Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

12 Encuentros

Después del almuerzo, se pusieron a jugar con pequeños ejercicios y acertijos que les daba Áynorin, mientras éste, echado en la hierba con las piernas y los brazos cruzados, iba soltando pistas.

—¿Cuál es el verdadero secreto de la imaginación? —soltó, pensativo.

—¿Que no puede morir? —propuso Aryes rompiendo el silencio.

Áynorin levantó ligeramente la cabeza hacia él con una ceja enarcada.

—La imaginación de una persona muere cuando esta persona muere.

Aryes enterró la cabeza sobre los hombros, abochornado. Aleria abrió la boca y la volvió a cerrar, sin saber qué decir.

—No, jóvenes snorís. El secreto de la imaginación es que no tiene límites. Por eso es tan peligrosa —dijo, alzando un dedo hacia ellos— y por eso hay que saberla controlar como una energía cualquiera.

—¿Quiere decir que la imaginación es una energía? —se extrañó Ozwil.

—Una energía —repitió Áynorin. Hizo una pausa—. ¿Y por qué no? Hay muchos tipos de energías, queridos alumnos. Y para cada energía hay diversos caminos por los que se puede llegar a ella.

—Entonces, ¿por qué me dice que no puedo comunicar con el jaipú? —intervino Shaedra antes de que se le ocurriese callar.

Los ojos de Áynorin se clavaron en ella.

—Porque el jaipú no es el tipo de energía de la que estoy hablando. El jaipú es una energía interna. La energía brúlica es algo que construyes. Si te pones a hablar con el jaipú es casi como si… estuvieses hablándote a ti misma.

Shaedra oyó las risas de algunos. Apretó los dientes pero no dijo nada. Áynorin no tenía razón, se dijo. El jaipú no le hablaba propiamente dicho pero le daba pensamientos. Lo había aprendido a conocer. Era como si la intentasen convencer de que en el Trueno no corría agua o de que los arces no tenían hojas. No tenía sentido.

La conversación seguía pero ella dejó de escuchar. La atormentaba de pronto el sueño que había tenido aquella noche. Murri y Laygra. Hacía tiempo que no pensaba en ellos. ¿Dónde estarían ahora? ¿Estarían… estarían en peligro? La simple idea de pensar que podían haber sufrido como los había visto en su pesadilla la horrorizaba.

—¿Puedo hablar contigo?

Levantó la cabeza, sobresaltada, y vio a Sarpi. Su carácter parecía tan diferente del de Áynorin que era difícil pensar que viviesen juntos.

Miró a su alrededor y vio que los demás estaban sumidos en sus conversaciones.

—Claro —contestó, levantándose.

Se alejaron del pequeño claro en el que se habían instalado. Caminaron hasta el Trueno. Aquel día fluía el agua con una fuerza que hubiera podido arrancar un árbol bien enraizado.

Para ser humana, Sarpi tenía un cuerpo muy ágil, mucho menos rígido que el de los elfos oscuros, y se movía en la hierba sin hacer ruido.

—¿Qué tal te ha parecido mi acertijo? —preguntó.

—Bueno, más que un acertijo parecía un… una historia.

Sarpi sonrió y con una cuerda ató sus cabellos rubios mientras decía:

—Quizá tengas razón —admitió—. Nunca he sido buena para los acertijos.

—Ni yo con los idiomas.

Rió.

—Menos mal que estaba ahí el espejo —bromeó—. Sin embargo, la próxima vez inventaré algo para que no haya equivocaciones.

Shaedra se ruborizó.

—Pensé… por un segundo pensé que aquello era más que una prueba. Al menos, quería creer que podría…

Titubeó y Sarpi acabó la frase por ella:

—¿Decirte todas las respuestas a tus preguntas? No existe algo semejante, Shaedra. Más vale que lo sepas antes de que hagas preguntas así.

Shaedra se puso aún más roja.

—No debí haber dicho nada, ¿verdad? Pero usted…

—Vamos, no me trates de usted, podría ser tu hermana.

Eso era cierto. Sarpi no debía de tener mucho más de veinte años. Shaedra se mordió el labio, nerviosa.

—Tú conoces a Jaixel.

Sarpi retrocedió un paso y la miró, asombrada.

—¿Cómo que conozco a Jaixel? Yo nunca lo he visto en mi vida. Lo único que te dije es que existe.

—¿Pero cómo sabes que existe? —insistió.

—Porque lo he leído en los libros. —Se encogió de hombros—. Y de todas maneras, ¿por qué te interesa tanto ese lich? Hace muchos años que no ha dado signos de vida.

Esta vez le tocó a Shaedra hacer un paso hacia atrás, como golpeada por una fuerza invisible.

—¿Hace muchos años? ¿Cuántos exactamente?

Sarpi la observó largo rato hasta que Shaedra desviase los ojos, molesta.

