Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

11 Carrera hacia el infierno

«Una verdad en boca de un desconocido es una evidencia, en boca de un ídolo es una genialidad.»

Lústogan Arunaeh

* * *

Mientras yo estallaba cerraduras, Lústogan bloqueaba el camino detrás de nosotros y los demás corrían por los pasillos y corredores tenuemente iluminados por rocámbares. Nos tropezamos con varios cadáveres de guardia. La mayoría habían muerto antes siquiera de darse cuenta de la insurrección.

Percibíamos claramente los gritos de los Zombras y sus intentos por liberar el paso obstruido en la planta baja. Cuando llegamos al tercer piso, Yánika soltó con cierta alarma:

«Samba dice que hay un sortilegio rúnico justo después de la reja. Podría ser una trampa.»

El gato se había adelantado pasando entre los barrotes pero se había detenido en seco un metro más allá. Reik dijo, pensativo:

«Había un runista entre los celmistas presos. Un tal Kelt.»

«¿Kelt?» repitió Erla. Palideció un poco. ¿Acaso lo conocía? Apretó los labios. «Soy runista. Desactivaré la trampa.»

Estallé la cerradura y dije:

«Procura ser prudente.»

Erla me ignoró. Abrió la reja, se agachó junto al gato de bruma y, tras unos instantes, se impacientó:

«¿Qué diablos es esto?»

Tan experta runista era que, al encontrarse con una runa que no entendía, le echaba la culpa a esta. Meneé la cabeza, adelantándome.

«No tenemos tiempo. Apartaos.»

«No,» se negó Erla. «La desactivaré.»

Y la desactivó casi de inmediato. Se levantó con una pizca de orgullo en sus ojos.

«Ja. Acabo de salvaros la vida.»

“Está mintiendo,” nos dijo Yánika por bréjica, desconcertada. “O eso creo. Samba dice que la runa no era probablemente más que una runa de seguridad de la prisión para saber cuánta gente pasa por aquí.”

Attah… ¿Para qué mentir en algo tan absurdo? ¿Acaso esperaba que le fuéramos a ayudar porque nos había salvado la vida desactivando una runa? Si ya la estábamos ayudando…

«Ajem. En cualquier caso, sigamos,» solté.

Sin embargo, en ese momento, Erla dejó escapar un jadeo de terror. Entendí por qué cuando, al girarme hacia las escaleras que subían al fondo del pasillo, vi a Chihima apuntar una flecha hacia nosotros. Más particularmente, hacia Reik. Disparó, la muy bestia, para horror de Yánika. Tuve justo tiempo de desviar la flecha hacia arriba con mi órica y la flecha se perdió a lo lejos.

«¡Chihima!» exclamé. «¿Te has vuelto loca? No lo mates. Está con nosotros.»

Un destello sorprendido pasó por los ojos fríos de Chihima.

«Zella me dijo que lo matara,» replicó.

Entendí que, al igual que Kala, Rao se había sentido angustiada por la idea de perder a Erla. Y Chihima debía odiar a Reik por ello. Pero no iban a solucionar nada matándolo.

«Te precipitas, Chihima,» dijo una voz detrás de ella. La pequeña silueta encapuchada de Melzar apareció, llevando dos ganzúas en las manos. «Mi hermana y Aroto están abriendo las rejas de arriba. Según Samba, si subís, es que pensáis que arriba hay alguna salida, ¿no? ¿Os persiguen los Zombras?»

«Están todavía en la planta baja,» afirmó Lústogan avanzándose.

Nos pusimos todos en marcha hacia las escaleras… salvo Reik. El mercenario se había quedado paralizado, mirando a la arquera con la mano bien agarrada a la empuñadura de su espada.

«No se lo tengas en cuenta,» le dije.

Reik puso los ojos en blanco.

«Quién lo haría.»

Alcanzamos a Rao y a Aroto en el sexto piso. Los Zombras avanzaban con más rapidez, por lo que suponíamos que debían de haber encontrado alguna máquina para desbloquear el paso, o bien… a algún destructor. Sin embargo, destruir seguía siendo más fácil que abrir un camino. Poco a poco, íbamos distanciándonos. De cuando en cuando, mientras retomaba un poco el aliento, bloqueaba la cerradura de las rejas. En un momento, Jiyari preguntó, jadeante:

«¿Vaciasteis… todas estas celdas?»

