Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

6 El Makshun

«Mi imaginación es como lava negra: me duele su oscuridad.»

Melzar

* * *

En los Pueblos del Agua, los cumpleaños tenían poco significado y raramente se festejaban. Los dieciséis años, sin embargo, representaban en Dágovil la edad en que los saijits se volvían «responsables»: podían firmar contratos, ser propietarios, contraer deudas y, en el caso de los hijos de las grandes familias, volverse miembros plenos del Gremio de las Sombras.

Era, pues, un gran día para Erla Rotaeda.

Y Kala estaba decidido a chafarle toda la fiesta.

Mientras nos abríamos lentamente paso por la poblada y enorme plaza palaciega del Gremio, mi hermana me agarraba del brazo y su aura tranquilizante me llegaba de pleno. Pero no bastaba.

Mi órica, a mi alrededor, trabajaba sin descanso, percibiendo constantes respiraciones, resoplidos de risas, roces de los coloridos vestidos… El aire ondulaba, se cortaba, ascendía y se contorsionaba entre tanto saijit.

Al cabo, llegué a un lugar menos abarrotado, junto a un montículo de hierba azul, y me senté con cierto fastidio.

«Mueven el aire más que un ejército de arpías.»

La plaza del Gremio de Dágovil, amurallada, era una gran explanada cubierta de jardines, fuentes y azulejos. Sólo que ahora casi no se veía. Mar-háï, parecía que los Rotaeda no se habían contentado con invitar sólo a la flor y nata de Dágovil: habían hecho venir, se diría, a todos los estudiantes de la Academia para a felicitar a su heroína. Y vi también algunos blasones de Lédek, Kozera y Temedia. Aquella ceremonia de iniciación se había convertido en un verdadero evento. Suspiré. Trylan Rotaeda seguramente había querido presentarme a su nieta días antes, de manera más tranquila. Pero, estando yo postrado en cama…

«Hermano,» dijo Yánika, sentada a mi lado. «Nunca había visto nunca a tanta gente junta.»

Sus ojos negros brillaban. Sonreí.

«En la Feria dijiste que había mucha gente,» objeté.

«Mm… Es cierto. Pero aquí es distinto. Algunos…» Buscó las palabras. «Es como si no se diesen cuenta de que también hay un mundo fuera de las murallas del palacio. Es como… una obra teatral.»

Asentí, pensativo.

«Oí una vez decir al tío Varivak que cuantos más intereses superficiales tienes, como la ascensión social y esas cosas, más necesitas relacionarte con la gente y fingir, de modo que algunos llegan a convertir sus vidas en obras teatrales y olvidan cómo se sale del escenario.»

Yánika me miró con curiosidad.

«¿Eso dijo el tío?» Sonrió. «¿Sabes, hermano? Azuri y él me caen bien.»

Siguiendo su mirada, vi a lo lejos a nuestro tío Varivak alzar los ojos hacia el distante techo de la caverna mientras hablaban otros trajeados en un corro. Parecía estar disfrutando de la tarde, me burlé. Sentí el rencor de Kala renacer y mascullé mentalmente:

“Kala, no te pongas así. Varivak y Azuri cumplieron con su trabajo. Son inquisidores. Piensa que han hecho un esfuerzo por proteger a Rao y a Jiyari: les dijeron a los Zombras que ambos hablaron con los Ojos Blancos sin saber que lo eran, si te parece poco…”

“¿Por qué Rao fue a ver a los dokohis sin avisarme?” me cortó Kala, malhumorado.

Suspiré. Según me había contado Varivak, pese a la operación de los Zombras, los dokohis de Kan habían logrado huir de La Escudera. Salvo uno: el caito grandullón que nos había hablado el día anterior había fingido atacar a Rao y Jiyari para protegerlos y había acabado magullado, pateado y maniatado. Varivak lo había interrogado y había escuchado el testimonio falso de Rao y Jiyari antes de hablar secretamente con estos… Por cómo me había presentado la conversación, mi tío parecía haberse mostrado más interesado por los conocimientos bréjicos de Rao que por los dokohis o los Pixies, o incluso por Lotus. En cuanto al caito, se llamaba Ruhi y, durante su vida anterior, había sido un guerrero Kartán contratado durante la guerra por el Gremio para luchar contra los rebeldes. Tras caer en manos de estos y recibir el collar de dokohi, los recuerdos se hacían más difíciles de acceso, según Varivak. Lo que estaba claro era que los dokohis de Kan realmente deseaban salvar a los Pixies. Y me entraba cierto malestar al imaginarme a Ruhi metido en una celda oscura en Makabath.

