Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

13 Traumas (Parte 2: La huida)

—¿Quién eres? —le pregunté. Pese a mis esfuerzos por controlar mi voz, era evidente que temblaba.

—Me llamo Lénisu.

Me contempló unos segundos y frunció el ceño.

—Mira, ¿y si nos sentamos? Tendrás muchas cosas que contarme.

Pensé escaparme otra vez, subir las escaleras hasta mi cuarto y salir de la taberna… ¿pero para ir adónde? Lénisu quizá no fuese tan peligroso como parecía. Quizá viniese en nombre de Murri. Una súbita esperanza me hizo asentir con la cabeza.

Lénisu me guió hasta una mesa apartada y me invitó a que me sentara. De reojo vi a Kirlens fruncir el ceño. Se le había ensombrecido el rostro y cuando vino, su masa imponente nos tapó del resto de la taberna.

—¿Qué le quieres, forastero? —preguntó. Su voz no era muy amigable.

—¿Que qué le quiero? Hablar con ella, por supuesto. —Entornó los ojos y sonrió levemente, los ojos levantados hacia él—. Eres el tabernero Kirlens, ¿no es así?

—Sí, y cuido a Shaedra como si fuera hija mía así que más vale no entrometerte en asuntos que no te conciernen.

Jamás le había visto tan serio. ¿Realmente me había considerado como a una hija?, me pregunté de pronto. Siempre me había tratado bien, había pagado mis estudios… pero en el fondo siempre había sabido que no pertenecía a su familia. Wigy era diferente, ella era humana, y además no era tan independiente como yo.

Pero Lénisu estaba lejos de dejarse intimidar.

—Mira, amigo, yo soy Lénisu Háreldin. Y yo decido de los asuntos que me conciernen o no me conciernen, ¿entiendes?

El tabernero ladeó la cabeza. Su quijada se había tensado.

—Perfecto, Lénisu Háreldin. Pero quiero que sepas que yo soy el propietario de este establecimiento. Yo decido si una persona puede entrar… o no.

Lénisu puso los ojos en blanco y se acomodó mejor en su silla.

—Anda, buen hombre, ¿y si te unes a nosotros y dejas ya de protestar?

Admiré la manera con que Lénisu se comportaba, con ese desparpajo, seguro de que obtendría lo que quería.

Finalmente, Kirlens fue a buscar unas cervezas y unos platos de arroz con verduras y pan. Le hice sitio en el banco y me incliné sobre mi plato, respirando el olor, hambrienta.

—¡Qué hambre tengo! —exclamé, cogiendo mi primer bocado.

Lénisu sonrió y comimos en silencio. Kirlens miraba fijamente al ternian.

—¿De dónde vienes? —preguntó.

Lénisu masticó minuciosamente antes de tragar y de contestar:

—Ahora mismo, de las Hordas.

—¿Y qué hacías en las Hordas? ¿Por qué le conoces a Shaedra? ¿Qué le quieres? —bombardeó Kirlens.

—Pues… —carraspeó—. Mira, yo no he venido aquí a hablar de mí, aunque me encantaría, te lo aseguro. Yo lo que quiero ahora es conocerla a ella.

—¿Por qué? —pregunté.

Se giró hacia mí, sorprendido.

—¿Cómo que por qué? Soy Lénisu Háreldin.

Me observó unos instantes y tuvo una media sonrisa incrédula.

—No te acuerdas de mí, ¿verdad? Ni de tu nombre de familia. Tú eres Shaedra Úcrinalm Háreldin, ¿o no lo eres?

Iba a levantar el tenedor lleno de granos de arroz, pero éste se quedó en suspenso. Shaedra Úcrinalm Háreldin. Qué rimbombante sonaba. Apreté los dientes.

—¿Y tú serías un pariente?

—Soy el hermano de tu madre —dijo simplemente con un tono ligero.

Intenté asimilar la noticia rápidamente. Tenía un tío. Uno solo. De acuerdo. No, un minuto, ¿por qué me sentía de pronto totalmente perdida? Los exámenes parecían de pronto tan ridículos en comparación…

—Ah —dije. Levanté el tenedor y me puse a masticar el arroz.

