Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

14 Lamastá

No tardó en hacerse el descubrimiento, a la mañana, de que faltaba, entre los Xalyas, la gran cabeza negra del Akinoa. Los Ragaïls estaban nerviosos; Djamin, irritado. Los Xalyas no podían evitar sonreír con sorna. Se preparaban ya a partir, esperando la orden de Kuriag, cuando se acercó el capitán ragaïl diciendo:

—Su Excelencia quisiera hablar contigo en su tienda, Dashvara de Xalya.

Dashvara hizo una mueca pero asintió.

—Enseguida voy.

Acabó de colocarle la silla a Amanecer, le acarició el hocico y advirtió el brillo enojado en los ojos de Djamin. Dashvara sabía que, de haber estado en Titiaka, se habría llevado una somanta de palos por falta de diligencia. Pero aquí, en la estepa, el capitán ragaïl no se atrevía a tratarlo como al esclavo que era. ¿No le tendrás miedo a una treintena de salvajes estepeños, extranjero?, se burló Dashvara mentalmente. Y, dedicándole un saludo seco, se alejó hacia la tienda. Para contrariedad suya, Djamin lo siguió. Lessi había salido y adentro tan sólo se encontraban Zraliprat, el esclavo de infancia de Kuriag, y este mismo. Sentado sobre un cojín, el Legítimo tenía cara de no estar contento.

—Ah —dijo, cuando lo vio entrar—. Por favor, capitán. Déjanos solos.

—¿Estáis seguro, Excelencia? —vaciló Djamin.

Kuriag asintió firmemente y, cuando el capitán ragaïl se marchó a regañadientes, dejó el libro que tenía sobre las rodillas y se levantó.

—No sé cómo tomármelo —admitió, alterado—. Le perdoné la vida, le compré un caballo, le permití que viajara conmigo hasta la estepa… ¿y Raxifar me lo paga así? ¿Huyendo como una rata? ¿Acaso así funciona el honor estepeño?

Dashvara lo observó. El joven elfo estaba más herido que enfadado. Meneó la cabeza, suspirando.

—Escucha, Excelencia…

—No, tú me vas a escuchar a mí —lo interrumpió vivamente el Legítimo—. Sé que tú y los tuyos le ayudasteis a huir. No voy a perseguirlo. Porque, si lo recapturase, no podría más que castigarlo con la muerte. Entiéndelo. Yo no quiero perjudicar a nadie. Pero después de todo lo que he hecho por vosotros… esperaba un poco más de respeto y de reconocimiento.

Dashvara asintió en silencio. Kuriag tenía razón. Desde su punto de vista, los había comprado por un precio elevado, los había ayudado a llegar a la estepa armados y con monturas, algo que los Xalyas no habrían conseguido más que rompiéndose la espalda durante años en Dazbon; en definitiva, les había hecho un enorme regalo a cambio de una lealtad supuestamente temporal… pero absoluta.

Dashvara bajó la mirada hacia su brazo derecho, donde tenía escondida la marca del ave de los Dikaksunora. Volvió a asentir y dijo:

—Tienes toda la razón, Excelencia. Mis disculpas. Raxifar pensó que, dados sus pasados actos, era mejor que se fuera solo en busca de su pueblo. Avisarte hubiera sido también traicionarlo a él. Y él me salvó la vida en Titiaka. Como ves, el Ave Eterna no puede volar a dos sitios distintos a la vez. Pero ahora ha vuelto hacia ti, Kuriag Dikaksunora. Si crees que merezco un castigo por mi silencio, lo aceptaré.

Kuriag le devolvió una mirada turbada. Hizo un ademán nervioso.

—No voy a castigarte.

Dashvara sonrió levemente.

—Y por ello mereces más mi respeto, Excelencia.

—¿En serio? —replicó el joven Legítimo—. ¿Tanto para que la próxima noche no os digáis: «puesto que el amo novato no castiga, nos vamos nosotros también»?

La sonrisa de Dashvara se ensanchó.

—Tanto —aseguró—. Lo cual no significa que pueda tener mis reservas en cuanto al destino de tu viaje. Quieres que nos metamos en territorio esimeo. Crees tal vez que tu sola presencia impedirá que los Esimeos nos salten encima. Yo no estoy tan seguro.

Kuriag se encogió de hombros.

