Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

9 La flecha del miedo

Al día siguiente, empezaron las cosas serias. El maestro Áynorin les hizo trabajar, revisando historia, viendo nuevas técnicas sobre el jaipú y al fin, en las últimas dos horas, les dio instrucciones y pistas para que se informaran sobre las energías asdrónicas, es decir, las energías que no eran ni el jaipú, ni el morjás ni el pairás. Las energías de verdad. Las que convertían a alguien en un celmista.

Cuando salieron de la Pagoda, no estaban tan cansados como el día anterior, pero tenían unos cuantos deberes para hacer. Comerían rápidamente, irían a la biblioteca y harían sus deberes en la Sección Celmista por primera vez.

A Shaedra todo le parecía mucho más divertido desde que había aprendido a comunicar realmente con su jaipú, y pese a que Akín le insistiera, no conseguía explicarle cómo había podido unir los hilos energéticos. Uniendo hilos se podía aumentar el flujo del jaipú, pero también aumentaba con ello el peligro de dejarse arrastrar por la corriente de energía. Suminaria le había aconsejado la prudencia.

En la biblioteca, hicieron todo lo posible por pasar desapercibidos y apenas se atrevieron a cuchichear mientras escribían en sus pergaminos. Había que contestar a dos preguntas sobre las energías asdrónicas. Estaban aún en la primera, concentrados y rodeados de libros.

—¿Cómo definiríais la energía brúlica? —preguntó Akín en voz baja.

—Depende de cómo la quieres definir —contestó Aleria tranquilamente mientras recorría una página con una mirada rápida—. Si quieres definirla como un experto, necesitarías libros enteros. Si quieres definirla como un alumno, con cuatro líneas te basta.

—Elijo la definición del alumno —intervino Shaedra, levantando la cabeza de su libro. Acababa de caer sobre una página donde hablaban de cómo debía hacerse una poción de calentamiento sin sobrepasar los límites de la energía brúlica. ¿Para qué demonios querría hacer una poción de calentamiento? Juraría que afuera hacía al menos treinta grados, hasta parecía que estaba empezando un Ciclo del Ruido. Que hiciesen pociones de calentamiento en el Ciclo del Hielo, vale, pero no en un día como aquél, ¡si bebiendo una no acababas hirviendo podías considerarte afortunado!

—¿Y qué podrían ser esas cuatro líneas? —dijo Akín, como preguntándolo a los dioses.

Aleria levantó los ojos de su libro y los entrecerró.

—Me alegra ver que al fin te lo preguntas.

Sacó su pluma, la untó en el tintero y se puso a escribir sin una palabra más. Akín dejó escapar un suspiro, cerró su libro y cogió otro.

Entendiendo que Aleria no les ayudaría para las definiciones, Shaedra decidió reflexionar sobre el segundo ejercicio. Empuñó una pequeña piedra redonda y azul con la mano. Era una piedra memoria. Los maestros se servían de ellas para dar sus ejercicios y así se aseguraban de que todos los tuvieran. Todos los snorís la llamaban la piedra de los deberes, y con razón. Siendo nerú, Shaedra la había utilizado muy pocas veces, pero ahora entendía por qué se pasaban tanto tiempo los snorís en la biblioteca. Sentía que esos dos años los iba a pasar haciendo deberes y más deberes.

Sin más dilaciones, se concentró en la piedra.

Sintió que su jaipú reaccionaba violentamente a una sacudida. Tuvo la impresión de ver sangre. Sí, una nariz que sangraba. ¿Qué remedio se podía aportar para parar la hemorragia?

Shaedra gruñó.

—¿Habéis visto la segunda pregunta?

Aleria y Akín negaron con la cabeza pero Galgarrios y Suminaria asintieron.

—Parece una broma —dijo Suminaria.

Aleria y Akín soltaron una risa al mismo tiempo al enterarse de qué iba la segunda pregunta.

—¡Qué ridículo! —soltó Aleria, y enseguida se tapó la boca con la mano y bajó la voz—. El maestro Áynorin tiene ideas raras.

Akín se inclinó sobre la mesa, diciendo:

—Yo, sinceramente, le pondría dos hojas-espuma en la nariz y a correr.

—Las hojas-espuma te dejan un picor desagradable —replicó Shaedra— y además yo siempre estornudo cuando veo una.

