Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

14 Contrabando

Cuando llegué a la biblioteca eran las dos. Había querido salir de mi cuarto, porque había tenido la impresión de sofocar, lo que tenía una base lógica, porque afuera golpeaba el sol como un fuego perpetuo. ¡Menos mal que el sol moría a veces!, me dije, riéndome por dentro. Me había esperado que Lénisu sacase algo más sustancial que “El sol siempre nace y muere, pase lo que pase”. ¡Menuda frase! Tuve que reconocer que Lénisu era todo un personaje.

Cuando entré, Rúnim no estaba en el escritorio. Tampoco la esperaba. Ella se ocupaba de estar ahí por las mañanas; por la tarde, le tocaba a Usin. Usin era un caito, no muy hablador, curiosamente debilucho, de tez pálida y ojos negros, que nunca me había acabado de caer bien.

Pasé de largo y entré en la Sección Celmista. Me senté en la sección de historia y contemplé todos los libros con cara aburrida. Tenía que hacer un esfuerzo o en la prueba de historia sacaría la peor nota de todos. Cogí un libro sobre el siglo cuarenta y siete. Caí en la fecha 4625. Mil años exactos me separaban de aquel año. Mucho tiempo. Demasiado para que me interesase por lo que había pasado entonces.

Iba a cambiar de página cuando me asaltó de pronto un pensamiento. Le había dicho a Lénisu que iría con él.

¡Qué locura! ¿Para qué marcharse de Ató, si era el único lugar del que me quedaban verdaderos recuerdos? Recuerdos, pensé. ¿En eso se convertiría Ató si me alejaba de la ciudad y la dejaba atrás? Los rostros de mis compañeros me pasaron por la mente tan vívidamente que me dolieron los ojos. Aleria, Akín, Galgarrios, Suminaria, Salkysso, Kajert… Y Nart. Aunque no lo hubiera soportado si hubiese estado en mi clase, Nart era un buen amigo. Conocía mucho peor a Mullpir y Sayós, pero supe que los extrañaría. Y el maestro Áynorin. Y Lisdren, el hijo del tejedor, que siempre me saludaba. Y estaba segura de que si hubiese conocido a Sarpi un poco mejor, la habría añorado también.

Anudar amistades tenía sus inconvenientes, desde luego. Porque marcharse de un lugar se convertía de pronto en una hazaña terrible. Además, ¿no se suponía que tenía que quedarme en la Pagoda Azul, convertirme en kal y luego en cekal, y servir la ciudad durante los Años de Deuda? Eso era la teoría. Pero Lénisu era mi tío y decía que había que irse. Nos iríamos en busca de Murri y Laygra. Aquel simple pensamiento me devolvió un poco el ánimo.

Alguien posó brutalmente un libro sobre la mesa.

—Estoy harta de estudiar —pronunció Aleria con amargura.

La contemplé, atónita. ¿Aleria, harta de estudiar? Me sonreí, triunfal.

—¡Enhorabuena! —le dije alegremente—. Bienvenida al bando de los perdedores.

—No soy ninguna perdedora —replicó.

Me fulminó con la mirada y abrió su libro de un golpe brusco. Era un libro enorme de historia del último siglo, período que tenía muchas más probabilidades de caer en el examen que el del siglo cuarenta y siete. Fruncí el ceño.

—Ni yo. ¿Qué te has creído? Cuando esté delante de las preguntas de historia, trataré de convencerme de ello. Así igual le convenzo al jurado —razoné.

Aleria se echó a reír pero su risa se silenció enseguida. Echó un vistazo a su alrededor, buscando probablemente al Archivista Mayor. Entonces, se inclinó hacia mí y me miró con seriedad.

—Shaedra, tengo que contarte algo bastante terrible.

Agrandé los ojos. ¿Habría oído algo sobre Lénisu? ¿Se habrían enterado todos de que teníamos la intención de irnos de Ató? ¿Y qué les importaba a los demás que nos marchásemos?

—¿Qué? —solté bruscamente.

—Se trata de aquel hombre que iba al Ciervo alado, hace ya tiempo. El que decías que era un malhablado.