“Me pregunto cómo será Lotus ahora,” dejó escapar Yánika por bréjica, soñadora. “¿Crees que al reencarnarse su Datsu desapareció completamente?”

Enarqué una ceja. No lo había pensado.

“¿Crees que es posible que lo tenga todavía?”

Yánika meneó la cabeza.

“Bueno… El Datsu forma parte de la mente. Si se transvasa toda la mente, también se transvasa el Datsu, ¿no? Pero…” Frunció el ceño abrazándose las rodillas, ensimismada. “Como el de Lotus estaba roto, habrá querido separarlo y dejarlo atrás. Supongo. Entonces… ¿seguiría siendo un Arunaeh? ¿O el hecho de que no tenga Datsu lo deja fuera de la familia?”

Kala y yo nos quedamos mirándola un instante. Yánika le había dado vueltas al tema, por lo visto.

«Pues…» solté, sin saber qué decirle.

Un súbito movimiento en el aire me distrajo. Vi a un joven en traje blanco correr con una corona de flores en la mano mientras una muchacha vestida todo de rosa lo perseguía protestando:

«¡Devuélvemela! ¡Serás ladrón! ¡No me hace ninguna gracia!»

El muchacho se rió con sorna sin detenerse.

«¡Vamos! ¿Para qué quieres algo tan vulgar? ¿O es que te gustó el regalo de ese pastor de anobos?»

«¡No es un pastor de anobos! ¡Es un destructor!»

«¿Destructor?» se burló él, deteniéndose y alzando el brazo para dejar la corona fuera de alcance. «Tiene cara de niño.»

«¡El niño aquí eres tú, Psydel! ¡Devuelve…!»

La chica pisó un borde de su largo vestido y perdió el equilibrio, aspirando aire por la sorpresa. Sin pensarlo, solté un sortilegio para amortiguar su caída, y la amortigüé, sólo que mi ráfaga también le levantó el vestido, descubriendo las enaguas y las pantorrillas. Tras unos segundos de parálisis en que más de un par de ojos miró descaradamente la escena, la muchacha gritó y el joven se carcajeó de buena gana.

«Deja de enseñar lo torpe que eres, hermana.»

«Maldito,» gruñó ella, enderezándose, roja como un zorfo.

El aura de Yánika se había llenado de una diversión avergonzada. Carraspeé y me levanté, inclinándome.

«Todas mis disculpas.»

Ambos se giraron hacia mí, sorprendidos. Y fruncieron el ceño.

«¿Disculpas por qué? ¿Por haberme mirado? ¡Pervertido!» me acusó la muchacha. Enarqué una ceja. ¿Acaso no se había fijado en mi ráfaga de órica?

«Vamos, se está disculpando,» la tranquilizó el tal Psydel. «La que lo ha enseñado todo, has sido tú.»

«¿Yo?» Los ojos de la muchacha centellearon. «¿Yo? ¡Alguien ha soltado una ráfaga órica! Tú aprendiste un poco de órica, hermano.»

Psydel se echó a reír.

«¿Y qué si fuera yo? No se ha visto nada espectacular, no te escandalices.»

Fulminando de cólera, la muchacha le gritó una amenaza inarticulada mientras tendía una mano para retomar la corona de flores. Psydel reaccionó alzando el brazo otra vez, tan bruscamente que la corona se le escapó de las manos y la recuperé yo sobre la cabeza. Y esta vez, lo juro, no solté ningún sortilegio. Al ver a los dos jóvenes abalanzarse hacia mí, reculé resoplando. Mar-háï… En ese momento, viniendo de detrás, oí una voz soltar con asombro:

«¿Drey? ¿Qué haces con la corona de flores que le di a…?»

Apenas me giré y vi a Bluz, el joven destructor avistó a mis perseguidores y se quedó sin habla. Entendí cuando sentí el movimiento del aire acercarse y un peso contra mi espalda agarrarme. Otra vez, la muchacha se había tropezado con su incómodo vestido y me había tomado de apoyo, aferrándose a mi cintura. Recobró el equilibrio y, lejos de soltarme, se puso de puntillas y tendió una mano hacia la corona de flores. Su hermano tendió la suya a su vez. Calculé las distancias. Iban a llegar al mismo tiempo. Suspiré y solté una leve ráfaga órica para acercárselo a la chica. Esta agarró al fin la corona y la blandió con una sonrisa vengativa.