—Tú eres la ternian que vino hace cuatro años, ¿verdad? —inquirió, pausadamente. Shaedra asintió—. Áynorin me habló de ti. Un fenómeno, me dijo —sonrió—. Una alumna increíblemente testaruda, me dijo.

Shaedra carraspeó, incómoda.

—¿Dijo eso, de verdad? Yo no soy una alumna testaruda —se defendió.

—Le resuelves problemas saltándote las reglas. ¿No es cierto?

—A veces —reconoció—. Pero lo que pasa es que…

—Y he oído que lees muchos libros… pero ninguno de los que te ha aconsejado Áynorin.

—¡Eso no es cierto! —protestó—. Leí las primeras páginas de todos y alguno me lo leí casi entero. Lo que pasa es que prefiero otros. Que yo sepa no está prohibido tener gustos distintos de los que tiene su maestro.

De pronto recordó con quién estaba hablando y le pareció que había hablado con demasiada aspereza.

—Aunque, no digo —añadió con más humildad—, siempre me ha parecido un buen maestro.

Lo pensaba con sinceridad, pero su tono no parecía muy convincente. Sarpi, sin embargo, parecía divertirse.

—No estás hablando con él, puedes criticarlo. Yo tampoco lo considero un hombre perfecto.

—No quería decir… esto… yo… claro que no es un hombre perfecto, pero me cae bien.

—Y a mí —soltó Sarpi, riendo—, si no, no estaría con él. ¿Regresamos?

Dieron media vuelta.

—Dime, Shaedra, ¿por qué te interesas por un lich?

Había pronunciado su pregunta con gravedad. No había condescendencia, ni burla en su tono. Por eso Shaedra se sintió algo culpable cuando se inventó una mentira al vuelo y se la soltó.

—No me intereso realmente por el lich. Leí en un libro el nombre de Jaixel pero como se lo mezclaba con leyendas no pude saber si existía realmente o no. Y no paraba de darle vueltas al tema.

—Ya —dijo Sarpi. Por lo visto, no le creía.

Durante el camino de vuelta, Sarpi se puso a hablar de todo y de nada, haciéndole preguntas banales a Shaedra y contándole su vida abiertamente.

Era una Centinela, hija de unos pequeños propietarios que se habían enriquecido y habían acabado por vivir de las rentas. Se había convertido en cekal a los diecisiete años y llevaba cuatro años en la Guardia de Ató, cumpliendo sus Años de Deuda. Ahora tenía veintiún años, con lo que todavía le quedaban seis Años de Deuda.

Francamente, Sarpi no tenía pinta de aquellos Guardias de Ató apostados en las afueras, que se ocupaban de proteger directamente la ciudad.

—Ser una Centinela es menos aburrido que estar en los cuarteles esperando a que se acerquen los bichos —le dijo.

Los Centinelas se ocupaban de rastrear y explorar los alrededores para advertir de los flujos de monstruos que salían de la Insarida o de las Hordas. Era diez mil veces más frecuente que un bicho saliera de ahí a que viniese de las llanuras del oeste o del norte. Por eso Shaedra no se extrañó cuando Sarpi le dijo que ella se ocupaba generalmente de las zonas inmediatamente al norte de la Insarida.

—¿Ya mataste a un monstruo? —preguntó Shaedra, intrigada.

—No es mi especialidad, pero sí, ya lo he hecho. Un Centinela, normalmente, debe abstenerse de atacar, pero evidentemente, si lo atacan, debe defenderse. En la Insarida, hay tantas criaturas que a veces es difícil pasar desapercibida para todas. Algunas se esconden y no te hacen nada, otras te pueden despedazar sin piedad.

Shaedra se estremeció.

—Debe de ser horrible.

—No pienso pasarme toda la vida siendo Centinela —reconoció—. Aunque, es curioso, últimamente el trabajo es bastante tranquilo. Hace unos días estaba cerca de la Insarida y no había casi ninguna criatura. Ese sitio parece siempre desierto, pero no lo está, claro. Quizá se escondiesen de mí mejor que normalmente o no los vi, pero me extraña —le sonrió—. Espero que hayan girado su atención a los portales funestos que tienen por ahí y que no vuelvan a bajar por el Trueno durante un rato. Sería una buena cosa, sobre todo con el ciclo que se avecina.

Shaedra resopló.

—¿Tú también crees que nos viene un Ciclo del Pantano?

—No lo creo —dijo Sarpi—. Estoy segura. El Dailorilh lo anunció ayer, y lo volverá a anunciar este Ventisca, en el altar. Según él, las lluvias serán realmente fuertes. No es que sea el peor de los Ciclos, pero aquí, en Ató, podremos contar con grandes desastres si no ponemos ningún dique para defendernos del Trueno. Eddyl Zasur dice que se va a encargar de todo aquello si lo eligen —añadió, irónica.