—¿Sain? —articulé, perpleja. ¿Por qué me hablaba de pronto de Sain?

Pero Aleria asentía, por lo visto demasiado turbada por lo que iba a decir como para ver mi reacción.

—He oído que lo están buscando por Ató.

—¿Ha vuelto? —Que Sain hubiese vuelto me llenaba de alegría pero…—: ¿Por qué lo están buscando?

—No es un hombre tan honrado como creías.

Puse los ojos en blanco. Jamás había creído que Sain fuese un hombre honrado en el sentido en que lo interpretaba Aleria.

—Según lo que he oído, es contrabandista desde hace años. Comercia con todo tipo de artículos ilegales. Hasta con plantas venenosas.

Me observó atentamente, como si estuviese buscando algo. Entonces entendí. Estaba intentando adivinar si me asombraba la noticia o no.

—No me sorprende —admití—. Ya sabía que no tenía que hacer cosas muy legales. Pero… ¿está en la ciudad?

Aleria hizo una mueca. Volvió a mirar a su alrededor y bajó todavía más la voz.

—Está en mi casa —la contemplé, boquiabierta, pero ella continuó sin dejarme preguntar nada—. Mi madre estaba realizando un experimento muy complicado.

—Oh. Entiendo.

Daian, como alquimista, tenía que haber sido cliente de Sain. Había tenido que comprarle plantas ilegales para realizar algunos de sus experimentos. Nunca habría pensado que Daian haría eso. Se suponía que era una mujer que se atenía estrictamente a las reglas de la ciudad. Era una maniática de las leyes, tanto como Wigy de la limpieza. Pero también tenía una profunda pasión por sus experimentos y si necesitaba una planta que no podía adquirir más que por medio del contrabando… En aquel momento tenía que estar histérica.

—¿Qué piensa hacer tu madre? —le murmuré.

—Está perdida. No sabe qué hacer. ¿Tú tienes alguna idea?

Genial, me incumbía a mí ocuparme ahora del prestigio de Daian y Aleria y sacar de apuros a Sain. Como Aleria me miraba con cara esperanzada no tuve más remedio que asentir.

—Confía en mí. Vamos a sacar a Sain de tu casa sin que nadie se entere.

Aleria asintió enérgicamente, aprobando un plan que no era precisamente muy detallado ni óptimo, pero ahora parecía mucho más tranquila. Su confianza, en vez de infundirme valor, me pesó como un saco lleno de piedras.

—Habrá que convencerla —susurró Aleria.

—¿A tu madre? ¿Por?

—Lo ha encerrado en el sótano y no quiere volver a ver su cara. He conseguido darle un poco de comida, pero hoy mi madre me ha pillado. No se da cuenta de que lo está matando.

Palidecí.

—¿Desde cuándo está ahí?

—Desde hace tres días —contestó ella con un hilo de voz.

—Así que estabas extraña estos días —observé—. Sabes guardar los secretos para ti —carraspeé—. En fin…

Me levanté y guardé el libro de historia en las estanterías. Aleria me miraba, curiosa y turbada.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué quieres que haga? —repliqué más bruscamente de lo que hubiera querido—. Aleria, Sain será un contrabandista, pero tu madre está encarcelando a una persona y si no hacemos nada puede ocurrir una catástrofe.

Nada más ver a Sain enterrado en un sótano, sin comida ni agua, me sentí mareada.

—Pero… —Sus labios temblaron, los apretó e inspiró hondo—. De acuerdo. ¿Te puedo ayudar en algo?

Pensativa, me quedé un rato acariciando la mesa con mis garras semi ocultas. La operación tendría que tener lugar de noche. Aleria se ocuparía de alejar a su madre y yo bajaría al sótano, lo sacaría de casa y… De pronto, se me iluminó la cara.

—Vamos a necesitar más ayuda. ¡Esto va a ser emocionante! —solté, un poco demasiado alto.

El silencio recayó y le murmuré a Aleria:

—¿Crees que los Guardias de Ató están al corriente de dónde está?