«¡He ganado! ¿Tanto querías las flores, hermano? ¡Haha! Venga, mañana te las regalo…»

«Y les pondrás runas para que me den una descarga, ¿no?» repuso el hermano. «Erla la Sádica. Quédate con tus flores.»

La joven hizo una mueca divertida. Yánika y yo nos quedamos mirándola con asombro. ¿Erla? ¿Había dicho… Erla?

Hacía unos días, la había visto entrar en la Academia Celmista a toda prisa sobre un anobo, pero, entonces, tenía un vestido azul, las trenzas azules las llevaba sueltas y no recogidas en un moño, y no exhibía en la cara un tatuaje rojo de adorno. Pero era Erla. Y Psydel debía de ser el hermano de su misma edad que había renunciado al título de hijo-heredero por sacar peores notas en la Academia…

Kala se había quedado paralizado, incapaz de reaccionar. Attah. Pensé en lo que acababa de pasar y… me reconfortó ver que los dos hermanos ya se alejaban a buen paso sin decirme absolutamente nada.

«¡Vamos a llegar tarde, vamos!» decía Erla.

«¿Tantas prisas tienes por ser adulta, hermana?» le replicaba Psydel.

Se fundieron en la multitud y los perdí de vista. El aura de Yánika vibraba de curiosidad y diversión. Debía de estar pensando: ¿este es el Gran Mago Negro del que hablan las leyendas? Tras unos instantes, Bluz se allegó a nosotros, aún pálido.

«No…» tartamudeó. «¡No me habías dicho que conocías a Erla!»

Resoplé de lado.

«No la conozco. Simplemente ha tropezado y me ha tomado por una columna.» Hundí las manos en los bolsillos y le eché una ojeada al Monje del Viento. «No esperaba que estuvieras todavía en Dágovil.»

Bluz se sonrojó.

«Bueno… Aquel día, cuando fui a ayudar a Erla a escoger un anobo… me invitó a esta ceremonia y… acepté. Es la primera vez que entro en el Palacio de Ámbar,» se justificó.

Esbocé una sonrisa y paseé una mirada circundante por la plaza desde el montículo de hierba.

«Será mejor que nos movamos. Va a empezar la ceremonia. ¿Vienes, Buz? Quiero decir Bluz.»

«¡¿Por qué te empeñas en deformar mi nombre?!» protestó Bluz mientras nos seguía.

«No, lo siento, esta vez lo he hecho sin querer.»

Bluz se quedó suspenso un instante ante mi expresión sincera. Entonces, tal vez notando una pizca de burla en esta, refunfuñó:

«Te estás burlando de mí…»

«¡No, en serio!» Alcé una mano de disculpa. «Vamos. Ahora que lo pienso, cumpliste los dieciséis este año, ¿verdad? ¿También hiciste tu ceremonia de iniciación?»

«La hice en el Templo. ¿Tú no?»

«Me la salté. Por esa época Yani y yo andábamos fuera de Dágovil, ¿verdad, Yani?»

«Mm…» Yánika se mordisqueó un labio pensativa. «Ya lo entiendo. Por eso es que nunca te has vuelto adulto, hermano.»

«¡Eso es cruel!» resoplé.

Bluz y Yánika rieron entre dientes mientras nos fundíamos ya entre los invitados.

Entramos en la gran sala del palacio. Ahí se realizaban todas las grandes ceremonias del Gremio y la iniciación de un hijo-heredero al mundo adulto era una de ellas.

Nos reunimos con mi tío Varivak y Azuri, y los cuatro Arunaeh tomamos un banco reservado mientras Bluz se quedaba con los estudiantes. De lejos, avisté a Sharozza con su familia de Veyli y correspondí a su expresivo saludo alzando fugazmente la mano. La ceremonia no había empezado aún y Kala ya tamborileaba con el pie. No había dicho nada desde nuestro encuentro con Erla. ¿Acaso se había sentido apenado de no poder hablar más con ella? ¿O decepcionado de que no lo hubiese reconocido? ¿Acaso esperaba que, nada más verlo, se convertiría de nuevo en el Lotus de antes?

Pues, de momento, su tan amado Lotus estaba en un lado del estrado del fondo, intercambiando saludos y sonrisillas disimuladas con sus amigas estudiantes.

Sin siquiera inmutarse, mi tío Varivak me soltó por bréjica:

“¿Has conseguido hablarle?”