—¿En serio? Pues mejor no vayas por el jardín de mi casa, está lleno de hojas-espuma —le previno Akín.

—Procuraré no acercarme.

—Callaos —susurró Aleria, girando de pronto unos ojos intensos hacia su libro.

Shaedra oyó unos pasos que se acercaban y bajó la mirada hacia su propio volumen admirando sin verlas unas letras adornadas con colores.

Cuando los pasos se alejaban, soltó un suspiro.

—No para de pasar por aquí. Lo odio —dijo.

—No odies tan rápidamente a la gente —la previno Aleria, tomando su tono de sabia.

—Como quieras, venerable orilh. Adoro al Archivista Mayor. Ojalá tenga hojas-espuma al alcance de la mano cuando le sangre la nariz.

Rieron por lo bajo y volvieron a concentrarse. Shaedra contestó a las dos preguntas con unas cuantas líneas sobre el pergamino. La segunda pregunta le costó más trabajo que la primera. Evidentemente, parar una hemorragia era un trabajo de endarsía, y la endarsía no podía realizarse sin energía esenciática. Intentó explicar cómo habría procedido, uniendo el jaipú y el morjás con la energía esenciática, pero temió, cuando hubo acabado, que hubiese sido exagerada al considerar la intensidad de la endarsía necesaria para contener una simple hemorragia de nariz. Bah, al menos, había hecho algo.

Cuando hubo terminado, Suminaria ya se había ido y Aleria estaba leyendo un libro que no tenía nada que ver con sus deberes. Akín acabó poco después, soltando un inmenso suspiro de alivio.

—Qué bien se siente uno después de salvar a un desangrado —dijo.

—Como nuevo —replicó Shaedra.

Echó un vistazo hacia Galgarrios. Seguía ensimismado en su piedra de deberes y sus preguntas.

Se levantó y fue a coger un libro, por imitar a Aleria. Cogió uno sobre la creación de la cofradía de los Monjes de la Luz, se sentó en su sitio y, dándose valor, empezó a leer. Y se enganchó tanto del libro que cuando fueron las seis menos cuarto, decidió llevárselo para leerlo en su cuarto. Con cierta sorna hacia ella misma, se preguntó si no acabaría finalmente como Aleria, boquiabierta delante de los libros, con la baba colgante y con miles de respuestas en la cabeza.

Cuando se dirigieron a casa de Dolgy Vranc, todo lo que había pasado el día anterior le volvió en mente. Su hermano, el Amuleto de la Muerte… ¿Podía ser verdad toda esa historia? Bah, ¿qué importaba? Ahora Murri se había ido, abandonándola ahí porque pensaba que iba a aprender cosas que le ayudarían en su venganza. Shaedra se dio cuenta de que no lograba sentirse incumbida por esa venganza. Por supuesto, ese Jaixel se merecía la muerte, ¿pero quién era ella como para matar a un lich? ¿Acaso se había creído Murri que era algo así como Beriabés de Aldión resucitado? Venga ya. Murri tenía que haber perdido la cabeza, se dijo. ¿No emprendería la venganza solo, verdad? ¿No estaría en peligro ahora mismo?

Pensó en los nadros rojos que se acercaban a Ató y tuvo un escalofrío. ¡Otra vez no!, se dijo. No quería volver a perderlo, no quería volver a pensar que lo perdía. Esperó solamente que Murri se había alejado lo suficiente de Ató como para evitar los nadros rojos sin enterarse siquiera de su existencia.

Cuando Dolgy Vranc les abrió la puerta, Shaedra volvió a la realidad. Agitó la cabeza y le dedicó al semi-orco una sonrisa radiante.

—Buenos días, ¿qué desea?

Como normalmente esas palabras las habría debido decir él, sonrió y Shaedra intentó imaginar, en vano, que su mueca horrenda se transformaba en sonrisa amable. En vano, claro, porque lo que tenía delante era un semi-orco, no un caballero de Ruyalé.

Dolgy Vranc los sorprendió. Les invitó a una infusión y luego les dijo lo que esperaba de ellos:

—Necesito raíces, hierbas y leña.

—¿Raíces, hierbas y leña? —repitieron, extrañados.

—Ahá. Y no cualquier raíz, ni cualquier hierba ni cualquier leña. ¿Sabéis reconocer estas plantas, verdad?

