Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

7 Nunca es tarde para entrenar

“¿Sabes, Kala? Entiendo que el encuentro con Lotus te haya emocionado. Es normal, después de cincuenta años sin verlo, querías hablar con él y charlar de los viejos tiempos. Lo entiendo, Kala.” Apreté los dientes. “Pero ya es hora de que vayas creciendo un poco.”

Caminábamos por los jardines del Palacio de Ámbar, con las esposas puestas. Había intentado frenar a Kala, pero la embestida había sido suficiente para que los guardias, alertados por el intento de asesinato, nos neutralizaran sin miramientos. Sólo después de ponerme las esposas se fijaron en los tatuajes de mi hermana, los compararon a los míos y cayeron en la cuenta de a qué familia pertenecía… Les mentí:

«Tranquilos. Sólo estaba comprobando una cosa. Y no me quitéis las esposas, por favor, de momento estoy bien así. ¿Alguien sería tan amable como para guiarme hasta las puertas del palacio?»

El guardia con más edad se había propuesto, insistiendo:

«Lo sentimos mucho…»

«No lo sintáis.»

Aun así, no se atrevió a llevarme a la puerta principal del palacio con las esposas y, como yo insistía en que sólo me las quitasen una vez fuera, llegamos a un acuerdo: me llevaría a una de las puertas de la servidumbre. Lo mejor era salir de ahí. Kala seguía agitado y, después de lo ocurrido, no era el mejor momento para hablar con Erla Rotaeda de todas formas.

Eso pensaba cuando, al pasar por delante de unos establos, no muy lejos de la salida, avisté una punta del vestido rosa de Erla. La joven estaba sentada en una esquina, obviamente deseosa de estar sola. Kala se detuvo en seco.

“No,” le dije con firmeza. “Ahora no. Piensa un poco, Kala. Lotus no te recuerda. Para ella, somos extraños. Como decía Lotus antaño: perder la calma es perder el equilibrio, y perder el equilibrio es perder la vida. No recuerdo gran cosa sobre él… pero esa frase te la dijo un día, en la Superficie, ¿no?”

Noté la turbación de Kala. A veces, parecía olvidar que yo también tenía parte del Kala de antes metida en mi mente.

“No lo recuerdo,” admitió con lentitud. “Pero yo sólo quiero decirle… decirle… que sus hijos están bien.”

¿Es que no se daba cuenta de que esas mismas palabras no tendrían ningún sentido para el Lotus de ahora?

“Dejádmelo a mí,” intervino de pronto la voz bréjica de Yánika. Me giré hacia ella, sorprendido, mientras el guardia aguardaba con impaciencia a que me decidiera a avanzar. Los ojos negros de mi hermana se entornaron, sonrientes. “Hablaré con ella. Tranquilo, no le diré nada demasiado raro. Confía en mí, hermano.”

Se alejó con ligereza hacia la esquina del establo. Kala abrió la boca para protestar… pero yo se la cerré y sonreí.

“Confía en ella, Kala.”

Fuese cual fuese el estado de ánimo de Erla ahora, estaba seguro de que Yánika conseguiría alegrarla: para eso, era una experta. Retomé mi marcha hacia una de las puertas de la servidumbre. El guardia carraspeó al abrirla.

«Si lo deseas, mahí, puedo llamar un carruaje…»

«No lo quiero.»

Tendí las manos y él me quitó gustoso las esposas. Fue en el momento en que estuve al fin libre cuando me fijé en la silueta en túnica de destructor que acababa de detenerse ante nosotros. Igual de alta que yo, de pelo corto y negro, ojos azules y piel azulada y pálida de kadaelfo… Mi corazón se aceleró y mi Datsu se desató.

Por Sheyra… ¿Qué hacía Lústogan en el Palacio de Ámbar?

Ante su expresión extrañada, carraspeé masajeándome las muñecas:

«Medidas de precaución.»

Lústogan enarcó una ceja.

«¿Alguna nariz de estatua que has querido suavizar?»

Mostré una ancha sonrisa maliciosa.

«Una nariz de estatua particularmente pesada.»

Kala frunció el ceño.

“¿No estaréis hablando de mí?”

“¿De quién, si no?” le repliqué, burlón.

Sin inmutarse, Lústogan avanzó hacia la puerta diciendo:

«Salgamos.»

Lo seguí. No me preocupó dejar a Yánika atrás: Varivak y Azuri estaban aún en el palacio, y probablemente para un buen rato.

Aquella puerta de la servidumbre daba sobre una calle sin casas que bajaba hacia el barrio del Gremio rodeando la Gran Columna. Lústogan alzó una mirada hacia esta, le dio la espalda, caminó hacia el barranco y se sentó en uno de los bancos del largo paseo. Estos tenían hasta marquesina, para evitar que los pequeños desprendimientos ocasionales del lejano techo de la caverna causaran accidentes tontos. Las vistas eran hermosas: se veía ahí toda la parte sur de la capital, las numerosas linternas, la columna Ambarina y la Marmórea a nuestra izquierda, la Esperanza de reflejos azulados a nuestra derecha, y al centro las Trillizas, tan negras como la Gran Columna.