Carraspeé.

“No realmente.”

Guardó silencio un instante.

“No le vayas a contar historias de Pixies, ¿eh? Si no recuerda nada… tal vez sea mejor así.”

Le eché una mirada sorprendida, pero él me ignoró y cortó la conexión. ¿Mejor así? Advertí la mueca pensativa de Yánika y adiviné lo que pensaba: de hecho, si Erla Rotaeda era feliz ahora, ¿para qué molestarla? Yo no podía estar más de acuerdo. Pero Kala…

En el estrado, apareció un viejo sacerdote warí llevando una copa vacía y, ayudándose de una mágara armónica amplificadora de sonido, tonó:

«Las almas nacen puras, ignorantes y vacías, como una copa de porcelana que se llena poco a poco. Primero aprendemos a mirar y escuchar. Luego aprendemos la lengua de nuestros padres. Aprendemos a depender. Aprendemos a aprender. Y así, poco a poco, la copa se llena de novedades. Algunas gotas blancas y puras como las lágrimas de Latarag. Otras gotas rojas de envidia e ira. Otras gotas negras de pensamientos profundos. Aprendemos a conocer, sufrir y amar. La copa se va llenando y cuando ya está casi llena, seguimos aprendiendo. Aprendemos a ser viejos,» dijo el anciano. Arrancó sonrisas empáticas un poco por todas partes. «¿Sabios? No lo somos. Ninguno. Pero intentar serlo es el deber de cada uno. La copa se hace cada vez menos transparente con los años. El negro predomina. La sombra predomina.» Alzó la voz. «La sombra de nuestra verdad, la sombra de nuestra vida, la que nos hace responsables, la que nos recuerda nuestros actos, la que nos acompaña siempre. Esa sombra, hijos míos, es la que hoy, día quince de Amargura, va a despertar en dos almas aquí presentes, dos almas puras que han venido a celebrar su paso a la edad adulta.»

Ante los ojos de todos, Psydel y Erla Rotaeda se acercaron majestuosamente arrastrando una capa blanca detrás y se arrodillaron ante el sacerdote. Este tendió a cada uno una copa y un joven paje las rellenó con un jarrón, vertiendo un líquido negro. A los iniciados en el mundo, se les daba una copa de shawska. Camún negro. Es decir, alcohol. Holgaba decir que los Arunaeh no seguían esa tradición.

Vi a los dos hermanos mirarse. Ambos esperaron a tener las copas llenas para empezar a beber. Por sus gestos, parecía como si estuviesen en una carrera. Quién sabe, habiéndolos visto un poco antes, no me hubiera extrañado que ambos se hubiesen retado para saber quién acabaría primero. Por lo que me pareció, acabaron los dos al mismo tiempo. Los asistentes aclamaron con murmullos la fogosidad de los jóvenes Rotaeda. Kala seguía tamborileando.

“¿Quieres estarte quieto, Kala?” suspiré. “Me estás poniendo nervioso.”

“Yo también estoy nervioso,” replicó el Pixie.

“No lo sabía,” ironicé. “¿Se puede saber por qué?”

Por un instante, nuestro pie se quedó en suspense… y volvió a golpetear el suelo.

“A Lotus no le gustaba estar con mucha gente. Nos lo dijo. Y tampoco le gustaba el alcohol. Pero… pero las simellas eran sus flores favoritas.”

Enarqué una ceja. ¿Las simellas? Entonces caí en la cuenta. La corona de flores que Bluz le había regalado a Erla estaba llena de simellas. Suspiré. No significaba gran cosa. A mucha gente le gustaban las simellas por su color dorado y luminoso.

La ceremonia continuó. Treyl Rotaeda, el padre de los dos jóvenes, le quitó la capa blanca a su hijo y le puso una negra. Una drow, probablemente la madre, se encargó de hacer lo mismo para su hija adoptiva. Erla la abrazó, sonriente. Y se inclinó hacia todos los invitados tomando la mágara amplificadora.

«¡Gente! Hoy es un día muy especial para mí y me conmueve que hayáis pensado en mí. ¡Gracias a todos por haber venido! Con cada regalo vuestro he sentido mis ojos llenarse de lágrimas. Hasta ahora, tan sólo he sido una niña consentida que tuvo la suerte de nacer hermosa y rodeada de una familia estupenda. A partir de hoy, trabajaré para ganarme esa sombra de la que ha hablado el anciano sacerdote y haré todo lo posible para ser una persona responsable. ¡Gracias!»