Les deslizó una lista. En la penumbra del cuarto, Shaedra tuvo que entornar los ojos para leer. Había media docena de hierbas, dos tipos de raíces, y luego un dibujo de unas ramas con determinada forma.

Shaedra reconoció todas las hierbas. Así, fue la única en sorprenderse.

—¿Arfento? Pero ¿eso no es lo que se utiliza para matar las ratas?

—Exacto, pequeña ternian.

Shaedra no quiso protestar.

—Yo me encargo de las raíces —dijo Akín.

—Y yo de las hierbas —dijo enseguida Shaedra.

—¿Y qué se supone que debo hacer con la leña? —preguntó Aleria.

El semi-orco sonrió.

—¿Ves estas curvas? Son las formas que necesito. Ahora, te toca a ti encontrar ramillas que tengan esa pinta. Adelante, muchachos. Mañana os quiero otra vez aquí de vuelta.

Aleria no paró de refunfuñar durante todo el camino.

—Venga, Aleria, no pongas esa cara —le dijo Shaedra—. Haremos todo todos juntos, ¿qué os parece?

Aceptaron con entusiasmo, porque estar solo en el bosque cuando unos nadros rojos estaban rondando por los alrededores no era un pensamiento muy reconfortante.

* * *

—¡Ahí, esa! —exclamó Aleria.

Era la última ramilla que les faltaba. Lo único que cambiaba con las demás era que estaba aún en el árbol.

—Voy a por ella —declaró Shaedra.

Se agarró a una rama gruesa y subió arriba. Enseguida llegó cerca de la rama.

—Tienes buena vista, Aleria, es idéntica a la del dibujo —comentó.

—Ten cuidado cuando la arranques —le advirtió Aleria.

Shaedra sacó el puñal que había utilizado para cortar el arfento y se puso a serrar.

Akín y Aleria estaban mirándola desde abajo, y sintió que poco a poco se iban aburriendo.

—¿Queé? —soltó impacientemente Akín—. ¿Te vas a quedar ahí hasta que nos pille el lobo o suba la marea?

Shaedra redobló el esfuerzo.

—Pero no la rompas —repitió Aleria.

—¡Por Zemaï! —protestó Shaedra—, hago lo que puedo.

Al fin, la pequeña rama se iba despegando. Shaedra tomó apoyo con un pie y estiró con la mano con todas sus fuerzas. Cuando la ramilla se seccionó, casi perdió el equilibrio pero una de sus manos la salvó y blandió su trofeo, colgada en una rama gruesa.

—¡La tengo!

—Baja ya de ahí, Shaedra. Es peligroso.

Decidió que estaba efectivamente demasiado en alturas como para saltar. Se acercó al tronco y fue saltando de rama en rama, sirviéndose de ellas como de una escalera en espiral, hasta llegar abajo.

Fue entonces cuando se oyó el choque de una espada y un grito gutural e inhumano.

Los tres entendieron lo que pasaba inmediatamente: los nadros rojos estaban muy cerca.

—Corred —murmuró Akín.

En aquel instante, Shaedra se sorprendió de la serenidad de su amigo. Había adoptado un aire protector, como si fuese responsable de la seguridad de todos. Ahora se oían ruidos de criaturas, rugidos, pasos precipitados y ramas que se rompían.

Shaedra no se lo pensó dos veces: corrió. Aleria y Akín la seguían de cerca. Pensando en los nadros rojos, temiendo que atacaran, sin creerlo seriamente, habían decidido en un acuerdo tácito que no se alejarían mucho de Ató. ¡Menos mal!, pensó Shaedra, mientras corría.

Los choques de espada habían cesado pero los nadros rojos seguían rugiendo. ¿Habrían matado a los Guardias de Ató?, se preguntó Shaedra, horrorizada.

Sintió que el miedo le daba alas. Su jaipú se difundió por todo su cuerpo y lo utilizó mecánicamente para correr aún más rápido. Pero, ¿dónde estaban Aleria y Akín?

Miró hacia atrás. Corrían, pero no lo suficientemente rápido. Al menos no si los nadros rojos decidían perseguirlos. Por primera vez en su vida se dio cuenta de la enorme diferencia entre correr rápido y correr realmente rápido. Una diferencia tan grande como la que había entre la vida y la muerte. Se detuvo en seco y esperó a sus amigos, mientras observaba con intensidad el bosque frondoso. No se veía nada. Pero se oía. Chillidos parecidos a los de las águilas blancas que aparecían en el valle en el mes de la Amargura.

