Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

15 El Corazón de la Estepa

Los primeros albores del día siguiente pillaron a los Xalyas profundamente dormidos junto a la barrera del cerco. Los Esimeos les habían ofrecido pasar la noche en distintas casas de la villa, pero ellos habían rechazado la oferta. Era infinitamente mejor dormir al raso en compañía de sus caballos y sus hermanos que divididos en casas esimeas, por más que estas tuvieran «estufas» y todo lo que quisieran. Los Ragaïls, ellos, habían pasado la noche en la veranda del edificio, a unas decenas de pasos escasos.

Dashvara bostezó, enderezándose. Sirk Is Rhad mascaba su desayuno mientras vigilaba los alrededores con ojos vivaces. Se unió a él frotándose unas manos ateridas. ¡Ojalá pudieran haberse traído esas extrañas energías cálidas que poblaban la isla de Matswad!

Sus hermanos ya espabilaban y el pequeño campamento se animó de voces. Makarva y Zamoy aprovecharon el tiempo libre para echar una partida rápida de xalyanas, Miflin consultaba su diccionario con aire soñador y paseaba de cuando en cuando sus ojos por el paisaje estepeño, Lumon afilaba unas dagas… Todos se ocupaban ahí como en la Frontera y, sin embargo, nada podía ocultar la agitación interior general.

Cuando apareció el capitán Djamin, ya estaban todos listos para ponerse en marcha, si es que iban a algún sitio aquel día. El Ragaïl confirmó, declarando:

—Su Excelencia reanudará el viaje dentro de una hora. Estaos preparados.

—Ya lo estamos —aseguró Dashvara, saliendo del cerco—. ¿De modo que vamos a Aralika directos?

Djamin asintió.

—Si vamos a buen ritmo, llegaremos ahí al anochecer. —Paseó una mirada crítica por los guerreros estepeños y agregó—: Por cierto, parece ser que el túnel de Aïgstia no se vino abajo. Los Esimeos ya han mandado a trabajadores para despejar la zona. Como puedes ver, no ha sido para tanto, señor de los Xalyas.

Su voz rezumaba diversión. Dashvara puso los ojos en blanco sin contestar y, dándole la espalda, el capitán ragaïl se alejó hacia sus hombres. Cuando retomaron el viaje, una hora y media después, lo hicieron escoltados por una patrulla de guerreros esimeos, entre los cuales estaba Ashiwa de Esimea. Empezaban a ser un grupo numeroso, y peligrosamente dividido. Dashvara apostó a que más de un Xalya se imaginó volteando el caballo y saliendo galopando rumbo al noreste. Pero no podían, porque debían un favor a Kuriag, porque los demás guerreros habrían matado a más de uno durante la huida, porque, en fin, su señor no les había ordenado que huyeran.

La estepa, en aquella región, estaba cubierta de hierba verde y, hacia el mediodía, comenzaron a verse con cada vez más frecuencia chozas, rebaños y ganaderos. Pasó una tormenta por el norte, pero no les afectó a ellos: las nubes negras se alejaban, raudas, hacia el noreste. Dejaron, sin embargo, una tierra embarrada a la que los jinetes llegaron cuando ya el sol se inclinaba seriamente hacia el oeste. Dashvara tenía sus dudas de que pudieran llegar a Aralika antes de que se marchara el sol.

Una extraña bruma los envolvía ahora y, junto a la oscuridad creciente, daba al avance de la tropa un toque sobrenatural. No se oía el mínimo murmullo, tan sólo los cascos de los caballos, sus resoplidos y la respiración de una sesentena de almas.

—Huele a muerto —dijo de pronto Api.

Aquel día, viajaba sobre su propio caballo, un caballo prestado por Ashiwa, por fortuna bastante apacible, pues el joven demonio no tenía ni idea de montar.

Un leve escalofrío recorrió Dashvara al oírlo. Asmoan repitió:

—¿A muerto?

El muchacho confirmó tragando saliva:

—A muerto.

Dashvara no percibió nada más que un fuerte olor a tierra mojada y a caballo. Intercambió una mirada inquieta con Makarva y oyó detrás a Zamoy mascullar en oy'vat:

—Serán los Esimeos. Apestan.

Cayó la noche y encendieron las linternas, pero a través de la bruma estas apenas iluminaban. Finalmente, se oyeron unos «¡alto!» delante de la procesión, detuvieron los caballos y Zorvun pronto fue a informarse. Regresó diciendo:

—Nos paramos aquí para la noche. Aún quedan unas tres horas de cabalgata para llegar a Aralika. Según dice esa serpiente esimea.

—Podríamos estar a doscientos pasos de la ciudad que no nos enteraríamos —gruñó Sashava, hundiendo sus muletas en el barro mientras escudriñaba las sombras densas—. Podrían matarnos como perros si quisieran.

—Y todo porque el titiaka quiere ver una maldita torre —refunfuñó Orafe el Gruñón, malhumorado.

