas esas personas eran aún gente nueva para mí. No las conocía a fondo como a Akín o a Aleria, e incluso a Aryes. Paralizada en mis pensamientos, espiré lentamente, feliz.

—¿Están todos? —pregunté de pronto.

Laygra abrió la boca y la cerró. Frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Eso no lo decía el billete.

—¿Dónde está Murri? —pregunté con impaciencia—. Tenemos que ir al albergue de inmediato.

Laygra me observó, divertida.

—Nos espera en el Puente Frío, y habrá que darse prisa porque estará tan impaciente que es posible que se vaya sin nosotras.

Agrandé los ojos y me puse a correr hacia las murallas de la academia como si me persiguiese un ejército de nadros rojos. Atravesé los pasillos a toda velocidad, utilizando el jaipú como el maestro Áynorin lo hubiera hecho. Volaba más que corría pero de pronto me empotré contra una masa invisible y resbalé sobre el suelo resbaladizo y verdoso antes de caerme cuan larga era. Oí una carcajada y vi a un joven de unos dieciséis años aparecer junto a una rubia que se tapaba la boca delicadamente mientras me observaba. Gruñí y volví a levantarme. Alay, pensé, reconociendo al joven que me habían señalado más de una vez como el jefecito de una banda de graciosos poco respetuosos.

Oí que Laygra llegaba detrás de mí, corriendo a toda prisa para alcanzarme y le grité:

—¡Cuidado! Demos media vuelta y pasemos por otro sitio. Este pasillo está ocupado por salvajes —añadí sin pensarlo mucho.

—¿Salvajes? —repitió la rubia, indignada—. Tú no sabes quién soy, niñata nigromante.

Por un instante, me quedé petrificada. ¿Niñata nigromante? ¿Era eso un insulto común en Dathrun o iba expresamente dirigido a mí?

—Tienes razón —le dije—. No tengo ni idea de quién eres. Pero en ciertos casos no hace falta saber quién es quién. Basta con ver los actos. Buenos días.

E intenté retroceder, pero algo me impedía andar con rapidez y oí la carcajada de Alay.

—El sortilegio de entorpecimiento funciona —dijo, como simple observación científica.

—¡Es injusto! —solté, cubriéndome el rostro con las manos. Algo en mí estalló y me puse a llorar. ¡Lénisu, Akín y Aleria estaban en Dathrun y estos sinvergüenzas despiadados me impedían ir a verlos! Cada pensamiento que atravesaba mi espíritu hacían redoblar las lágrimas que rodaban sobre mis mejillas.

Una mano me cogió de un brazo y otra del otro. Alguien, torpemente, me puso algo en mi mano derecha. Intenté ver lo que era pero mis lágrimas me lo impidieron.

—Bebe esto, anda. Se te pasará el entorpecimiento —dijo una voz.

—Si hubiese sabido que le afectaría tanto… —decía otra voz, la de Alay. Con cierta sorpresa, creí notar en el tono de su voz un deje de culpabilidad. Parpadeé, me pasé la manga sobre los ojos y eché una mirada a mi alrededor. La rubia no estaba por ningún lado. Alay, con los labios apretados, observaba el profesor Tawb mientras Laygra me exprimía la mano con tanta fuerza que me hacía daño. Parecía que acababa de sufrir una conmoción.

Levanté el vaso que tenía en la mano y me bebí de un trago el líquido azulado que había en su interior. Sin escuchar la conversación entre el profesor y Alay, me froté las mejillas irritadas por las lágrimas e inspiré ruidosamente.

—¿Shaedra, estás bien? —me preguntó Laygra con aire preocupado.

Asentí.

—Era tan injusto —solté, y sintiendo que volvían a amenazarme las lágrimas sacudí la cabeza y pensé de pronto—: ¡Lénisu! ¡Rápido, Laygra! Murri se va a ir sin nosotros. ¡Muchas gracias, profesor Tawb! —dije, recordando los modales.

Llegamos a la entrada de la academia sin más incidentes, saludamos al guardián con un gesto rápido y atravesamos el puente corriendo. Ahí nos esperaba Murri, sentado sobre una piedra. Parecía muy ensimismado en sus pensamientos y deduje que ni siquiera había visto el tiempo pasar. Sin duda tenía que estar imaginándose su reencuentro con Lénisu. Después de todo, siempre lo había considerado como a una persona deshonesta, y al darse cuenta de que quizá lo había juzgado mal, no sabría ya qué pensar.