Al hablar, se movía haciendo grandes aspavientos. Desde el fondo de la sala, varios estudiantes silbaron para aclamarla. ¿Qué era eso, un espectáculo de ídolo?, resoplé, incrédulo. Yánika contenía mal la diversión que fluía en su aura y percibí más de una sonrisa a nuestro alrededor. Más allá, sin embargo, avisté algunos rostros fruncidos. Varios Veyli cuchicheaban entre ellos. Vi a Pargwal de Isylavi hacer una mueca burlona. Los Norgalah-Odali, en primera fila, permanecieron inmóviles. Cuando Erla dejó el amplificador a su hermano, este le comentó por lo bajo algo que resonó en toda la sala:

«Sólo te falta la música dramática de fondo.»

Y girándose hacia los invitados, declaró con tono sereno:

«Bien, que sepáis todos que haré lo mejor que pueda como hijo-heredero de los Rotaeda.»

«¡Esa soy yo!» protestó Erla.

Ambos hermanos se miraron con caras de depredadores. El padre les quitó el amplificador con expresión tensa y, con un discurso solemne y formal, nos deseó a todos una buena tarde en el Palacio de Ámbar. Su voz, severa y adusta, correspondía más a la imagen del Gremio. Poco después, fuimos pasando uno a uno a dar los parabienes a los dos iniciados. Suspiré en la fila. La fiesta se alargaba hasta hacerse pesada… Sin embargo, el aura de Yánika rebosaba curiosidad y, cuando me dedicó una sonrisa animada, le correspondí, sorprendido. ¿Tanto la emocionaba ver esa ceremonia? Cuando llegó el turno de los Arunaeh, los cuatro nos inclinamos brevemente y nuestro tío soltó con formalidad:

«Larga vida a los nahós. Que el Lotus Negro vele sobre vosotros y vuestra familia y os aporte salud.»

Reparé en la corpulenta silueta encapuchada de Kibo, apostada justo detrás del viejo Trylan Rotaeda. Crucé la mirada penetrante de este, pero Kala desvió enseguida la nuestra, volviendo hacia la presunta Lotus como roca-imán. Ahora, en vez de paralizarse, su corazón, el nuestro, se había desbocado, su mente estaba en efervescencia y las imágenes de un lejano pasado me golpearon de golpe.

* * *

—«¡Padre, Padre!» gritaba una voz alegre a mi lado. Era Jiyari, que se allegaba por la colina verde con un gran ramo de flores de todos los colores. «He hecho esto para ti.»

Lotus se inclinó para aceptar el regalo de la niña. No se le veía el rostro. Su máscara, ya no blanca inmaculada como la del laboratorio, llevaba tatuajes bréjicos rojos y negros. Nunca se la quitaba. Pero Kala sabía reconocer cuándo sonreía. Y, en ese momento, Padre sonreía anchamente.

—«Es hermoso, Jiyari.»

Los ojos de la niña resplandecieron. Recitó con orgullo:

—«Dar y recibir es un principio básico de la vida.»

Sentados a la sombra de los árboles, los Pixies sonrieron…

* * *

«¡Hey! ¿Estás bien…?»

Kala pestañeó con los ojos húmedos de lágrimas. En su vestido rosa, envuelta en su capa negra, Erla nos miraba, cada vez más impaciente. Distraído por sus recuerdos, no pude cerrarle la boca a Kala antes de que el Pixie tendiese una mano hacia la nahó farfullando:

«¿Lotus…? ¿Eres…?»

Varivak nos puso una mano en el hombro interrumpiéndolo:

«Disculpad a mi sobrino. Ha pasado tanto tiempo destruyendo roca que ya no se acuerda de cómo tratar con el mundo.»

A lo cual añadió por bréjica:

“Kala, tranquilo, ya podrás hablarle más tarde. Drey, ¿no puedes imponerte un poco?”

“Es fácil decirlo,” le repliqué, forzando a duras penas una inclinación hacia Erla. Esta estaba sonrojada. Sus ojos miraban algo por encima de mi rostro. ¿Siquiera nos estaría escuchando?

Cuando logré al fin robarle el cuerpo a Kala y alejarme a trompicones, noté un objeto ligero deslizarse de mi cabello y lo recuperé con una leve brisa órica. Era un pétalo amarillo. Un pétalo de simella. Entendí que Erla acababa de darse cuenta de que yo era la persona con la que se había tropezado antes, en la plaza del palacio, buscando su corona de flores.