«Casi todas,» afirmó Reik. «Salvo donde están los presos realmente chiflados. Esos, que se los queden los Zombras.»

«¿Cuántos pisos… hemos subido ya?» resolló Yánika.

Su aura vibraba, cansada. Rao alcanzó la siguiente planta diciendo:

«Este es el décimo sexto. Debemos de estar por la mitad.»

Samba, sobre su hombro, sacaba la lengua como un perro y bostezó. La mitad, me repetí. Según Lústogan, la torre medía ciento ochenta metros: nos quedaba todavía un buen trecho. Venga, me animé. Sólo nos quedaba la otra mitad.

Los corredores se iban haciendo más cortos cuanto más se subía, y las escaleras pasaron a subir en espiral. Las rocámbares ya no iluminaban el lugar y tuvimos que sacar nuestras piedras de luna y linternas.

«¿Y si hacemos… una pausa?» propuso Kala, con la respiración silbante. «Los Zombras también tendrán… problemas para subir…»

«Eso es porque no haces suficiente deporte, Kala,» lo pinchó Rao, ascendiendo a mi lado. «Los Zombras subirían más rápido que tú si no les bloqueaseis el camino.»

«No es culpa mía,» rezongó Kala. «No me he ocupado del cuerpo en dieciocho años. El culpable aquí es Drey. »

Resoplé.

«¿Yo? No he parado de andar de aquí para allá estos últimos meses…»

«Deja de desperdiciar el aire,» me cortó el Pixie, robándome el cuerpo. «Además, Padre te está mirando raro.»

Se refería a Erla. Ante la mirada prudente de esta, aceleré mis pasos con cierta exasperación.

“Pues claro que nos mira raro.”

Estábamos en el piso diecinueve cuando nos topamos con un preso acurrucado en el primer peldaño de las siguientes escaleras. Era un humano raquítico, de pelo largo y cubierto de suciedad. Nos vio aparecer, parpadeando por la luz.

«¿Zombras?» murmuró.

Trató de levantarse pero gimió de dolor y volvió a sentarse. Llevaba cadenas en los pies. Nadie había tenido tiempo de quitárselas.

«Reik Cuervo-Rojo,» se presentó entonces el comandante Zorkia, adelantándose. «¿Qué demonios haces ahí parado?»

Los ojos del humano se movían, temblorosos.

«¿Reik Cuervo-Rojo?» repitió. Esbozó una sonrisa. Le faltaban varios dientes. «Leron. Leron el Hercata. He intentado huir. Pero la gente se empuja. El diablo taimado se despierta. Todos quieren salir antes que ninguno.»

«¿Te tiraron por las escaleras?» exclamó Jiyari.

«Pasad,» replicó el preso. «Llevo cadenas. No podría ir muy lejos de todas formas. Cuando pasen los Zombras, los detendré. No seré Zorkia y seré un maldito ladrón, pero tengo mi dignidad.»

«Un muerto no tiene ninguna dignidad,» le retrucó Reik. «Te llevaré a cuestas.»

El preso lo miró, incrédulo.

«¿Qué?»

El Zorkia ya estaba acercándose. Se lo subió a cuestas y yo aproveché para destruir las cadenas y liberarlo. El humano tenía una mueca entre avergonzada y esperanzada.

«Gracias…» murmuró.

El Zorkia se contentó con gruñir y, al verlo reanudar la ascensión con renovado ánimo, noté, divertido, el aura de aprobación de Yánika. Cuando me detuve junto con Lústogan para hacer estallar la roca, este comentó con voz neutra:

«Los saijits siempre sorprenden.»

«¿Verdad?» sonreí detrás de mi máscara.

* * *

Los últimos pisos se nos hicieron realmente pesados. Estábamos cansados de ver rejas, celdas y más rejas. Estábamos hartos de subir. Para colmo, nos fuimos encontrando con otros presos en camino, incapaces de seguir adelante. Reik los animó agitando la espada:

«¡Vaya panda de vagos! Me mato por vosotros, ¿y aquí estáis arrastrando los pies? Gandules. ¡Arread ahora mismo! Ya decidiréis luego si mereció la pena salir de este infierno.»