«¿Pasaste por el templo?» pregunté, instalándome cómodamente junto a mi hermano.

«Por supuesto. Acabo de llegar a Dágovil hace un par de horas. Pasé por casa de nuestro tío y me enteré por Saoko de que había una ceremonia en el palacio.»

Le eché una mirada elocuente a su túnica de destructor.

«Pero no has venido por la ceremonia.»

«No. Venía por un trabajo.»

Lo miré con curiosidad. ¿Un trabajo para el Gremio? Entendía que, dadas las nuevas condiciones que tenía con la Orden del Viento, no le había quedado más remedio que aceptar, pero…

«¿Te da problemas Kala?» preguntó de pronto Lústogan.

Inspiré. Y espiré buscando las palabras para no herir la sensibilidad del Pixie…

«Nunca imaginé,» agregó Lústogan con voz profunda y baja, «que acabaría así. Kala. ¿Me oye?»

Enarqué una ceja y asentí.

«Te oye.»

«Perfecto. Quiero decirle algo. Escúchame bien porque sólo te lo diré una vez, Pixie.»

Lústogan giró sus ojos azules hacia mí, con esa mirada penetrante y fría que hacía volverse lívidos a los demás saijits.

«Conozco a Drey mejor que nadie. Sé que él también deseaba, en el fondo, conocer a Rao, aunque no por las mismas razones que tú. Y sé que su deseo por conocerte y convivir contigo le impide ponerte trabas. Mi hermano ha aceptado tu presencia con una calma extraordinaria y no se atreve a decirte mucho porque teme herirte. Pero yo no soy así, Pixie. Si vuelves a causarle problemas a Drey, lo lamentarás para el resto de tu vida.»

Bajo su mirada, Kala se estremeció y sus ojos se humedecieron.

«Pero ¿qué he hecho?» gruñó, secándose furiosamente los ojos. «¡No he hecho nada malo!»

«¿No?» Los ojos de Lúst chispearon, peligrosos. «Déjame explicártelo. No conozco los detalles, pero adivino por qué Drey está ahora tan reservado: está harto de que te dejes llevar por tus impulsos, de que le robes el cuerpo sin avisarlo, de que digas cosas que él no quiso decir. Nosotros, los Arunaeh, aguantamos cuanto sentimos que es necesario aguantar. Pero eso no significa que no podamos sentirnos heridos por los demás. No olvides, Kala, que dejaste tu cuerpo degenerado de Pixie y robaste algo que no es tuyo. Respeta pues a tu amable casero.»

Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Puse los ojos en blanco, incómodo.

«Lúst, ya ves lo sensible que es…»

«Él no me importa,» me interrumpió Lústogan. «Deja de llorar, Kala. Si has de tomarle el cuerpo a mi hermano, hazlo para algo útil. Y hazlo con su permiso. Respétalo,» repitió con dureza. «Es lo único que te pido.»

Tragamos saliva. Kala sollozaba con la mente en fuego. ¿En qué estaría pensando? Yo me había quedado con unas palabras que había dicho Lúst: “Sé que él también deseaba, en el fondo, conocer a Rao, aunque no por las mismas razones que tú”. ¿Por cuáles, entonces? Recordaba que, de pequeño, había añorado mi encuentro con Rao junto a la estatua del Dragón Negro de Dágovil. Pero no la amaba. No sentía por ella más aprecio que por Orih, o Sanaytay, o Sirih. Es más, no me fiaba de sus objetivos. En Arhum, había afirmado que destruiría el Gremio. Y esa era una tarea en la que yo no quería meterme por nada del mundo…

«Yo quiero ser libre,» hipó Kala. Las linternas de la capital, borrosas por las lágrimas, centelleaban ante nuestros ojos. «Quiero ser libre. Quiero poder ir adonde quiera. ¡Quiero hacer lo que quiera!» exclamó, levantándose. «¿Por qué no voy a poder? ¡Yo he sufrido! ¡Padre dijo que nos salvaría! Dijo que nos daría un cuerpo, y al fin tengo uno para mí…»

«No es tuyo,» gruñó Lústogan, incorporándose a su vez. Su órica se intensificó a nuestro alrededor.

«Puedo compartirlo,» protestó Kala. «Pero es mío…»

«No es tuyo,» repitió mi hermano.

«¿Es de los dos?» propuse.

Lústogan me fulminó con la mirada.

«No te metas, Drey. Kala debe entender cuál es su sitio. Siéntate.»

Nos sentamos de nuevo. Esperando que Kala se tranquilizaría, me puse a contarle a Lústogan mis andaduras por los Subterráneos desde que él me había dejado solo en una playa junto al Bosque de Liireth. Le hablé de mi encuentro con Melfisaroda y los Estabilizadores, de mi corta estadía en el Templo del Viento y de mi viaje hacia la frontera de Lédek desde Kozera con los Ragasakis y Yodah… Había pasado tal vez una hora cuando callé. Lústogan llevaba un rato silencioso, sin hacerme preguntas. Tras contemplar un momento la ciudad, añadí:

«Y el diamante de Kron sigue igual de irrompible.»