Frunció levemente el ceño.

—No me crees.

—¡Y cómo te va a creer! —soltó Kirlens, furioso—. Desembarcas aquí después de tantos años y le dices… ¡menudo sinvergüenza!

Kirlens estaba pálido de rabia. No pude evitarlo, me eché a reír. Ambos me miraron como si me hubiese vuelto loca.

—¿De qué te ríes? —preguntó el tabernero.

—De vosotros. Es que me da la impresión de ir descubriendo miembros de mi familia gota a gota y es tan ridículo que me hace gracia.

Les dediqué una enorme sonrisa pero ninguno sonrió. No del todo. Lénisu me contemplaba con las comisuras levantadas y expresión curiosa, Kirlens parecía estar totalmente perdido. Recordé entonces que no le había dicho nada a propósito de Murri y me pregunté si había hecho lo correcto. Pero sí, porque si le contase lo de Murri, Kirlens querría saber por qué se había escondido, y entonces tendría que contarle todo. Lo de mis padres, lo de Jaixel. Era mejor que no supiese nada.

—Shaedra, siento haber esperado tanto para venir hasta aquí —dijo Lénisu. Frunció el ceño y continuó—. Mira, hagamos un trato. Tú me cuentas qué tal te ha ido todos estos años y yo te digo por qué he venido tan tarde.

Tuve la sensación de que estaba hablando conmigo como a una persona adulta y me dio una extraña impresión. Inspiré hondo.

—De acuerdo.

Me puse a contar mis cinco años pasados en Ató lo que, curiosamente, podía resumirse extraordinariamente rápido. Cuando acabé, supe que jamás Kirlens me había oído hablar tanto de mi vida. Nuestras conversaciones, siempre cordiales, se resumían a «buenos días», «ocúpate de la sopa» y algunas pocas preguntas sobre la Pagoda Azul y mi educación. Por supuesto, no hablé ni del Amuleto de la Muerte, ni de Murri, ni de Jaixel porque me pareció que, o se reirían de mí sin creerme, o se sobresaltarían, horrorizados, y me condenarían a la hoguera como a los criminales.

—Y ahora, dentro de unos días, tengo unos exámenes.

—¿Estresada? —preguntó Lénisu, con una media sonrisa.

Me encogí de hombros.

—No.

—Bien. Supongo que ahora me toca a mí decirte por qué no fui directamente a buscarte cuando supe lo que había ocurrido, aquel día. ¿Cuántos años tenías ya?

—Ocho años —murmuré.

—Ocho años. Sí, joven. Por eso seguramente no te acordarías de mí. Yo estuve aquel día en que atacaron los nadros rojos y no pude hacer nada. Lo siento. Por eso y porque no fui a buscarte a pesar de que sabía que habías sobrevivido, te pido disculpas.

No parecía sentirse muy culpable, pensé.

—¿Así que sabías que había sobrevivido?

—Desde que te vi viajando con esos tres raendays, hacia el este.

Me sobresalté. ¿Raendays? Los raendays eran una cofradía de poco prestigio en Ajensoldra.

—Mi hijo no es un raenday —siseó Kirlens.

Lénisu lo miró atentamente y enarcó una ceja.

—Me alegro —lo felicitó—. ¿Conozco a tu hijo?

—Se llama Kahisso —dije, reprimiendo la risa—. Era uno de los tres que me llevaron hacia el este.

—Ah, ¿así que te acuerdas de él y no de mí, eh?

Fruncí el ceño, intentando acordarme… unos ojos violetas, una risa… pero no, todo eso me lo estaba inventando, no eran recuerdos.

—Kahisso me salvó la vida —repliqué.

Lénisu puso cara pensativa.

—Ya. Te debo una, viejo —le soltó a Kirlens—, y también a tu mujer —Me tensé, al igual que Kirlens, pero Lénisu no pareció notarlo—. En cuanto a mí, pude salvarte la vida… pero no pude, porque estuve demasiado ocupado salvando la mía.

