Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

17 Castigos

—¡Wuaw! No sabía que tuvieses un tío aventurero, Shaedra —me soltó Akín, exaltado.

—Tampoco yo lo sabía hasta ayer.

Estábamos subiendo la calle en compañía de Galgarrios y nos dirigíamos hacia la biblioteca. Ya no llovía pero ahí donde no había adoquines estaba todo encharcado y yo tenía toda la ropa hundida.

Nos habíamos perdido la lección de Áynorin, pero eso era la menor de nuestras preocupaciones. Ahora mismo, tenía los pensamientos girados hacia Aleria y Sain. La primera, con la desaparición de su madre, se había quedado sin familia. El segundo estaba condenado a muerte.

Habíamos intentado ir a ver a Aleria a su casa, pero nos había cortado el paso una vecina llamada Trwesnia, parecida a un palo seco, pretextando que Aleria estaba durmiendo. Me dieron ganas de darle un empujón y entrar en busca de Aleria, pero en aquel momento Trwesnia me había dado a entender que, de todas maneras, Aleria no quería ver a nadie. No me quería ver a mí. Ahora me daba cuenta de que seguramente hubiese sido un golpe bajo de Trwesnia para obligarnos a desistir y alejarnos, pero entonces me había ahogado una oleada de culpabilidad que inútilmente podría intentar analizar.

Galgarrios parecía haber vivido las cosas con más serenidad que yo. Akín parecía querer volver a su constante buen humor, como para apartar definitivamente los pensamientos sombríos. Yo, en cambio, tenía la sensación de estar acumulándolo todo y tenía ganas de explotar.

—¡Shaedra, Akín! ¡Galgarrios! ¡Shaedra! —gritaba una voz a nuestras espaldas.

Nos giramos de golpe y vimos a Aleria correr hacia nosotros. Tenía los ojos rojos y parecía haberse arañado las mejillas con sus uñas. Akín se puso a bajar la calle hacia ella, corriendo, y Galgarrios y yo lo imitamos.

—Akín —articulaba Aleria, pasándose furiosamente la manga de la túnica sobre los ojos.

Akín posó las manos en sus hombros.

—Estamos aquí, Aleria. Estamos aquí.

Cuando se hubo recuperado un poco, fuimos a la Neria y nos sentamos en la hierba en silencio.

—Tenemos que hacer algo —dijo Aleria de pronto—. Tenemos que salvar a mi madre.

Hablaba en plural porque no se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse sola a la realidad. Yo no era quien para decirle que no.

—Yo te ayudaré, Aleria —afirmé.

—Y yo —soltó Galgarrios.

Akín nos miró como si nos hubiésemos vuelto locos. Se giró hacia Aleria… y de pronto esta suspiró como si se le fuese la vida en ese suspiro.

—Akín tiene razón —dijo, aunque él no hubiese dicho nada—. No tiene sentido.

—No, Aleria. Sí que lo tiene —replicó Akín con fuerza—. Lénisu nos ayudará. La encontraremos.

Aleria lo miró, perpleja.

—¿Lénisu?

Y entonces les expliqué todo lo que me había pasado ayer, evitando sin embargo la conversación sobre Jaixel y sobre lo de irse de Ató. Al menos contarles mi encuentro fortuito con Lénisu tenía una ventaja: dejamos por un tiempo de abordar temas dramáticos. Cuando acabé mi narración, sin embargo, la esperanza que había nacido en los ojos de Aleria acabó por desaparecer.

—Tu tío Lénisu no me ayudará. Cuando entré en el cuarto, ya no estaba, ¿entiendes? Ahora no sabemos dónde está. ¿Cómo va a saberlo Lénisu?

Nos quedamos silenciosos, aturdidos.

—Quizá pidan un rescate —propuso Akín.

—No. Ya lo habrían pedido. Además, tú mismo dijiste que esas sombras no parecían saijits.

Me sobresalté.

—A mí me dijiste lo contrario —noté.

Akín carraspeó.

—Al principio no me parecieron saijits. Pero luego me dije que no podían entrar criaturas en Ató sin que los Guardias se enterasen…

—Genial —solté—, así que no tenemos ni la más mínima idea de quiénes fueron los atacantes.

De pronto vi que Aleria se estremecía y lamenté mis palabras enseguida.

—Pero eso no me frenará —dije, sintiendo de pronto que intentaba parecerles más grande y poderosa de lo que era en realidad.

Y, sorprendentemente, coló. Aleria se irguió y asintió, Galgarrios agitó la cabeza y Akín se hinchó los pulmones y afirmó:

—Daian vive y vivirá.

—Estúpidos —soltó una voz.

Nos giramos todos hacia Suminaria. Estaba ahí, de pie, y me pregunté desde cuando nos estaba espiando. Me cegó una ira irracional y repentina. Sain iba a morir por culpa de Suminaria.

