Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

12 Mazmorras

No habíamos dado dos pasos cuando recibí un golpe órico que nos hizo tambalear. Lústogan me agarró del brazo y clavó su mirada fría en la mía. No dijo nada, pero Kala debió de recordar en ese instante nuestra conversación junto al Palacio de Ámbar, sobre el barranco. Protestó sin embargo, en medio del alboroto creado por la desaparición de la nahó:

«Es Lotus. Es nuestro Padre. No puedo dejarlo ir…»

Le cerré la boca.

“Las cosas con calma, Kala. Kelt parece saber más sobre el tema. Déjame escuchar.”

De hecho, Reik estaba interrogando al runista.

«Es uno de los Portales Blancos,» explicaba este. «Fueron creados hace mucho tiempo por los zads, para interconectar sus pueblos. Por más que digan las leyendas, esas criaturas aladas no vuelan tanto como levitan. Son óricos expertos, generalmente no tan versados en teleportación pero… dicen que un conocido nigromante llamado Márevor Helith los ayudó, durante la vieja guerra entre los saijits y los demonios, mil años atrás. Así crearon las Mazmorras de Ehilyn, un jardín de especies raras.»

«¿Los zads?» repitió Reik, escéptico. «¿Son bestias inteligentes?»

Kelt dejó escapar una risa incrédula.

«¿Los zads? Desde nuestro punto de vista, parecen monstruos, pero son tan inteligentes como nosotros, si no más. Si es que la inteligencia se mide en inventos y sabiduría. Se dice que los zads son la versión oscura de las gárgolas. Grandes murciélagos peludos que ven a los saijits como especies invasivas. Para ellos, somos una plaga,» sonrió. «Y no les falta razón.»

Las palabras del runista al menos estaban calmando a los presos. Uno, sin embargo, preguntó en voz alta:

«¿Qué maldita broma es esta? ¿Corazones puros? ¿Y esa muchacha, qué? ¿Era un ángel? ¡Y un cuerno voy a creerme esa historia!»

«¡Pues no te la creas!» replicó un drow enjuto, levantándose. «Pero está claro que esa chica no era de este mundo. Parecía… ¡la hija de Latarag!»

«¡La hija de Latarag!» repitieron otros, asombrados.

Numerosos presos estaban cada vez más convencidos de haber presenciado un milagro. Al fin y al cabo, tantos años de encierro siempre encendían la vena religiosa. Pero muchos no estaban menos temerosos. El aire quemante del lago de lava daba un ambiente surrealista a la escena.

«¡Nos ha puesto a prueba!» continuó el drow enjuto, avanzándose con los ojos desencajados. «Seréis libres si podéis llegar hasta el portal y seréis cenizas entre lava si lleváis oscuridad en vuestra alma. ¡Los dioses nos han puesto a prueba!»

Los ojos resecos de los presos se cruzaban, cada vez más angustiados. El drow siguió acercándose hasta que, por un ademán de Reik, uno de los Zorkias se interpuso en su camino con la espada desenvainada. Lo reconocí: era Zehen, el joven belarco que se había mostrado tan desconfiado para con los Arunaeh, en el Bosque de Gan.

«Dejaos de idioteces,» soltó Reik. «Si saltáis ahora, no vais a llegar al portal ni locos. La “hija de Latarag” ha usado una mágara de levitación. Colocaremos rocas para acercarnos…»

Calló, de pronto, cuando vio a tres siluetas salir disparadas hacia el lago. Eran Rao, Chihima y Aroto. Anonadado, los vi tomar apoyo y arrojarse al portal. Desaparecieron. Lo último que oí fue el bufido de Samba. El aura de Yánika era un amasijo de cansancio acalorado, estupefacción y susto. El ánimo de Kala, un volcán.

“Nosotros no podemos efectuar esos saltos, Kala,” le dije.

Y por lo visto, Melzar tampoco. El Cuchillo Rojo era demasiado pequeño para eso. Sus ojos rojos, debajo de su capucha, fulminaban a Kelt. Oí claramente sus palabras cuando dijo:

«Más te vale que hayas dicho la verdad.»

El runista se encogió de hombros.