—¿Te atacaron los nadros rojos? —resoplé, boquiabierta.

—¡Ah! Sí, querida. El día en que te vi tuve unos cuantos problemas y… —puso los ojos en blanco— me encontré en los Subterráneos otra vez. Pero esta vez estaba sin luz ni provisiones. —Frunció la nariz—. Mucho peor que la última vez.

Sonrió.

—En realidad, estos últimos años los puedo resumir mucho mejor que tú: me pasé cuatro años metido en la Oscuridad. Salí un día radiante a la Superficie y creía que me había salvado cuando me cayeron encima tres aventureros alocados que me habían tomado por algún monstruo.

Soltó una risita mientras yo lo escuchaba, fascinada.

—Cuando se dieron cuenta de que estaba medio muerto y con una buena herida en el pecho, creo que se decidieron a ayudarme. Tuve una suerte de mil demonios porque en el grupo había un curandero. Estuve a esto de la muerte, pero ahora estoy aquí, y nada me podrá impedir que te ayude. No sabes lo contento que me puse cuando supe que habías sobrevivido todo este tiempo.

—¿Qué podría haberme pasado? —repliqué, sin entender.

Lénisu me miró con una expresión cómica.

—Bueno, nunca se es demasiado prudente así que… —Frunció el ceño—. ¿Acaso no has oído hablar de…? —Entornó los ojos y echó una mirada hacia Kirlens—. ¿Lo sabes tú?

—¿El qué? —replicó este, furioso.

—Na, no lo sabe, ¿eh? —me dijo—. Shaedra, si crees que es una buena idea quedarse en esta ciudad, descártalo desde ya: mientras no hayamos esclarecido cuál es el verdadero problema de todo esta… —Carraspeó, interrumpiéndose y lo miré, sin entender nada—. Aquí no hay una sola persona capaz de ayudarte. Así que, si quieres vivir, tendrás que venir conmigo. ¿Vienes?

Me quedé de piedra mientras lo observaba levantarse. ¿Cómo que venía? ¿Adónde? Toda esta historia se estaba poniendo demasiado complicada.

—No —dije sin pensarlo—. ¿Adónde quieres que vaya? Tengo que estudiar. Murri me dijo…

—Murri está muerto —siseó Lénisu.

De pronto sentí que mi corazón no latiría más.

—No puede ser.

—Murió hace cinco años, Shaedra. Vi su cuerpo —añadió.

La oleada de alivio que empezaba a invadirme se bloqueó de pronto. ¿Cómo que vio su cuerpo?

—No pudiste ver su cuerpo porque está vivo —afirmé.

Crucé su mirada y entendió.

—Al menos lo estaba hace un año —murmuré.

—¿Qué quieres decir con eso, Shaedra? —me preguntó Kirlens.

Me giré hacia él con las lágrimas en los ojos. No tenía que llorar. Era absurdo llorar ahora, no tenía sentido. Pero la imagen de Murri muerto me había hecho tanta impresión… Apreté los dientes. No quería ver dibujarse la pena en el rostro de Kirlens.

—Quiero decir que vi a Murri el año pasado. Vino aquí, a Ató, y lo vi.

Mientras Kirlens digería la noticia, Lénisu ladeaba la cabeza.

—¿Hablaste con él?

De pronto, me levanté.

—No. No hablé con él.

* * *

Salí de ahí corriendo, abrí la puerta que llevaba a las cocinas, me crucé con Wigy como en un sueño, subí las escaleras y me encerré en mi cuarto.

Odiaba sentirme acechada y en aquel instante tenía la impresión de ser una liebre corriendo inútilmente por el bosque mientras su cazador la tenía a tiro.

Salí de mi cuarto por la ventana y me refugié en la terraza abandonada. No quería pensar en nada, así que me instalé cómodamente en mi barril, saqué mi nuevo libro, Mantenimiento del equilibrio del jaipú, y me puse a leer. A lo lejos, sonaron las doce campanadas. Aún tenía tres horas por delante antes de ir a la biblioteca. Necesitaba tranquilidad.

