Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

15 Rescate

Cuando volví a la taberna, Lénisu no estaba. Cené rápidamente, evitando las miradas preocupadas que me echaba Kirlens desde el mostrador, eché una mano a Wigy y Satme en la cocina y luego me encerré en mi cuarto, no sin antes cruzarme con Taroshi y hacer como que no existía. Hacía casi un año que no le hablaba.

En el cuarto, me tumbé en la cama y me puse a pensar. Por las cortinas malvas, se infiltraba una luz dorada que iluminaba la puerta de madera clara.

El plan estaba condenado al fracaso, pensé. Habíamos resuelto que Aleria alejaría a Daian del pasillo donde estaban las escaleras para bajar hacia el sótano. Suminaria y Akín se ocuparían de vigilar la calle y Galgarrios y yo iríamos al sótano para recuperar a Sain.

Conocía la pena a la que estaba sujeto un contrabandista. Por definición, un contrabandista era un ladrón y un traidor de los Pueblos Unidos. Algunos tenían tantos apoyos que no arriesgaban gran cosa, pero otros se jugaban el pellejo, o al menos una mano cortada. Y, por lo visto, como la Guardia de Ató andaba buscándolo, Sain parecía pertenecer a los contrabandistas de la segunda categoría, al menos ahora.

Recordé aquella vez en que me había pedido que robase un mapa de la biblioteca. Los dos «aventureros» no serían más que unos compañeros contrabandistas. Sain había parecido mentirme sin ningún escrúpulo. Yo me lo había tomado muy mal y él se había disculpado, ¡y menos mal!, me dije, sonriendo. Saqué de mi bolso la cajita donde seguía estando la rosa blanca, tan blanca como el primer día en que Sain me la había dado. Me persuadí que iba por buen camino, aun sabiendo que aquella historia de rosas blancas no tenía ni pies ni cabeza.

Cerré la caja y me la puse en el bolsillo. Tenía que poner mi plan en marcha o no funcionaría, me repetí, irónica.

Salté de la cama, y abrí la ventana… Es decir, que intenté abrirla. Estaba atrancada. ¿Cómo que atrancada? Forcejeé y desistí. Estaba definitivamente atrancada. ¿Pero quién…? Examiné la ventana, los batientes, y noté algo. Sí, ahí, una ligera vibración. Acaricié la manilla de la ventana y acabé por convencerme: la ventana estaba atrancada por un sortilegio.

Eso significaba que alguien había entrado aquí, pensé con un escalofrío. ¿Pero quién? Quizá Lénisu, quizá Kirlens, quizá un desconocido. O Taroshi. Descarté enseguida ese pensamiento. Taroshi era incapaz de cerrar una ventana con un sortilegio. Y Kirlens… jamás lo había visto como a un celmista y probablemente no supiese hacerlo tampoco, ¿o sí? En todo caso, ¿por qué?

Volví a mirar la ventana y solté un suspiro. Estaba perdiendo tiempo, me dije. Pero si deshiciese el sortilegio, nunca podría adivinar su autor. El cielo se oscurecía. Resoplé y decidí que había perdido suficientemente tiempo. Junté el jaipú y me lancé en su corazón. Deshacer cerraduras hechizadas no era una de mis especialidades: tenía que utilizar energía esenciática. Así que estuve batallando quizá un cuarto de hora. Empecé a rabiar y tuve que serenarme para volver a empezar mis intentos.

No tenía sentido que alguien hubiese querido cerrarme la ventana, y aun así, alguien lo había hecho. ¿Por qué?, me repetí por centésima vez. Al fin, noté que se rompía la cerradura y abrí la ventana, llena de un sentimiento de rabia. No tenía tiempo de reflexionar más.

Salí del cuarto y pasé por la terraza. Agarré firmemente la cuerda a la viga, la tiré hacia el callejón y me dejé caer al suelo en silencio. El cielo se había oscurecido pero no totalmente, así que esperé durante un cuarto de hora más, hasta ver que la oscuridad fuese casi total. Entonces, salí de mi escondite y me encaminé hacia la Calle del Sueño.

Evité varios Guardias de Ató y alguna que otra persona que caminaba por la calle. Cuando llegué a casa de Aleria, las campanas daban las diez, y vi salir a Galgarrios de otra calle. Perfecto. Le hice una señal y nos escondimos detrás de unos toneles mientras pasaba un hombre que iba dando eses. Lo reconocí: era Tanos el Borracho. Subía por la calle, aparentemente sin objetivo.