«Con todo lo que te ha ocurrido, casi me extraña que no lo hayas perdido,» replicó Lústogan sin mirarme.

Sonreí. Pero mi sonrisa desapareció cuando dije:

«No hace falta que le sermonees a Kala, Lúst. Sé tratar con él. Y creo que poco a poco voy aprendiendo a frenarlo cuando es necesario.»

Lústogan me miró de soslayo, escéptico.

«Si tú lo dices. No volveré a comentarlo. A menos que me pidas ayuda.»

Fruncí el ceño.

«¿Ayuda? Esto no es algo que se pueda resolver, hermano. Nuestras mentes están unidas, ¿no? Tenemos que vivir juntos sí o sí. Ya me he acostumbrado.»

Lústogan se cruzó de brazos alzando los ojos hacia las lejanas piedras de luna.

«Si tú lo dices,» repitió. Y se levantó. «Tal vez tú te hayas acostumbrado, pero Kala no.» Se giró hacia mí. «¿Dices que el tío Varivak y Azuri están adentro interrogando al asesino?»

«Y Yánika hablando con Lotus,» afirmé. «A saber lo que se están contando.»

No sé por qué, imaginé en ese instante a mi hermana recitándole un poema a la hija-heredera de los Rotaeda.

«¿Tan seguro estás de que es Lotus?» preguntó Lústogan.

«No,» admití. «Pero ¿por qué Trylan Rotaeda mentiría en algo así?»

Lústogan caviló un instante, asintió y se acercó al barranco de unos pasos.

«Hace unos días trajeron una gran piedra de luna del norte y me pidieron que la dividiese en trozos pequeños. El taller está justo ahí.»

Me levanté y acerqué para ver lo que señalaba: un gran edificio al pie del barranco, a unos cien metros abajo. Sabía que romper piedra de luna requería una gran maestría. Había que encontrar el corte perfecto pues, de romperse mal, la piedra entera podía dejar de brillar para siempre. Tan valiosas eran las piedras de luna que sólo los grandes destructores eran contratados para trabajos como aquellos. Miré a mi hermano, curioso.

«¿Ya has hecho trabajos como este?»

Lústogan esbozó una sonrisa.

«Nunca oficialmente. ¿Quieres verlo?»

Había notado mi curiosidad enseguida, resoplé.

«¿Puedo?»

«Puedes. Siempre y cuando puedas seguirme,» añadió.

Y se tiró al vacío. Kala dejó escapar una exclamación de horror. Me reí de él:

“Tranquilo, Kala: Lúst es así.”

Di un paso hacia el barranco. Kala me detuvo.

«U-un momento, Drey. ¿No irás a imitarlo?»

«¿Quién se tiró por un barranco en la isla, nada más despertar?» le repliqué.

Antes de que me detuviese, salté. Fui frenando la caída con tranquilidad. Kala inspiró y dejó de moverse. Sonreí, burlón.

“¿Tan asustado estás?”

“Si tuviera el cuerpo de metal, no lo estaría,” refunfuñó. Y suspiró. “Drey… Lústogan me odia, ¿verdad?”

Agrandé los ojos, sobrecogido. Pensé oír el eco de la voz de Yánika cuando era más pequeña: Lústogan me odia, ¿verdad?

“No. Lúst no te odia. No podría.”

Me impulsé de nuevo con órica y agregué:

“Así que… no lo odies tú tampoco.”

Me di cuenta en el último momento de que había arbustos con flores y, queriéndolos evitar, me proyecté hacia la hierba azul. Sentí un repentino torbellino de aire, me desestabilicé, traté de retomar el equilibrio… y aterricé suavemente desafiando a mi hermano con la mirada.

«Attah, ¿has sido tú?»

«¿El qué?»

No sonreía, pero sus ojos chispeaban. Hundiendo las manos en mis bolsillos, rebuzné:

«Qué gracioso.»

«Has aterrizado bien,» me encomió. «No como la última vez.»

La última vez… De eso hacía ya tres años: me había lanzado una ráfaga tal en el aterrizaje que yo me había desplomado. Lústogan había amortiguado mi caída a tiempo.

«Claro que la ráfaga no ha sido tan fuerte,» caviló.

Resoplé.

«Te gusta gastar el tallo inútilmente.»

Lústogan sonrió.

«Romper piedra de luna no requiere mucho tallo de todos modos. Vamos,» agregó, poniéndose en marcha. «Estamos en un jardín privado. Será mejor salir de aquí.»

Nos encaminamos hacia el taller con la piedra de luna. Cuando la avistamos, dejé escapar:

«Sharozza está en Dágovil. Estaba en la ceremonia… ¿No vas a ir a verla?»

Lúst enarcó una ceja sin ralentizar.

«¿Por qué lo haría?»

¿Que por qué lo haría? Buah…

«Porque si no vas a verla, ella irá a verte a ti. Creo que en un momento mencionó algo sobre sacudirte como una maraca o algo por el estilo…»

Lústogan esbozó una sonrisa. Pero no contestó.