Había leído ya varias páginas cuando oí un ruido. Me giré en el instante en que Lénisu se dejaba caer en un barril y al fin aterrizaba en el suelo.

—Te marchaste demasiado pronto y no me contestaste a mi pregunta. Así que ¿estás lista para marcharte de Ató?

Lo observé con ojos implacables. Lénisu era mi tío, vale, ¿y qué? Acababa de conocerlo y de pronto me parecía demasiado seguro de sí mismo. En su cara muy pálida, tenía una pequeña cicatriz rosácea. En aquel preciso instante, sonrió, tendió una mano y me cogió la barbilla.

—Quiero cerciorarme de que no corres ningún peligro.

Me humecté los labios, intentando serenarme.

—¿Qué peligro?

Suspiró y fue dando vueltas por la terraza.

—¿De veras no lo sabes?

—Quieres que huya de Jaixel —repliqué con voz neutra—. Me parece una idea formidable.

—¿Verdad? —repuso él, divertido. Y meneó la cabeza—. Te llevaré a un lugar seguro.

—Pero aquí, en Ató, estoy cien mil veces mejor protegida que afuera —solté.

—Ese es precisamente tu error. Nada aquí puede protegerte de lo que llevas… si realmente lo llevas, claro. Tenemos que asegurarnos de que aquello que pertenecía a Jaixel no puede dañar tu mente… Tal vez me esté preocupando por nada —admitió con tono ligero.

Bajé la cabeza hacia mi túnica y saqué el Amuleto de la Muerte. Observé la hoja de acebo, las perlas blancas. ¿Cómo podía dar la muerte algo en apariencia tan sencillo?

—¿Qué es eso? —preguntó Lénisu.

Agrandé los ojos.

—¿No es lo que anda buscando Jaixel?

Lénisu se avanzó y lo cogió de mis manos antes de que pudiese hacer nada y lo examinó con el ceño fruncido.

—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó lentamente.

—Lo encontré de pequeña, en el pueblo, cuando vinieron los nadros rojos.

—Parece que está encantado. ¿Te lo has puesto?

“¿Te lo has puesto?” Dolgy Vranc me había hecho la misma pregunta y, si le contestaba lo mismo, Lénisu llegaría a la misma conclusión: el collar no funcionaba.

Sin embargo, asentí con la cabeza. Entonces, Lénisu empezó a levantar las manos para ponérselo él también. ¡Qué idiota!, pensé mientras pegaba un salto y gritaba:

—¡No!

Lénisu se paró en seco.

—¿Qué ocurre?

Mis palabras salieron atropelladas de mi boca.

—Es el Amuleto de la Muerte. Nos lo dijo Dolgy Vranc, el identificador. Cualquiera que se lo ponga, muere.

Hubo un largo silencio. Lénisu me contempló, súbitamente perplejo, miró el collar y, sin previo aviso, lo colocó en el suelo, desenvainó su espada, de la que salió un destello azulado, y golpeó el collar con todas sus fuerzas. Salió un hilo de humo negro. Lénisu volvió a envainar la espada, cogió el collar, lo miró durante un segundo y me lo tiró. Instintivamente, lo cogí al vuelo y lo volví a poner en mi bolsillo. Todo aquello no había tardado más de unos segundos, pero había entendido ya mucho de mi tío: posiblemente, su historia de los Subterráneos fuese cierta. ¿Cómo había podido sobrevivir solo ahí?, me pregunté, admirativa.

—Así que es eso —murmuró Lénisu, meditativo.

Fruncí el ceño. Había perdido totalmente el hilo de la conversación.

—¿El qué?

—Has dicho que te pusiste el Amuleto de la Muerte. Dime, ¿lo hiciste en algún momento de vida o muerte o simplemente porque te pareció divertido?

Su voz ya no dejaba entrever ningún tono de diversión. Parecía furioso contra mí.

—Yo nunca me lo habría puesto si hubiera sabido qué era —protesté, algo enfadada—. ¿Cómo iba a saber, con los ocho años que tenía entonces?