—Los Esimeos han tenido más de un trato con mi padre y siguen comerciando con mi familia. No se atreverán a «saltarnos encima». Vosotros estáis bajo mi protección. Sé un poco cómo razonan los Esimeos. Mientras seáis guardias míos, no se atreverán a tocaros.

—Asumiendo eso —carraspeó Dashvara—, ¿y nuestras mujeres? Ellas no llevan la marca. Estaría mucho más tranquilo si las dejáramos en un lugar seguro.

Kuriag frunció el ceño.

—¿Un lugar seguro? ¿Dónde?

Dashvara vaciló y se lanzó:

—Al norte. Con los Honyrs. En cuanto pasemos el territorio esimeo, no necesitaríamos acompañarlas todos. Y apenas os retrasaría el viaje.

Kuriag se había ensombrecido.

—Rodear así Esimea iba a atraer sospechas —objetó. Marcó una pausa vacilante y pronunció—: Tomaré en cuenta tu propuesta, Dashvara de Xalya. Puedes irte.

—¿Irme a ver a los Honyrs? —replicó Dashvara con ligereza. Y se carcajeó ante la expresión alarmada del Legítimo—. Era una broma, Excelencia. No me fugaré, descuida.

Inclinó brevemente la cabeza y salió de la tienda. Afuera, sus hermanos lo recibieron con miradas interrogantes, Zorvun lo escudriñó y Dashvara se encogió de hombros con diversión.

—Me temo que ahora los Ragaïls no nos van a quitar ojo.

Varios resoplaron. Orafe gruñó:

—Nada nuevo bajo el sol.

Dashvara no estaba tan seguro: estaba claro que la burla no le había sentado bien al capitán ragaïl. Por haberlo observado durante el viaje en los túneles, Dashvara se hacía una imagen de él parecida a la de Faag Yordark: un hombre pragmático, razonable, estricto… y titiaka hasta la médula. Soportaba mal la libertad de la que gozaban los Xalyas bajo la tutela de Kuriag porque simplemente esta iba en contra de la tradición. Hasta ahora se había contentado con ignorarlos. Pero Dashvara bien adivinaba, al ver a sus hermanos, que la vuelta a la estepa los hacía sentirse más libres que nunca… Cualquier día eran capaces de olvidar que seguían siendo esclavos, verían a los Ragaïls como intrusos, surgiría un altercado… y Dashvara prefería no imaginarse el desenlace.

Iban a ocuparse de reempaquetar la tienda de Kuriag cuando Zorvun lo detuvo.

—Dash. ¿Le has hablado de los Honyrs y…? —Al ver a Dashvara asentir con la cabeza, el capitán se interrumpió e inquirió, expectante—: ¿Y?

Dashvara carraspeó.

—No sé si era el mejor momento para hablarle de ello —admitió—, pero dijo que lo tomaría en cuenta.

Zorvun hizo una mueca y meneó la cabeza, contrariado.

—Tomarlo en cuenta no basta. Hablaré con él —decidió.

Dashvara esbozó una sonrisa mientras se alejaba para ayudar a sus hermanos. Que el nuevo amo fuera el yerno del capitán tenía sus ventajas: ahora este no le insistía como cuando quería transmitir mensajes a Atasiag. Pensaba tener cierta influencia sobre Kuriag. Y tal vez la tuviera. El problema era que el capitán ragaïl también la tenía.

De ahí que, para inquietud de los estepeños, cuando se pusieron en marcha, fueron rumbo al norte, hacia el pueblo de Lifdor. Bajo el cielo plomizo, un viento frío y persistente barría la hierba y se inmiscuía entre las ropas y las armaduras de los Xalyas. El invierno estaba a las puertas de la estepa.

Cruzaron un río y se adentraron en una zona con colinas algo más altas. No había un solo árbol en toda esa vasta extensión de tierras casi desérticas. Pasaron cerca de una manada de caballos salvajes y hacia el mediodía avistaron una choza y un rebaño de ovejas del que cuidaba una niña Shalussi. Desde lo alto de la colina, se quedó mirando con fijeza la línea de jinetes que avanzaba. Para entonces, el cielo se había despejado por completo pero el viento seguía soplando, igual de insistente.

Quedaba aún una hora para llegar al pueblo de Lifdor, según Asmoan, cuando divisaron a tres guerreros a caballo detenidos al otro lado de un ancho río poco profundo. Era el río Bakhia, que nacía en el monte del mismo nombre, en tierra xalya, y desembocaba en el océano Caminante. Atravesaba todas las tierras Shalussis. O al menos, lo que quedaba de ellas, rectificó Dashvara.