Tuvo un escalofrío. Nadros rojos, pensó. Intentó recordar. Jamás había visto uno en su vida. Al menos, no uno que estuviese vivo, se corrigió, recordando los Guardias arrastrando los cuerpos de los nadros para quemarlos, según la tradición, para destruirles el alma y restablecer el orden de las energías.

—¡Shaedra! —le gritaba Aleria mientras se acercaba, jadeando—. ¿Qué haces ahí parada? ¡Corre!

Shaedra pensó una última vez que aquella habría sido una oportunidad para ver a un nadro rojo. No subían a los árboles, ¿cómo podría temerlos? Pero no estaba sola, estaba con sus dos amigos, y no tenían que desperdiciar el tiempo.

Corrieron hasta los lindes del bosque y siguieron corriendo hacia la ciudad de Ató, hasta que sintieron que el mundo se reducía al latido frenético de sus corazones.

Los nadros rojos salieron del bosque antes de que llegasen a las primeras casas y Shaedra no lamentó haber huido: esas criaturas, aunque no muy grandes, parecían hechas de escamas y músculos. Con un único vistazo hacia atrás, entendió que estaban a salvo. Los Guardias de Ató habían salido a defender la ciudad. Sintió una profunda admiración por el coraje que los movía mientras seguía corriendo, esta vez detrás de Aleria y Akín. Cuando hubieron llegado a las primeras casas, empezaron a dispararse flechas. Shaedra observó a un enorme elfo oscuro que se cruzaba con ellos con un garrote entre las manos. Sus ojos brillaban de un destello extraño mientras se fijaban en las criaturas de escamas rojas y cola llena de púas. Shaedra adivinó su propósito: pretendía defender la ciudad y aumentar su popularidad. Pues con ese tamaño de orco negro no le sería difícil, pensó.

Cuando estuvieron en la Calle del Sueño, subieron con más tranquilidad, respirando entrecortadamente. Como los padres de Akín y Aleria se estarían preocupando, Shaedra los vio volver a sus casas respectivas, tras decirles un «hasta mañana». La batalla, sin embargo, no había terminado.

Cuando estuvo sola, Shaedra se precipitó hacia el tejado más cercano, subió pegando un bote y agarrándose a una viga, y corrió hasta la torre de vigía más cercana. Trepando por un lado de la torre, garras para afuera, alcanzó coger la última presa, se colocó en el borde de una ventana a medio camino y giró la cabeza hacia el sur.

Había quizá veinte nadros rojos aún vivos. Unos cinco tenían las púas en llamas y sacudían la cola contra sus adversarios, furiosos. Los demás parecían demasiado exhaustos para llamear la cola.

Frente a ellos había quizá treinta Guardias de Ató, respaldados por ciudadanos cekals, antiguos Guardias, mercenarios o aventureros. Shaedra sonrió. Cuando los garramuertos llegaban, no había una ciudad tan protegida como Ató.

Pero ¿por qué estaban esos nadros rojos de ese lado del río? ¿No se suponía que venían por el otro lado? Se habrían extraviado algunos, pensó. Los grupos de nadros rojos que aparecían por Ató no solían ser más de cincuenta. Hacía dos años, sin embargo, se había acercado una tropa de más de setenta nadros rojos, los Centinelas los habían perdido de vista un momento y los habían vuelto a encontrar al norte de Ató: habían querido pasar de largo y seguir el valle sin atacar la ciudad. Pero habían caído sobre un grupo de Legendarios. Los Legendarios eran guerreros aguerridos y se habían defendido como fieras. El Mahir de Ató envió a los Guardias de Ató y la tropa de nadros rojos fue despedazada y aniquilada. Ese era el último combate del que todo el mundo, en Ató, había oído hablar.

El combate de aquel día no fue tan grandioso pero, por tener lugar tan cerca de la ciudad, impresionó a la gente. Muchos habían salido a la calle para observar el conflicto. Shaedra vio que la Neria, el pensil de la Pagoda, estaba llena de ojos atentos. Los snorís y kals de la biblioteca, alertados, habían asomado todos la nariz para contemplar a los nadros rojos.

