Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

16 Emariz

Al día siguiente, desperté en la cama empapada de sudor. Por un momento, me extrañé de que todavía fuese de noche. No había más luz que la que se filtraba por la rendija de la puerta. Fruncí el ceño y me acordé. Ya. Todo eso no había sido un sueño. Era la primera vez desde hacía cuatro años que había pasado una noche fuera de la taberna del Ciervo alado. Y todo lo que había pasado había sido real. Cuando me hube hecho a la idea de eso, me enderecé y me di cuenta de que aún estaba vestida. Recordé que no me había tomado las molestias de quitarme la ropa, anoche, de lo agotada que estaba.

Me habían despertado unas voces en el pasillo. De pronto, oí un ruido de llave en la cerradura y la puerta se abrió. Entró una persona a la que no esperaba ni remotamente: Sarpi.

Llevaba una armadura de cuero y una túnica dorada con la cabeza de un dragón tejido en ella. Eran los colores y el símbolo de Ató. En la mano, llevaba una lámpara, que posó delicadamente en la mesilla.

—Buenos días, Shaedra. Nunca pensé que un día nos veríamos aquí.

Con su melena rubia recogida en un moño y su palidez, mostraba una profunda inquietud en su rostro.

La miré sin despegar los labios. Sarpi era una Centinela, todo su atuendo lo dejaba claro, y no tenía nada que decirle.

Se avanzó en el pequeño cuarto y se sentó en la cama. No parecía haber dormido mucho aquella noche.

—Verás, Shaedra. Sé que tú no has hecho nada malo. He hablado con Galgarrios. Dice que tú no tienes la culpa de nada y le creo.

¿Cómo que no tenía la culpa de nada? ¡Había mandado a mis amigos a cumplir un plan con el único objetivo de salvar a Sain! ¿Quién era Sain para Akín o para Galgarrios? Absolutamente nadie. Lo habían hecho por mí, y ahora estaba tan mal que hasta sentía venir las náuseas.

—¿Has hablado con Akín? —articulé.

—Sí. Pero él está en estado de schock. Afirma que ha visto unas sombras volar hasta la ventana del segundo piso. Pensamos que quizá fuesen los culpables, pero Akín no recuerda haberlos visto salir. Dime, Shaedra, ¿recuerdas algo que te dijo Aleria acerca de su madre? ¿Tenía enemigos? ¿Alguna mala relación?

Así que era eso. Le habían enviado a Sarpi a hacerme preguntas. Bueno, al menos no era tan terrible sostener su mirada como la del Mahir.

—No —dije—. Aleria nunca habla de sí misma. No mucho… —dudé—, pero sé que últimamente estaba extraña. Al principio creí que era por el estrés de los exámenes, luego por lo de Sain, encerrado en el sótano… pero ahora no sé qué pensar.

Sarpi me observó unos instantes y suspiró.

—Toda la ciudad habla del suceso —reconoció—. Daian era una persona respetada, con extrañas aficiones, es cierto, pero la respetaban.

—¿Era? —repetí, tensándome.

—Es —se corrigió Sarpi, sonrojándose—. Quizá me haya precipitado demasiado al enterrarla —admitió.

—Pero ¿por qué querría alguien…? —No pude acabar mi pregunta. No. Era demasiado.

Sarpi enarcó una ceja.

—¿Por qué querría alguien raptarla? Hay tantas razones que el Mahir no sabe por donde empezar las pesquisas. Si al menos no hubieseis estado en medio, vosotros, quizá habría sido más fácil. En fin, no es vuestra culpa, supongo. Como sabrás, Daian es una alquimista. No es popularmente conocida por eso, pero es célebre dentro del círculo de los alquimistas. No tanto por su eficacia como por su osadía, a decir verdad. Mira, Daian le compraba plantas tóxicas a Sain Yagruas, ese humano que tanto proteges. Según Aleria, estaba haciendo una experiencia realmente peligrosa, lo que explicaría por qué la verías preocupada estos días. Yo estaría temblando si supiese que alguien está jugueteando con pociones explosivas bajo el mismo techo.