—¿Murri? —soltó Laygra cuando estuvimos a unos metros.

Nuestro hermano alzó la cabeza bruscamente y se levantó de un bote.

—Vamos —dijo sin más preámbulos.

* * *

El albergue de Las tres sirenas era un establecimiento viejo y no muy limpio, en el barrio del Puerto. Incluso en el interior había un fuerte olor a pescado. Sin embargo, cualquier albergue de más categoría habría sido más silencioso que aquél. De hecho, cuando entramos los tres por la puerta abierta, la taberna estaba llena. Era la hora de la comida y se amontonaban alrededor de las mesas y del mostrador un sinnúmero de saijits, en su mayoría hombres, que tenían todo tipo de ocupaciones, tripulaciones de marineros, obreros, viajeros y familias enteras, había un poco de todo.

Se oía un estruendo de voces y de música. En un rincón, un muchacho que no debía de tener más años que yo tocaba una música alegre con su guitarra, seguramente para ganar unos pocos décimos de kétalo al finalizar el día.

Paseé la mirada por la taberna mientras seguía a mis hermanos adentro. La taberna era muy diferente del Ciervo alado. Nunca había habido tanta agitación y tanto borracho en la taberna de Kirlens.

—¿Creéis que estarán comiendo? —preguntó Laygra.

Eché ojeadas casi frenéticas a mi alrededor, imaginándome que veía a Lénisu de pronto, apareciendo entre la multitud, con sus ojos violetas sonrientes.

—¿Cómo sabéis que ese mensaje era de él? —pregunté de pronto, figurándome de pronto que algún alma pérfida nos había engañado.

Murri se giró hacia mí negando con la cabeza.

—¿Quién más podría ser?

No supe contestar a su pregunta y llegamos finalmente abajo de las escaleras, donde nos detuvimos, indecisos.

—¿Qué hacemos? —pregunté, mordiéndome el labio.

Pero en aquel instante, sentí que había alguien a nuestras espaldas y me di la vuelta bruscamente al tiempo que un gnomo encapuchado recostado sobre el mostrador nos decía:

—Arriba, número quince.

Abrí los ojos como platos.

—¿Srakhi? —murmuré, atónita.

Los ojos inteligentes del gnomo me observaron un instante. Percibí un breve asentimiento y cuando me di cuenta de que mis hermanos nos miraban alternadamente con una expresión interrogante, asentí a mi vez, haciendo un gesto discreto hacia las escaleras.

Sin más dilación, Murri y Laygra se pusieron a subir las escaleras y, ante la mirada de aviso de Srakhi, callé la pregunta que había estado a punto de nacer en mi boca y seguí a mis hermanos en silencio.

Los peldaños de madera crujían pero ninguno estaba roto y cuando llegamos arriba, nos encontramos en un pasillo oscuro con muchas puertas. Las habitaciones no debían de ser muy grandes.

—¿Dónde está el gnomo? —preguntó en voz baja Murri, mirando hacia atrás con aire inquieto.

Agité la cabeza.

—Estará vigilando, aunque no sé qué. Por Nagray, no se ven casi los números —gruñí.

Sin embargo, no nos costó encontrar el número quince y llamamos a la puerta con dos golpes sordos. No sabíamos por qué, pero el aire misterioso de Srakhi nos había infundido a todos cierta discreción.

La puerta se abrió y de ella salió una sombra como un relámpago, abalanzándose sobre mí.

—¡Shaedra! —soltó Deria, con los ojos brillantes de alegría.

La estreché entre mis brazos con fuerza.

—Deria —dije, emocionada.

La puerta se había abierto de par en par y vi a los que estaban dentro: Dolgy Vranc y Aryes. ¿Dónde estaban Aleria, Akín y Lénisu?, me pregunté, mientras me invadía una mezcla de felicidad y preocupación.