Los nadros rojos, que otros llamaban garramuertos, eran criaturas feas, rojizas y escamosas y rematadamente tontas. Se dejaban llevar por su instinto, saltaban, corrían, embestían e intentaban huir. Pero la huida era inútil: estaban cercados.

Shaedra observó que caían uno tras otro… de pronto hubo un ruido de golpe en la ventana y se giró bruscamente. Un vigía le hacía un gesto para que se marchara: le estaba impidiendo ver desde la ventana. ¿Acaso necesitaba mirar desde la ventana teniendo una gran terraza arriba de dónde podía verlo todo mucho mejor? Bueno, ya había visto a bastantes nadros rojos en su vida.

Soltando un suspiro, hizo un gesto para disculparse y saltó al tejado de abajo. Se dirigió hacia la taberna del Ciervo alado.

Cuando llegó, la taberna estaba llena de gente. Todos hablaban del combate. Parecía que todo el barrio había acudido para enterarse de las últimas noticias.

—¿Así que sólo era una especie de destacamento? —preguntaba un joven kal.

—Vendrán más —aseguró un parroquiano con una pinta en la mano—. Esos eran unos perdidos. Los demás vienen por el otro lado del Trueno.

—¡No me extrañaría que Brínsals se convirtiese en Guardia de Ató! —aseguraba otro más lejos.

—Con ese garrote, preferiría no encontrármelo en el camino —bromeó un caito.

Shaedra entendió que Brínsals era aquel elfo oscuro enorme que parecía tener sangre de gigante en las venas.

—Oí decir que el chico venía de las Hordas —intervino uno.

—¿El chico? ¡Yo no lo llamaría así! —rió Tanos el Borracho. Hasta él parecía más sobrio que normalmente.

—Yo oí decir que mató a un troll solito —terció un faingal. Shaedra lo conocía de vista, se llamaba Yrasiuth, y cada vez que iba al Ciervo alado llevaba algún instrumento nuevo y tocaba durante horas, sentado en un taburete con los pies colgando sin llegar a tocar el suelo. Aquel día, sin embargo, no parecía haber llevado ningún instrumento. De todas formas, con el barullo que había, nadie lo escucharía.

De pronto, Shaedra oyó un grito. Había ido ralentizando a medida que avanzaba en la taberna para oír lo que se decía y había llegado al mostrador. Cuando levantó la cabeza vio que la que había gritado era Wigy.

Y la miraba con aire horrorizado.

—¡Shaedra! —le dijo—. ¡Menudo susto me has dado! Creí que te habían cogido los nadros rojos. Por todos los dioses, ¡ven aquí! No te me escaquees ahora. ¡Ay, maldita, no sabes el miedo que he pasado por ti! ¿Pero dónde estabas pues?

Wigy había corrido hacia ella y la estrujaba ahora entre sus brazos mientras los demás se reían y bromeaban.

La guió dentro de la cocina y Shaedra, formal, se sentó a la mesa mientras Wigy le soltaba un sermón. Afortunadamente había muchos clientes y no había tiempo para alargar las reprimendas. Shaedra, para no atemorizarla más, no le dijo que había estado todavía más cerca de los nadros rojos de lo que se imaginaba. Wigy era una exagerada. Podría haber estado tranquilamente sentada en la biblioteca, le habría echado el mismo sermón de vuelta a la taberna.

En fin, no había tiempo para más charla. Satme corría de aquí para allá, Kirlens preparaba su sopa… Wigy se puso a atender a los clientes como pudo y Shaedra hubiera querido ayudarla, sobre todo para oír lo que decían del combate, pero tuvo que quedarse sentada a la mesa pelando patatas y zanahorias. Qué remedio.

Los vozarrones y las risas redoblaban cada vez que Wigy o Satme abrían la puerta. Kirlens se había ido al mostrador, dejándole a Shaedra el cuidado de vigilar la sopa mientras él vertía cerveza, vino, agua y todo tipo de líquidos en los jarros y oía las discusiones de los parroquianos. ¡Qué envidia!

Aislada en la cocina, casi se le pasó la hora y tuvo que levantarse de un bote para retirar el puchero de sopa del fuego. Fue sirviendo en los platos y Satme y Wigy se encargaron de llevárselos a los clientes que cenarían ahí.