Los guerreros eran, a todas luces, esimeos: al contrario que los Shalussis o Akinoa, llevaban uniforme, un uniforme azul oscuro y negro. Según su cultura, el negro simbolizaba la muerte y el azul la inmortalidad de su dios. Enseguida, Dashvara sintió subir la tensión en el grupo, entre los Ragaïls, pero sobre todo entre los Xalyas.

Calmémonos, hermanos, pensó con el corazón lúgubre. Hoy no toca combatir.

Se detuvieron a cierta distancia y los tres jinetes esimeos cruzaron el río. Antes de que Kuriag tomara la palabra, el que iba en medio saludó:

—Bienvenido a Esimea, Kuriag Dikaksunora.

Se dirigió directamente al Legítimo, sin vacilar. Incluso había pronunciado su nombre. Dashvara frunció el ceño. Ciertamente, el atuendo más bien refinado del joven elfo lo hacía destacar entre tanto guerrero con armadura, y los Esimeos conocían el blasón del tan famoso Maestro pero… aun así no dejaba de resultarle extraña la acogida. Era como si ya estuvieran al corriente de la llegada del Legítimo. Y tal vez fuera el caso, se dijo. Al fin y al cabo, parecía lógico informar a Todakwa de la visita del mismísimo heredero de Menfag Dikaksunora.

Cercado de un lado por los Xalyas y del otro por los Ragaïls, Kuriag Dikaksunora realizó un cortés gesto de cabeza.

—Gracias.

El Esimeo se presentó:

—Mi nombre es Ashiwa de Esimea, hermano de Todakwa de Esimea. Mi hermano y señor se siente honrado por vuestra visita a nuestras tierras y ha ordenado que sus súbditos hagamos todo lo posible por que vos y vuestra esposa os sintáis a gusto.

Dashvara se había quedado pálido. De modo que ese hombre en librea de soldado era nada menos que un hermano menor de Todakwa. Rechinó discretamente los dientes y, por un instante, se cruzó con la mirada del Esimeo. Sólo fue un instante, un segundo escaso, pero Dashvara estuvo seguro de ver en el fondo de los ojos de Ashiwa un destello de miedo. Sin sorpresas, porque todos los Xalyas debían de estar mirándolo ahora con ojos criminales. Dashvara no lo envidiaba.

—Gracias —repitió Kuriag.

Ashiwa de Esimea tragó saliva.

—Si os conviene, os escoltaré hasta Lamastá, la villa más cercana de nuestras tierras. Hasta hace poco, pertenecía a un salvaje llamado Lifdor. Cualquier mercader podrá asegurarle que en unos años toda la zona ha cambiado mucho, y a mejor. En parte gracias a la ayuda de vuestro padre —apuntó, halagüeño.

Kuriag inclinó de nuevo la cabeza y la procesión volvió a ponerse en marcha. El Ave Eterna de Dashvara bullía por dentro. La afabilidad de Ashiwa de Esimea le parecía una ilusión cruel.

Ya sabes cómo son los Esimeos, Dash: son peores que las serpientes rojas. Te sonríen y traicionan. Nos traicionaron uniéndose a los salvajes para acabar con nuestro pueblo. Acabaron con los shaards de la estepa y, con ellos, con la sabiduría de los Antiguos Reyes. Si decidieron no exterminarnos, no fue por clemencia: fue porque pensaron que ya no éramos una amenaza. Y ciertamente… ¿acaso lo somos?

Sus dudas se dispararon cuando avistaron la ciudad de Lamastá. No era una ciudad como Titiaka, pero era más que un pueblo estepeño. Ahí, construidas a lo largo del río e incluso sobre la pequeña colina colindante, se apiñaban tal vez cien edificios. Había chozas, pero también casas de piedra, y, sobre la colina, se estaba construyendo un pequeño templo esimeo con arquitectura claramente titiaka. Lamastá vibraba de animación. El corazón de Dashvara, él, se encogía de confusión.

Y bueno, se dijo mientras la procesión avanzaba hacia la villa, ¿pensabas que la estepa estaba muriéndose? Pues mira, Dash, ¿qué ven tus ojos ahora? Vida, paz y riqueza. Aterrador, ¿verdad? Tú que pensabas llegar con tus hermanos a unas tierras devastadas y vacías, ¡contempla el poder de los Esimeos!