Pensé que Aleria temblaría más por su madre que por ella misma, pero decidí que era mejor callar. Además, el tono de su última frase dejaba claramente entender que ella no formaba parte de la gente que respetaba a Daian. Recordé el brillo de los ojos de Dolgy Vranc cuando hablaba de Daian y me pregunté quién demonios era en realidad la madre de Aleria para ser tan conocida y tan silenciosa a la vez.

Sarpi había hecho una pausa y su mano tamborileaba furiosamente contra la manta.

—Mira, Shaedra, yo quisiera ayudarte, de veras, pero creo que después de esto la gente te va a mirar todavía más raro.

Todavía más raro, me repetí. Lentamente, fui esbozando una sonrisa.

—Me importa muy poco cómo me mire la gente mientras mis amigos están a salvo. Si soy culpable de algo es de haberles pedido a Akín, Galgarrios y Suminaria de…

—¿Suminaria? —me cortó, enderezándose bruscamente—. ¿Ella también estaba ahí?

Parpadeé, aturdida. Recordé que había pensado que Suminaria nos había traicionado. Seguía siendo posible… Pero por lo visto Sarpi no estaba al corriente.

—Estaba con nosotros cuando elaboramos el plan de evasión de Sain, pero no la vi cuando… cuando entramos.

—Aleria os abrió la puerta a ti y a Galgarrios y luego se fue al segundo piso, ¿no es así?

—Ajá, pasó exactamente así. Cuando bajamos las escaleras del sótano, oímos un grito horrible que se parecía al de las arpïetas, y luego…

—¿Arpïetas? —repitió Sarpi frunciendo el ceño—. ¿Alguna vez has visto tú unas arpïetas?

Abrí la boca y me quedé con las palabras en la garganta, sin poder sacarlas.

—Vi unas, una vez, hace tiempo —contesté finalmente, sin extenderme.

Sarpi puso cara pensativa.

—El grito de las arpïetas tiene algo muy especial. Si el grito que oíste te ha hecho pensar en ellas, es posible que…

No terminó su frase. Se levantó y puso las manos en jarras mirando el pequeño cuarto.

—Esperemos que no tengas que volver a ver estos muros, querida. ¿Vienes?

Abrió la puerta y me miró, esperando a que me reuniese con ella. Cuando me puse a andar en el pasillo a su lado, tuve la curiosa sensación de que Sarpi realmente tenía la intención de ayudarme.

Lo cierto es que todo parecía ya arreglado porque salimos del cuartel general sin molestias. Afuera, me esperaba Akín sentado debajo de una tejavana. Estaba lloviendo a cántaros. Pero eso era la menor de mis preocupaciones.

Salí disparada hacia Akín, y este me imitó. Nos dimos un abrazo, emocionados, bajo la lluvia. Él retrocedió el primero, con una cara medio alegre medio triste. Difícil entender lo que sentía Akín si uno no lo conocía desde hacía tiempo.

Me giré y vi que Sarpi ya había vuelto a cerrar la puerta. Al menos había sentido que necesitaba estar sola con Akín. Él me guió hasta la tejavana y nada más llegar ahí, pregunté con la voz ronca:

—¿Qué tal está Aleria?

Akín se había sentado en una caja de madera y lo imité, mientras a unos centímetros salpicaban gordas gotas de agua.

—Aleria… —resopló, como exasperado—. Todo el rato que he estado con ella se lo ha pasado tratándose de loca por haber aceptado tu… nuestro plan.

Me quedé helada. Mi plan. Era como echarme en cara que yo tenía la culpa de todos los males. Bueno, la tenía de unos cuantos, pero no de todos. Al menos no de los peores.

—Más loca he estado yo de pensar que funcionaría —repliqué.

—Buaj, déjalo. Ni Aleria ni tú tenéis la culpa de lo que ha ocurrido. Son… son esas sombras que he visto entrar por la ventana. Hubo un grito, lo oíste supongo —asentí, estremeciéndome—. Fue un grito terrible que me recordó al ruido de un tenedor contra un plato, pero cien veces peor.