Afuera, hubo una explosión de risa apagada por la puerta entornada. ¿Dónde estaría Taroshi?, se preguntó de pronto. ¿No habría intentado ir a ver los nadros rojos, verdad? Casi sintió una pizca de preocupación. Desgraciadamente, en aquel instante, apareció el niño en el marco. Tenía en la mano un arco demasiado grande para él y un carcaj con una sola flecha. La segunda flecha estaba ya colocada en el arco.

Shaedra agrandó mucho los ojos y se quedó pasmada, las manos en las anillas del puchero.

El niño tenía una sonrisa mala en los labios. Estaba totalmente loco, pensó Shaedra, anonadada.

Cuando Taroshi disparó la flecha, Shaedra estaba demasiado atónita para moverse. Afortunadamente, Taroshi tenía de arquero lo que Shaedra de herrera, y la flecha salió torcida, chocándose contra la mesa y rebotando contra el suelo.

Fue entonces cuando Shaedra reaccionó. En realidad, tuvo que hacer un esfuerzo para que la ira no la paralizara del todo. Jamás había sentido un horror tan fuerte contra un niño. Marelta le caía cien mil veces mejor. Ella nunca le dispararía una flecha. Taroshi, en cambio, le había disparado una y lo peor era que parecía tomárselo con seriedad porque en aquel momento levantaba la mano para coger su segunda flecha. Tenía una sonrisa en los labios. La misma que cuando se divertía jugando.

Shaedra dejó el puchero y pegó un bote majestuoso hacia Taroshi. Evitó la segunda flecha, que por cierto iba directa hacia ella aunque con poca fuerza, le cogió el arco, lo tiró al suelo y, para inmovilizarlo, le torció el brazo y le hincó la rodilla en la espalda. Los ojos verdes le relucían de una rabia casi enfermiza.

Taroshi gritaba de dolor, como un cerdo.

—Cállate —le dijo con sequedad—. Esta es la última vez que te hablo así que aprovéchalo. Te voy a decir una sola cosa: deja de hablarme, deja de mirarme siquiera. Puedes estar seguro de que si te caes en un pozo no derramaré una lágrima.

Lo soltó en el momento en que se abría la puerta. Finalmente Kirlens había podido oír los gritos de Taroshi.

—¿Qué ocurre? —preguntó el tabernero, mirando la escena con perplejidad.

Por un instante, Shaedra quiso decirle: “este niño no debería andar suelto. Enciérralo con cadenas, Kirlens. Ha intentado matarme.” Pero algo se lo impidió. ¡Kirlens había tenido ya tantas desgracias! Y parecía tan cansado, últimamente, que a Shaedra le dolía el corazón sólo de imaginarse la cara que pondría si se enterase de que Taroshi, su hijo, estaba loco.

—¡Me ha roto el brazo! —se quejó enseguida Taroshi, llorando.

Shaedra rechinó los dientes.

—No se lo he roto. Además, estaba jugueteando con tu arco, Kirlens. Este niño es un peligro.

No le había mentido, sólo le había omitido la peor parte. Nada más. Y, pese a su orgullo, Taroshi no era lo suficientemente tonto como para decir que no sólo había tenido intenciones de juguetear. Sus ojos se posaban en ella, escrutadores, como intentando averiguar por qué había mentido a Kirlens.

Sin una palabra, el tabernero recogió el arco y las flechas y le cogió la barbilla a su hijo con ternura.

—Deja ya de jugar con armas, hijo mío. Estas cosas son peligrosas. Este arco te lo daré cuando seas mayor. Por el momento sé bueno y ven a ayudarme en el mostrador. Shaedra, puedes tomarte un descanso. Has debido de tener un día completo.

Le sonreía, tan amable como siempre. Shaedra asintió, con la garganta seca y se retiró. Tenía ganas de gritar. Subió las escaleras y se encerró en su cuarto, abrió la ventana y pronto estuvo de vuelta a su escondite, en la terraza llena de barriles vacíos y rotos.

¿Qué le había dado más miedo aquel día?, se preguntó, mientras ataba una cuerda a un poste. ¿Los nadros rojos o Taroshi? Dio un bote y agarró la otra extremidad de la cuerda a la viga. Los nadros rojos habían estado a punto de atraparlos. ¡Pero es que Taroshi vivía bajo el mismo techo desde hacía tantos años!