Nos miramos con cara de pocos amigos.

—Si me dices la verdad, Shaedra, ¿cómo me explicas que no hayas muerto?

Lo miré a los ojos.

—Eso es… una buena pregunta —repliqué con mal tono.

¡Que dejase de preguntarme cosas que no sabía, por Ruyalé! Además, una cosa que me volvía furiosa era que se hubiese atrevido a poner los pies en mi refugio. Ese lugar era mío, y solo mío, y no podía nadie venir a molestarme con mentiras e historias que no me incumbían.

Lénisu se rascó una oreja.

—Yo te lo podría explicar. En parte.

Agrandé los ojos como platos y lo observé con atención.

—¡Fuiste tú el que metió el collar en el pueblo! —exclamé.

Lénisu me miró un rato y levantó los ojos al cielo. Me sentí de pronto ridícula.

—Tienes el mismo carácter que tu madre —me dijo tranquilamente—. Un carácter dulce rodeado de espinas mortíferas, tanto que no se ve la dulzura en ninguna parte.

Lo fulminé con la mirada. Cerré el libro y lo guardé en mi saco. No me apetecía hablar más con él. No me interesaba lo que me quería decir. Tenía exámenes y tenía que estudiar. ¿Es que no me dejarían en paz ni un sólo momento?

—¿Adónde vas? —me retuvo él, sorprendido—. Espera, ¿es que no te interesa conocerme?

—No —escupí mientras subía a la viga con un salto y llegaba al techo.

Hubo un silencio.

—Muy bien, Shaedra, tú te lo has buscado. Tendré que convencerte por las malas e ir al grano. Vuelve a bajar, por favor, que me siento como si estuviera hablándole a un mono.

Sostuve su mirada, apretando los dientes, colgada en el tejado, y él suspiró, vencido.

—De acuerdo. Pero escúchame bien. Tus padres…

—Murri ya me lo ha dicho —solté.

—Oh.

—Sé que son nakrús —proseguí—. También sé que se fueron, abandonándonos. Y sé que Murri quiere vengarse de ellos, y de Jaixel y de todos los que le han hecho daño.

Mi voz temblaba y callé, sintiéndome débil. El silencio se prolongó y de pronto hubo un ruido estruendoso, una risa, la risa de Lénisu. Lo vi partirse de risa, abajo, en la terraza, y al cabo de unos segundos no pude más y le di la espalda.

—¡Espera, Shaedra! —exclamó, intentando controlar su risa—. Tus padres no eran nakrús. Tus padres eran honrados ladrones. Y hubieran preferido mil veces morir a convertirse en nakrús.

Me giré hacia él bruscamente. Tenía todavía una sonrisa en la boca, pero supe que decía la verdad. Aunque… ¿cómo podía saberla con certidumbre?

—¿Estás seguro?

—Seguro al cien por cien, Shaedra. Están bien muertos —suspiró, sombríamente. Su sonrisa había desaparecido—. Desde luego, nunca se habrían convertido en nakrús. ¿De dónde sacas eso, de Murri? —Asentí—. Qué disparates. Así que vino a Ató, lo viste y no hablaste con él pero te dijo todas esas cosas, ¿eh?

Había recuperado su tono ligero. Carraspeé.

—En realidad, me lo encontré un día en que estábamos Akín, Aleria, Galgarrios y yo jugando en Roca Grande, hace un poco menos de un año, exactamente el día en que me convertí en snorí —me mordí el labio, recordando—. Hablamos sólo una vez. Quedamos en Roca Grande a la una de la noche. Fui ahí, caía un chaparrón enorme así que llegué hecha un trapo hundido. Hablamos durante horas. Ahí fue cuando oí el nombre de Jaixel por primera vez.

—¿Por primera vez, eh? Venga ya.

—Te lo juro. No sabía ni que era un lich —hice una pausa—, ¿lo es, no? ¿O Murri también me ha mentido en eso?

Lénisu suspiró.