«Sólo he mentido una vez en toda mi vida, y esa vez fue para no preocupar a mi mujer. Lo dicho: este portal lleva a las mazmorras.»

Reik daba órdenes a los presos para que acercaran piedras al lago. Tuvo que lidiar con algunas protestas, pero en general ayudaron. Yo mismo presté una mano partiendo rocas para que pudieran llevarlas. No me resultó fácil, en especial por culpa de Kala: el pobre estaba hecho un lío, no sabiendo si alegrarse de que Rao estuviera con Erla o si desesperarse de no poder estar con ellos. Al menos no parecía estar considerando la peor de las situaciones: que el portal no funcionase correctamente. Reik se detuvo junto a mí.

«Para mí y mis compañeros, atravesar este portal es nuestra única escapatoria. Si nos pillan los Zombras, nos mandan al cadalso directo. Pero, para ti, es diferente.» Se giró hacia mí. «¿Verdad?»

Hice una mueca detrás de mi máscara.

«Es complicado.»

Reik asintió tranquilamente.

«Esos tres tipos que han pasado… Me ha parecido que en algún momento le has llamado Rao a la chica de pelo malva. ¿Oí bien?»

«Oíste bien.»

«Mm… Si es así, no me explico por qué una persona que ha sufrido tanto por el Gremio va detrás de esa otra persona con claras intenciones de protegerla.»

Desvié los ojos del portal blanco para posarlos sobre el mercenario.

«Sin duda ya te imaginas por qué lo hace.»

Reik frunció el ceño, meneó la cabeza, dio un paso como para alejarse y… bruscamente, agrandó los ojos.

«Imposible,» dejó escapar en un resoplido. «¿Lii…?»

«La hija de Latarag tiene muchas identidades que ella misma ignora,» lo corté. E hice un gesto de barbilla hacia el portal. «No es por nada, pero deberías imponer un poco de orden. Alguno ya ha cruzado y otro casi se cae a la lava.»

Reik resopló.

«Que se caigan. No nací para ocuparme de desesperados. Ashgavar imprecó, aún incrédulo. «¡Zorkias! Dejad pasar a la tropa. Que pasen, que pasen. Ya pasaremos nosotros luego.»

Pese a su calma aparente, adiviné que parte de él hubiera preferido pasar primero con su gente.

«¡Tranquilos todos!» dijo Kelt. «Pasaré primero para asegurarme de que el monolito funci…»

«Tú no te mueves,» le cortó Reik. Los Zorkias lo agarraron. «No me fío de los celmistas. Pasarás después de nosotros.»

El runista se ensombreció pero no protestó, señal de que tenía la esperanza de que el monolito fuese a aguantar hasta entonces. Mientras los presos caminaban por el puente de roca creado y desaparecían por la puerta blanca, sentí una creciente tensión en el aire.

«Yani… no te pongas así,» carraspeé.

No podía ver el rostro de mi hermana por culpa de su máscara, pero notaba perfectamente su desazón.

«Perdón…» dijo. «Es que estaba imaginándome… que pasaban el portal… y se quedaban perdidos para siempre en algún sitio intermedio…»

«¿Qué me cuentas?» suspiré.

«Yo también, » intervino Melzar, de pie, junto a nosotros. «Zella me dijo una vez que los portales son muy traicioneros. Es uno de los sortilegios más difíciles que existen en este mundo. Por eso también, es fácil que dejen de funcionar. Rao ha sido muy imprudente. ¿Qué pasa si acaba metida en un recoveco rocoso, sin posibilidad de salida? ¿O si no llega entera?»

Nuestro corazón se saltó un latido, Kala agrandó los ojos y mascullé:

«Que las arpías me rapten, ¿podéis dejar de ser tan pesimistas? Kala me va a matar de un ataque al corazón.»

«Casi sería mejor,» murmuró Melzar tristemente, «que enterarse de que todos tus seres queridos han…»

«¡¿Quieres parar de una vez?!» exclamó Kala.

Los ojos rojos de Melzar se fijaron en los míos, algo brillantes.

«Negar la realidad no la hace menos real.»

Rechiné los dientes.

«Me estás fastidiando.»