Fue andando por la cuerda, dando rienda suelta a su jaipú. Suminaria decía que el jaipú nunca tomaba ninguna rienda. Decía que sólo se podía controlar. Pero Shaedra, en aquel momento, no se preocupaba del jaipú ni de los nadros rojos ni de Jaixel.

La invadía rabia por la mala suerte de Kirlens. Había tenido dos mujeres y dos hijos. La primera mujer, una elfa de la tierra, “la más hermosa criatura del mundo”, según Kirlens, había muerto de sobreparto. La segunda, una elfa oscura, ni siquiera se había realmente unido al tabernero y se había marchado al de un tiempo de nacer Taroshi, y no había vuelto. Kahisso, el hijo mayor, tampoco había vuelto desde hacía años porque al parecer había tenido problemas con las autoridades de Ató. Y, para acabar de meter el clavo en la herida, Taroshi resultaba estar más que chiflado.

Al lado de esas miserias, entendía que Kirlens soportase a Wigy con una paciencia increíble. De pronto, Shaedra sintió una oleada de cariño. Al fin y al cabo, Wigy era lo que más se acercaba a una hermana. Era una bocazas, era una maniática, pero era un alma bondadosa.

Como el cielo empezaba a oscurecerse, volvió al cuarto y se puso el camisón para meterse en la cama. Cuando oyó unos golpecitos en la puerta aún estaba despierta, leyendo el libro sobre los Monjes de la Luz que había cogido en la biblioteca.

—¿Shaedra? ¿Has cerrado la puerta?

Sí, había atrancado la puerta. Por culpa de ese tarado de Taroshi. Shaedra fue a abrir y Wigy se deslizó en el cuarto.

—No sabía que la cerraras de noche —dijo—, ¿es por los nadros rojos? No te preocupes por ellos, ya están requete-muertos. Y para siempre. Hay una enorme fogata junto al bosque. Están quemándolos todos.

Shaedra puso los ojos en blanco. Ya estaba intentando buscarle un punto de debilidad para reconfortarla. Lo que la sorprendía era que hubiese subido a su cuarto para darle las buenas noches. En un día normal habría hecho todo lo posible para echarla rápidamente: los comentarios de Wigy la exasperaban, pero se sintió tan sola en aquel instante que quiso que se quedara un momento, y aunque no salió de su asombro al hacerlo, se le agolparon todos los eventos de aquellos últimos días y, en un arranque, se tiró en los brazos de Wigy abrazándola fuerte.

Wigy se emocionó mucho, más de la cuenta la verdad, porque se puso a llorar mientras le acariciaba el pelo y le daba palmaditas en la espalda.

—Estás aquí conmigo y nadie nos atacará, Shaedra —le aseguró—. Te lo prometo.

¿De veras?, pensó Shaedra, irónica. Se separó de ella y vio que aún tenía lágrimas en los ojos. A veces, Wigy la exasperaba o la ofuscaba. Otras veces, le hacía una tremenda gracia.

Aquella vez, sintió un poco de todo eso, más una profunda paz en el alma.

—Wigy —le dijo—. Tú eres una buena persona. Por eso te quiero.

Esta vez, fue Wigy quien le dio un abrazo. Parecía un cuento dramático, pensó Shaedra, de pronto volviendo a la realidad.

—Sé que tú también puedes llegar a ser una buena persona, Shaedra —le dijo Wigy, la voz temblorosa—, lo supe desde que llegaste. Sólo necesitas un poco de tiempo y de paciencia, porque a veces tienes mal genio, admítelo —sonreía maternalmente. Shaedra contuvo un inmenso suspiro—. Bueno —dijo—, había venido a darte las buenas noches. Y no te preocupes, no hace falta que corras el cerrojo —le dio un beso en la frente y se detuvo en el marco—. Buenas noches, Shaedra.

—Buenas noches.

La puerta se cerró y Shaedra, por no parecer una histérica, la dejó sin atrancar. Se acostó en la cama, cogió el puñal con el que había cortado la ramilla para Dolgy Vranc y lo escondió debajo de la almohada. Cerró los ojos y sonrió para sí. Ahora dormiría mucho más segura.

Pronto se durmió y soñó con inmensos pájaros multicolores que soltaban cantos hermosísimos muy parecidos a la música del faingal Yrasiuth. Volaban libres y muy alto bajo los rayos del sol.