Deria se separó de mí con una enorme sonrisa que le devolví. Aryes me observaba con intensidad. Llevaba el pelo negro revuelto y una ropa de viajero de buena calidad que le iba bien. Su rostro pálidamente azulado había cambiado ligeramente, haciéndose más firme y maduro. ¿Cómo era posible que fuese capaz de notar todos esos cambios?, me pregunté, sorprendida, pestañeando. Con un súbito impulso, Aryes dio un paso adelante y me dio un abrazo al que respondí con fuerza con los ojos húmedos. No me había dado cuenta hasta entonces de que todo ese tiempo me había acompañado una tristeza continua que sólo ahora conseguía arrancarme en parte. Sólo me faltaba saber dónde estaban Aleria, Akín y Lénisu, pensé, intentando no dejar rienda suelta a mi imaginación.

—Te echábamos de menos —dijo entonces el semi-orco, desordenándome el cabello afectuosamente, mientras me separaba de Aryes—. Hemos estado buscándote por todas las Comunidades de Éshingra. Espero que en nuestra ausencia no hayas encontrado algún anillo destructor o alguna gema perdida hace miles de años, ¿eh?

Sonreí, haciendo una mueca.

—Aún no —contesté—. Pero con la suerte que tengo, acabaré encontrando los peores artilugios de toda la Tierra Baya. Estos son mis hermanos, Murri y Laygra. —Me giré hacia mis hermanos y pronuncié los nombres de mis amigos—: Ésta es Deria. Aryes y Dolgy Vranc.

—Un placer —dijo Murri con su habitual cortesía de caballero. No dejé de fijarme, sin embargo, que miraba fijamente el rostro del semi-orco con cierta aprensión. Laygra, tan pronta en aceptar las diferencias, sonreía, prudente, y mantenía una distancia aceptable entre Dolgy Vranc y ella.

Dolgy Vranc, habituado como estaba a esas reacciones, no les dio mucha importancia y sonrió.

—Entrad. Hablaremos con más calma sentados.

Después del caluroso reencuentro, me sentía mucho mejor. Cerramos la puerta y nos sentamos en la cama y en las sillas.

—Te preguntarás dónde demonios estará tu tío, ¿verdad? —dijo el semi-orco con un tono afable.

Asentí, observándolos con atención, intentando leer en sus pensamientos lo que se aprestaba a decirme Dolgy Vranc.

—Pues bien. Os contaré la historia. Nada más entrar en la ciudad, ayer a la noche, apareció la silueta de un hombre que conocía a Lénisu. El mismo que ahora os ha avisado de que estábamos aquí.

Asentí con la cabeza.

—Sí. Lo conocemos.

Dol enarcó una ceja interesada.

—¿Ah? Pues nosotros no lo conocíamos. De hecho, al principio creímos que era algún bandido. Antes de irse con él, Lénisu tan sólo nos dijo que era un viejo amigo y que nos instalásemos en este albergue hasta que volviese. También nos dijo que probablemente vendrías a vernos.

—Así que probablemente Lénisu estará hablando con él en este mismo momento —comenté como para mí, aliviada e inquieta a la vez, porque no acababa de fiarme de los planes del señor Mauhilver—. ¿Y Srakhi?

Dolgy Vranc me observó atentamente y contestó:

—El gnomo no se fía de nadie y está de un humor de perros porque el supuesto amigo de Lénisu no le ha permitido que los acompañasen. Ya sabes que intenta salvarle la vida a tu tío para pagar su deuda.

—¿Salvarle la vida? —repetí, alucinada. Jamás hubiera imaginado que se trataba de eso.

—Ya sabes, los hay que siguen a rajatabla los principios de sus cofradías.

—¿Srakhi pertenece a una cofradía? —me extrañé.

—Ajá. No tuviste mucho tiempo para conocerlo, pero yo llevo más de un mes aguantándolo. Es un say-guetrán —añadió en tono más bajo.

Agrandé los ojos.

—Vaya —dije.

—¿Y eso qué es? —preguntó Murri con humildad, mirándome con aire interrogante.

—La verdad, no lo sé muy bien —contesté, sacudiendo la cabeza—. Una cofradía religiosa, ¿verdad, Dol?

—Bueno. Yo no sé mucho sobre ellos. Pero sé que al menos uno de sus miembros se pasa dos horas rezando todos los días antes de la cena —soltó con tono cómicamente quejoso—. Pero dejemos de hablar del gnomo y hablemos de ti, Shaedra, ¿qué tal estás? ¿dónde apareciste al cruzar el monolito?