Se instalaron para la noche. No fue tarea fácil montar las tiendas en la oscuridad brumosa y menos encontrar un lugar donde no embarrarse por completo. Aprovecharon la excusa del barro para alejar unos pasos más su campamento del de los Ragaïls. Un silencio relativo reinaba sobre todos. Y Dashvara, recostado sobre su gruesa capa, meditaba.

Quedaban tres horas para llegar a Aralika, y tres días para alcanzar las tierras de los Honyrs a buen ritmo. La mayoría de sus caballos tenían sangre estepeña, eran robustos, tenían un aguante inigualable y aun después de un día de viaje hubieran podido seguir durante horas.

Kuriag había ignorado su propuesta para poner a los Xalyas más vulnerables lejos del alcance esimeo. Si al menos lo hubiese convocado en su tienda para aplacar sus inquietudes, si al menos le hubiese dado argumentos, pero no: el Legítimo estaba demasiado ocupado hablando con Ashiwa de Esimea y Asmoan de Gravia para hacerle caso. ¿Demasiado ocupado, o temeroso de enfrentarse a Dashvara y a su suegro? Ambas cosas, tal vez.

En cualquier caso, el silencio de Kuriag y la proximidad de Aralika avivaban las dudas de Dashvara. Repasó mentalmente sus posibilidades: podía levantarse y exigir hablar con el Legítimo, podía traicionarlo y huir con sus hermanos y podía seguir siéndole leal y meterse en la ciudad de Todakwa rezando por que no ocurriera ninguna desgracia. O podía hacer una mezcla de esas tres opciones.

Con el corazón latiéndole más rápido que de costumbre, agitado, murmuró:

—¿Tah?

La sombra había vuelto a su saco. Asomó la cabeza. En la oscuridad, incluso a unos escasos palmos de distancia, Dashvara apenas la vislumbró.

“¿Qué pasa, Dash?”, preguntó.

Dashvara se humedeció los labios.

—¿Podrías hacer pasar un mensaje a mis hermanos sin que se entere nadie más que ellos? —murmuró.

Tahisrán silbó por lo bajo.

“¡Claro!”, aseguró, intrigado. “¿Qué mensaje?”

Dashvara inspiró y declaró en un cuchicheo:

—Este: permaneced tranquilos, seguid actuando con naturalidad. A mitad del primer turno de guardia, saldrán de aquí rumbo al este y luego al norte —inspiró y listó—: Sinta, Myhraïn, Watsy, Shkarah, Dwin, Aligra, Maef, Zamoy, Atok, Morzif, Shivara, Atsan Is Fadul y Shokr Is Set. Si alguien protesta, diles que es una orden.

La sombra permaneció un instante en un silencio sobrecogido.

“¿Crees que es prudente?”, preguntó al cabo.

Dashvara suspiró.

—No lo sé. Pero, de todas formas, somos tan pocos que unos guerreros arriba, abajo… ¿Qué diferencia? Sólo falta asegurarse de que los Ragaïls no se percatarán de nada hasta el amanecer.

Tahisrán asintió mentalmente, vacilante.

“¿Y el titiaka? Se enfadará.”

Dashvara hizo una mueca.

—De eso ya me ocuparé en su momento.

Y así se hizo. Tahisrán fue el héroe de aquella huida. Difundió mensajes, dio de beber sedantes a los caballos de los Ragaïls y, en un par de horas, la huida inminente tenía toda la pinta de ir bien encaminada. El hecho de que Zorvun no hubiese puesto ninguna pega a la idea había reconfortado a Dashvara más de lo que hubiera admitido. Sabía que la huida tendría consecuencias, degradaría sus relaciones con el Legítimo y pondría en mala posición a los Xalyas que se quedaban… Pero no dejaba de parecerle preferible a meter al clan entero en plena Aralika sin que siquiera los Honyrs estuvieran al corriente de que ambos pueblos compartían la misma Ave Eterna.

Al fin, llegó la hora tan esperada y, sin embargo, Dashvara no dio la orden. Debía de ser cerca de la medianoche y Yira seguía sin aparecer. La había visto entrar en la tienda de Kuriag y Lessi para cenar con ellos. Dashvara no se había extrañado, pues Lessi y ella eran buenas amigas y solían conversar juntas. Con todo, su ausencia le estropeaba los planes. Y es que había proyectado pedirle que ella también se marchara. Nervioso, susurró:

—Tah, ¿puedes ir a ver qué hace?

La sombra no necesitó que le explicara de quién hablaba: se alejó, invisible entre las sombras. Y regresó al de un rato murmurando mentalmente:

“Ya viene.”

De hecho, la sursha apareció al de poco y se tumbó junto a Dashvara cuchicheando de buen humor:

—¿Qué andas tramando?

Dashvara se aclaró la garganta en silencio y se lo explicó. Pese a la oscuridad casi completa, sintió el cuerpo menudo de su naâsga tensarse entre sus brazos. Replicó:

—Ni hablar. Yo me quedo. Y no sé si me acaba de convencer esa huida. Tú mismo me dijiste una vez que dividir el clan nunca era una buena idea.

