Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 1: La llama de Ató

10 La rosa blanca

Los días transcurrían sin grandes incidentes. Shaedra y sus compañeros pasaban toda la mañana con el maestro Áynorin, aprendiendo cosas nuevas cada día. A la tarde, iban todos a la biblioteca a hacer los deberes, y Suminaria seguía intentando explicarle a Shaedra lo que ella sabía. Sin embargo, era una de esas personas impacientes que esperaban obtener un éxito rotundo a la primera y Shaedra la tuvo que decepcionar un sinnúmero de veces antes de asimilar cada una de las cosas que le enseñaba.

Hacia las seis de la tarde, al fin, podían relajarse e ir a jugar, aunque no volvieron más que una vez a Roca Grande: aquel sitio ya no era el suyo. Pero Shaedra no se entristeció mucho de haber dejado la etapa de nerú. A las seis, salían de Ató y recorrían los bosques y las praderas, los campos y las pequeñas colinas que rodeaban la ciudad.

Suminaria no se unía a ellos para esas exploraciones, porque a esas horas su tío Garvel la esperaba para ir a cenar. Costumbres de tiyanos o costumbres de Aefna, ¿qué importaba? El caso era que nada más salir de la biblioteca se marchaba a su casa y no volvía a salir hasta la mañana siguiente.

En cuanto a Aleria, tampoco venía siempre, porque era tan acaparadora de libros, que tenía que dedicar horas y horas de lectura en un día para poder devolver los libros en su plazo. Aun así, a veces solía acompañarlos con un libro en la mano y mientras Shaedra y Akín iban explorando la naturaleza, ella se sentaba a la sombra de un árbol y se ponía a leer, y hasta que ellos no regresaban para decirle que volvían a Ató o hasta que la luz dejase de iluminar las líneas lo suficiente, no se movía de ahí.

Entretanto, Akín y Shaedra iban observándolo todo. Shaedra reconocía todo tipo de plantas e iba enumerando sus propiedades mientras Akín recolectaba bayas comestibles. Se atiborraban, bromeaban, corrían y se inventaban historias, tomándose por aventureros. Cada árbol se convertía en un monstruo. Se inventaban suelos movedizos, trampas y todo tipo de ataques. A veces iban tan en tensión que cada ruido los hacía sobresaltar y reírse a la vez. Solían encontrarse con Salkysso y Kajert y se divertían como nerús, haciendo alianzas para atacar una manada de trolls, poniéndose espalda contra espalda, rodeados de monstruos, mientras el cielo se oscurecía poco a poco.

Salkysso asumía su papel de arquero a la perfección. Kajert era el guerrero, el único que llevaba una armadura que, se suponía, era de marfil negro indestructible, aunque en realidad sólo era un pequeño amasijo de hojas y ramillas entrelazadas. Todos habían acabado por llamarlo Kajert el Dragón porque, cuando lo deseaba, podía parecer realmente un guerrero cofrade de los Dragones. Sin embargo, Shaedra, que empezaba a conocerlo mejor, sabía que no tenía el alma de un guerrero. No soportaba ver sangre, y aunque por lo demás no era ningún miedica como Aryes, tenía aficiones curiosas: le gustaba leer libros de botánica. Era un aficionado de las plantas y Shaedra había acabado por darse cuenta de que lo que ella sabía no era nada en comparación con la ciencia que Kajert poseía sobre las plantas. ¿Quién lo habría imaginado?

Galgarrios, por su parte, se había convertido en algo así como un amigo inseparable. Era asombrosa la capacidad de inventiva que tenía a la hora de jugar a estar metido en los bosques de Hilos, cazando monstruos.

Así que solían estar cinco, seis si Aleria renunciaba a sus libros por un momento, recorriendo las colinas circundantes, tratando de esconderse de lobos, de arañas, de nadros, y cayendo sobre ellos, sorprendiéndolos y haciéndolos huir. Hasta un día habían tenido que huir realmente de un granjero que los estaba echando de su campo, armado con una guadaña. Sus perros los habían seguido hasta el final del campo.