Aleria me miró, espantada.

—¡No! Claro que no. Si no ya lo sabríamos. Tuvo que venir directamente a mi casa para venderle esas plantas. —Su voz se quebró—. Era lo último que nos faltaba.

Desvió la mirada hacia el libro y se sumió en él, desentendiéndose de todo. Bueno, ella no tenía la culpa de nada, ¿verdad? Pero tampoco yo. Suspiré.

—Esta noche iré a tu casa y lo sacaremos de ahí —le prometí—. ¿Estará… en forma para andar, verdad?

Aleria, con aparente esfuerzo, despegó sus ojos de las líneas del libro para observarme con una seriedad escalofriante.

—Hay que sacarlo de ahí —dijo simplemente.

Sonreí, intentando aligerar la tensión que brillaba en sus ojos.

—Y lo sacaremos, Aleria. No creas, esto será un buen entrenamiento para nuestros exámenes.

De pronto, los ojos de Aleria se perdieron en la lejanía.

—Sí, lo será.

Tenía tantas preocupaciones en la cabeza ya, que el problema de Sain parecía ser la gota que colmaba el vaso. Aun así, me pareció una buena ocasión para concentrarme en otra cosa que en todas las palabras que me había dicho Lénisu. Mejor no quedarse estática dándole vueltas a cosas incomprensibles.

—Odio la historia —solté, dejándome caer en la silla, vencida, los ojos clavados en la enorme estantería llena de libros.

—Piensa que no la odias —propuso Aleria—. Te será más fácil aprendértela.

Cogí un libro sobre la Gran Guerra del Hielo. De 5489 a 5500. Ya me lo había leído, recordé. Bueno, no entero, me corregí. ¿Había acaso un libro de historia en aquella biblioteca que había leído desde el principio hasta el final? Lo abrí al azar y caí en una página donde hablaban de las fases de la Luna durante el largo Ciclo de Hielo del final del siglo cincuenta y cinco. ¿Qué tenían que ver las fases de la Luna con la guerra? Busqué la respuesta en la página y no la encontré. Había cálculos astrológicos para determinar el por qué el Ciclo del Hielo aquel había durado tanto, pero según el escritor no sólo había que buscar la explicación en los fenómenos astrológicos sino también en las líneas energéticas de la Superficie y de los Subterráneos. El escritor ponía mayúsculas a estas palabras.

—Parece que de pronto te has enamorado de la historia —observó Aleria.

Meneé la cabeza.

—Esto no tiene nada que ver con la historia. La verdad, no sé qué demonios hace el libro en esta sección.

—El título es La Gran Guerra del Hielo, ¿y te preguntas qué hace en la sección de Historia? —se rió.

Puse los ojos en blanco y seguí leyendo. Al de un rato, llegaron Akín y Galgarrios, ambos con libros en las manos. Los posaron en la mesa con pesadez.

—Uf —soltó Akín—. Creí que nunca os encontraríamos. ¿Quién iba a imaginar que Shaedra estaría estudiando Historia?

—Mm. ¿Y quién imaginaría que estudiarías biología? —le repliqué, leyendo el título de uno de sus libros, Fenómenos: fotosíntesis y reacción del morjás en las plantas.

—He llegado a una conclusión: estos exámenes nos están trastornando gravemente.

—Coincido con la conclusión —dije.

—Odio la energía esenciática —se quejó Galgarrios.

Dando un bote en mi silla, le di un abrazo exagerado.

—¡Me alegra ver que no estoy sola!

Él se removió, inquieto. Siempre tan tímido. Le solté y cerré el libro que estaba leyendo.

—¿Adónde vas? —me preguntó Aleria.

—Voy a buscar un libro más interesante. Y de paso, quizá vea a Suminaria.

Su rostro se ensombreció pero no dijo nada.

—Aleria, ¿no me digas que sigues enfadada con ella? —soltó Akín, adivinando lo que pasaba.

Ella se sumió en su lectura sin contestar, los labios apretados.