—Aquí mismo, en Dathrun. Desperté en una enfermería de la academia, donde me había llevado Murri. Al parecer sufrí una pequeña conmoción al atravesar el monolito, pero enseguida me repuse. Laygra y Murri están estudiando en la academia —expliqué.

Aryes silbó entre dientes, mirando mis hermanos, impresionado.

—¿En la academia celmista de Dathrun?

Laygra se sonrojó y Murri carraspeó.

—Sí… Pero no por nuestro mérito. Nos ayudó alguien.

—Márevor Helith —añadí, sin entender por qué Murri siempre quería guardar secretos.

—Márevor Helith —repitió Dol, frunciendo el ceño. Estuvo así un rato, pensativo y luego negó con la cabeza—. No lo conozco, ¿debería?

Me encogí de hombros.

—Es profesor en la academia.

—Ah.

—Y tiene muchos años porque es un nakrús —añadí.

Dolgy Vranc y Aryes palidecieron.

—¿Un nakrús? —soltó este último con un sonido gutural.

—Preferiría explicaros todo esto cuando estén también Lénisu, Aleria y Akín. No me perdonarían que empezase a contar la historia sin ellos…

Me callé al darme cuenta del velo de tristeza que había aparecido en el rostro de ambos.

—¿Qué ocurre?

—Aleria y Akín no estaban con nosotros cuando atravesamos el monolito —explicó Dol—. Se fueron con Stalius e ignoramos dónde están.

Asentí tristemente sin contestar, sintiendo que algo se me había atascado en la garganta.

—Quizá… en fin, quizá ni siquiera atravesaron el monolito —agregó—. No lo sé.

—Lo atravesaron —intervine, intentando convencerme a mí misma—. Márevor Helith dijo que había hecho cuatro entradas, pero que no había podido controlar más de una única vía.

Dolgy Vranc me miró y asintió, meditativo.

—Aryes, Srakhi y yo pasamos uno. Lénisu y Deria otro.

—Y Stalius pasaría con Aleria y Akín —concluyó Aryes, más animado—. Están vivos, Shaedra.

Le dediqué una pálida sonrisa y asentí.

—Así que ese nakrús nos ha salvado la vida —comentó el semi-orco—. Me gustaría conocerlo.

—Le gustaría todavía más a Srakhi —dijo Deria, bromeando—. No sabrá a quién seguir, si a Lénisu o al otro.

—Pues le costará mucho en ambos casos —dije, sonriente.

Y miré a mi supuesta alumna dándome cuenta de que ella también había cambiado. No era que hubiese crecido mucho, aunque tomando en cuenta que era medio mediana medio faingal, no se podía saber, pero sus ojos ya no parecían estar sumidos en los recuerdos como antes. Sin duda el tiempo acababa ahogando las peores desgracias y ahora que volvía a ver reunido el grupo parecía totalmente feliz.

—¿Así que cruzaste el portal con Lénisu? —le pregunté.

Deria se mordió el labio, molesta.

—Lénisu no quería pasar a través. Se volvió como loco y… se arrodilló sobre el suelo tirando a un lado la espada ensangrentada. ¡Venían los nadros y me decía que prefería morir a atravesar otro monolito!

La miré, boquiabierta. ¿Lénisu se había resignado a morir antes que cruzar un monolito? Intenté representarme la escena y al cabo de unos instantes contemplé el rostro de Deria, aterrada.

—¿Qué ocurrió? —pregunté.

Deria se sonrojó.

—Le dije que no quería morir. Entonces, pareció resurgir de un sueño, cogió su espada, y justo antes de que nos alcanzasen los nadros rojos, me empujó hacia el monolito.

Me había quedado atónita al representarme la escena. ¿Era así como me encargaba yo de mis alumnos? ¿Abandonándolos a su suerte? Invadida por la vergüenza, pensé que menos mal que había estado Lénisu con ella.

—¿Y no pasaron los nadros rojos a través del monolito? —preguntó Laygra, también impresionada.

—No —negó Deria, resoplando—. Por suerte, los animales son más prudentes que nosotros.

Pff, me dije. Sólo se les ocurriría a los saijits cruzar un monolito que llevaba los demonios sabían dónde. O a los monos gawalts, añadí mentalmente, con una sonrisilla. Deria se estremeció.

—Los nadros rojos son feos —gruñó.

Solté una carcajada y asentí.