Como hubiera dicho Siranaga, en sus memorias: Rócdinfer había vuelto a ser un reino feliz. O al menos, ese era el aspecto que daba. Y, extrañamente, constatarlo le hacía sentirse a Dashvara a la vez asombrado, intimidado e indignado.

Varias veces sintió que Kuriag les echaba a él y a sus hermanos ojeadas inquietas. ¿Acaso temía que fueran a perder los nervios? Bueno. Pues que no temiera nada de momento: todos estaban demasiado apabullados por la grandeza esimea. Y es que, si Lamastá era así, ¿cómo sería Aralika, la Villa de la Torre?

Todo esto, lo han construido los esclavos, pensó. Tal vez incluso hubiesen trabajado ahí los Xalyas que sobrevivieron. Dashvara fulminó con la mirada las casas y los habitantes de Lamastá. Los Esimeos no habían logrado ninguna maravilla: su reino flotaba sobre un mar de sangre. Como el de Shaotara y Siranaga. Como el de los Antiguos Reyes.

La historia se repite. Sólo que ahora ya no había señores de la estepa, los salvajes estaban sometidos, los Honyrs vivían aislados en el norte…

Y nosotros no somos más que treinta y cinco Xalyas esclavos de Diumcili, terminó el espíritu sombrío de Dashvara. Veintitrés guerreros. Cinco mujeres piratas. Una fanática del Ave Eterna. Una esposa titiaka. Un lisiado. Un médico. Y un señor de la estepa con su naâsga y su sombra. Sus labios se torcieron cuando agregó: Y un niño de seis años. Siendo realista, Dash: por ahora el pequeño Shivara tiene tantas posibilidades como nosotros de salvar a los Xalyas prisioneros y salir vivo de esta.

Su mirada se había posado sobre un grupo de guardias esimeos que patrullaba la periferia de la villa. Su oído percibía la respiración ruidosa de los Xalyas. Maef resoplaba como un caballo. Tanto que parecía que le iba a dar un mal. Zorvun extendió la mano para apretarle el hombro y murmurarle algo. Tal vez gracias a eso Maef no estalló, pero sus ojos no dejaron de soltar relámpagos de furia. Api lo observaba con el rabillo del ojo, no ya con su habitual burla sino con una mezcla de admiración y aprensión.

Tras recorrer la calle principal, se detuvieron ante un edificio de piedra, probablemente levantado a partir de alguna construcción anterior de los señores de la estepa. El capitán ragaïl dio la orden de desmontar. Dashvara desmontó. Y sus hermanos tras él, a regañadientes. Estaba claro que todos tenían ganas de talonear sus caballos y salir de ahí a rienda suelta. Era eso o sacar los sables para desfogarse. Sin embargo, no habían hecho todo ese viaje para acabar muriendo tontamente. Así que refrenaron sus impulsos.

Ashiwa de Esimea invitó a Kuriag, a Lessi y a Asmoan adentro del edificio y dejó que pasaran a su vez Djamin y otros dos Ragaïls, así como Api y una Hezaé vestida con ropa titiaka… pero eso fue todo. Cuando Dashvara se acercó a la puerta, uno de los guardias esimeos se interpuso diciendo:

—Las caballerizas están detrás del edificio.

Dashvara lo fulminó con los ojos. El Esimeo era más alto que él pero más joven: aguantó mal su mirada, desvió la suya, se rebulló y entonces, desde el interior, Kuriag intervino:

—Entre estas cuatro paredes estaré a salvo, tranquilo. Seguid las consignas y no habrá ningún problema.

Dashvara permaneció imperturbable. ¿Que no habrá ningún problema, decía? Diablos, en tal caso, ¿para qué preocuparse? Hizo un gesto seco de cabeza, dio media vuelta y retomó las riendas de Amanecer. Si Kuriag confiaba en los Esimeos, si creía que no los iban a traicionar, allá él. Ya era bastante que lo habían seguido hasta meterse en una villa esimea y ser acogidos por un hermano del nuevo reyezuelo de la estepa nada menos. Ahora, lo único que podía hacer Dashvara era asegurarse de que, si los Esimeos sacaban los sables, los Xalyas estuvieran preparados. Y, de momento, lo estaban de sobra.