—Esta vez se trata de dividirlo para que se una a los Honyrs, naâsga —argumentó Dashvara. Hubo un silencio y reconoció—: Me sentiría mucho más tranquilo si los acompañaras. Sólo serán unos días. Tranquila, la marca de Kuriag nos protegerá en Aralika. Nadie se atreverá a tocarnos. Simplemente no puedo dejar al titiaka plantado así como así. Si me quedo, él verá mi buena disposición para devolverle los favores, estoy seguro. Tú misma lo conoces y conoces a Lessi. —Como oía el enésimo suspiro de la sursha, aseguró—: De veras, naâsga, no haré nada absurdo. Ya me conoces.

Yira resopló con suavidad.

—Precisamente.

Dashvara le besó la frente. Estaba todo tan oscuro que se atrevió a quitarle el embozo. Por un momento, Yira respondió a su abrazo sin decir una palabra. Entonces, se apartó ligeramente y murmuró:

—¿Estás seguro de que quieres que me vaya, Dash?

A Dashvara se le encogió el corazón y apretó a su naâsga con más fuerza antes de susurrar:

—Sí. Por favor. Los Honyrs son nuestra única salvación. Diles que Dashvara de Xalya perdona sus faltas pasadas. Tú eres la señora de los Xalyas. Te escucharán.

Yira suspiró.

—Si tú lo dices…

Durante un largo silencio, ninguno de los dos hizo movimiento alguno para apartarse. Finalmente, Yira volvió a ponerse el embozo y susurró:

—¿Crees… que Todakwa te guarda rencor por ser quien eres?

Dashvara puso los ojos en blanco.

—Más razón tengo yo de odiarlo, pero no temas, naâsga: no voy a tirarme en la boca del lobo. Sólo voy a verlo de más cerca y, como llevo correa, esa serpiente no se molestará en morderme. —Su tono bromista se quebró y tragó saliva cuando confesó—: Oh, Liadirlá, no quiero que te vayas.

Estaba ya revisando su plan cuando, con voz serena, Yira murmuró:

—Nuestras Aves Eternas vuelan juntas… pero tienes razón. Tal vez pueda ayudarte mejor yendo a ver a los Honyrs. Ayudaré a los demás a ocultarnos con mis sortilegios y… —La sursha calló y pasó una mano suave por la mejilla barbuda de Dashvara cuchicheando—: Ni se te ocurra morir, señor de la estepa.

Él sonrió.

—Algún día se me ocurrirá. Pero no antes de que pasen cien años, si es posible —bromeó. Le besó la mano y agregó en un murmullo—: Cuídate, naâsga. Que sepas que mi Ave Eterna te acompaña allá donde estés. Nos vemos pronto —prometió.

Su naâsga se apartó suavemente y, por un momento, ambos escucharon el silencio del campamento. Entonces, él hizo una señal, Tahisrán transmitió la orden y la huida se puso en marcha. Con el corazón suspenso, Dashvara vio unas siluetas borrosas levantarse y alejarse una a una. Cerró los ojos y aguzó el oído. Incluso los caballos fueron discretos, gracias en parte a que Tahisrán y Yira ayudaron a apagar el ruido con sortilegios armónicos. Al de unos minutos, como Dashvara ya no oía nada, abrió de nuevo los ojos. Vio una oscuridad casi completa, tan sólo interrumpida por las luces difusas de las linternas en la bruma. Nadie había dado la alarma. Sonrió. Finalmente, los Xalyas iban a resultar ser tan silenciosos y traicioneros como los Esimeos.

Cerró de nuevo los ojos, dejando escapar el aire de sus pulmones. Largo rato estuvo calculando la distancia que podrían recorrer los fugitivos antes de que asomara el sol. ¿Les daría tiempo a salir de las tierras esimeas? ¿Encontrarían a los Honyrs? ¿O se toparían antes con alguna manada de nadros rojos hambrienta? Al cabo, agotado, se sermoneó por dar inútiles vueltas a las mismas preocupaciones, se concentró en su respiración y cayó en un sueño agitado. Soñó. Estaba de vuelta en Titiaka, aparecía el rostro negro de Faag Yordark y lo retaba a luchar en duelo con él. Exasperado, sin sacar sus dos sables negros, Dashvara le daba la espalda al titiaka y descubría con estupefacción a una criatura enorme y maciza irguiéndose ante él. Bramó: ¡Brizziaaa! Enseguida, se sintió mareado y sudoroso. La tierra danzaba ante sus ojos. Perdió el equilibrio. Su naâsga lo ayudó a tenerse en pie, soltó un sortilegio lleno de mariposas de luz y el brizzia se hizo cada vez más pequeño hasta convertirse en un mero monstruito del tamaño de un gato. Dashvara sonrió en el sueño. Gracias, naâsga…

Un dolor agudo en el costado lo despertó.

—¡Levanta! —ladraba una voz.

Dashvara pestañeó e, instintivamente, alzó unas manos para protegerse. No le sirvió. Lo zarandearon varias siluetas y lo arrastraron por la tierra antes siquiera de que entendiera vagamente que lo que estaba pasando ya no era un sueño.

Cuando los Ragaïls dejaron de arrastrarlo, se encontró ante la tienda de Kuriag Dikaksunora, desarmado y embarrado, bajo la mirada aterrada del Legítimo.