Curiosamente, su manera de hablarles los hacía olvidar dolores y penas y se levantaban, ralentizando considerablemente nuestra ascensión: a Lústogan y a mí eso nos dejaba todo el tiempo del mundo para bloquear perfectamente el paso a los Zombras.

«Algo me dice que estamos llegando a la punta de la torre,» declaró Erla en un momento.

Rao le echó una mirada sorprendida y, sin ralentizar, dijo por bréjica:

“Curioso. Erla no sólo es buena runista. Percibe bien las energías. Samba hace un rato que percibe un desequilibrio energético que proviene de arriba.”

No fui capaz de saber muy bien a cuántos nos hablaba. A Kala y a mí, a Melzar, y a Yánika tal vez… Kala se emocionó:

“¿Crees que son recuerdos de antaño?”

“Lotus aprendió algo de perceptismo,” convino Rao. “Pero, aunque recuerde algunos conocimientos… ha oído ya nuestros nombres de Pixies, y no se ha inmutado.”

“Tal vez no quiera recordar,” intervino Melzar. “Por lo que me contaste, Zella, su pasado no es nada brillante…”

Su comentario fue acogido por un fuerte carraspeo mental de parte de Rao. Pero no rebatió, por lo que, interiormente, debía de estar de acuerdo: Lotus tenía muchas razones por las cuales no querer recordar su pasado. En ese momento, vi la ojeada extrañada que nos echó Erla y me pregunté si con su perceptismo no había notado nuestro vínculo bréjico.

Quedaban dos plantas cuando tropezamos con un grupo que bajaba. Eran tres: un esnamro, mezcla de varias razas, un humano con el rostro casi tan lleno de cicatrices como el de Reik y otro humano forzudo. Reconocí el segundo. Era Danz. El curandero Zorkia que había salvado a Yánika del veneno de los yurmis.

«¡Comandante!» exclamó, asombrado. «¿Estás vivo?»

«Parece que mi hora todavía no ha llegado,» dijo Reik. «Mayk, Bersfus, Danz… ¿Qué demonios hacéis aquí? ¿No deberíais estar subiendo y no bajando?»

Mayk gruñó.

«¿Y dejar que te sacrifiques solo? Tranquilo: los demás Zorkias están huyendo. Y el resto también… Tu idea de liberar a todos los presos para acabar con los guardias era buena, pero hemos tenido problemas para imponer orden y armar a todos nuestros compañeros.»

«Reik… ¿quiénes son esos?» preguntó Danz. «¿Y qué hacen aquí los muchachos Arunaeh? ¿No me digas que formaba parte del plan…?»

«¿Habría sido un plan genial, eh?» replicó Reik, subiendo peldaño a peldaño. «Pero no, parece ser que la muchacha nahó huyó de su casa y la andaban buscando. Bersfus, ¿te importa relevarme?»

El Zorkia lo ayudó a liberarse de su carga y agarró a Leron el Hercata preguntando, confuso:

«¿Y los demás? ¿Están de nuestro lado?»

En ese momento, vi brillar los ojos azules de Rao con un destello asesino y recordé su inquina hacia los Zorkias. Al fin y al cabo, esos mercenarios habían participado en la Guerra de la Contra-Balanza, habían capturado a Liireth al final de la guerra y ayudado a «matarlo».

«Ni idea,» contestó Reik, subiendo. «Pero por ahora, nos están ayudando, porque la nahó quiere subir adonde vamos nosotros. Nos hemos equivocado en algo, muchachos. Las escaleras no llevan a la Superficie. Pero saldremos con vida de todas formas.»

Danz puso cara interrogante pero se guardó las preguntas para más tarde y comentó:

«La nahó, dices… no la veo en ningún sitio.»

Aquello nos detuvo en seco. Miramos hacia atrás y… la vimos entonces aparecer, arrastrándose de peldaño a peldaño. Respiraba entrecortadamente y murmuraba entre sí:

«Ochocientos sesenta y seis, ochocientos… sesenta y siete, ochocientos se… se…»

Antes de darme cuenta, ya había bajado los peldaños para soportarla antes de que se desplomara. Saqué una cantimplora, ayudándola a sentarse.

«¿Quieres un poco de agua?»