Melzar sacudió la cabeza sin contestar y se avanzó hacia la fila cada vez más corta ante el portal. Parecía que, pese a sus temores, no iba a echarse para atrás. Resoplé.

«Este tipo nos estaba vacilando, ¿no?»

Yánika, más tranquila y algo divertida, se encogió de hombros.

«No parecía.»

Pasó Melzar. Y luego pasaron los Zorkias. Quedábamos Jiyari, Lústogan, Yánika, Reik, Danz y yo. Junto con Kelt. Y Saoko, claro. Eché una mirada de soslayo a mi hermano. Hacía un rato ya que me escudriñaba de cuando en cuando, como preguntando: ¿en serio vas a cruzar ese portal? Su prudencia no era prudencia: era sentido común. ¿Cómo podíamos confiar en que un portal como aquel no fuera a matarnos? Que decenas de presos se hubiesen precipitado hacia él no me ayudaba en nada. Como bien decía nuestro padre: “La aprobación de las masas no prueba nada”. Un grupo de saijits normales podía perfectamente echarse a un barranco como ovejas asustadas sólo porque alguien empezaba. Pero los Arunaeh eran diferentes en eso.

«Será mejor que no tardemos,» dijo el runista. «Según oí, el portal se cierra solo al de un tiempo. Eso sí… acabo de recordar algo. Al parecer, ese desviador no lleva siempre al mismo sitio.»

Reik volteó hacia él como un hawi.

«¿Qué quieres decir?»

Kelt alzó las manos, forzando una sonrisa.

«Tranquilo, comandante. Sólo quiero decir que probablemente no hayan aparecido todos en el mismo sitio de las mazmorras. Pero eso es difícilmente evitable. A menos que nos tomemos de la mano, tal vez…»

«¿Lo dices ahora porque tú no quieres quedarte solo, cobardica?» Obviamente, Reik se contenía a duras penas de estrangularlo. Se giró hacia nosotros. «¿Entonces? ¿Venís u os quedáis? Bueno,» agregó, sin esperar una respuesta. «Haced lo que queráis. Danz y yo nos vamos. Hoy habéis hecho una gran hazaña,» nos dijo a Lúst y a mí con una sonrisa torva. «Destruir Makabath era un sueño que se ha hecho realidad.» Nos dio la espalda y agregó como si le costara decirlo: «Así que… gracias.»

Ahogó el final con un carraspeo. Tanto el curandero Danz como yo esbozamos una sonrisa y solté:

«¿Has dicho algo, comandante? Estoy un poco sordo…»

«Vete al diablo,» me espetó.

Hundí las manos en los bolsillos, burlón.

«Buena suerte.»

Los dos Zorkias y el runista se alejaron por el puente improvisado de roca, hacia el portal. Los vi desaparecer tomándose de la mano. Hubieran podido proponernos lo mismo, para que apareciéramos todos juntos al cruzar el portal, pero no lo habían hecho. Simplemente porque ellos tampoco tenían ninguna seguridad de nada y preferían que no lo cruzáramos. Meneé la cabeza.

«Kala… ¿Qué tal si buscamos otra entrada a las mazmo…?»

Callé cuando vi a Yánika adelantarse hacia el puente rocoso. Me precipité:

«¡Yánika, un momento!»

«Vamos.»

Yani se había quitado la máscara y se giró para mirarnos. Sus ojos negros brillaban de decisión.

«Vayamos, hermanos, Jiyari, Saoko… He consigo percibir lo que sienten algunos al cruzar. Al principio, sienten sorpresa y miedo, pero luego acaban sintiendo alivio.»

Nos quedamos silenciosos unos segundos.

«¿Los sientes? ¿A través del portal?» preguntó Lúst.

Yánika vaciló.

«Los siento durante un rato. Luego, desaparecen. Pero estoy segura de que no mueren. Bueno… ¿casi segura?» rectificó.

Sonreí. Esa era una buena noticia…

«¡A-CHÁ!»

El brusco estornudo reberberó en toda la caverna. Me giré, alarmado. ¿Los Zombras habrían llegado ya hasta arriba? ¿En serio habían sido tan rápidos abriendo el camino…?