Me sequé una gorda gota de agua que se me deslizaba por la nariz.

—¿Cómo eran… esas sombras?

Dejó escapar un suspiro.

—Me lo han preguntado cien mil veces. No he sabido contestarles más que eso, que eran como trapos negros, probablemente del tamaño de unos saijits, y que iban muy rápido. Pasaron a la velocidad de un rayo, y en silencio. Yo pensé… que quizá… que quizá fuesen Sombríos.

Sombríos, pensé con un escalofrío. Meneé la cabeza.

—Los Sombríos no saben volar —repuse—. Al menos, no es su especialidad. Según he leído, son expertos para controlar el jaipú, pero no son celmistas. Además, nunca oí que los Sombríos raptasen a la gente. Sólo roban.

Akín se encogió de hombros.

—No sé lo que eran, pero no era buena gente.

—¡Me gustas, muchacho! —exclamó alegremente una voz. Lénisu se dejó caer del tejado. Estaba completamente hundido, pero parecía en plena forma—. Dime, ¿cómo has llegado a esa conclusión?

Akín se había quedado lívido por la sorpresa. Me eché a reír.

—No te preocupes, Akín, este es mi tío Lénisu. Pensaba contarte lo que me había pasado ayer, pero han pasado tantas cosas…

—Ya —dijo Lénisu—, ¿quién piensa en su tío con Sain en peligro? Dime, sobrina, ¿no estarás planeando convertirte en contrabandista?

Acercó su rostro del mío, con una media sonrisa. Lo miré, horrorizada.

—¡No! —protesté.

—Ah. ¿Sabes? Sain es un mentiroso compulsivo. Lo conozco.

—¡No es verdad!

—Es un demonio, Shaedra —replicó implacable—, como tú y como yo.

Se giró bruscamente hacia Akín, con una ceja enarcada.

—¿No serás tú el pringado que se ha dejado llevar por los geniales planes de mi sobrina? ¡Qué generoso arranque, Shaedra! ¡Rescatemos al ladrón!

Sus ojos tenían un brillo frío y la ira me invadió hasta tal punto que cuando hablé lo hice entrecortadamente.

—¡No… es… un ladrón!

—Desde luego que lo es. Te he dicho que lo conozco.

Echó un vistazo hacia arriba, mirando la lluvia con aire aburrido, y de pronto, miró hacia la derecha, hacia la izquierda, y soltó:

—Venid conmigo.

Se puso a andar por la calle, la capa colgándole pesada y hundida en la espalda. Intercambié una mirada rápida con Akín y nos levantamos.

—Va a resultar que tienes una familia más numerosa que la mía —comentó Akín.

Puse los ojos en blanco. Akín era el último y sexto hijo de la familia. Dudaba que me saliesen tres hermanos más. Habría acabado por pensar que todo no era más que una broma.

Seguimos a Lénisu, bordeando el cuartel general. Nos hizo subir unas escaleras hacia una casa, pasamos por un pequeño pontón, y al fin, Lénisu se detuvo, empujó una puerta y entramos en un cuarto sombrío y cuadrado. Cerró la puerta detrás de él mientras se elevaba una voz ronca en la oscuridad.

—Ya sabía que no te irías sin pasar por aquí.

Se encendió una lámpara y el cuarto se iluminó ligeramente. En la cama estaba tendida una mujer tan vieja que no pude determinar si era humana, caita u otra cosa. En todo caso tenía la piel cerosa y demacrada.

Lénisu se avanzó tranquilamente hasta el centro del cuarto, cogió una manzana del cuenco que había en la mesa y le pegó un mordisco.

—Oh —dijo con la boca llena—, buenos días, Emariz. Yo también sabía que te encontraría aquí.

—La última vez que viniste fue hace años —respondió la vieja con una sonrisa torva, después de observarlo un momento en silencio—. La próxima vez que vuelvas, búscame en el cementerio, tendrás más probabilidades de encontrarme.

Lénisu, haciendo caso omiso de la última observación de Emariz, nos señaló con un gesto vago.