Erla aceptó, aturdida, y susurró:

«No me gustan las escaleras que dan demasiadas vueltas…»

«Lo entiendo. Estamos ya casi. Unos peldaños más y llegaremos al túnel secreto. Los Zombras están lejos abajo. Puedes descansar un rato…»

«Ni hablar.» Sus ojos de un color gris verdáceo apagado se habían encendido. «Tengo que salvar a mi hermano. Ese veneno lo puede matar en cualquier momento. El curandero dijo dos semanas máximo.»

Le afloraron las lágrimas. Apretó los dientes. Y se levantó.

«Llévame como a ese prisionero.»

La miré, atónito.

«¿Cómo dices?»

Me atravesó con ojos autoritarios.

«Llévame a cuestas, he dicho. Llevo andando desde que empezó el rigú y me duelen los pies.»

¿Hablaba en serio? Un momento, ¡¿hablaba en serio?! Minutos después, estaba cargando a la nahó y subiendo peldaños.

«¿Te vas a quejar de que peso demasiado?» me espetó, como yo resoplaba.

«Aligero tu peso con órica,» repliqué. «Pero sería más fácil si dejaras de agitarte.»

«¿Con órica?» se indignó Erla Rotaeda. «¿Me acabas de llamar gorda?»

Gorda, no lo estaba. Pero tampoco precisamente flaca. Y no paraba de moverse, como si no supiera muy bien cómo agarrarse a mí. Pese a la situación urgente, el aura de Yánika brillaba de diversión. Ahora, Lústogan era el único en encargarse de destruir Makabath. A saber qué excusa podría presentar Erla para justificar sus actos. Teóricamente, nosotros sólo obedecíamos sus órdenes. Éramos Arunaeh, un clan sin país, y nuestra sumisión al Gremio de Dágovil era muy relativa pero… bueno, si nos contrataba ella, suya era la responsabilidad.

Cuando llegamos totalmente arriba, las celdas habían desaparecido, reemplazadas por una gran sala de guardia portegida por una puerta maciza que había sido destrozada por hachas y barrotes.

Contemplé los cadáveres con una renovada lástima. Entendía que Reik no había sido capaz de liberar a su gente sin causar muertes, pero no por ello aprobaba tal indiscriminada matanza. Comprobé, sin embargo, que los guardias se habían defendido bien: había cinco presos muertos. Mientras nos adentrábamos en las escaleras secretas abiertas, oí farfullar a Jiyari:

«¿Por qué?»

Para sorpresa mía, fue Lústogan el que contestó:

«Porque los Zorkias luchan por su libertad después de dos años de prisión y tortura. La venganza es un círculo y un equilibrio de Sheyra. Buena o mala, no lo sé. Lo que está claro es que, en sí, no aporta felicidad.»

Aprobé mentalmente mientras seguía avanzando. Estábamos ya metidos en el techo de la caverna. Aquellas escaleras, más angostas, estaban hechas en una mezcla de darganita y telkemita. Los peldaños estaban perfectamente lisos, buena prueba de que aquello era la obra de unos destructores. De hecho, estaban en mejor estado que las escaleras de la prisión. ¿Sentiría Lústogan algún remordimiento por destruirlas? Mientras Lúst se quedaba atrás para destrozar la entrada, Erla observó, agarrándose a mí:

«Tu pariente es bastante filosófico.»

«¿Verdad?» sonreí pese al esfuerzo. «Es mi hermano y maestro.»

«¿En serio? No os parecéis. Bueno, en algunos rasgos… Pero él es más… cómo decir…»

«Serio,» la ayudé.

«Sí…»

Tras otro silencio, dijo en voz muy baja a mi oído:

«Oye. Los Arunaeh siempre estáis del lado de la justicia, ¿verdad?»

«Er… Mi hermano y yo somos destructores,» le contesté en un murmullo. «De justicia no tenemos mucha idea. Pero, de momento, quiero ayudarte, así que no te preocupes por los Zorkias ni por los demás presos: no te harán daño.»

Mi promesa fue aseverada por Kala:

«Te ayudaré como tú me ayudaste, Pa…»

Se controló a tiempo y se paró antes de llamarla «Padre».

“Estás haciendo progresos,” le encomié.

Resopló mentalmente y sonreí para mis adentros. En todo el tiempo que lo conocía no había podido evitar notar cómo los halagos suscitaban en Kala una reacción inmediata de positivismo avergonzadamente satisfecho.