—¡Traidora! —exclamé, levantándome de un bote y arrojándome sobre ella.

Mi reacción la tomó por sorpresa y mi ataque cundió. Le arañé la cara y el brazo con mis garras, ahogada por la rabia. Suminaria paró mi segundo ataque con un movimiento fluido y realizó un sortilegio con la rapidez del rayo. ¡Un escudo!, pensé, incrédula, mientras me chocaba de pleno contra él. Me pareció percutir una alfombra llena de agujas. Retrocedí, aturdida y horrorizada, me tambaleé, perdí el equilibrio y sentí que mi frente tocaba la hierba con brutalidad.

* * *

Desperté en una sala cubierta de parqué, débilmente iluminada por unas claraboyas. Me dolía todo el cuerpo. Volví a cerrar los ojos, apretando los dientes. Había soñado con que me atacaba una forma oscura con los mismos dientes que Yori pero ensangrentados y más largos. Al cabo de un rato noté que no me dolía todo el cuerpo sino sólo unas partes.

Abrí los ojos, bajé la cabeza hacia mis manos y solté un grito ahogado. Donde había tenido garras ahora sólo tenía vendajes blancos. También tenía los pies vendados. Poco a poco fui entendiendo que aquello no era un sueño.

Me habían quitado algo que era mío.

Las lágrimas empezaron a brotar desordenadamente. Me habían mutilado. Me habían arrancado mis garras. Ya no me salían más lágrimas pero tenía por dentro un peso que parecía una madeja aceitosa llena de pesadillas. Lentamente, me acerqué las manos a la cara y las observé largo rato, abatida. Entonces, inopinadamente, me volvieron las lágrimas, me tumbé en el parqué y me dejé morir poco a poco.

Me despertó un mano fuerte que me sacudía los hombros. Abrí los ojos. Un rostro desconocido de caito me hacía frente, vestido con una túnica blanca. No parecía un Guardia de Ató.

—Arriba —me ordenó.

Cuando me puse de pie, me atravesó un dolor agudo en los pies y vi puntitos negros en mi campo de visión. Parpadeé y me esforcé por mantenerme en pie. Eché una mirada hacia el caito y apreté los dientes. Me había parecido verle sonreír, con aire sardónico. No le iba a dar el placer de mostrar que sufría, decidí.

Di un paso e inspiré hondo para no gritar.

—Asesinos —mascullé.

El caito me cogió del brazo y me obligó a andar hacia la salida. Fue una tortura.

No miré hacia mi alrededor. Me bastó con saber que me encontraba en la Pagoda Azul. Luego me desentendí de todo lo que me rodeaba y me concentré en no desmayarme.

En un momento, alguien me ayudó a sentarme en una silla y el dolor se hizo un poco más soportable. Los puntitos negros fueron desapareciendo, mi visión se estabilizó y pude ver dónde estaba, lo que no me reconfortó para nada.

Ante mí había una mesa con tres personas sentadas. Una de ellas era el maestro Áynorin, pálido en su túnica negra, que me miraba con los ojos agrandados. Las otras dos personas no las reconocí, aunque ambos, como Áynorin, eran elfos oscuros. Pero existía una gran diferencia entre ellos y Áynorin, porque además de ser absolutos desconocidos para mí, me miraban de una forma que no me dejaba prever nada bueno.

—Gracias, Narris, puedes retirarte —dijo el elfo oscuro del centro, el más gordo de los tres. Su voz era pausada y ya parecía aburrirse.

El caito de túnica blanca esbozó el habitual saludo, juntando las manos y pegándolas en la frente, antes de salir, cerrando la puerta detrás de él.

Me mordí la lengua para impedirme llorar más. Ya no era una nerú indefensa. Era una snorí y, aunque tenía las manos y los pies ardiendo como si me los hubiesen apuñalado cien mil veces, tenía que guardar la calma. Guardar la calma, me repetí. Sentí el sabor a sangre en la boca. El dolor en mi boca me hizo olvidar que el otro dolor era mío. Aun así, decidí que no quería tener cercenada la lengua además de las garras así que dejé de mordérmela y esperé.

La elfa oscura, con una voz clara, empezó a hacer un resumen de mis delitos y los escuché como pude, aturdida y dolorida. Había ayudado a un contrabandista criminal. Había atacado a una compañera mía, Suminaria Esyébar Ashar, hiriéndola gravemente. ¿Ashar? Fruncí el ceño. Aquel apellido me sonaba. ¿Hiriéndola gravemente?, me repetí entonces.

Poco a poco fui sonrojándome hasta sentir que la sangre me hervía por dentro. Suminaria no tenía nada de traidora. No tenía sentido. Ella no había hecho nada. ¿Pero en ese caso por qué tenía la impresión de que no podía fiarme de ella?