Fueron a las dichas caballerizas, que eran en realidad meros cercos sin cobertizo. Apenas entraron en uno de estos, Orafe le soltó un gruñido a un mozo de cuadra que se había acercado, servicial, a su caballo. A partir de ahí, ningún muchacho se atrevió a molestarlos. Cuando terminaron de mimar a las bestias, se instalaron junto a la barrera a comer ellos también, barriendo con miradas atentas su alrededor. Los tres Honyrs seguían murmurándoles a sus caballos. Apoyado en la barrera, Dashvara contemplaba las siluetas que se movían sobre el tejado del templo lejano. Se oían los martillazos desde ahí. ¿Habría Xalyas entre esos obreros? ¿Habría Xalyas entre las voces distantes que se oían por el pueblo?

No lo averiguarás si no te mueves de aquí.

Echó una ojeada a los Ragaïls. Estos habían dejado sus caballos en otro cerco y se mantenían alerta, pero hablaban con mayor tranquilidad que de costumbre, como si la inquietud de los Xalyas al verse rodeados de Esimeos les infundiera mayor calma.

“¿Dash? ¿Estás ahí, verdad?”, preguntó de pronto Tahisrán.

La sombra seguía metida en el saco de Api. Dashvara se acercó discretamente.

—No puedes salir —le murmuró—. Esto está lleno de ojos.

“Lo sé”, replicó Tahisrán con ánimo. “Total, no puedo técnicamente salir: este saco no es como el tuyo, va atado con hebilla. Y lo peor es que está lleno de trastos. Si lo vieras… Juraría que incluso le quedan restos de comida vieja de varios meses. Menos mal que a mí los malos olores me traen sin cuidado… Oye, Dash.”

—¿Mm? —respondió Dashvara.

Se había vuelto a apoyar contra la barrera, junto a Coparena, el caballo de Tsu. Aquel día, el joven demonio había viajado con el drow. Una curiosa elección, puesto que Tsu no era de los que eran capaces de hablar mucho tiempo seguido con un muchacho parlanchín como Api. Notó la excitación de Tahisrán y alzó una ceja, intrigado, antes de acercarse y acariciar el hocico del caballo de Tsu.

—¿Te pasa algo, Tah? —preguntó.

“No te lo vas a creer”, sonrió la sombra. “¿Recuerdas lo que contó Api en Rocavita? ¿Lo de la niña perdida en una torre de los Subterráneos? Al principio, me dije que era imposible que pudiera ser ella pero… ayer superé mis temores y hablé largo y tendido con Api, en la tienda de Asmoan. Él no la conoció personalmente pero… ¡ahora estoy seguro de que es ella!”

Dashvara se sentía confuso.

—¿Ella? Espera, ¿quién es «ella»? —Y antes de que Tahisrán explicara, cayó en la cuenta y resopló—: Caray. Ahora recuerdo.

De hecho, lo recordaba. El primer día en que lo había conocido, en Rocavita, Tahisrán le había contado que, años atrás, había conocido a una niña perdida muy lejos de ahí, había viajado en vano en busca de sus padres y, al regresar, no había encontrado ya a la niña y la había dado por muerta. Y al parecer Api le había convencido de que seguía viva. Dashvara meneó la cabeza y cruzó los ojos dulces y negros del caballo.

—Ese chaval cuenta muchas historias, Tah. ¿Cómo puedes estar seguro de que no se lo ha inventado todo?

Percibió la negación brusca de la sombra.

“Es imposible. Dio demasiados detalles. La niña sobrevivió”, afirmó.

Su alegría era evidente y Dashvara esbozó una sonrisa.

—Pues me alegro, Tah. De veras.

Adivinó la curiosidad en los ojos del caballo. Este no debía de entender muy bien por qué le estaba llamando Tah cuando su nombre de toda la vida había sido Coparena. Su sonrisa se ensanchó, le palmeó el hocico e iba a preguntarle a Tah qué opinaba él de Api y Asmoan, más que nada para averiguar si estaba al corriente de que ambos eran demonios, cuando oyó de pronto un rugido:

—¡Yodara!

Hubo un silencio estupefacto. Dashvara volteó sobre sí mismo con las manos agarradas al pomo de sus sables. ¿Qué…?

Lo que vio lo dejó paralizado. Un guerrero en librea esimea se había detenido a varios pasos con los ojos abiertos como platos. Guerrero esimeo, sí, era un guerrero esimeo. Pero también era un Xalya.

Y un antiguo oficial del señor mi padre, recordó la mente pasmada de Dashvara.