Shaedra había cometido el error de subirse a un árbol. Se había quedado ahí encaramada durante una hora, hasta que el granjero se dignara a acercarse para hacer callar a sus horribles perros. Shaedra había intentado disculparse pero el granjero tenía pinta de amargado descorazonado y tan sólo le dijo que se fuese rápidamente si no quería que llamase a los Guardias para que la sacasen de ahí y la encerrasen por estar atravesando sus campos. Shaedra había bajado del árbol y salido de ahí despavorida, no sin antes dirigirles a los perros y al amo una mirada asesina, como diciendo: “¡me volveréis a ver, sucios trolls!”

Un hombre estrecho de miras que no había sabido jugar en su vida, ¿qué lección le podía dar? En los días siguientes ella y sus compañeros evitaron pasar muy cerca de los campos y de las granjas por precaución.

Shaedra no volvió a hablar con sus amigos del Amuleto de la Muerte, ni de Murri, ni de nakrús. No quería que se preocupasen por nada. Al fin y al cabo, Jaixel el lich viviría en los Subterráneos, muy lejos de ahí. Murri, al irse, parecía haberse difuminado en sus recuerdos otra vez… Y además, los días estaban tan cargados que no había tiempo para darle vueltas a una misma historia. Shaedra recordaba que Aleria le había dicho que aquel libro enorme de hierro peludo lleno de leyendas hablaba de liches, pero no había vuelto a hablar de ello y Shaedra no sacó el tema, temiendo que Aleria se plantease en serio leerse ese volumen enorme que, más que contener leyendas de monstruos, era un monstruo en sí.

Algunos días, cuando llovía y el cielo estaba plomizo, en vez de ir a jugar afuera, iban a casa de Dolgy Vranc. El semi-orco parecía apreciar la presencia de los tres snorís y les iba contando historias mientras iba construyendo sus pequeños juguetes. Shaedra se había quedado fascinada por la atención y el cariño que ponía en hacer sus artículos.

Un día en que estaban sentados en el sofá, tomando una infusión y comiendo unos pastelitos deliciosos, Dolgy Vranc se había puesto a enseñarles cómo se realizaba un atrapa-colores.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Akín, inclinándose hacia el objeto.

Dolgy Vranc se complacía con la atención de los tres muchachos y dejó el juguete en sus manos mientras dedicaba su atención al nuevo atrapa-colores que estaba creando.

Shaedra cogió el objeto y lo acercó. Tenía forma cúbica y era blando, con casillas que parecían celdillas de un panal de miel. Cuando uno apretaba una, se ponían a vibrar otras casillas. Shaedra había visto a algún niño con un juguete de esos, pero jamás se había preguntado para qué servían y de dónde salían.

—¿Y qué se supone que hay que hacer con eso? —preguntó, intentando que su pregunta pareciese del todo educada, aunque sabía que el semi-orco no era de la clase de los susceptibles.

—¿Nunca tuviste uno? Es un atrapa-colores. El nombre debería darte una pista.

—¿Se atrapan colores? —propuso, enarcando una ceja.

—Ahá. Si consigues atrapar algún color, puedes pintar el morjás de ciertas superficies. Los padres prefieren ver a sus niños pintando con un atrapa-colores que con un verdadero lápiz de color, porque la pintura se va al de unas horas. Les resulta menos enervante y no tienen que limpiar nada. El inconveniente es que luego los niños no se dan cuenta de si tienen un lápiz de color o un atrapa-colores, pero lo importante es que se vende bien.

Sonrió mientras volvía a la concepción del juguete.

—Sí, ¿pero cómo los haces? —repitió Akín.

El tiempo de suspense había sido el suficiente, Dolgy Vranc se puso a explicarles su método para fabricar un atrapa-color.

Sentada tranquilamente en el salón, mientras caía afuera el aguacero, Shaedra se sintió repentinamente feliz. Dolgy Vranc le caía bien y encima ¡cómo adoraba su trabajo! En cada etapa de su explicación, su voz traicionaba su emoción. Él era el inventor de casi todos los juguetes que ponía en venta. Era un maestro en lo que hacía. Esculpía pequeñas estatuas, hacía muñecas, bolas deslizantes, alfombras minúsculas que saltaban más que volaban a ras de suelo disparando rayos de luz… Ahora Shaedra sabía de dónde venían esos objetos con los que se paseaban algunos niños en el mercado, en las plazas, en la Neria.