Saliendo de detrás de una roca bastante lejana, un saijit se irguió alzando las manos en alto.

«Por favor, ¡no os acerquéis!»

Entorné los ojos en el aire tembloroso y quemante de la caverna. ¿Quién…? Jiyari resopló.

«¡Ruhi!»

¿Ruhi?, me repetí, desconcertado. ¿Y ese quién era? Yánika dejó escapar un ruido de comprensión.

«El dokohi, hermano.»

Caí al fin en la cuenta. Con tanto acontecimiento, había olvidado al caito que había sido capturado con Rao y Jiyari y enviado a Makabath. Entendí rápidamente la situación. Al reconocernos, el caito, que había huido entre los demás presos, había hecho todo lo posible por no acercarse a Yánika, temiendo que, al refrenar esta el efecto del collar, se convirtiera en el saijit que era antaño… es decir, un mercenario Kartano al que la guerra había vuelto loco.

«¡Puedes acercarte sin miedo!» dijo Yánika. «No te transformaré.»

Refrenó su aura. Ruhi vaciló, y al fin se acercó con tiento. Hice una mueca. De no ser porque estaba Saoko ahí, con sus armas listas para protegernos…

El dokohi se detuvo a unos pasos. Su forzuda silueta y frente alta eran bien reconocibles, así como sus ojos blancos, que ya no ocultaba con sus gafas. El Gremio no le había quitado aún el collar, y él ni siquiera ya lo escondía. Supuse que los presos debían de haber estado demasiado ocupados con su propia supervivencia como para preocuparse de tener a un dokohi como compañero de huida.

Me quité la máscara y le sonreí.

«Hola, Ruhi. Me enteré de que te transfirieron a Makabath. Al menos no habrás estado ahí mucho tiempo.»

El rostro del caito se turbó y, por un momento, temí que el aura de Yánika, aunque contenida, fuera a reprimir el dokohi en él.

«No entiendo… lo que está sucediendo,» dijo Ruhi, al cabo. «Pero, por favor…» inclinó la cabeza, «permitid que os ayude.»

Kala intercambió una mirada con Jiyari. Sin duda, el caito les hablaba a ellos, a los Hijos de Lotus. Meneé la cabeza.

«Será mejor que tomemos rutas distintas. Mi hermana no podrá restringir su aura durante mucho tiempo.» El que Yani no protestara me dejó claro que en eso no habían mejorado sus artes bréjicas. Agregué: «No se lo tomes en cuenta: no lo hace queriendo.»

Ruhi se había ensombrecido.

«Lo entiendo.»

Abrió la boca otra vez y estornudó violentamente. Me inquieté.

«Dánnelah, ¿te pegué mi resfriado?» Recordé haberle estornudado en plena cara cuando me había atacado su «yo» no-dokohi, en un callejón del Barrio del Hueso. La idea de dejarlo solo en las mazmorras y con fiebre me hizo sentirme mal. «Tal vez…»

«Estoy bien,» aseguró Ruhi, sorbiéndose la nariz. «Gracias por preocuparte, pero los caitos somos resistentes a estas cosas. Pasaré el portal solo.»

Vacilé y asentí con la cabeza.

«Bien. Pasa tú primero y quizá aterrices en un lugar distinto. Como habrás visto, Rao y Melzar también están por ahí. Si encuentras a la chica que abrió el portal, la kadaelfa de pelo azul… protégela como sea, ¿quieres? Te lo piden los Hijos de Lotus.» No le dije que Erla era Lotus en persona, por si se le ocurría a Ruhi hablarle de ello. Prefería no precipitar los acontecimientos. Me giré. «Por cierto, Saoko, ¿no te importaría darle uno de tus cuchillos?»

El brassareño me echó una mirada como diciendo: ¿por qué me metes en esto? Dejó escapar un suspiro, bajó la mano hacia un costado, fue a tocar la empuñadura de un cuchillo y finalmente cambió de opinión y le tendió al caito una de sus dagas.

«Gracias,» contestó el caito.

Saoko escupió de lado.

«Me la devolverás algún día. Vete.»