—Y sobre todo, cuando mueren, porque al de un rato, su cuerpo explota —le dije.

—¿De veras? —exclamó Deria, horrorizada.

—Sí, por eso normalmente se queman para evitar que exploten y que desparramen su energía en el aire —explicó Dol.

Por lo visto, Deria no tenía mucha experiencia con los nadros rojos. En Ató, la guardia no paraba de defender la ciudad de bandas desordenadas y hambrientas que venían del portal funesto del sur. Pero en las Comunidades de Éshingra no había portales funestos y en la parte este era difícil encontrar criaturas así. Una cosa muy diferente ocurría en el oeste de las Comunidades de Éshingra pues todas las criaturas repelidas de Kaendra y Ató se desparramaban por las montañas y muchos migraban hacia el este, hacia el Bosque de Hilos y las Tierras de Acaraus. Pero la Guardia de las Comunidades de Éshingra se aseguraba de que ningún habitante de Ombay viese la punta de la cola de un nadro rojo. Esa cuestión era uno de los puntos de tensión entre Ató y Ombay, porque se suponía que como el portal funesto estaba en Ajensoldra, quienes se tenían que ocupar de él eran los ajensoldrenses. Descarté todos esos pensamientos que no venían a cuento y silbé entre dientes, impresionada por la historia.

—¿Y dónde aparecisteis? —pregunté.

—Cerca de Nuiná —contestó ella simplemente.

—¡¿Qué?! —exclamé, fulminando a Murri con la mirada. Nuiná estaba en el Bosque de Hilos, ¡se necesitaba más de tres semanas para ir ahí!

Mi hermano agrandó los ojos con aire inocente e hizo un gesto tranquilizador.

—Todo ha salido bien, ¿verdad? —replicó—. Además, no me culpes a mí, yo no hice gran cosa.

—¡Shaedra! —intervino Dolgy Vranc, esbozando una sonrisa—. ¿No estarás culpabilizándolo por habernos salvado de los nadros rojos?

Bajé los ojos con una mueca y renuncié a decirle que quizá no pensaría de esa manera si el rescate del gran Márevor Helith hubiese salido mal.

—¿Y vosotros dónde aparecisteis? —inquirí.

—Cerca de la costa, entre Ombay y Dathrun —contestó el semi-orco.

—En medio de un bosque —aclaró Aryes, con una expresión curiosa. Dol tosió y sonrió y los miré alternadamente, intrigada.

—¿Os vieron aparecer?

—No, santo cielo —replicó inmediatamente Dol—. Nos habrían despedazado.

—¿Quiénes?

—Un grupo de guerreras humanas. Se bañaban en el río.

—Ah —solté al cabo de un rato, ruborizándome.

—Nos alejamos discretamente —continuó Dolgy Vranc— y llegamos a un pueblo costero. Nos quedamos ahí una semana, luego fuimos viajando hacia el norte. En Ombay, Srakhi fue a ver a algunos conocidos y nos pusimos a buscaros. No teníamos ni idea de por dónde empezar. Pasaron varias semanas antes de que nos enterásemos de que un ternian había desaparecido en el camino hacia Dathrun. Nos dirigimos ahí enseguida, pero llegamos a Dathrun sin tener noticia de Lénisu. Ya estábamos pensando lo peor cuando vimos a Deria con una tropa de malabaristas.

Me giré hacia Deria, atónita.

—¿Una tropa de malabaristas?

Sonrió, muy contenta.

—Sí. Cuando Lénisu desapareció, me encontró una tropa de malabaristas y me recogió. ¡Dijeron que tenía predisposiciones para convertirme en malabarista!

Sonreí al verla tan entusiasta, pero entonces fruncí el ceño.

—Ya… pero, ¿cómo desapareció Lénisu? ¿Y cómo os lo encontrasteis?

—Según Deria, fue a recoger leña para preparar la comida y no volvió —dijo Dol—. Luego nos lo encontramos por casualidad por el camino, a unos días de aquí, al norte. Casi nos cruzamos sin vernos.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Laygra.

Dolgy Vranc y Aryes intercambiaron una mirada.

—Er… Bueno… —dijo Dol—, no quiso decírnoslo. Pero volvió muy malhumorado.

—¿No quiso decíroslo? —soltó Murri con un curioso tono.