Creo, Dash, que deberías haber huido tú también…

Trató de enderezarse pero la mano firme que agarraba su pescuezo lo impidió levantarse. Carraspeó.

—Si me dejáis explicároslo, Excelencia…

Recibió un guantazo en la cabeza de parte de uno de los Ragaïls. Calló. La expresión de Kuriag ahora se había cerrado y no expresaba más que desdén.

—No hay nada que explicar —replicó con voz seca, ligeramente trémula—. No has cumplido con tu palabra, Dashvara de Xalya. Mi padre te habría decapitado aquí mismo sin vacilar. —Marcó una pausa—. ¿Quién de vosotros ha drogado las monturas de los Ragaïls? —Los demás Xalyas bullían por dentro, rodeados tanto por los guardias titiakas como por los Esimeos. Ninguno contestó. Observado por todos, Kuriag trató de no perder su compostura y ordenó con voz firme—: Maniatad a este guerrero. —Y como veía que Dashvara abría la boca, añadió—: Y amordazadlo.

La bruma se había levantado y el cielo estaba poblado de tonalidades doradas y rosadas. Dashvara suspiró pero no resistió cuando los Ragaïls lo maniataron y amordazaron sin miramientos. Kuriag discutía vivamente con el capitán Djamin. Se habían alejado algo, pero Dashvara consiguió entender que el primero le estaba echando en cara al segundo la falta de vigilancia de sus hombres. ¿Cómo diablos habían podido salir del campamento catorce personas con sus respectivas monturas y no ser vistas ni oídas por los centinelas? Djamin estaba confundido, trataba de explicarse… Dashvara sonrió detrás de su mordaza. El gran capitán ragaïl, ¡burlado por unos esclavos salvajes! ¿Quién lo hubiera imaginado? Pero su sonrisa pronto se transformó en una mueca tensa. Esperaba que Kuriag se diera cuenta de que, si se habían quedado veinte Xalyas en el campamento, era porque seguían con intenciones de servirlo hasta pagar la deuda. No había faltado a su palabra. O al menos no del todo, rectificó Dashvara con toda honestidad.

Para indignación suya, Kuriag mandó a cuatro Ragaïls en pos de los fugitivos tomándoles prestados los caballos a los Xalyas. Le robaron a Amanecer y a él lo pusieron, maniatado y amordazado, sobre un caballo sedado. Retomaron la marcha hacia Aralika. Hacía buen día y Dashvara estimó que Yira y los demás debían de andar ya a más de treinta millas de ahí. Dudaba de que los Ragaïls fueran a encontrar a los fugitivos, aun ayudados por los Esimeos. Pero nunca se sabía…

Avistaron la punta de la Torre del Ave Eterna tiempo antes de llegar a Aralika, ubicada al final de una interminable pendiente cubierta de hierba. Crecían, de aquí para allá, algunos arbustos y, a lo lejos, se divisaban algunos árboles a orillas del río Fadul, el río más largo de la estepa. Era el mismo que pasaba junto al torreón xalya, sólo que en Esimea era ya más ancho y en verano no se secaba casi por completo como en Xalya.

La ciudad despertó en Dashvara un sentimiento de asombro. Como patrulla, en la estepa, jamás había viajado más allá de sus tierras. Por eso, ver Rocavita por primera vez lo había llenado de maravilla. Dazbon lo había aturdido por su tamaño y sus callejuelas laberínticas, Titiaka por su organización y su belleza. Aralika lo embelesó por su arrogancia.

Todo estaba hecho con piedra blanca de las montañas de Padria, a semejanza de la Pluma, la Torre del Ave Eterna, que se alzaba, sabia, elegante, dominando la ciudad con sus piedras viejas de muchos siglos.

Kark Is Set, murmuró Dashvara para sus adentros, fascinado. El Corazón de la Estepa. Ese era el nombre que habían dado a su villa principal los Antiguos Reyes. Se decía que la Pluma que en ella se alzaba había sido construida sobre los restos de Nabakaji, el primer shaard y el que teóricamente había hablado primero del Ave Eterna. En su interior, se habían acumulado durante siglos conocimientos y sabiduría, y desde lo alto de la aguja, según decían los libros, podía verse la estepa entera. A Dashvara le entraron ganas de comprobarlo.

Que Kuriag me condene a muerte si quiere, pero no antes de que haya visto esa torre. ¡Liadirlá que he de ver con mis propios ojos lo que vieron los Antiguos Reyes!

La emoción lo embargaba. Casi se había olvidado de que iba maniatado, amordazado y vigilado por varios Ragaïls.

Cuanto más se acercaban, más le parecía que la ciudad iba ganando en amplitud. Había enormes cercos con caballos estepeños, patrullas en la periferia, esclavos atareados, huertos, caminos adoquinados, y hasta un mercado animado. Rodearon este bajo las miradas curiosas de los habitantes y llegaron ante un edificio suntuoso, decorado con columnas y estatuas. Toda una comitiva había salido a acoger al Legítimo de Titiaka. Un hombre arrebujado en una gruesa capa azul oscura se encontraba en lo alto de la escalinata que llevaba al pequeño palacio. Dashvara se había quedado con la mirada fija en ese rostro tatuado. Jamás lo había visto, pero era fácil adivinar que ese hombre pálido, tatuado y de mediana edad era Todakwa. El rey de la Muerte.