La ascensión se eternizó. Al principio, la roca tronaba escalones abajo, donde Lústogan la hacía estallar, pero al de un rato mi hermano opinó que provocar más derrumbes podría sernos fatal y se unió a nuestro grupo diciendo:

«Drey. Te sobra una máscara, ¿no? Dásela a Yánika.»

No me extrañó su consejo. Muchos de los presos de Makabath eran interrogados por un inquisidor Arunaeh: reconocerían el Datsu enseguida. Tras ayudarle a colocarse la máscara a mi hermana, retomamos la marcha.

No tardamos en toparnos con los presos rezagados. Algunos estaban en un estado tan degradado que me maravillaba que hubieran llegado hasta ahí. Makabath no era una prisión para los pequeños delincuentes. Los que terminaban ahí eran los grandes ladrones, asesinos, traidores, contrabandistas, charlatanes de alta clase y eruditos defensores de ideas ilícitas. Y esos últimos eran los que menos me inquietaban. En esa compañía, los Zorkias eran los que me resultaban más fiables. Y, por fortuna, según le murmuró Mayk a Reik, habían conseguido quedarse con la mayoría de las armas.

Arriba, la gente gruñía, resoplaba, se animaba diciendo:

«Venga, no te rindas, compañero…»

«No te rindas tú…»

«¡Qué me voy a rendir! Antes te rindes tú.»

«En tus sueños…»

Un tercero se rió:

«¿Os cuesta subir unas simples escaleras? A vosotros esto os ha venido de perlas. Unos meses más y estabais para el foso común.»

«¡Habla por ti, saijit famélico!» retrucó uno de ellos.

Pese a ir a ritmo lento y seguro, acabamos adelantando a un buen número en las angostas escaleras. Las espadas en las manos de los Zorkias ahogaban toda objeción. Llevábamos hora y media subiendo esos peldaños, dos y media desde el pie de la torre de Makabath, cuando llegué a mi límite, dejé de soportar a Erla con mi órica, sentí todo su peso cargar sobre mí y me arrodillé, declarando:

«Se acabó. Estás sana y fuerte: seguir así sería un disparate.»

Erla se incorporó, ruborizada. Carraspeó.

«Supongo que no se le puede pedir a alguien como tú que aguante como Kibo. Es el guardián personal de mi abuelo,» precisó. «Pensé en pedirle que me acompañara, pero no habría pasado desapercibido.»

«Tuve el honor de conocerlo,» dije, y tomé un trago de mi cantimplora.

Erla cerró un ojo, extrañada.

«¿El honor? Kibo es un simple guardia, mahí.»

«Lo sé.»

Continué subiendo y la nahó se apresuró a no dejarse distanciar. Pregunté a mi hermano:

«¿Nos queda mucho?»

«Diría… que una media hora,» estimó Lústogan.

«Telkemita y darganita,» dije, palpando la roca. «En sólo dos meses, no está nada mal haber subido tanto.»

«¡¿Lo construiste tú?!» exclamó Erla, asombrada, girándose hacia Lúst.

Este se encogió de hombros.

«Con otros dos.»

Tras un silencio, Erla murmuró:

«Entonces, debías saber adónde llevaban estas escaleras.»

Lústogan la miró de reojo sin detenerse.

«No. No se les explica todo a los destructores. Además, tenía once años en aquella época. Si comentaron algo sobre las mazmorras de Ehilyn, se me olvidó.»

«Te habrías acordado,» afirmé. «Todos los niños se acuerdan de las mazmorras de Ehilyn. El Gran Monje me asustó más de una vez con ellas.»

Erla me miró con curiosidad.

«¿Te asustó? Pero… tú eres un Arunaeh. No puedes asustarte.»

Le dediqué una sonrisa ladeada detrás de mi máscara.

«¿Que no?»

«Los Datsus no funcionan así,» intervino Yánika con tono de profesora. «El Datsu es un sello bréjico perfeccionado durante generaciones. Está pensado para ayudar a su portador. Restringe los excesos y evita… el estréssss,» resolló, «el terror paralizante… el enojo… Pero el miedo sencillo, ese… es útil y…»

«Creo que lo ha entendido, Yani. Te estás quedando sin aliento,» apunté amablemente.