Kala no paraba de intentar mirar hacia atrás. Luchando contra sus impulsos, no me enteré de adónde nos llevaba el tío Varivak hasta que nos paramos en un rincón del fondo de la gran sala, ante Trylan Rotaeda y Kibo.

«Parece,» dijo el anciano con voz suave, «que pedir silencio fue en vano.»

Me miraba. Quise decirle que quien había hablado de Lotus Arunaeh a mi familia había sido Kala, pero el Pixie me lo impidió replicando:

«Quiero hablarle. Quiero…»

«Lo sé,» lo cortó Trylan con repentina sequedad, girándose hacia Varivak. «Me preocupan las noticias recientes que me han llegado. Dicen que alguien al que conozco se relacionaría con una banda sospechosa de rebeldía y tendría tratos con los Ojos Blancos.»

Kala y yo nos quedamos tiesos. ¿Nos habría espiado ese viejo hawi…? El aura de Yánika se cubrió de sorpresa. Mi prima Azuri observaba al forzudo Kibo con interés. Varivak soltó:

«Por el amor de la Sombra, hasta los amigos te sorprenden a veces. Sin embargo, como dijo Saverya, Cuarta Líder de mi clan: nunca pierdas a un amigo por culpa de las malas lenguas.»

Enarqué una ceja. ¿Desde cuándo yo me había vuelto amigo de Trylan? Este admitió el argumento con un gesto de cabeza.

«Sin duda. Se lo preguntaré directamente.»

Mi tío le enseñó una fina sonrisa.

«Confío en que te contestará con la sinceridad que se le debe a un sabio nahó. Y te dirá que…»

«Que son asuntos que no le conciernen,» mascullé, harto de tanto circunloquio. «¿Qué tiene que ver esto con tu nieta, nahó? Y de rebelde no tengo nada.»

«Salvo los modales,» me pinchó Varivak. Agregó mentalmente: “¿Quieres dejarme hablar?”

«Conversaremos más tarde,» declaró sin embargo el viejo Rotaeda.

Se había girado de nuevo hacia los numerosos invitados que aún felicitaban a sus dos jóvenes nietos. Nuestras palabras parecían haberlo tranquilizado. ¿Acaso había temido que Kala se hubiese aliado con los dokohis contra el Gremio o algo por el estilo? ¿Hasta qué punto nos habría espiado? Dudaba de que alguien hubiera conseguido escuchar la conversación en el callejón, con los dokohis de Kan, pero no me cabía duda de que Rao y Jiyari estaban ahora en el punto de mira de Trylan, al igual que yo.

Un alboroto me sacó de mis pensamientos. Me giré hacia el estrado. Alguien gritaba:

«¡Un asesino!»

La alarma se disparó en el aura de Yánika. En el tumulto, alcancé apenas a ver a Psydel forcejeando con un saijit que llevaba la máscara y sotana blancas de los sacerdotes de Latarag. Lo vi caer. Oí gritos y, entre ellos, la exclamación aguda de Erla:

«¡Psydel!»

Antes de darme cuenta de ello, Kala ya se precipitaba. Para abrirse camino, soltó una ráfaga órica. No se moderó: creó un violento torbellino a nuestro alrededor. Lo que faltaba… Detuve en seco su sortilegio y luché por deshilvanarlo. El viento silbó a nuestro oído a la vez que resonaban voces por toda la sala repitiendo: ¡un asesino! ¡Rebeldes! La gente corría hacia la salida de la gran sala palaciega…

“Attah, Kala,” le lancé, exasperado, cuando conseguí controlar la órica. “No pierdas la calma. Has estado a punto de gastarme tontamente otra vez casi todo el tallo energético…”

Me ignoró. Segundos después, al llegar ante Erla y Psydel, nuestro corazón pegó un bote de tensión y mi Datsu se desató de veras: arrodillada sobre las tablas de madera, Erla temblaba con una expresión de horror en el rostro. Su hermano trataba de enderezarse sosteniéndose un costado. Farfulló:

«¿Lo has… matado?»

Se refería sin duda al cuerpo del sacerdote blanco tendido en el suelo. Erla no contestó. La inquietud de Kala, sin embargo, se diluyó un poco al ver que estaba viva. Los guardias acudían. Kibo me adelantó como una brusca borrasca. Debajo de su capucha, sus ojos rojos refulgían. Se arrodilló junto al asesino, hincó una rodilla sobre el vientre de este y le quitó la máscara sin miramientos, agarrándolo por el cuello con su manaza.