Un cántico se elevó en lengua galka para dar la bienvenida al ilustre invitado. Todakwa bajó la escalinata con una ancha sonrisa y, cuando Kuriag desmontó, lo acogió con aparente alegría. Su voz era ligera y Dashvara, colocado casi en la cola de la procesión, no alcanzó a oír más que alguna palabra suelta.

De modo que esto es lo que has hecho de Kark Is Set, murmuró Dashvara para sí, sondeando su alrededor. Una ciudad moderna, activa y comerciante. Te felicitaría, serpiente esimea, si no supiera que lo conseguiste a costa de la sangre y la libertad de gente inocente.

Kuriag acabó por seguir a Todakwa adentro del palacio, junto con Lessi, dos Ragaïls y… sorpresivamente, también pidió a Zorvun y a Arvara que lo acompañaran. A los demás los instalaron prestamente en un edificio contiguo. Más de un sirviente esimeo le echó una mirada curiosa a Dashvara mientras este avanzaba rodeado de Ragaïls hasta una espaciosa habitación llena de jergones. No le quitaron la mordaza y Dashvara no intentó quitársela: se sentó con calma sobre uno de los jergones y no pudo evitar soltarle al capitán Djamin una mirada burlona. Este meneó la cabeza con exasperación pero no comentó nada: simplemente ordenó que nadie se moviera de ahí y salió del edificio. Dashvara sonrió detrás de su mordaza. Ese Ragaïl, pese a todo, empezaba a caerle bien. Hubiera podido castigarlo personalmente y Kuriag no habría podido más que aprobarlo. Pero, por alguna razón, Djamin prefería no intervenir más de lo necesario.

Dashvara se recostó tamborileando con sus dedos y tan tranquilo lo vieron sus hermanos que debieron de pensar que lo tenía todo controlado. Pues ojalá fuera cierto, suspiró.

Pasó el tiempo. Alta le ayudó a liberarse las manos pero, cuando intentó quitarle la mordaza, Dashvara se negó. No lo hizo tanto por no saltarse la orden de Kuriag como por no tener que hablar con sus hermanos del tema. Su rechazo hizo que todos intercambiaran miradas elocuentes. Lumon carraspeó.

—¿Vas a estar así toda la tarde?

Dashvara se encogió de hombros. Makarva meneó la cabeza y, levantando los ojos al cielo, lanzó:

—No seas ridículo, Dash. Anda, deja que te quite la mordaza.

Pese a que Dashvara volvió a negarse con un gesto seco, su amigo insistió y, finalmente, entre Miflin y Makarva, consiguieron quitársela.

—¡Venga, abre la boca, primo! —lo animó el Poeta, divertido.

Quisieron sacarle el trapo de la boca a la fuerza como se le quita un palo a un perro. Dashvara los fulminó con la mirada. Resopló y escupió el trapo.

—Está bien —gruñó—. ¿Qué queréis que os diga? He hecho lo que consideraba correcto.

Makarva sonrió.

—Ya lo sabemos, Dash. Y todos pensamos aquí que hiciste lo correcto, ¿verdad, hermanos? Te aseguro que, si el titiaka se atreve a ponerte la mano encima, no le vamos a dejar.

Le palmeó el hombro. Dashvara suspiró.

—A menos que os diga que le dejéis, espero.

Makarva hizo una mueca y no fue el único. Ged admitió:

—Eso ya es pedirnos demasiado, muchacho. No vamos a dejar que te castigue como a un vulgar ladrón.

Dashvara puso los ojos en blanco y replicó:

—En Titiaka, Lanamiag Korfú ya me dio una somanta de palos.

Resoplaron.

—No es lo mismo —intervino Shurta—. En Titiaka, no teníamos ni la esperanza de poder huir. Aquí la tenemos.

Los Xalyas aprobaron. Dashvara apuntó:

—Aún estamos en deuda con ese titiaka, os recuerdo.

—Buaj —gruñó Orafe—. De no ser por su padre no habríamos acabado fuera de la estepa. Yo veo más su generosidad como una indemnización.

Aquello generó sonrisas y una oleada de aprobación. Dashvara meneó la cabeza, poco convencido. Kuriag no tenía la culpa de que su padre hubiera sido el mayor esclavista de la costa del Océano Caminante.

Se habían quedado tres Ragaïls en la sala y no dejaban de echarles ojeadas fruncidas, molestos de no entender nada de lo que decían. Dashvara los ignoró durante toda la tarde. Se dedicó a echar la siesta, porque aquella noche apenas había podido pegar ojo. Cuando despertó, se apuntó a jugar a las katutas con Makarva, Miflin y Kodarah. El regreso del capitán Zorvun y de Arvara los pilló en plena celebración: Makarva había perdido.