Levanté la mirada, atraída por un movimiento. Escondido detrás de una columna de piedra, vi a Akín hacernos un gesto. Le respondí y busqué a Suminaria con la mirada, pero no la vi. Aun así, decidí pasar a la acción.

Me levanté a medias y corrí hacia la puerta de la casa de Aleria, seguida de Galgarrios que se tropezó con algo que emitió un ruido horrisonante. Me giré hacia él con los ojos echando chispas. Me dieron ganas de estrangularlo. ¡Maldito! Acabaría despertando a todo el vecindario.

—Ten cuidado —le solté por lo bajo.

Acaricié la puerta y dibujé un signo de reconocimiento. Aleria abrió casi enseguida. Volví a echar una mirada hacia atrás, preocupada. Suminaria todavía no había llegado, ¿qué le habría sucedido?

Sin esperar más, nos deslizamos dentro de la casa. Aleria nos había trazado un plano para indicarnos dónde se encontraba Sain y a partir de ahí ella tenía otra tarea: la de mantener a Daian lejos del sótano. Galgarrios y yo teníamos que esperar unos diez minutos antes de pasar a la acción.

Esperamos en silencio mientras Aleria desaparecía en el fondo de un pasillo. La casa de Aleria era tan grande que era difícil que justo nos encontrásemos con Daian. Además, según su hija, siempre estaba encerrada en un cuarto en el piso de arriba, haciendo sus pociones, y hubiera sido mala suerte que pasase justo por el pasillo donde estaba el sótano que, según Aleria, había evitado como podía aquellos últimos tres días.

Galgarrios respiraba muy fuerte. Y a veces sus huesos hacían un crac ruidoso. Francamente, en aquel momento, me recordó a Ozwil, incapaz de ser silencioso un minuto, pero como supe que sería difícil darle lecciones de sigilo en unos minutos y en silencio, me tragué mis palabras.

Cuando estimé que los diez minutos habían transcurrido, nos pusimos en marcha. Encontramos rápidamente el pasillo y las escaleras que bajaban. Sentía la tensión aumentar. ¿Y si Aleria se había equivocado? ¿Y si no era Sain el que estaba ahí metido sino otro contrabandista que no tenía nada que ver? Rechacé esa idea y señalé a Galgarrios con el dedo, en medio de la oscuridad.

—Ni se te ocurra meter ruido —le dije.

—¿Quieres que me quede aquí? —preguntó con una voz tan baja que apenas le oí.

Lo observé, frunciendo el ceño, ¿sería un cobarde? Negué con la cabeza.

—No. Es probable que esté muy débil. Habrá que sacarlo de aquí entre los dos, y tú eres más fuerte. Vamos.

Bajamos las escaleras intentando no meter ningún escándalo. A cada peldaño que bajábamos, recé para que Galgarrios no perdiese el equilibrio en la oscuridad y no nos aplatanásemos abajo, delante de la puerta del sótano. Seguramente no fue gracias a mis plegarias, pero llegamos abajo sin despertar a toda Ató, y cuando me paré delante de la puerta solté un suspiro de alivio.

Entonces, oí un grito horrible que me recordó a los gritos de las arpïetas pero en mucho más estridente y potente.

Enseguida, una ola de imágenes me impactó a la velocidad del rayo y creí que me encontraba de repente en los Subterráneos. Aquella impresión no duró más que unos segundos. Aun así, me quedé petrificada en mi sitio, sin conseguir pensar en algo coherente. Al de un rato, me di cuenta de que apretaba la mano de Galgarrios con muchísima fuerza. Traté de soltarla y farfullé algo incomprensible.

—¿Qué era eso? —preguntó Galgarrios.

Él también lo había oído. Había oído el grito. No eran ilusiones mías. Al menos no me había vuelto loca.

Levanté la mirada hacia arriba de las escaleras. El grito había venido de ahí, pero ahora todo era silencio. Entonces, oí un murmullo que provenía de la puerta y me giré hacia ella, temblando.

—¿Sain? —murmuré.

La puerta estaba cerrada y en aquel momento lamenté no haber llamado a Suminaria para que la abriera. Pero entonces recordé que ni había venido. Ya se lo echaría en cara mañana, pensé. Ahora, tenía que hacer algo.

Me pasé diez minutos intentando abrir la puerta, y eso que adiviné que Daian no se había esmerado mucho en cerrarla. Diez minutos. Me pareció un récord y me habría sentido orgullosa si no hubiese sabido que no había tiempo para vanagloriarse. Divertida, me imaginé, por un instante, a Yori pensando que no tenía tiempo para alardear, pero eso era totalmente imposible, me dije. Él siempre encontraba tiempo para vanagloriarse.