—Te presento a Akín, leal amigo de la peor sobrina que me haya podido tocar, Shaedra. Shaedra, Akín, os presento a la dulce y bella Emariz, puñal de los corazones de todos los jóvenes de Ató.

—Tu abuela —me murmuró Akín a la oreja. Me quedé de piedra y él levantó los ojos al cielo—. ¡Era broma! —se defendió, mientras yo lo fulminaba con la mirada.

—No me atribuyas tanto mérito, sucio ratero. Veo que todos estos años no te han inutilizado la lengua. Dime por qué me invades la casa y me la hundes goteando por todas partes y quizá te perdone la vida.

—Enseguida, Emariz —replicó Lénisu, dejando la manzana en la mesa. Se quitó la capa, avanzó hasta la cama, cogió una silla y se sentó junto a ella—. Empecemos desde el final. —Frunció el ceño y levantó la cabeza—. Y vosotros, acercaos y sentaos.

Intercambié una mirada perpleja con Akín. ¿Por qué iba a contar lo ocurrido en la casa de Aleria a aquella Emariz que lo llamaba «sucio ratero» y a la que seguramente le daría igual todo aquello?

Nos acercamos y, como sólo había una silla vacía, nos sentamos ambos en el suelo.

—Bien, ¿acabas tu historia? —soltó bruscamente la vieja. Desde más cerca, su rostro parecía todavía más decrépito, pero sus ojos guardaban una claridad casi clarividente.

—Una persona a la que quieres tiernamente está a punto de morir en manos de la Guardia de Ató —la informó simplemente.

Sentí que el mundo se me venía abajo mientras la vieja suspiraba, exasperada.

—Granuja. Ya sabes que no cabe ninguna ternura en mi corazón.

—Por supuesto que no cabe —replicó seriamente—. Deberías comer un poco más.

—Y tú deberías hablar un poco menos. Encantada de conocer a tu sobrina. Aunque tenga la misma cara de granuja que tú. Ahora, déjame morir en paz.

¿Misma cara de granuja?, me repetí, indignada.

—Oh. De acuerdo —dijo Lénisu—. Supongo que el hecho de que sea Sain Yagruas el que esté metido en el cuartel general, condenado a la horca por contrabando y no sé cuántos delitos más…

—Sain Yagruas está a kilómetros y kilómetros de aquí —escupió la vieja. Pero vi que se le habían encendido los ojos.

—Estaba —rectificó Lénisu—, y dentro de unos días estará infinitamente más lejos. Triste fin —murmuró, aunque no parecía estar triste para nada. Se encogió de hombros y empezó a levantarse—. Una lástima para el buen hombre.

—Espera —masculló Emariz. Lénisu y ella se contemplaron un largo rato hasta que ella pareció capitular—. ¿Está ya metido en el cuartel general?

—Me temo que sí.

—Le mandaré una carta al Dáilerrin.

—Dicen que el Dáilerrin, este año, cambiará —intervine tímidamente—. Dicen que…

—Ya —me cortó ella—, que Eddyl será el próximo Dáilerrin. Pero quedan dos días para convencer a Payus de que suelte a Sain.

—Es terrible cómo el interés, a veces, puede parecerse a la ternura —pronunció Lénisu, pensativo.

Emariz pareció de pronto todavía más cansada que antes.

—La ternura mata, el interés salva —retrucó—. Y ahora fuera. No necesito a fracasados bajo mi techo.

—¿No tienes curiosidad por saber dónde he estado estos años? —preguntó Lénisu, como decepcionado.

La vieja iba a soltar algún insulto, pero pareció tragárselos cuando preguntó con terquedad:

—¿Dónde demonios has estado estos años, Lénisu?

Mi tío se ensombreció y sus ojos se desenfocaron.

—En los Subterráneos, oh bellísima Emariz. Metido en el fondo de la muerte.

Tuve las ganas irresistibles de taparme los ojos con la mano, y contuve un suspiro. Lénisu estaba definitivamente traumado por su vida pasada en los Subterráneos. Cuando volví a levantar la vista, vi que Akín tenía los ojos clavados en mi tío, brillantes de admiración.