Cuando hubo desaparecido Ruhi por el portal blanco, el aura de Yánika se desplegó de nuevo, impaciente.

«¿Pasamos?»

Me burlé:

«Con lo calentitos que estamos aquí al lado de la lava, ¿tantas prisas tienes?»

Pero su impaciencia no aminoró, ni la de Kala tampoco, y no tardamos en acercarnos al portal, Yánika delante. No sabía si alegrarme o preocuparme de su espíritu cada vez más aventurero. Me agarraba la mano con firmeza. Yo se la agarraba a ella y a Jiyari, este a Lústogan y Lústogan a…

«Qué fastidio,» rezongó Saoko, cogiéndole la mano a mi hermano.

Me había vuelto a poner la máscara, así que no pudo ver mi ancha sonrisa. Parecíamos cinco niños jugando al corro. A un paso del portal, Yánika marcó una pausa. ¿Estaba indecisa? No. Más bien, emocionada y expectante.

“¿Listos?” nos preguntó por bréjica.

«Cuando quieras,» la animé.

Y atravesamos el portal.

La sensación fue extraña. Me sentí flotando, rodeado de energías. Mi órica desapareció a mi alrededor, mi ojos fueron cegados por la luz, mis oídos percibieron un sonido apagado de burbujas que estallan y mi olfato captó un olor intenso que nunca había sentido. Había oído decir una vez al Gran Monje que una fuerte concentración de energías podía llegar a emitir olor. Un olor agradable, picante y dulce a la vez. ¿Era eso…?

El olor de la magia.

Oí de pronto un berrido de recién nacido y creí entrever unas siluetas escondiéndose en la luz. Una mujer arrodillada tendía una mano hacia una alta silueta que agarraba a un recién nacido con un brazo y me aferraba la nuca con la otra mano. “¡No, para!” gritó la mujer. “¡Mis hijos! ¡Devuélveme a mis hijos! Maldito diablo, arderás en el infierno, Ronarg… ¡Aaaah!” Aunque su rostro era difuso, su grito desgarraba el aire. Mis ojos desorbitados vieron hincarse la espada de uno de los saijits, y en todo ese baño de luz, vi claramente la sangre brotar. Me sorprendí gritando: “¡Madre! ¡Madreee!”

Antes de entender qué demonios pasaba, todo se deshilachó ante mis ojos y aterricé en una caverna luminosa con un decorado completamente distinto al de la caverna de lava. Enseguida volví a rodearme de órica, inquieto, con el Datsu desatado. ¿Qué diablos acababa de presenciar? ¿Quién era esa mujer?

Supongo que no debería sorprenderme, pensé. Las Mazmorras de Ehilyn eran un lugar legendario, al fin y al cabo: a saber si lo que había visto era solamente real.

Eché un vistazo a los demás para asegurarme de que todos estábamos bien. Jiyari había caído de bruces y se levantaba maquinalmente; Saoko agarraba la empuñadura de su cimitarra con fuerza y… cuando vi a Yánika tambalearse, tendí una mano para darle mi apoyo, preocupado.

«¿Estás bien, Yani?»

Mi hermana asintió lentamente.

«Hay… tanta energía que cuesta respirar.»

Tenía razón. El aire pesaba. Ya había estado en cavernas con altas concentraciones de energía pero… no recordaba haber sentido algo como aquello. Lústogan sondeaba el nuevo lugar y lo imité. No había rastro del portal. A nuestro alrededor, se elevaban unos árboles enormes de color azulado con pepitas verdes luminosas… ¿Árboles? No. Eran setas gigantes. Medían unos diez metros de diámetro y, de altura… unos treinta metros de media. Entre ellos, se arremolinaba una brisa cálida y placentera. Los arbustos, plagados de flores blancas que no reconocí, se agitaban con suavidad. El aura de Yánika se fue llenando de maravilla.

«¿Qué es este lugar?» murmuró.

«Es hermoso,» cuchicheó Jiyari, con los ojos brillantes.