Me alejé, evitando la mirada perpleja de Akín. Aleria, a veces, era exasperante. Además, ¿cómo había podido esperar tres días antes de decirme que Sain estaba escondido en su casa, o más bien encarcelado y hambriento? ¡Sólo por la honra! Estaba casi segura de que era por la honra, por la buena imagen que daban, ella y su madre… Decidí sin embargo que aquel momento no era el mejor para enfurecerse contra Aleria. Además, me marcharía pronto. No quería enfadarme con ella… ¿verdad? Aunque si me enfadaba con ella, la despedida sería menos difícil. Me traté de cobarde y eché a un lado todos mis pensamientos. Tenía tantos que me daba la impresión de tener que andarme con pies de plomo para no pisar ninguno.

Encontré a Suminaria y me olvidé totalmente del libro. Su largo cabello rubio caía libremente sobre sus espaldas y apenas se le veía el rostro, inclinado sobre un libro de la sección de Literatura.

—Dudo que nos pregunten cosas de literatura —dije.

—Quién sabe —replicó ella, antes de girarse hacia mí—. ¿Andas buscando algo?

—En realidad, te estaba buscando a ti. Los demás estamos todos en la sección de Historia. ¿Vienes?

Suminaria dudó.

—Aleria…

—Bah —la interrumpí antes de que dijese bobadas—. Aleria está un poco estresada por los exámenes, nada más. ¿Vienes?

—Pero la Piedra del Fuego existe realmente —insistió—. Aleria es más tozuda que un burro.

Me eché a reír por la comparación pero defendí a mi amiga:

—Y tú eres como ella. No paras de hablar de esa Piedra del Fuego. ¿Qué importa que exista o no?

Cuando llegamos a la sección de Historia, nos instalamos ahí durante varias horas, trabajando duramente. Yo me encontré un libro sobre los años de la reconquista de las Llanuras del Fuego por los ajensoldrenses a principios del siglo pasado. Por lo menos había pocas fechas y muchas anécdotas, así que pude seguir un poco el hilo. No estaría mal si les pudiese soltar un rollo sobre aquel tema a los del jurado, cavilé. Y luego aparté aquel pensamiento. Para tener una idea clara de un período de historia, hacía falta tiempo, y yo prefería pasar el tiempo que me quedaba, quiero decir el tiempo que me quedaba en Ató, para… ¿para qué? En realidad, ¿por qué quería esperar a pasar los exámenes? ¿Qué me importaba lo que podrían pensar de mí los del jurado? ¿Y sí me marchaba antes? No podía negar que tenía curiosidad por pasar los exámenes, pero también ardía con la idea de salir de Ató con Lénisu y partir al fin a la aventura. Adiviné la envidia que tendrían Akín y los demás, y entonces me pregunté si sería capaz de decirles adiós. Bah, acababa de conocer a Lénisu. Quizá cambiase de pronto de idea y se fuese sin despedirse de mí, sin volver más, como Murri. Aquella posibilidad me hizo tanto horror que me levanté de un bote.

—¿Qué ocurre? —preguntó Akín, sobresaltado.

—Nada —dije—. Voy a…

De pronto recordé que Sain necesitaba mi ayuda. No podía hacer nada para ayudarle a Murri en el inmediato. Pero Sain, él, lo conocía desde hacía años y era como un tío para mí. Tenía que ayudarlo.

Me giré hacia Aleria, interrogante, haciéndole entender que pretendía revelarles lo que pasaba. Sorprendentemente, a pesar de la presencia de Suminaria, asintió con firmeza.

—Akín, Galgarrios, Suminaria —hablé solemnemente, sin olvidar de bajar la voz—, tenemos al menos un problema.

Les relaté el caso, Aleria añadió algún detalle, y al fin, pude apreciar sus reacciones. Akín estaba boquiabierto. Galgarrios fruncía el ceño. Suminaria contemplaba a Aleria con una fijeza turbadora. ¿Seguro que Aleria había querido decírselo a ella?, me pregunté de pronto. En cualquier caso, lo hecho hecho estaba.

—Bien —dije, atrayendo otra vez su atención—, ahora que sabéis todo, esto es lo que propongo que hagamos.