Cuando volvía a la taberna del Ciervo alado, se encontró con Sain el comerciante en el camino.

—Hola, pequeña. Me alegra volver a verte.

Shaedra ladeó la cabeza. Recordó que hacía semanas que no lo veía por la taberna. ¿Qué le habría ocurrido?

—Hola, Sain. Espero que no te habrás cabreado conmigo por lo que te dije la última vez.

Sain negó con la cabeza.

—No, qué me voy a cabrear contigo, pequeña. Más bien he venido a disculparme yo antes de que me vaya. No debí haberte pedido que infringieras la ley, sobre todo a ti.

Shaedra agrandó los ojos.

—¿Te vas?

Asintió con la cabeza.

—He estado mucho tiempo aquí. El aire empieza a estar cargado.

Shaedra se sintió abandonada. Se dio cuenta, de pronto, de que Sain, para ella, no había sido solamente un comerciante sospechoso ni un bocazas vulgar, sino que, de algún modo, lo había llegado a considerar como a un pariente o un amigo.

—Te he comprado esto para que no te olvides de mí, Shaedra. Buena suerte.

Le metió un paquetito en la mano, le dio una palmadita en el hombro y se fue, torciendo hacia la Transversal y desapareciendo de su vista rápidamente. Shaedra recordó todos los buenos momentos que había pasado a su lado. Las historias que le había contado, los juegos y las bromas que le hacía… ¿Por qué tenía que irse ahora? Inexplicablemente, le dolía la garganta.

Los ojos perdidos en los recuerdos, no se dio cuenta de que se había quedado inmóvil en medio de la calle y que se le venía encima un hombre llevando una carreta llena de barriles.

—Apártate, Sabandija.

Así la apodaban algunos, y Shaedra contestaba normalmente con toda la verba posible. Wigy había dicho un día que tenía una lengua de víbora, pero ella no lo decía con maldad. El hombre aquel, sí. Y sin embargo, Shaedra se apartó y lo dejó pasar sin una palabra. Porque aquel día había perdido a un amigo y no estaba de humor para atender a una persona que parecía odiarla simplemente porque era diferente.

Entonces un peso en su mano le recordó que Sain le había dado un regalo. Quitó el papel y sacó una cajita azul. Dentro, había una rosa blanca. Un recuerdo resurgió en su memoria, límpido pero frágil como una gota de agua.

La taberna estaba vacía y Sain le había dicho que le iba a contar una historia que sólo unos pocos conocían. En la historia, había una niña que iba encontrando rosas blancas por su camino. Las rosas la guiaban y la mantenían en vida pese a lo arriesgada que era la misión de la niña: despertar a la Naturaleza en los Subterráneos y traerla otra vez a la Superficie.

“Y cuando todo parecía perdido, una rosa blanca apareció, iluminándole el camino. No hacía falta luz verdadera. La niña cogió la Naturaleza, se apartó de la Oscuridad y pronunció un nombre. Cuando lo hizo, se desmayó largo tiempo. Y cuando se despertó, lo primero que vio fue que estaba en una pradera llena de rosas blancas. Había crecido la hierba, los bosques tenían hojas. La Naturaleza había vuelto a la vida y la niña con ella. Así que recuerda, pequeña: una rosa blanca siempre te lleva por el camino correcto.”

Las lágrimas le caían por las mejillas, pero sonreía. Sain era mucho más que un simple gruñón malhablado. Y todo lo que era, lo acababa de perder.

No, se corrigió, enjugándose los ojos, no lo había perdido todo. Sain le había dejado una rosa blanca. Acarició los pétalos blancos con la yema de un dedo. ¿Cuándo se marchitaría? Quién podía saberlo. Quizá fuese una flor encantada. Pero ésta no se la llevaría a Dolgy Vranc, porque si existía una persona que debía saber cuál era su camino correcto, ésa era ella.