Ninguno de nosotros se atrevía a alzar la voz. En ese sitio, lo único que percibíamos eran unos trinos suaves de pájaros. Pequeños paiskos que revoloteaban en la cumbre de las setas. ¿Paiskos? No, no eran azules. ¿Acaso había paiskos rojos y blancos? No recordaba haber visto nunca un ave así en los Subterráneos…

“Un jardín de especies raras,” había dicho Kelt el runista. A saber qué tipo de criaturas había ahí… Hice una mueca.

«Será mejor que encontremos a Erla cuanto antes. Por cierto, ¿habéis visto lo mismo que yo al cruzar el portal? Esa mujer gritándole a un tal Ronarg… ¿qué significará?»

«¿Una mujer gritando?» se extrañó Jiyari. «Yo no he oído nada. De hecho… todo ha sido tan rápido que todavía no puedo creer que realmente hayamos cambiado de sitio. No serán armonías, ¿verdad?»

«No lo son,» aseguró Yánika.

Cuando la vi palpar el tronco de una de las setas, resoplé:

«No toques eso, Yani. ¿Y si es corrosivo como los alejiris?»

Mi hermana enseguida retiró la mano, dando un bote para atrás con el aura alarmada.

«¡No me pegues esos sustos!»

Sonreí y me quité la máscara. No parecía que hubiésemos aterrizado en el mismo sitio que los demás, por lo que no hacía falta escondernos. Acababa de cerrar la mochila cuando Kala se levantó con súbita decisión. Nos sobresaltó a todos al tonar en medio del apacible silencio:

«¡Rao! ¡Rao! ¿Me oyes? ¡Lot…!»

«¿Quieres callarte?» lo corté. «No tenemos ni idea de dónde están, ni cuánto de grande son estas mazmorras. No querrás despertar a un kraokdal con tus gritos.»

«¿Kraokdals? Pff. Antes, cuando era de hierro, bastaba un puñetazo para mandarlos a tomar vientos. »

Mmpf. Si tanto le gustaba su cuerpo anterior, ¿por qué no se había creado uno igual? En cualquier caso, sus gritos se habían reverberado en toda la caverna y ahora Lústogan miraba en mi dirección con tal frialdad que Kala se arredró y me dejó el cuerpo como se deja un objeto en llamas. Hice una mueca, divertido.

«Perdónalo, Lúst: está nervioso, eso es todo.»

Mi hermano no contestó. Nos pusimos en marcha en medio de la profusa vegetación. No había una sola planta que no fuera extraña. Flores con pétalos tan largos como mi brazo se inclinaban bajo el peso de pesadas gotas que caían desde el techo.

«Las Mazmorras de Ehilyn no son tan terribles como me las imaginaba,» soltó Jiyari al de un rato.

«Mm,» convine. «Esto realmente parece un jardín de especies raras.»

«Me pregunto por qué los zads decidieron crearlo,» intervino Yánika, echando ojeadas curiosas a diestra y siniestra.

«Eso fue hace mil años, según ese tal Kelt,» dijo Lústogan, avanzando con cautela. «Si la caverna donde estaba la entrada fue un pueblo de los zads que acabó sepultado por la lava… puede que otros pueblos hayan desaparecido también. Y puede que los zads ya no rijan este lugar.»

Por un lado, era positivo para nosotros pero… también podía significar que el exótico jardín estaba fuera de control. Esas setas y plantas extrañas… no me decían nada bueno. Volteé cuando Yánika soltó un resoplido de sorpresa.

«¡Una planta verde!» exclamó.

Las plantas verdes eran inexistentes en los Subterráneos… o eso creía. Por lo visto, me equivocaba. Alcé la mirada hacia un luminoso enjambre de kérejats que acababa de aparecer en la espesura.

«¿Naranja?» murmuró Jiyari, boquiabierto. «La luz es naranja. ¿Son kérejats de verdad?»

Seguimos el revoloteo de los kérejats y sonreí, fascinado.

«Qué curioso lugar.»

Kala hizo una mueca. Las novedades que nos rodeaban le importaban bien poco: lo único que quería era encontrar a Lotus, Rao y Melzar.

“Relájate, Kala. No todos los días vemos maravillas como estas,” le dije.

No replicó, pero se relajó un poco. Tras un silencio, me giré hacia Lúst, burlón.