—¡Bueno, bueno! —dijo Zorvun avanzándose en la sala—. Veo que nuestros jóvenes aprovechan bien el tiempo.

—Como niños —aseguró Sedrios el Viejo desde una esquina con una sonrisa burlona.

—¿Y bien? —lanzó Dashvara, dejando de quiñarle a Mak—. Supongo que ya le has rebanado la cabeza a Todakwa, ¿verdad?

El capitán puso los ojos en blanco.

—Te dejaré el honor, creo. Seguro que lo haces mejor que yo. Traigo buenas noticias —declaró—: los Ragaïls no han dado con nuestros hermanos y creo que a estas alturas tienen buenas probabilidades de salir de tierras esimeas intactos.

Se oyeron suspiros de alivio, aunque Dashvara se contuvo de cantar victoria aún. El capitán agregó:

—Por cierto, Dash, mi yerno quiere verte. —Asintiendo, Dashvara se levantó. Antes de que saliera de ahí, Zorvun lo retuvo un instante. Sus ojos brillaron cuando murmuró—: Kuriag está de nuestra parte, hijo. Pero es titiaka. Tiene una reputación que defender. Muéstrale que aún le eres leal y con un poco de suerte este asunto no irá mucho más lejos.

Pero irá así y todo algo más lejos, entendió Dashvara. Asintió de nuevo.

—Supongo que sigue de malhumor.

Zorvun hizo una mueca rascándose la barba.

—Ese muchacho parece incapaz de enfadarse de veras. Está más bien deprimido, diría. Aunque la idea de visitar la Torre mañana le ha alegrado un poco la cara. Parece más xalya que nosotros —bromeó y lo animó—: Venga, ve.

Dashvara salió de ahí y un sirviente esimeo lo condujo hasta las habitaciones de Kuriag: estaban justo al lado. Antes de que llamara a la puerta, el sirviente vaciló y preguntó con ojos ansiosos:

—¿Es cierto que eres Dashvara de Xalya, el último señor de la estepa?

Dashvara lo escudriñó. El sirviente era estepeño del este. Un Shalussi, tal vez. No debía de tener más de dieciséis años. Hizo una mueca.

—Con suerte, no seré el último —replicó.

Llamó él mismo a la puerta, con firmeza. Se oyó un silencio. Y entonces una voz dijo:

—Pasen.

Dashvara entró y cerró detrás de él antes de pasear una mirada por la sala. Era lujosa. Nada que ver con las habitaciones del torreón de Xalya. Provenientes de un cuarto contiguo, se oían las voces apagadas de Lessi y Hezaé. Con su habitual expresión mansa y humilde, Zraliprat se movía en silencio por el salón guardando las cosas de su amo. Dashvara se preguntaba a veces si algún día siquiera se le había ocurrido a ese muchacho dejar de ser esclavo. No recordaba haberlo oído nunca pronunciar más de unas palabras seguidas. Se cruzó con su mirada oscura y creyó percibir un destello de reproche. Mi amo está en ese estado por tu culpa, parecía decirle. Dashvara giró la cabeza hacia Kuriag. Sentado en un sofá ante una gran chimenea encendida, el elfo observaba el fuego con cara absorta. Parecía incluso más joven de lo que era, pensó Dashvara.

Se acercó, vacilante, en silencio. Sus botas ensuciaron la alfombra e hizo una mueca de disculpa. Vaya. Se detuvo. Kuriag seguía sin decir nada. Por lo visto iba a tener que romper el silencio él. Abrió la boca, aún pensando en qué podía decirle. Entonces, vio sobre una mesilla su cinturón con los dos sables que le habían quitado los Ragaïls. Tendió una mano y cogió la vaina del sable negro de Siranaga. Kuriag se sobresaltó y agrandó los ojos del susto. Temiendo tal vez que el señor de los Xalyas se hubiera vuelto loco, Zraliprat se preparó a gritar pero Kuriag alzó una mano para detenerlo. Reprimiendo una sonrisa, Dashvara jugueteó con el arma diciendo con incontenible respeto:

—Este sable perteneció a Siranaga, el último Antiguo Rey de la estepa. Y sigue en tan buen estado como si lo hubiesen forjado ayer —murmuró, desenvainándolo a medias. La volvió a envainar con un gesto seco—. En su hoja está inscrito «atsan is fadul», Salvadora de vidas. Un nombre extraño para un arma, ¿verdad?

Cruzó la mirada intensa de Kuriag Dikaksunora y, tras otro silencio en el que tan sólo se oyó el fuego crepitar, carraspeó, dejó el sable y fue a agacharse junto a la chimenea. Un agradable calor lo iba envolviendo poco a poco. Inspiró.

—Te aseguro que mis hermanos y yo saldaremos nuestra deuda con más eficacia sabiendo que parte de nuestro pueblo está ahora a salvo, cabalgando hacia las tierras de los Honyrs. He hecho lo que me ha dictado mi Ave Eterna. Supongo que fue un error no hablarte de ello antes. Te aseguro que no quería burlarme de ti y me duele haber traicionado tu confianza. He dañado tu reputación. Probablemente los Esimeos se hayan reído a tus espaldas por tener tan mal domados a tus esclavos. —Hizo una mueca sarcástica y concluyó con sinceridad—: Estoy dispuesto a restablecer tu reputación como sea. Incluso estaría dispuesto a mucho más si… me ayudaras, Kuriag Dikaksunora.