Dolgy Vranc observó el rostro de mi hermano con su gran cabeza de semi-orco inclinada hacia un lado.

—Tengo curiosidad por conoceros, a vosotros dos —dijo—. Pero, diablos, ¿qué tal si vamos a dar un paseo?

—Lénisu nos dijo que no nos moviésemos —protestó Deria.

—Srakhi se quedará aquí —gruñó Dolgy Vranc—. Además, llevamos horas metidos en este cuchitril. Creo que ya es hora de que vayamos a disfrutar del maravilloso día que hace.

Aryes y yo asentimos enérgicamente y poco después estábamos andando sobre la playa, bajo un sol radiante y envueltos en un aire cálido que nos hizo sudar al de poco.

Por el camino, Dolgy Vranc se puso a hacerles preguntas a Murri y a Laygra sobre cómo habían llegado a Dathrun y mis amigos se mostraron muy impresionados al enterarse de que mis hermanos habían viajado solos de las Hordas hasta Dathrun, atravesando unas de las tierras más peligrosas de la Tierra Baya.

—Una vez, vimos a una banda de trasgos en un desfiladero —contó Murri—. Afortunadamente, los vimos y ellos no. Hicimos un rodeo y nos escondimos durante dos días sin comida y con una cantimplora medio vacía. Cuando fui a ver si aún estaban por ahí, olí a quemado y vi que una patrulla ajensoldrense se había encargado de ellos. Creo que ése fue el mayor susto que nos llevamos.

Deria había soltado una exclamación de terror.

—¡Tuvo que ser horrible! —dijo.

Murri sonrió, divertido por tener una espectadora tan comprensiva y al de un rato se giró hacia Dol.

—Yo también quisiera saber más cosas sobre ti, Dolgy Vranc. Mi hermana me contó que eras un gran identificador.

Dolgy Vranc adoptó una expresión modesta.

—Oh, Shaedra, ¿de veras les has dicho eso? —Hizo una pausa y asintió—. Quizá sea cierto. Identifiqué la Armadura de los Muertos, ¿nunca oísteis hablar de esa historia?

—Pues… —empezaron a decir Murri y Laygra, con las cejas enarcadas.

—Dejadme que os la cuente —les interrumpió el semi-orco—. Ocurrió un día, hace muchos años. Yo había pasado el día vendiendo atrapa-colores y otros juguetes que fabrico, y volvía tranquilamente a mi casa, cuando de pronto, abriendo la puerta, sentí que algo había cambiado.

Hizo una pausa y, aunque yo ya conocía la historia, la escuché con la misma fascinación que los demás.

—Poso las llaves donde siempre, en el bufé, y voy hasta la cocina, y en camino, oigo un ruido metálico en el salón. Definitivamente, alguien había entrado en mi casa. Así que me doy la vuelta, cojo mi bastón de caminar y me acerco prudentemente. Empujo la puerta y ¡zas! —Todos nos estremecimos, asustados, y él sonrió—. Veo a un hombre muy gordo sentado en mi sofá, con un enorme paquete envuelto con una tela que se asemeja a una alfombra multicolor.

Entonces contó su conversación con el hombre, narrando la versión que éste le había dado de cómo había heredado una armadura mágica de un pariente lejano que había muerto con la armadura puesta.

—El muy cretino pensaba que me lo tragaría —se rió Dolgy Vranc—. Pero cuando realicé mis experiencias y me di cuenta de que la armadura no era otra que la Armadura de los Muertos, supe enseguida que aquel hombre no era del todo honrado y que seguramente lo había robado a un pobre ambicioso. Ya sabéis que la Armadura de los Muertos mata poco después de que uno se la ponga. Afortunadamente para el hombre, era demasiado gordo para ponérsela, y de todos modos creo que ni intentó ponérsela, lo que buscaba era que le dijese que aquella armadura era mágica, para que pudiese venderla a buen precio. Cuando le dije la verdad, no me creyó. Avisé al Capitán de la Guardia y el Dáilerrin requisó la Armadura como propiedad de Ajensoldra. Debo admitir que el vendedor recibió una indemnización muy superior a lo que debería haber recibido —añadió.

—¿Y a ti, cuánto te pagó? —preguntó Aryes.