—Desgraciadamente, debo decirte que en eso Murri tenía razón. Jaixel es un lich, aunque no uno cualquiera. Pero no quiero que pienses que Murri te ha mentido. Seguramente te lo diría creyendo cada palabra que te decía.

Recordé la manera con que Murri se había expresado aquella noche. Sus ojos brillaban de cólera y pasión. Quería vengarse. Sólo tenía esa palabra en boca: venganza.

—Sí —murmuré—. Creo que estaba convencido de lo que me decía.

—Mira, pequeña, que tu hermano intente vengarse de vuestros padres no me preocupa en la menor medida. Tiene pocas probabilidades de encontrarse con ellos. Pero que quiera vengarse de Jaixel cambia las cosas.

Tragué saliva y de un salto volví a bajar hasta la terraza.

—¿Crees que está en peligro? —pregunté.

—Depende de hasta dónde haya querido llegar… Una pregunta, Shaedra.

—¿Sí?

—Murri está vivo. Bueno lo estaba hacía un año, lo que no me tranquiliza del todo, pero en todo caso sobrevivió al ataque de los nadros rojos.

Hizo una pausa.

—¿Y Laygra?

Noté que en su pregunta había un leve temblor de esperanza. Me esforcé por sonreír.

—Según Murri, hace un año, vivía. Ahora… quién sabe.

Lénisu estaba feliz con la noticia, como yo lo había estado… o incluso más. De pronto, sentí que un puñal se me clavaba en el corazón. Murri había venido hacía un año y no lo había visto más. Ni a Laygra tampoco. Y yo no les había dedicado más que unos pensamientos dispares durante esos meses. No había tenido tiempo, me dije, intentando disculparme. Pero claro, ¿cómo excusarme de haber echado al olvido mi pasado y mi familia? Ahora que sabía que mis padres estaban muertos, que había sido gente respetable… bueno, ¿no había dicho “honrados ladrones”? Pero qué importaba. Lo que yo quería en aquel momento era volver a ver a Murri y a Laygra y decirle a Murri que…

—Lénisu… —empecé.

—¿Mm?

Estaba sentado en un barril, moviendo la cuerda que utilizaba yo en mis juegos de antaño, sumido en sus pensamientos.

—Antes decías algo sobre el Amuleto de la Muerte. ¿Por qué crees que no me pasó nada al ponerlo?

Meneó la cabeza, pensativo, sin dejar de mirar la cuerda.

—Obviamente, porque no te hace efecto.

Fruncí el ceño. No había analizado el asunto desde ese ángulo. Quizá el Amuleto de la Muerte funcionase a la perfección y yo tuviese algo que no funcionase, aunque en ese caso había sido una suerte que casualidad cayera en mis manos. Pero yo no creía en las casualidades.

—¿Y por qué no me hace efecto, se puede saber?

—Por poder, se puede saber —replicó él en el mismo tono pensativo—. El problema es que para saberlo hay que quererlo.

Sonreí.

—Me recuerdas a Aleria.

—¿La lectora?

—Sí.

—Curioso porque no soy del tipo de gente que tiene mucho tiempo para leer. Aunque antaño, quizá… sí. —Sonrió—. Dime, Shaedra, no pareces alegrarte mucho de saber que tienes un tío.

Gruñí.

—Claro que me alegro —repliqué—, lo que pasa es que me traes demasiadas noticias y se me había olvidado que acabo de conocerte.

Lénisu se ensombreció y asintió.

—Cierto. Perder a sus padres es duro, pero te repondrás.

—Siempre creí que estaban muertos, hasta el año pasado.

—¿De veras? Sí, supongo que podías pensarlo. En fin, uno de los puntos positivos es que tengo de nuevo a tres sobrinos vivitos y coleando por el mundo. ¿Crees que estarán lejos?

—Murri me habló de un pueblo de ternians que los había recogido —recordé—. Según entendí, estaba al sur de las Hordas, pero en realidad no me dio indicaciones. Se supone que él tiene que volver. Me dijo que me preparase para la… —dudé y carraspeé— para la venganza.