La luz del fuego danzaba sobre el rostro sobrecogido del joven elfo. Giró la mirada hacia el sable negro, en la mesilla, y repitió articulando:

—¿Ayudarte? ¿No es acaso lo que vengo haciendo desde que os compré, Dashvara de Xalya?

Ahí, Dashvara se ruborizó. Liadirlá, y cuánta razón tenía ese extranjero. Espiró ruidosamente.

—Eso has hecho —admitió—. Sin embargo… mi pueblo sigue esclavizado por Todakwa. La riqueza de Esimea se basa en el comercio con Diumcili, principalmente en las relaciones comerciales con tu familia, ¿verdad? Tienes influencia. Y yo estaría dispuesto a todo para que mi pueblo estuviera de nuevo libre y a salvo lejos de aquí. —Había alzado la voz con fervor y la controló cuando agregó—: Podemos llegar a un acuerdo. ¿Es acaso pedir demasiado?

Kuriag había fruncido levemente el ceño, intrigado. Meneó la cabeza.

—Admitiendo que sea capaz de convencer a Todakwa de que libere a tu pueblo, ¿qué me darías tú a cambio? ¿Tu lealtad?

Su voz rezumaba ironía y desengaño. Dashvara lo observó un instante y respondió por una pregunta:

—Dime, ¿por qué te interesa tanto el Ave Eterna?

Kuriag parpadeó y adoptó una expresión ensimismada.

—Bueno… Supongo que sin Maloven jamás me habría interesado tanto por ella. —Se mordió el labio y confesó—: Siento que mi vida siempre ha sido dictada por objetivos absurdos. Soy esclavo de la tradición titiaka, y eso no siempre es mejor que ser trabajador. No cuando a uno no le atraen ni las fiestas, ni los negocios, ni el juego… —Se encogió de hombros y sus ojos destellaron—. Cuando conocí al shaard Maloven, me di cuenta de que el mundo era mucho más hermoso de lo que creía. Cada vez que iba a la Universidad y me cruzaba a la gente en la calle, pensaba: cada persona tiene una vida, unos pensamientos, un carácter, unos sueños… Y pensaba que, algunos siendo más pobres que yo, incluso esclavos, conseguían ser más felices. Y otros lo eran menos. Y me entraban ganas de ayudarlos. De preguntarles qué es lo que un pobre loco como yo podía hacer para cumplir sus sueños. —Puso los ojos en blanco—. Pero siempre acababa echándome para atrás. Por cobardía, supongo. Y también porque probablemente no hubiera podido hacer gran cosa por ellos, de todos modos. Y tal vez me equivocaba. —Marcó una pausa y asintió para sí—: Eso es lo que más me impactó en las enseñanzas de Maloven. Aprendí a unir mis propias aspiraciones a las de los demás. El Ave Eterna… es un conjunto de conceptos. Un molde que se adapta para que un grupo de saijits pueda convivir. Y eso es también lo que admiro en tu pueblo, Dashvara de Xalya. Su diversidad y su unidad. Su tolerancia. Su confianza. Por eso decidí ayudarte. Quiero que tu pueblo, el de Maloven, sea libre. Que todos los pueblos lo sean.

Dashvara se quedó mirándolo, profundamente impresionado. Kuriag tragó saliva y se sonrojó.

—Dicho así suena idealista y vanidoso, ¿verdad? Maloven era capaz de darle un tono mucho más solemne a…

Calló de golpe cuando vio al señor de la estepa pasarse una rápida mano por los ojos. Bajo la expresión atónita del Legítimo, Dashvara resopló, realizó un brusco ademán y se levantó.

—Que el Liadirlá te bendiga, Kuriag —pronunció con voz ronca—. Si hay… algo que pueda hacer para que no pienses que soy un salvaje ingrato, sólo tienes que pedir.

El joven titiaka vaciló, abrió la boca, la volvió a cerrar y entonces se levantó a su vez, nervioso.

—¿Qué tal ya si… er… me informaras previamente de tus decisiones?

Dashvara esbozó una sonrisa y se inclinó.

—Por mi Ave Eterna y el de mi pueblo, lo juro. Siempre y cuando me sea posible.

Kuriag asintió y dijo, como justificándose:

—Lo de esta mañana me ha puesto en una posición delicada con los Ragaïls. He intentado no dar muchos detalles pero… apuesto a que Garag ya ha mandado una paloma mensajera a mi madre explicando todo el caso.

Dashvara enarcó una ceja.

—¿Garag?

—Oh. Un primo lejano mío —explicó el titiaka—. Se instaló como diplomático en el puerto de Ergaika. Está a unas setenta millas de aquí, y decidió viajar a Aralika para acogerme y darme los parabienes. Hacía años que no lo veía. No te caería bien —apuntó con una mueca entre molesta y divertida.