—¿Está grave? —pregunté de pronto.

La elfa oscura se detuvo en plena explicación de cómo había ocurrido el ataque y me miró con desprecio.

—Le arañaste la cara y el brazo. Perdió sangre abundantemente y guardará cicatrices.

En aquel instante me hubiese gustado que todo el mundo se olvidase de mí.

Áynorin intervino.

—Suminaria se repondrá. Estoy seguro de que harán todo lo posible para quitar sus cicatrices.

Me había quedado blanca como la nieve.

—Yo no quería… Ella… —jadeé—. ¿Qué me vais a hacer? —pregunté levantando la cabeza hacia ellos.

—Como no tienes aún catorce años, recibirás un castigo de menor de edad —contestó la elfa oscura—. En lo referente a lo ocurrido en la noche de Garra a Ventisca, se te ha retirado el castigo por entrar en una propiedad que no era la tuya sin autorización, pero recibirás una multa de quinientos kétalos. En cuanto al asunto del ataque a una compañera, tendrás que pagar una indemnización a la familia de Suminaria de dos mil kétalos y…

Dos mil quinientos kétalos. Era una suma exorbitante. Seguramente el hecho de que los eventos se hubiesen pasado casi al mismo tiempo había subido considerablemente el precio. Más el hecho de que era ternian.

—¿Y? —solté en un soplo inaudible, esperando que añadiese algo que me dejase totalmente en deuda con Suminaria, no solamente en vida, sino también en muerte.

—Y el otro castigo ya se ha aplicado, por lo que veo —apuntó.

Las garras, entendí, sintiendo que estaba a punto de desfallecer. Clavé los ojos en los de la elfa oscura, quizá pensando que se avergonzaría de la enormidad que sin duda había aprobado ella, pero ni eso. Me sostuvo la mirada con frialdad y añadió:

—Tienes una semana para dar los quinientos kétalos a la Pagoda, y cuatro para dar los dos mil a la familia Ashar. Después de ese plazo, si no pagas, tendrás que ponerte al servicio de Ató y de la familia Ashar, si esta consiente, hasta que se consideren pagadas tus deudas.

—Yo quiero añadir otro castigo —intervino el elfo oscuro del centro—. Me parece del todo normal que vayas a presentar tus sinceros remordimientos a la joven Ashar.

—¿Juras por el Dragón y el Libro de Ató que respetarás estas condiciones para recibir tu libertad?

Asentí, tragando saliva.

—Juro respetarlas.

Entonces ambos se levantaron y Áynorin los imitó con un movimiento más lento. Salieron de la sala pero él fue el único en soltarme una mirada inquieta antes de desaparecer detrás de otra puerta. Luego salió Narris y volví a vivir la tortura, además, durante más tiempo pues tuve que andar más hasta la salida.

Pasé delante de un grupo de nerús en plena lucha y estos se pararon para contemplarme pasar. Con un paso firme solamente aparente, crucé los últimos metros hasta llegar a los peldaños exteriores de la Pagoda Azul. Ahí me esperaba Lénisu, sentado en una raíz, junto a un árbol. Parecía estar ahí desde hacía horas.

Cuando me vio, se levantó de un bote y me ayudó a bajar los peldaños. Narris ya me había abandonado a la salida y había vuelto a su antro Azul. Malditos, pensé.

—Los odio a todos —siseé, cojeando, rabiando y atravesada por un continuo dolor.

—No me extrañaría que Suminaria también te odie —replicó fríamente Lénisu.

Lo miré. Por una vez, parecía enfadado.

—A mí tampoco —reconocí—. Así que mejor ir ahora mismo a presentarle mis «sinceros remordimientos». Antes me estrangulará, mejor será.

Me puse a temblar y me apoyé en un árbol, con lo que el dolor lancinante de mi mano se despertó otra vez. Tuve náuseas y quise poder volar para que no me doliese tanto.

—Según he oído, lleva dos días en la cama —me informó Lénisu—. Creo que será mejor que esperes y que tú también te repongas.

—Estoy bien —repliqué con brusquedad.

—Claro.

—¿Has dicho dos días? Eso significa que el Dáilerrin…

—Sí, en dos días han pasado muchas cosas y tú estabas encerrada en esa maldita pagoda sin que yo pudiese hacer nada para sacarte de ahí. Seré breve: Eddyl Zasur es el nuevo Dáilerrin y no me cae bien, Sain ha muerto ahorcado, tu querida amiga Aleria ha desaparecido, el otro, Akín, también desapareció pero lo encontraron en los bosques, creo que la buscaba… ¿y qué más? Ah, sí, tú.

Se giró hacia mí mientras yo sentía que ya no volvería a ver el sol en el cielo.

—Tú, sobrina mía, ¿cómo se te ha ocurrido dar tu palabra a un semi-orco?