Entorné la puerta y una masa me cayó bruscamente encima.

—¡Sain! —exclamé aterrada. Adiós, mi plan de sigilo, pensé muy a pesar mío.

Una cara calva pálida y con ojeras me examinó muy de cerca, parpadeando. Me había tirado al suelo. Había planeado un ataque, entendí. ¿Pero un ataque contra Daian? ¿Se habría atrevido? ¿Y por qué no? Después de todo, Daian era su carcelera.

—Soy Shaedra —le murmuré con un tono precipitado—. Venimos a salvarte. ¿Vienes?

Cuando hube acabado, Sain se tambaleó, tratando de sujetarse a la puerta, pero esta se abrió todavía más y el humano se derrumbó.

¡Haz algo Galgarrios!, pensé desesperada. Pero Galgarrios ya estaba intentando ayudar a Sain y me levanté para cogerle el otro brazo. Poco a poco, fuimos subiendo los peldaños. Sain intentaba ayudar, y finalmente alcanzamos el pasillo, la respiración entrecortada.

Recorrimos el pasillo y empujé la puerta del salón un segundo antes de que entendiese que ni yo ni Galgarrios la habíamos entornado.

La luz me invadió como un estallido horrible. Pestañeé, sintiendo el miedo recorrerme como el Trueno. En el salón, tres guardias de Ató nos hacían frente.

* * *

En un primer momento, sentí que se abalanzaban sobre nosotros. Dejé de sostener a Sain y Galgarrios tuvo que hacer lo mismo porque el contrabandista retrocedió unos pasos, hizo unos aspavientos como buscando un sitio adonde agarrarse, y se desplomó. Ahora, con la luz de las velas, pude ver distraídamente que tenía la cara mucho más delgada. A decir verdad, ya no estaba gordo como antes. Parecía enfermizo, más bien. Y esas pintas no las sacaba de tres días de hambruna: los negocios ese último año no habían sido buenos. Recordé sus palabras de despedida: “El aire empieza a estar cargado”. Sólo ahora entendía a qué se refería.

Clavé mis ojos sobre los tres Guardias mientras estos rompían un maravilloso jarro azul en medio de la mesa y corrían hacia nosotros, cargados con armaduras ligeras.

Todo pasó como en un sueño. Me cogieron las manos y me las ataron sin miramientos y yo me puse a gritar que no era justo, que Sain no había hecho nada malo, pero no me escuchaban. Les solté insultos, les dije que lo único que sabían hacer era encerrar a gente honrada. Entonces, uno tuvo una sonrisa torva y siseó:

—Cierra la boca, maldita.

Era tan intensa su mirada y tan imperativo su tono que me entró de pronto un miedo que me heló hasta la sangre y me quedé sin voz. Conocía a aquel hombre, me percaté. Era Brínsals, el que se había convertido en cekal un año atrás, tras un ataque de nadros rojos. Era enorme, era imposible que me equivocase de persona. Vaya, me dije, nunca había lamentado tanto poder darle un nombre exacto a una persona.

Nos empujaron hacia la puerta de salida. Afuera, varias personas se habían reunido, casi todas a medio vestir y medio dormidas. Las miradas de asco que me echaron me dejaron todavía más estupefacta. ¿Hasta qué punto había podido medir el odio que tenía esa gente contra los que no habían nacido en Ató?

Y entonces, me hice una horrible pregunta: ¿qué pena se le reservaba al que intentaba sustraer un contrabandista a la Justicia de Ató?

De golpe, me sentí terriblemente culpable por haber arrastrado a Galgarrios en mi maldito plan de evasión. Pensé en Akín y deseé con todas mis fuerzas que se hubiese retirado a tiempo. Mis pensamientos debían de estar envenenados porque en aquel momento vi a Akín junto a un Guardia de Ató. Nos miraba con los ojos dilatados. A él también se lo llevaban. ¿No había dicho un día que yo era la persona que más líos se atraía en toda Ató? Pues los líos en que me había metido antes no tenían nada que ver con el de ahora.

Suminaria no estaba por ningún sitio, y un pensamiento se fue lentamente infiltrando en mi mente. ¿Y si Suminaria nos había traicionado? ¿Y si había avisado a los Guardias del paradero de Sain y de nuestro plan? A partir de ahí, la odié con toda mi alma.