—¡Sarpi! —exclamó la voz del maestro Áynorin—. Creí que nos habías abandonado.

El rostro de la humana rubia se suavizó instantáneamente. Puso los ojos en blanco.

—Te abandonaré en el momento en que menos te lo esperes, querido —le replicó—, así que estate atento.

A Shaedra le pareció un tanto rara la relación entre los dos. Obviamente, se querían, pero ambos tenían ideas extrañas y no tenían unas mentes muy acordes con el resto de la gente. El «inútil» maestro Áynorin, como lo decían a sus espaldas algunos, tenía fama de cobarde y de hijo adinerado que siempre había rehuido de los peligros. Sarpi, ella, tampoco era como los demás, y Shaedra no acababa de entenderla totalmente. Aun así, decidió que le caía bien.

Cuando volvieron a sus casas, Akín estuvo todo el camino hablando de la prueba y de lo que había hecho en ella. Aleria pensaba seguramente en los libros que tenía que leer. Galgarrios, por su parte, tenía las comisuras de los labios levantadas, como solía, y Shaedra jamás podía adivinar sus pensamientos. En cuanto a Suminaria, escuchaba a Akín con una especie de fascinación.

—Ey, Shaedra, ¿me escuchas? Te estaba diciendo que con el acertijo de Áynorin sobre la Piedra del Fuego, le he dejado a cuadros cuando le he dicho que para salvar la Piedra del Fuego habría llamado a Aleria para que me ayudase.

Aleria y Shaedra soltaron una enorme carcajada. Suminaria, en cambio, había fruncido el ceño en silencio. Shaedra se detuvo delante de la puerta del Ciervo alado.

—Al menos algo le contestaste. Sólo queda esperar que el día del examen sea un poco menos… —Akín enarcó una ceja, interrogante—. Un poco menos endársico —acabó Shaedra—. Además, los acertijos me han parecido algo extraños. Eso de la Piedra del Fuego…

Akín sonrió, mirándola con un rostro suavizado.

—El objetivo no era salvar la Piedra del Fuego —objetó.

—Además —dijo Aleria, girándose hacia ellos—, la Piedra del Fuego no existe.

Suminaria se sobresaltó.

—¿Cómo que no existe? ¡Sí que existe! En Aefna dicen que se encuentra en los Subterráneos y que es capaz de iluminar una mazmorra enorme.

Aleria la fulminó con la mirada.

—La Piedra del Fuego no existe —replicó.

Dio media vuelta y se fue. Akín le echó una mirada molesta a Suminaria y les dijo a ambas:

—¿A las tres, en la biblioteca?

Shaedra asintió y Akín se fue corriendo detrás de Aleria para alcanzarla. Aquellos últimos días, Aleria estaba de mal humor, estresada a más no poder.

—Le voy a enseñar que existe —gruñó Suminaria. Y se fue para su casa echando humos.

Habían llegado al Ciervo alado y Shaedra sólo tuvo que empujar la puerta y entrar. ¡Qué hambre tenía!

Lo primero que observó fue que adentro hacía más calor que afuera. Lo segundo, que en la taberna no había todavía mucha gente. Y lo tercero, que Kirlens le estaba sirviendo una copa a un ternian en la barra.

Era un hombre de unos treinta y pocos años, vestido con ropa de viajero, capa oscura y botas de cuero negro. En su cintura, llevaba una espada corta. Tenía el pelo tan negro como ella, pero cuando se giró, sus ojos no eran verdes sino de un color violeta. Apenas Shaedra hubo entrado en la taberna, se clavaron en ella como dos puñales de hielo.

* * *

Un día, Nart me había querido hacer una broma y me había llevado a las cloacas de la ciudad, oscuras y húmedas. Terribles para una niña de nueve años. Ahí, Nart había desaparecido de mi vista y me había quedado totalmente sola, o al menos eso había creído en el momento. Cuando empecé a oír ruidos de ratas y de fantasmas, me quedé tan pálida que cuando Nart surgió de las tinieblas con una gran sonrisa le costó un buen rato serenarme. No volvió a hacerme ninguna broma tan mala, y yo nunca olvidé aquella sensación de no tener a nadie a mi alrededor para protegerme.

Pues eso fue lo que sentí cuando Lénisu me miró. Ignoro por qué me invadió ese sentimiento de peligro y de indefensión. Quizá porque supe inmediatamente que me buscaba a mí.

Avancé unos pasos y luego torcí de pronto hacia las cocinas. Deseé echar a correr… Una mano me agarró antes de que pudiese escaparme.

—Suélteme —siseé.

Si no me hubiese soltado, creo que habría pataleado como una fiera. Pero me soltó, y yo me quedé ahí algo perpleja, sin saber qué hacer, clavada en mi sitio por esos ojos violetas y profundos. Se inclinó hacia mí y me susurró:

—Shaedra. —Sus ojos sonrieron—. Cómo has crecido.