Desveló el rostro de un belarco joven. No llevaba el disco blanco de Latarag en la frente. De un tirón, Kibo desgarró la sotana, descubriéndole los hombros. Sobre uno de estos había un pequeño rombo negro tatuado. Reconocí la marca. Todos, en Dágovil, la conocíamos.

«Un asesino de Makshun,» escupió Psydel. «Maldita sea. Ni siquiera parece adulto.»

Se mareó y me acerqué para darle mi apoyo. A nuestro alrededor, resonaban invectivas contra el sicario, comentarios y preguntas. Los estudiantes eran los que más ruido metían. Un curandero entre los invitados se apresuró a examinar a Psydel. El asesino lo había apuñalado en el costado.

«La herida no es profunda,» gruñó Psydel. Su voz estaba ahogada por el dolor. «Estoy bien…»

Al estar tan cerca, dándole mi apoyo, pude ver que efectivamente la herida no era grave… pero había en ella un líquido violáceo que no me dijo nada bueno. Se contaba que los asesinos de Makshun mataban por veneno. Y un brillo inquieto en los ojos de Psydel me hizo entender que él lo sabía.

«¿Por qué?» dejó escapar de pronto Erla en medio de la agitación. «Ese asesino iba a por mí. ¿Por qué, Psydel?»

Lívido, este le dedicó a su hermana una sonrisa estoica.

«¿Qué clase de hijo-heredero sería si no defendiese a mi hermana pequeña?»

Conque él se había interpuesto… Los ojos de Erla brillaban.

«¿Hermana pequeña?» repitió entonces con un hilo de voz, agarrándolo de la mano. «Cumplimos años el mismo día, idiota.»

La sonrisa de Psydel se ensanchó.

«No. Indagué en serio, hermana. Me dijeron que te encontraron el mes de Amargura en un nido de arpías y que todavía no habías cumplido un año, pero que ya gritabas como una de ellas.»

«Veo que no estás tan mal para decir tonterías,» refunfuñó Erla.

«Llevadlo a una habitación,» ordenó una voz severa.

Alcé la cabeza hacia el drow que había hablado. De rostro cuadrado y ojos profundos y rojos, llevaba una peca vistosa en la frente. Varandil, entendí. Ese era Varandil Noa Norgalah-Odali, el máximo líder del Gremio. Sus ojos se posaron sobre el asesino tendido antes de fijarse en Erla.

«Los dioses te protegen, pequeña. ¿Cómo lo has matado?»

Tal vez tranquilizada al ver que su hermano no estaba tan mal, la joven Rotaeda observó a los enfermeros llevarse a Psydel mientras se levantaba y contestaba:

«No lo he hecho. No sabía… Yo…» Tragó saliva y alzó una mano hacia el amuleto dorado que llevaba al cuello. «Activé mi mágara de protección. Me la compré hace dos años pero nunca lo había utilizado hasta ahora. Yo… no sabía qué efecto tendría.»

Varandil intercambió una mirada con un joven pariente suyo, probablemente su hijo-heredero, quien asintió diciendo en voz bien alta:

«Está definitivamente muerto.»

Disimulé mal mi sorpresa: percibía una respiración con mi órica. Era tenue, pero el asesino seguía vivo, inconsciente, sin herida alguna. Eché una ojeada al amuleto dorado. ¿Qué clase de mágara era esa? ¿Y por qué diablos querían los Norgalah-Odali hacer creer que el asesino estaba muerto? Sin duda Kibo había visto que no lo estaba, pero no comentó nada. Y preferí callarme yo también.

El líder de los Rotaeda, Treyl, acababa de intercambiar unas palabras con su hijo antes de que se lo llevaran y se adelantó con cara sombría. En la sala, los guardias estaban pidiendo cortésmente a todos los que llevaban máscaras waríes que se las quitasen y fuesen desalojando. ¿Acaso no lo habían hecho ya en la entrada? Supuse que, al dejar pasar a tanta gente, no era tan raro que se les hubiese colado un intruso…

Quise alejarme un poco, al menos para reunirme con Yánika, Varivak y Azuri, pero Kala se negó firmemente: quería permanecer junto a Erla. La curiosidad me impidió protestar.