Nos llevaron a los calabozos de la ciudad. Nos dejaron cada uno en una pequeña celda donde sólo había un jarro de agua, un cuenco para los excrementos y un jergón de paja. Me dominaba tanto la rabia que no vi pasar el tiempo y me pareció que apenas habían pasado unos minutos cuando volvió el carcelero para abrirme y guiarme por los pasillos. Bien podrían haber pasado horas, ni me habría enterado.

Menudo camino me había indicado la rosa blanca, pensé, irónica, mientras andaba como un zombi por los pasillos de lo que tenía que ser el cuartel general.

Jamás había penetrado en el cuartel general, pero no me demoré admirándolo. Tan sólo me quedó una leve sensación de hostilidad y de ahogo, antes de quedarme clavada bajo la mirada del Mahir, el jefe de la Guardia de Ató.

—Quiero asegurarme de unas cuantas cosas —dijo con voz fría— antes de proceder a las habituales pesquisas. Bien. Estabas en casa de Daian Mireglia esta misma noche. Si mis afirmaciones son falsas, me interrumpes. Bien —repitió—. Mis guardias te encontraron en compañía de Sain Yagruas y de Galgarrios Finerian pasando por el pasillo del ala sur.

Yo lo miraba, inmovilizada por sus ojos, sin saber si tenía que asentir o simplemente callar.

—Entrasteis en esa casa. ¿Con qué objetivo? Contesta.

Una pregunta. Tenía que contestar rápido. Era la mejor forma de convencer de que decía la verdad.

—Entramos ahí para salvar a Sain porque él es una persona honrada y no es un contrabandista.

Jugué con mi inocencia y con mi voz infantil. Quizá se convenciese de que ignoraba que Sain fuese realmente un contrabandista.

El Mahir, sin embargo, encadenó con otra pregunta.

—Sain es un contrabandista, pero el hecho de que lo sea no puede empeorar la pena que le puede caer, así que escúchame, vas a intentar contestar a mis preguntas con toda la claridad posible. ¿Qué hacía Sain en casa de Daian?

De pronto, se me ocurrió que quizá no fuese normal que el Mahir en persona se encargase de un asunto de contrabando. Los pensamientos se me entremezclaban pero intenté contestar.

—Estaba encerrado —farfullé—. En el sótano. Supongo… supongo que Daian tenía intención de entregarlo a la justicia —mentí.

—¿Y tú fuiste en plena noche a su casa para liberarlo? —Hizo una pausa—. Así que según lo que dices, Sain se habría encontrado en casa de Daian, ella lo habría visto y lo habría encerrado sola en su sótano, en vez de llamar a un guardia y acabar con el asunto.

No me creía.

—¿Cómo supiste que Sain estaba encerrado en el sótano?

Era imposible contestar a esa pregunta sin sacar a Aleria.

—Porque… porque…

—¿Porque Aleria te lo dijo? —me ayudó.

Asentí.

—Sí. Sain siempre ha sido un hombre bueno. No pudo…

—¿No pudo qué?

—No pudo convertirse en contrabandista —acabé por decir.

El Mahir me observó un momento y luego soltó un suspiro y meneó la cabeza.

—Ya te he dicho que el mayor problema de Sain no es el contrabando. Se lo acusa de haber sido cómplice de la desaparición de Daian Mireglia.

Por un instante, creí que estaba bromeando, pero claro, no tenía sentido que el Mahir estuviese bromeando. Entendí que decía la verdad. Daian. Aquel grito terrible…

—¿Y Aleria? —pregunté, temblando y sintiendo las lágrimas en los ojos.

El rostro del Mahir se había suavizado, pero aún conservaba un tono terriblemente sombrío.

—Aleria está bien.

—Sain no ha hecho nada. —Salté de pronto, invadida por una nueva energía—. Él le vendía plantas, nada más. Se encontró sólo en el sitio y en el momento equivocados.

—Como tú, Galgarrios y Akín. Mucha coincidencia, pero espero que digas la verdad. Dlerrin, llévala a los cuartos.

Quise protestar, pero no hice nada porque mi repentina fuerza me había abandonado y me sentía de pronto vacía. Cuando entré en el cuarto, vi que mi condición había mejorado favorablemente. Había una cama, una mesilla, una silla y una ventana por la que algún día tuvo que pasar la luz, pero ahora sólo había un muro de piedra detrás de unos barrotes. Dlerrin me dejó en el cuarto y cerró con llave. Seguían tratándome como a una contrabandista, pensé. Pero me corregí enseguida. No, no me trataban como a una contrabandista. Me trataban como a una persona sospechosa de haber participado a un rapto. Increíblemente ridículo.