Lénisu frunció el ceño y dejó caer la cuerda.

—Qué disparates. —Soltó una carcajada amarga—. No estamos ni seguros de que Jaixel sea realmente el asesino de tus padres, Shaedra. No sé lo que ocurrió hace trece años, ¿entiendes? No sé nada —admitió, sombrío—. O casi. Además, no podréis matar a Jaixel. Lleva siglos viviendo. Es un lich.

—Lo sé. Pero un lich puede matarse —argumenté.

Recordé las palabras de Aleria. “Los liches son criaturas llenas de energía mórtica. Son celmistas muy poderosos, no se matan tan fácilmente.” Solté un suspiro.

—Murri creía que nuestros padres tenían parte de la filacteria. Según él, es lo que Jaixel anda buscando.

—Sí, tal vez —dijo Lénisu, dándome a entender que no tenía ni idea—. Es posible que lo ande buscando —repitió sin embargo, y se levantó de un bote—. Pero, entre nosotros, Jaixel está en los Subterráneos, que yo sepa: está lejos de nosotros. Así que preocupémonos por cosas más urgentes: ahora, hay que ir a buscar a Murri y Laygra, ¿de acuerdo?

Negué con la cabeza.

—¿Por qué quieres que me vaya de aquí? —repliqué, antes de sentir el egoísmo de mis palabras. No soportaba la idea de salir de Ató, de perder a mis amigos, todo lo que amaba.

Lénisu, la mano apoyada en el pomo de su espada, levantaba los ojos al cielo para evaluar la hora.

—Mejor mañana —aceptó, bajando la cabeza—, partiremos descansados.

—No —dije, negando frenéticamente con la cabeza.

Lénisu posó una mano sobre mi hombro y me lo apretó como para infundirme valor.

—Puede que estés en peligro, Shaedra. Hace años que debería haber venido. —Hizo una mueca y sonrió—. Pero no pude, cariño, porque estaba en los Subterráneos.

Definitivamente, había acabado traumado por los Subterráneos, pensé. Normal. Cuatro años ahí abajo habría acabado con la salud mental de cualquiera.

—Ahora, si quieres despedirte y tal, despídete, pero vendrás conmigo. Nos reuniremos con Laygra y Murri y os protegeré a los tres.

—¿Y por qué lo harías? —repliqué, mordaz.

Lénisu me miró, atónito.

—¿Cómo que por qué lo haría? Sois mi única familia. ¿O es que para ti eso ya no cuenta? Claro, tú has vivido creyendo que tu padre era Kirlens y que tus hermanos eran Aleria y Gagarios y no sé quién más.

Me petrifiqué ante su implacabilidad, aunque a duras penas no me reí por la deformación del nombre de Galgarrios, pero entonces la voz de Lénisu se suavizó.

—Y tienes razón. Aleria es más hermana tuya que Laygra, ¿verdad? Pero, ¿a que no te has encontrado a ningún tío por Ató?

Sonreía. Pensé en Sain pero callé. Mejor no serle sincera en aquel momento porque le sentaría mal.

—Iré contigo, Lénisu. Pero no antes de los exámenes. Pasaré los exámenes. No he estudiado para nada —solté, decidida, sabiendo que mi argumento era de lo más infantil.

Lénisu me miró, pensativo. Su cara se iluminó.

—Bueno, no niego que un poco de descanso me vendrá bien. ¿Cuántos días has dicho que quedaban para los exámenes?

—Cinco. Y los exámenes son seis días.

—Once días —comentó, con una mueca—. Como las Once Pruebas del Gran Mayark. —Sonrió—. Bien. Supongo que unos días arriba o abajo no cambiarán gran cosa.

—Pero —dije, pausadamente—, ¿realmente crees que la filacteria puede ser peligrosa? ¿Crees que Jaixel sería capaz de venir hasta aquí?

Lénisu tuvo una sonrisa traviesa.