—Oh. No puedo quejarme —contestó con una sonrisilla—. Aunque ese vendedor era tremendamente tacaño. Tuve que utilizar mis dotes de orador para hacerle subir un poco el precio de mi identificación. —Nos guiñó un ojo con un aire cómplice y yo sonreí, divertida.

El sol flotaba sobre el mar y los rayos del atardecer iluminaban las torres de la academia isleña con una luz rojiza y tranquila. Cuando al fin el sol dañino desapareció hundiéndose en el mar, pude admirar la puesta de sol y advertí la presencia de una isla al noroeste de la academia en la que había un edificio con forma esférica. La casa de Márevor Helith, recordé. ¿Realmente vivía ahí, tan apartado? En todo caso, hacía más de un mes que había desaparecido sin dejar rastro y ningún profesor había mentado su ausencia, como si el hecho de perder a un colega de la noche a la mañana fuese de lo más común. Los alumnos, en cambio, habían comentado profusamente su desaparición. Muchos decían que lo habían echado, y con razón, porque al fin y al cabo era un nakrús y era inaceptable tener a un profesor muerto que hubiese sucumbido a las «fuerzas del mal». Otros lamentaban la partida de un buen profesor, y otros decían que lo habían echado porque empezaba a dar malas ideas a algunos alumnos. Cuando Murri oía demasiados de esos rumores, gruñía diciendo que nunca Márevor Helith se arriesgaría a enseñar a nadie artes nigrománticas. Los profesores lo conocían desde hacía muchos años. Era como una piedra más de la academia. Y sin embargo Márevor Helith nos había confesado que un día se marcharía, rememoré.

Nos habíamos sentado sobre la arena y charlábamos tranquilamente de banalidades. Yo les conté mi vida en Dathrun y les describí a las gemelas, contándoles todas las tonterías que hacían día tras día.

—Tienen la cabeza hecha un verdadero mejunje de insultos, travesuras e ideas estrafalarias —dije con aire catastrofista, mientras los otros se reían—. Rara vez suelen estarse quietas, y creo que nunca las he visto meditar tranquilamente sobre algo.

—En clase ya estarán quietas, ¿no? —intervino Laygra.

—Son unas aceleradas —contesté, agitando la cabeza—. En algunas clases, llegan y toman apuntes a lo loco, y otras veces no aparecen. Algo traman. Pero son simpáticas.

—Gente realmente curiosa —observó Dolgy Vranc con una sonrisa.

—Jirio es un tipo todavía más curioso, ¿verdad, Shaedra? —dijo Laygra con un tono que me irritó un poco. Resoplé.

—Curioso es, sin duda. Aunque es un buen amigo, Laygra. No entiendo por qué no ves más que su lado lunático.

—¿Quién es Jirio? —preguntó Deria, intrigada.

—Oh, si se tratase sólo de eso… —me contestó Laygra con el ceño fruncido—. Jirio es un ternian de catorce años que pierde el control de sus energías con muchísima facilidad —explicó dirigiéndose a Deria—. Es casi como si lo hiciese queriendo —añadió, mirándome a los ojos—. No me fío de él, es alguien inestable.

Negué con la cabeza y la corregí:

—Su energía es inestable, pero él no lo es. Y tengo la intención de ayudarlo.

—Una noble actuación —notó el semi-orco.

Levanté los ojos hacia él y un movimiento de sombra en la arena me llamó la atención. Durante tres segundos escudriñé la silueta que avanzaba por la playa con un paso sigiloso y rápido. Llevaba una espada en el cinto y una ancha túnica de un verde oscuro. El cabello negro y largo rodeaba su rostro sumido en la sombra del crepúsculo, pero no cabía duda, era él.

—¡Lénisu! —grité, levantándome de un bote.

La arena brillaba como el fuego en el atardecer. Corrí hacia él, con una gran sonrisa dibujada en el rostro.

—Shaedra —dijo, cuando llegué a su altura. Me abrazó con fuerza—. ¿Qué tal estás?

—Yo perfectamente —contesté, mirándolo fijamente a los ojos—. Pero… ¿y tú?

Lénisu se encogió de hombros, esbozó una sonrisa y me despeinó el pelo con una mano cariñosa.

—Ahora que te tengo aquí, mucho mejor, sobrina.

—Pues estarás triplemente mejor cuando veas a tus otros dos sobrinos —declaré.

Y sonreí anchamente al ver brillar la alegría en sus ojos violetas.