Dashvara sintió un escalofrío. ¿Ergaika? Recordaba haber oído ese nombre, pero pensaba que era un mero pueblo costeño del suroeste, no que fuera un verdadero puerto. Carraspeó.

—Y supongo que habrá venido con más Ragaïls.

Kuriag puso los ojos en blanco.

—En realidad, no. Garag contrata a sus propios hombres. Son mercenarios ryscodrenses, en su mayoría.

Calló y retomó con tono vacilante:

—Mañana voy a ir a visitar la Torre con Asmoan y… me gustaría que me acompañaras.

Dashvara asintió y trató de disimular su expectación con una mueca amable y a la vez burlona.

—Como quieras, Excelencia —contestó.

Se inclinó e hizo un ademán para recuperar los sables pero, para sorpresa suya, Kuriag se lo adelantó y examinó el sable de Siranaga con curiosidad. Dashvara esperó pacientemente. Entonces, el elfo le devolvió las armas.

—¿Dónde lo encontraste?

Dashvara esbozó una sonrisa.

—Atasiag me lo regaló. Su Eminencia tiene de esas sorpresas.

Kuriag había fruncido el ceño. Meditativo, hundió la mano en su bolsillo y sacó una gran llave dorada. Meneó la cabeza.

—¿Sabes lo que es esto?

Dashvara se encogió de hombros.

—Una llave.

El Legítimo sonrió anchamente.

—Y una muy especial. Es una reliquia. Un objeto encantado. Me la ha prestado Asmoan para que la examine. Tiene inscripciones en oy'vat. Asmoan piensa que Siranaga huyó a Agoskura con ella hace doscientos años y cree que la puerta se encuentra en la Torre. Aún no le hemos mencionado nada sobre el tema al jefe esimeo. Tal vez debería.

Dashvara se había quedado suspenso, contemplando la llave con fascinación. Vaciló y tendió una mano.

—¿Puedo?

Kuriag le dejó la llave y Dashvara la examinó. Era particularmente grande, con un asa redonda repleta de motivos e inscripciones. Se percibía una viva energía en su interior.

—Lessi dice que los signos son del oy'vat antiguo —intervino Kuriag tras un silencio—. Asmoan lo descifró. Al parecer, pone… —Rebuscó en su otro bolsillo, desplegó una hoja y leyó—: Llave de la Cámara del Ave Eterna. Y luego vienen palabras sueltas: Conocimiento, Muerte, Amor, Estrella y Sombra. Asmoan dice que podrían referirse a la leyenda de los Cinco Shaards Desaparecidos.

Dashvara alzó bruscamente la cabeza, cada vez más asombrado. Se contaba que esos cinco shaards habían salido a buscar una estrella y no habían vuelto, pero…

—¿Cómo diablos Asmoan conoce esa leyenda? ¿Es que en Agoskura tienen una biblioteca dedicada a los Antiguos Reyes?

La simple idea le parecía absurda. ¿Por qué unos agoskureños iban a interesarse por la historia de un pueblo lejano desaparecido desde hacía dos siglos?

—No lo sé —admitió Kuriag—. Asmoan dice que tenía unos libros que hablaban del tema. Pero no los ha traído en el viaje.

Dashvara empezó a entenderlo a medias. Si los Antiguos Reyes habían sido demonios y estos formaban una comunidad reducida, era lógico pensar que su historia había sido recuperada por otros de su misma calaña, fueran estos descendientes o no. De ahí el interés de Asmoan. Eso considerando que los Antiguos Reyes de verdad habían sido demonios.

Meneó la cabeza, confuso, y devolvió la llave al Legítimo.

—¿Sabes, Excelencia? Creo que sería más prudente no hablar de esto a Todakwa. Me extrañaría que fuera a permitir abrir una cámara en presencia de extranjeros.

Kuriag asintió.

—Tienes razón.

Hubo silencio. Dashvara carraspeó.

—Ya que dije que te consultaría antes… Me sentiría más tranquilo si apostara ante tu puerta a dos Xalyas. Supongo que Todakwa no tiene interés en que te pase algo pero… por si las moscas, ya sabes. Nunca le des la espalda a un Esimeo —citó con tono sabio.

Kuriag sonrió y asintió con la cabeza, aceptando la propuesta. Con ella, implícitamente, aceptaba de nuevo la lealtad de los Xalyas. Dashvara se inclinó con sincero respeto.

—Buenas noches, Excelencia.

Salió de ahí y, cuando regresó al gran cuarto y vio a sus hermanos girarse hacia él, expectantes, sonrió. ¿Esperaban acaso verlo volver medio desmayado y con la espalda ensangrentada? Declaró:

—Cuarenta azotes y ni un rasguño.

Su mentira arrancó anchas sonrisas. Sentándose en su jergón, agregó alegremente para Zorvun:

—Tu hija se ha casado con un verdadero Xalya, capitán. Nuestro buen amo está decidido a ayudarnos a liberar a nuestro pueblo. —Bostezó y concluyó—: Y, con un poco de suerte, gracias a él el señor de la estepa podrá seguir haciendo el vago y el filósofo. —Sonrió—. Vivan los extranjeros.