—No pensaba precisamente en él, ahora. Será mejor largarnos de aquí cuanto antes y buscar a tus hermanos. —Hizo una mueca pensativa pero enseguida sonrió—. Ahora, sobrina, si no te molesta, cogeré un cuarto en tu taberna, ¿vale? Y… si pudieses hacerme un favor…

Entorné los ojos.

—¿Qué favor?

—Pedirle a Kirlens que me rebaje el precio de su cuarto. Por ejemplo, ¿que me lo haga gratis?

Puse los ojos en blanco y me eché a reír.

—Tantas aventuras y estás sin blanca, ¿me equivoco?

Lénisu levantó una mano, como para protestar, y luego la dejó caer, diciendo:

—Los Subterráneos pueden tener muchas riquezas, pero todo saijit codicioso que ha entrado ahí no ha vuelto a sacar el morro a la superficie… —Frunció el ceño—. Te estoy asustando.

—No, no, qué va —solté precipitadamente. Tragué saliva.

—¿Esto es algún lugar secreto tuyo? —preguntó, haciendo un gesto amplio para abarcar la terraza.

—Sí, hasta hoy lo era.

—Ya empiezo a destruir el orden de las cosas —pronunció, como lamentándose—. ¿Lo ves? Hay tanto orden en el equilibrio que una sola pincelada más puede hacer caer el edificio.

No sé por qué, pensé en aquel momento en el libro Mantenimiento del equilibrio del jaipú. Supongo que porque hablaba de equilibrio. Libros. Los libros podían ayudarme.

—Quizá necesite más tiempo que once días —dije de pronto.

—¿A qué viene ese cambio repentino? —se quejó.

—Tengo que investigar más acerca de los liches. Si podemos deshacernos de él, todo se arreglará, ¿verdad?

Lénisu no parecía convencido.

—La teoría es muy fácil, querida. La práctica, casi imposible.

Lo contemplé, sin habla.

—Has estado cuatro años en los Subterráneos matando bichos horribles, solo y sin luz, ¿y me dices ahora que es prácticamente imposible matar a un lich?

Lénisu suspiró, ligeramente exasperado.

—Sobrina, ¿has dicho «un lich»? Los liches no suelen estar solos mucho tiempo. Pueden aliarse y tienen una lamentable tendencia a ser mandones. No conoces los Subterráneos, Shaedra. Es un infierno. Y te recomiendo que nunca te acerques a ningún portal funesto. En cualquier caso, puedes estar segura de que si te asalta la locura de entrar ahí, entrarás sin mí. Espero que te haya quedado claro.

Inspiré hondo. Clarísimo.

—Yo no soy la que anda hablando de venganza —siseé—. Eso es Murri. Lo he visto, Lénisu. No me sorprendería que ya haya entrado en los Subterráneos. ¿Tú lo dejarías solo, ahí? Yo quiero ayudarlo.

Lénisu me echó una mirada asesina.

—Tienes un carácter todavía peor que tu madre —observó—. Bien, yo me iré al de once días. Y si persistes en leer libros e informarte, te llevaré a rastras por el camino. No me importa lo que diga Kirlens o lo que digan esos estúpidos Guardias.

Nos miramos fijamente un momento. Lénisu agitó la cabeza.

—Deja ya de darle vueltas a las cosas.

De pronto, la situación me pareció risible.

—Llevaba un año sin darle vueltas a las cosas, tío Lénisu —me mordí el labio y de pronto le di un abrazo—. No puedo decirte que te añorase, porque no sabía que existías, pero ahora que lo sé, no quiero perderte.

Lénisu respondió a mi abrazo como si estuviese reconfortando a un perrito quejumbroso lo que me sentó un poco como una piedra en el estómago, pero cuando se apartó, vi que tenía los ojos brillantes.

—No me perderás tan rápido, tranquila —me dijo—. Quiero que sepas una cosa antes de que te largues haciendo el mono por los tejados.

Sonreí.

—¿Qué?

Se cruzó de brazos y contempló el cielo azul. Unas pocas nubes se deslizaban por él, altas y blancas. Lénisu adoptó una actitud seria cuando dijo:

—Recuerda que el sol siempre nace y muere, pase lo que pase.