No supo cómo reaccionar a semejante encuentro. Lo cierto era que, durante unos instantes, ninguno de sus hermanos fue capaz de hablar. Cuando Ged se levantó, Dashvara recordó que Yodara y él eran hermanos de sangre.

—¿Her… hermano? —jadeó el maestro armero, acercándose con incredulidad.

El oficial xalya estaba lívido pero, cuando Ged rompió el silencio, balbuceó:

—Ave Eterna. ¿Estoy soñando?

Ged resopló, sonrió, ambos se carcajearon y terminaron dándose un abrazo bien fuerte bajo las miradas fruncidas de los Ragaïls y las sonrisas alegres de los Xalyas. No todos los días se volvía a encontrar a un buen oficial xalya, aunque la simple idea de que ahora estuviera trabajando para los Esimeos transformó la sonrisa de Dashvara en una mueca vacilante.

¿Y qué quieres que hiciera?, le replicó una vocecita sarcástica. ¿Quitarse la vida, tal vez? ¿Resistir hasta morir como lo hizo tu señor padre? No se habría arreglado nada con eso.

Al ver que la tropa xalya se levantaba a saludar al oficial, Dashvara salió del cerco y se le unió Yira con expresión intrigada. Al acercarse, oyó a Ged decir en oy'vat:

—Y al fin hemos vuelto, hermano. No tan libres como quisiéramos, pero lo seremos pronto.

—¡Mi viejo amigo! —exclamó Zorvun, riendo quedamente.

Yodara agrandó unos ojos ya humedecidos y resopló, incrédulo:

—¡Capitán Zorvun!

Los Xalyas se apartaron para dejar pasar al capitán y ambos se estrecharon vigorosamente la mano.

—Ese uniforme te queda fatal —se burló el capitán.

—El tuyo no es mucho mejor —replicó Yodara, sonriente, pero su sonrisa se desvaneció cuando añadió, alterado—: Esto es como en un sueño. Más de una vez, en estos tres años, he creído volverme loco. Y me digo que a lo mejor es que estoy alucinando… Y la pequeña Shkarah —agregó, emocionado, tomándole la mano a su sobrina con expresión incrédula—. Es tan extraño y tan bueno a la vez volver a veros. Te alegrará saber, Shkarah, que tus primos siguen vivos. Trabajan en Aralika junto con Maeya. Al menos era cierto hace tres años. No los he vuelto a ver desde entonces… —Meneó la cabeza con tristeza—. A veces me digo que mi Ave Eterna ha perdido toda esperanza. Vuela a ras del suelo. Eso si es que vuela —suspiró—. Si me viera ahora el señor de los Xalyas me cortaría la cabeza por traidor.

—De eso no estoy tan seguro —intervino Dashvara en voz alta.

Arvara se apartó y Yodara frunció el ceño, parpadeó y su tez se volvió pálida otra vez.

—Ave Eterna —articuló—. ¿Dashvara?

Este sonrió y asintió, señalando a la tropa con un vago ademán.

—Me han nombrado señor, así que intento serlo.

—Hace más que intentarlo —aseguró Zorvun con ojos chispeantes de diversión.

Yodara lo observó con intensidad. Me evalúa, entendió Dashvara. Si esperaba encontrarse con una réplica del señor Vifkan, se iba a llevar una gran decepción… Carraspeó.

—Me alegra verte, Yodara. Recuerdo que mi padre te tenía en gran estima.

Yodara inclinó la cabeza.

—No siempre compartíamos la misma visión, pero él siempre escuchaba mi opinión y la de sus demás oficiales antes de tomar una decisión.

Decisión que a veces iba en contra de toda cordura, completó Dashvara mentalmente. Esbozó una sonrisa.

—En eso procuraré hacer como él. De modo —continuó— que los Esimeos han separado las familias.

—Más que separado —consideró Yodara, tomando un tono más práctico—. Nos han esclavizado hasta volvernos locos. Según sé, a la mayoría los han metido a hacer tareas domésticas o a cuidar ganado en Aralika. Creo que soy el único al que decidieron usar como guardia. Y, aun con esas, no me permiten llevar sables. Ni tampoco hablar en oy'vat —añadió en lengua sabia con una sonrisa torva que se torció aún más cuando dijo—: De todas formas sois los primeros Xalyas con los que hablo desde hace tres años. Ojalá pudiera huir. Pero, si lo hiciera, sacrificarían a un miembro de mi familia. Si desobedezco, los castigarán. Los Esimeos conocen el corazón de los Xalyas —confesó con amargura—. Son magos negros. Saben cómo manejarnos.