Así que resolvimos callarnos y guardar nuestras fuerzas para avanzar. Lústogan no se equivocó: pronto llegamos al final de las escaleras. Había ido notando un cambio en la vibración del aire. Este era más cálido, más denso y… estaba cargado de energías.

Desembocamos en una gran caverna bien iluminada. Cuando busqué la fuente de luz, entreví entre los grupos de presos un gran lago de lava a nuestra izquierda. El suelo estaba repleto de rocas magmáticas con formas extravagantes que formaban un verdadero jardín de esculturas. Vi una que tenía la forma de una flor con pétalos y otra que se parecía, de lejos, a un viejo encorvado con cachava.

“La naturaleza a veces es una curiosa escultora,” le comenté a Kala.

Pero al Pixie no le interesaban las piedras: se movió junto con Erla y los Cuchillos Rojos, entre los presos cada vez más agitados. Algunos acusaban.

«¡Malditos Zorkias! ¡Esto no es la Superficie!»

«¡No hay una maldita salida! ¡Sólo lava y más lava!»

«¡Esto es el infierno directo!»

«¡SÍ!» tonó entonces Reik, hincando su espada contra la roca. «¡ESTO ES EL INFIERNO!»

Todos callaron. Pero sus expresiones no decían nada bueno. Más le valía a Reik saber contenerlos… Me giré hacia Erla pero Rao fue más rápida preguntando por lo bajo:

«Esos tipos parecen haber mirado bien la caverna. Si no hay salida, ¿por dónde se entra a las mazmorras?»

Erla la observó un instante con prudencia y vi cómo se acercaba ligeramente a mí, por si esa bliaca de pelo malva armada de cuchillos se revelaba más peligrosa de lo previsto. Puse los ojos en blanco. Kala le cogió la mano.

«No temas, Padre. Allá donde vayas, vamos.»

Imprequé mentalmente.

“Retiro lo dicho, Kala. No has progresado nada.”

Erla estaba sonrojada. Parecía que afortunadamente no se había fijado en el apelativo. Nuestra atención fue desviada hacia el discurso de Reik. Respaldado por una treintena de Zorkias, el mercenario escudriñaba las decenas de presos liberados.

«El infierno,» repitió el mercenario. «Os acabo de sacar de uno para meteros en otro. Ahora decidís cuál preferís. Pero en algo os equivocáis: existe una salida.»

«¿Y cuál?» exclamó uno.

«¿No te habías sacrificado, comandante de los Zorkias?» rió, sardónico, un humano que llevaba una capa azul andrajosa. Adelantó dos pasos hacia Reik. «No vamos a creernos nada de vosotros, Zorkias. Trabajasteis para el Gremio y os rebelasteis. El Gremio, lo execro y lo maldigo, pero no confío en los traidores. Si intentáis vendernos ahora, lo sabremos.»

Los presos rugieron su aprobación. Danz murmuró algo al oído de Reik y este enarcó una ceja sarcástica.

«¿Kelt, verdad? El runista que fue acusado de traición al país, según me acaban de decir. No te excites. Vamos a salir todos de esta. Entre traidores, lo conseguiremos. Sentaos y descansad: el túnel está cerrado. Los Zombras no nos alcanzarán pronto.»

«Esto huele a podrido,» replicó Kelt, sin perder su compostura. Nos señaló con el índice. «¿Cómo has conseguido que tres destructores os ayuden?»

«Son mercenarios,» dijo Reik con frialdad. «Sólo hace falta pagarles.»

Ni siquiera, pensé.

«De modo que esperas abrir una salida gracias a ellos,» dijo Kelt.

Reik se encogió de hombros y no contestó. Sin embargo, la idea había devuelto la esperanza y un atisbo de tranquilidad a los presos. Se sentaron, exhaustos, quejándose de sed. Pensé que, si permanecíamos mucho tiempo ahí, más de uno se moriría de deshidratación. Sólo esperaba que de hecho la salida no estuviera lejos. Percibí la turbación de Erla. Se había cubierto la cara con las manos.

«¿Algún problema?» me inquieté.

«Ese Kelt,» cuchicheó. «Fue un profesor runista de la Academia. Fue… fue profesor mío. Hace dos años, descubrieron que mantenía un club oscuro con ideas anarquistas.»

«¿Anarqué?» repetí.

Hablaba como si lo hubieran pillado organizando una rebelión. Erla sacudió la cabeza, sombríamente.