«Cuando pienso que abriste el camino hacia las mazmorras sin saberlo, hermano…»

Lústogan frunció el ceño.

«Mm… Es como si el Gremio hubiese querido ocultar este lugar.»

¿Ocultarlo? ¿Quería decir acaso que el Gremio se aprovechaba de las mazmorras? Contemplé las coloridas flores y los esbeltos tallos con una nueva sospecha. Tal vez ese jardín no estuviese del todo abandonado…

El grito de Jiyari interrumpió mis cavilaciones. Volteé para ver, asombrado, cómo una gran rama verde envolvía a Saoko y lo arrastraba con rapidez hacia la espesura. El aura de Yánika se llenó de horror y mi Datsu se desató. Cuanto más se agitaba el drow, más lo envolvía la rama…

«¡SAOKO!»

El grito de mi hermana se reverberó por toda la caverna. El tiempo que el eco desapareciera, Saoko se había desvanecido detrás de un amasijo de hojas gigantes. Intercambié una mirada incrédula con Lústogan. ¿Qué diablos…?

«Attah…» murmuró Lústogan, ensombrecido. «¿Qué demonios era eso?»

«¡No lo sé pero se ha llevado a Saoko!» exclamó Jiyari con lágrimas en los ojos. «¡Tenemos que ir a salvarlo!»

Por supuesto que iba a salvarlo: no iba a dejar al brassareño colgado después de que me hubiese salvado tantas veces la vida. Kala, sin embargo, reaccionó más rápido: se precipitó sin pensarlo dos veces, adentrándose en esa jungla llena de plantas raras. Las aparté con mi órica, evitando así tener que entrar en contacto con más plantas problemáticas. Lústogan hacía lo mismo metros detrás de mí. Pero ¿qué diablos era esa planta capaz de inmovilizar, levantar y arrastrar a un saijit? Me recordaba un poco a las sankras del Lago Blanco, sólo que en mucho más viva y peligrosa… ¿No sería carnívora? Había oído decir que algunas plantas carnívoras eran capaces de envenenar a un saijit para luego ir comiéndolo entero poco a poco como los doagals…

«¡Ni se te ocurra morir, saijit!» gruñó Kala sin aliento.

Lo decía el que unas semanas antes odiaba a todos los saijits con toda su alma… Seguíamos la pista que iba dejando la rama, pero al de un rato los crujidos de esta al alejarse desaparecieron y no encontré ningún indicio que señalara qué dirección había tomado. Ni una planta rota, ni un guijarro al revés… Era como si se hubiese desvanecido. ¿Cuán lejos podía haber ido? ¿Habríamos caído en su trampa?

“¿Kala? Kala, ¿estás seguro de adónde nos llevas?”

Kala frunció nuestro ceño sin ralentizar.

“¡Confía en mí!”

Me costaba confiar cuando realmente no veía ningún rastro. ¿Acaso esa rama habría echado a volar? Lancé mi órica hacia atrás. Hasta hacía un rato, había oído los pasos de Lúst, Yani y Jiyari seguirnos. Pero… ya no los oía. Attah, si les pasaba algo a ellos también…

“Kala, espera un poco, hemos perdido al resto…”

“¡Está justo delante!”

Su ardorosa réplica me convenció para confiar en él al menos unos segundos más. Aparté unas altas plantas negras con hojas blancas luminosas y solté:

“¡Cuidado con la raíz!”

Kala evitó el conjunto de raíces y saltó por encima de un riachuelo. Al otro lado de este, la jungla desaparecía, reemplazada por una pequeña cuesta cubierta de hierba plateada. La brisa ligera la agitaba suavemente y una luz cálida iluminaba todo el lugar. Quise buscar la fuente de esa luz pero Kala no me dejó. Corrió por la hierba con una mezcla de alivio e inquietud. Supe por qué, pues ambos veíamos lo mismo: Saoko yacía a mitad de la cuesta. De pie, junto a él, se alzaba la esbelta silueta de un saijit. Vestía una túnica blanca. Su largo cabello negro me impidió ver su rostro hasta que lo giró hacia mí. Entonces, Kala se detuvo en seco, paralizado.

Llevaba una máscara. Una máscara blanca.