Se cruzó de nuevo con los ojos de Dashvara y agachó nerviosamente la cabeza, evidenciando por primera vez la vergüenza que lo carcomía por dentro. Dashvara estaba buscando algo que contestar para aplacar su tormento cuando Yodara dejó escapar con voz ahogada:

—Sé que, si algún día vuelvo a ver a mis hijos, no me atreveré a mirarlos a la cara.

Ged suspiró y lo reconfortó dándole una suave palmada. Dashvara reconoció con calma:

—Estos tres años han sido duros para todos nosotros. Pero ahora hay esperanza.

—¿En serio? —retrucó Yodara con cierta viveza—. ¿Cuál? Mi hermano dice que también sois esclavos. Sois una treintena. Los guerreros esimeos son centenas. Y, aparte de vosotros, apostaría a que no hay más de una quincena de hombres xalyas en la estepa. El clan ha muerto. No quiero faltarte al respeto, Dashvara de Xalya. Yo era uno de los primeros en admirar la constancia y tozudez de tu padre. Pero hay que ser realista. Los Esimeos se reirían a carcajadas si sacaras ahora tus sables para liberar a tu pueblo, mi señor. Sólo digo lo que pienso.

Dashvara oyó a varios resoplar. Zamoy gruñó:

—Si se empieza así de optimista, no llegaremos a ninguna parte.

Se elevaron las voces, pero más de uno, en vez de apoyar o rebatir la afirmación de Yodara, le preguntó ansiosamente por tal o cual familiar, si por fortuna lo había visto vivo en Aralika antes de partir a Lamastá… Yodara intentaba responder como podía a la oleada de preguntas cuando se oyó de pronto una voz seca desgarrar el aire. Los Xalyas se giraron todos hacia una patrulla esimea que se acercaba entre los cercos. El jefe de la patrulla acababa de ladrar algo en lengua galka, el dialecto esimeo. Dashvara la había aprendido de pequeño gracias a Maloven, pero según este su nivel dejaba mucho que desear. Aun así, era obvio que el guardia esimeo acababa de soltarle una orden a Yodara. Ahora no se oían más que el viento y los lejanos martillazos en el tejado del templo.

El rostro del Esimeo se deformó y repitió la orden. Esta vez Dashvara entendió un «acércate» seguido de un apelativo probablemente bastante despectivo. Con inquietud, Ged le agarró del brazo a Yodara pero este se liberó, hizo un claro ademán hacia sus hermanos para pedirles que no intervinieran y se acercó al jefe de patrulla. Este le gritó algo a la cara y el oficial xalya apretó los puños y agachó la cabeza murmurando unas palabras en galka… Interrumpiéndolo, el guerrero esimeo le dio un empujón y le siseó algo. Yodara asintió prestamente y se alejó de ahí. Tan sólo echó una mirada hacia atrás. Y esa mirada la dedicó a Dashvara, medio desafiante, medio suplicante, como diciéndole «ni se te ocurra mandar a mis hijos a la tumba como lo habría hecho tu padre». La impotencia lo aplastaba desde hacía tres años. No era de extrañar, en tal caso, que su moral anduviera por los suelos y que estuviera listo para defender lo poco que le quedaba: la vida de sus hijos, aunque estos estuvieran en manos de los Esimeos. Y, sin embargo, cuando Yodara desvió la mirada, Dashvara creyó adivinar en sus ojos un brillo de esperanza.

El capitán Zorvun alzó una mano para animar a los Xalyas a retroceder y dejar pasar a la patrulla esimea. Los fulminaron con miradas tan criminales que hasta el jefe aceleró el paso para alejarse lo antes posible de ahí. Junto al cerco de enfrente, los Ragaïls, impasibles, no se perdían ni una pizca de la escena. Dashvara suspiró y Zorvun le hizo eco, deteniéndose a su lado.

—Parece ser que la vida en la estepa ha sido más devastadora que la vida en la Frontera —murmuró con voz ronca.

Dashvara tendió una mano hacia Yira y apretó la suya con dulzura mientras le contestaba a Zorvun:

—Tal vez, capitán. Pero un Ave Eterna puede curarse. Al menos un poco.

Zorvun meneó tristemente la cabeza.

—Tal vez, hijo. El día en que deje de recibir golpes… —Asintió con la mirada perdida—. Tal vez un poco.