«Hasta una amiga mía cayó en su círculo.»

«Las ideas no deberían estar prohibidas,» intervino Yánika. «Si ese hombre no hizo nada…»

«Convenció a mi amiga de que abandonara los títulos de su familia y se metiera en un grupo de aventureros desconocidos durante semanas,» resopló Erla. «Si eso es no hacer nada…»

«Ese hombre parece buen tipo,» intervino Rao con una sonrisilla.

«Disculpad un momento la interrupción,» carraspeó una voz ante nosotros.

Se trataba de Danz. El curandero Zorkia se rascaba la barbilla buscando sus palabras.

«Er… nahó,» dijo en voz baja y cortés. Simplemente tener que llamarla así tuvo que hacerle el efecto de una puñalada, adiviné… «Tengo entendido que sabes cómo entrar en las Mazmorras de Ehilyn. Esas mazmorras son un antro de criaturas peligrosas. El comandante de los Zorkias lamenta haberte usado de rehén y se ha declarado dispuesto a ofrecerte su protección durante este viaje.»

Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de la Rotaeda.

«Seguro. Dile que su oferta es apreciada, soldado. Que me proteja si puede.»

En su ropa de campesina, se adelantó como una reina hacia el fondo de la caverna. Hacia el lago de lava. Kala intercambió una mirada interrogante con Jiyari y Rao y nos apresuramos tras ella. Los presos nos siguieron con ojos más o menos vivaces.

«Un momento,» dijo Rao. «Ahí no hay ninguna salida. Está más claro que el agua.»

Erla Rotaeda no contestó. Al llegar al lago de lava, se agachó, se levantó, dio unos pasos hacia la derecha y se volvió a agachar. Sonrió.

«Aquí está, tal y como me lo dijo el profesor Garley.»

«¿El profesor Garley?» repitió una voz detrás de nosotros. Kelt se avanzó con vivo interés. «¿Lo conoces, pequeña?»

La nahó no se giró. Lo ignoró y se concentró. Tras unos instantes, los ojos de Kelt centellearon.

«Entiendo. Es un portal.»

¿Un portal? No bien eché una mirada extrañada al runista anarquista, sentí el aire arremolinarse y contraerse en el lago de lava. Vimos surgir ante Erla un chisporroteante amasijo de energías que brillaban hasta cegarnos con la luz. Parpadeé. Entonces, uno de los presos exclamó:

«¡La Puerta de la Muerte!»

Ciertamente, algunas leyendas subterranienses contaban que la Puerta de la Muerte cegaba por su luz blanca. Una risa estentórea resonó entre los murmullos fascinados. Kelt se carcajeaba. ¿Se había vuelto loco? Entendía que los interrogatorios en Makabath podían trastornar a cualquier saijit sin Datsu…

Respaldado por los demás Zorkias, Reik se acercó con el ceño fruncido.

«¿Qué diablos es esto?»

Erla se giró hacia él y enseñó una sonrisa casi maléfica.

«Mis pertenencias, comandante. Y os explico cómo salir de aquí.»

La risa de Kelt se calmó. Los Zorkias habían guardado las mágaras de la nahó. Sin vacilar mucho, Reik confirmó con la cabeza y uno de sus compañeros se adelantó tendiéndole una mochila cobriza a la nahó. Reconocí enseguida el material: era de darganita. La «campesina» se había fugado con una mochila que debía de valer ya por sí sola sescientos kétalos lo menos.

Erla sacó un objeto que no vi bien de la mochila y se puso esta a cuestas.

«Gracias por haberla subido hasta aquí, Zorkias. Ahora… como sabréis, tengo una misión urgente. Este es un portal que lleva a las Mazmorras de Ehilyn.» Sus ojos se posaron fugazmente sobre los grupos de presos cuando agregó: «¡Y la travesía sólo es posible para los corazones puros!»

Diciendo esto, activó la mágara que tenía en la mano y despegó del suelo. ¿Una mágara levitadora?, resoplé. Levitó hasta el portal, a un metro sobre el lago de lava, y lo atravesó. Todo eso en un tiempo tan corto que dejó a todos inmóviles por unos instantes. Attah… Kala fue el primero en reaccionar. Se abalanzó gritando:

«¡PADRE, NO!»