«Este es un lamentable incidente,» comentó Varandil con el ceño fruncido. «De no ser porque un Veyli ha visto el puñal y ha gritado, probablemente el asesino habría cumplido su misión.» Sus ojos penetrantes volvieron fugazmente hacia Erla. «¿Alguna idea de quién ha podido contratar a este saijit?»

«Ninguna,» admitió Treyl. «Si me disculpas, voy a intentar calmar a los invitados.»

«Me ocupo del asesino,» propuso Varandil. «Al fin y al cabo, este palacio es del Gremio y es también responsabilidad mía el no haber sido lo suficientemente precavido.»

«Por favor no te culpes,» replicó Treyl. «Afortunadamente, no ha pasado nada grave.»

«Ojalá pudiera ser cierto,» carraspeó Varandil. Señaló el arma del Makshun. «Ese puñal está envenenado. Mandaré que se examine y se busque el antídoto.»

El rostro oscuro de Treyl había palidecido un poco, pero esa fue toda su reacción al enterarse de que su hijo podía no estar tan a salvo como parecía.

«No hará falta, gracias,» replicó. «Los curanderos de mi Academia sabrán qué hacer.»

Y diciendo esto, el líder de los Rotaeda se alejó. Observé cómo Varandil ordenaba a su guardia que llevaran al “muerto”. Psydel tenía razón: el belarco ni siquiera era adulto. Debía de tener la edad de Melzar. Unos quince o dieciséis años. ¿A quién se le ocurría mandar a un novato para intentar matar a Erla Rotaeda en pleno palacio? Y bueno, ¿por qué demonios querer matarla a ella? A Treyl o a Varandil podía entenderlo, eran grandes líderes, pero ¿a Erla?

Zyro…

Mi Datsu volvió a desatarse. Según los dokohis de Kan, Zyro andaba tras de Lotus no para salvarlo sino para matarlo. Pero ¿cómo entonces había averiguado su identidad? Mientras la multitud se dispersaba, me giré hacia Erla… tan sólo para darme cuenta de que ya no estaba a mi lado. Kala entró en pánico.

«¡Drey! ¡No la veo!»

Habló en voz alta, el muy listo. Dio una vuelta entera, angustiado. Resoplé y lo regañé mentalmente:

“Cálmate, ¿quieres? No debe de haberse ido muy lejos.”

En ese momento, alguien me cogió de la manga y me giré para ver a Yánika detenerse a mi lado y señalar una puerta trasera de la gran sala. Se estaba cerrando.

«¿Buscas a Erla, no? Se ha ido por ahí, hermano.»

Kala iba a abalanzarse. Lo detuve.

“Un momento.”

Observé a mi hermana. Su aura estaba turbada. Hacía unos meses, una escena como aquella la habría llenado de horror y habría causado una estampida general. Pero ahora se controlaba. No sabía si me gustaba mucho el cambio. Pese a todo, le sonreí.

«Gracias, Yani. Por cierto,» agregué mientras nos poníamos en marcha, «¿Varivak y Azuri?»

«Se han ido… con Varandil y el asesino,» contestó Yánika.

Agrandé los ojos y entendí su mirada elocuente. De modo que Varandil quería despertar al asesino e interrogarlo. Eso confirmaba que los Norgalah-Odali no tenían nada que ver con el intento de asesinato.

“¿Crees que fue Zyro?” me preguntó Yánika por bréjica.

Hice una mueca.

“Si fue él, entonces ha superado un poco su odio hacia los saijits contratando a un Makshun. Puede que sea él o no,” dije mientras Kala aceleraba. “El Makshun tal vez nos lo aclare.”

Mis esfuerzos por encontrar a Erla fueron vanos. Estábamos recorriendo un pasillo del Palacio de Ámbar cuando nos encontramos con unos guardias que nos cortaron el paso.

«No podéis pasar por aquí, mahís,» nos informó uno de ellos.

Kala los fulminó con la mirada. Aquel día su estado de ánimo estaba particularmente revuelto. Primero, se había estresado al saber que Rao y Jiyari habían sido interrogados por Varivak aquel o-rianshu y que tal vez los del Gremio estuviesen espiándolos ahora. Luego, se había emocionado al ver a Erla y a la vez decepcionado de que no se acordara de él. Por si fuera poco, había presenciado un intento de asesinato contra Erla, se había llevado un susto de muerte y, ahora, la perdía. No, definitivamente, no iba a dejarla ir así como así. De eso estaba seguro. Tan seguro que se movía sin pensar.

Se abalanzó.