Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

16 La Pluma

A la mañana siguiente, Dashvara despertó de un sueño profundo sacudido por Makarva.

—¡Despierta, Daaaash! Te vas a perder la torre.

La torre, se repitió, medio despierto. ¿La torre? Por un instante, pensó que Mak le hablaba de la ficha de la Torre en las katutas. Entonces cayó en la cuenta y se enderezó de golpe.

—¡La torre! —exclamó.

Se levantó y se apresuró a abrocharse el cinturón y la capa de guardia. Sus hermanos también se preparaban, pues se suponía que, aun si no les permitían entrar a todos en la torre, tenían que proteger al titiaka. Iba a salir del cuarto con rapidez con toda la tropa cuando se fijó en que Sedrios, Sashava, Taw y Zorvun se hacían los perezosos. Enarcó una ceja y el último explicó:

—Id sin nosotros. No creo que Kuriag vaya a echar en falta a cuatro viejos.

Dashvara le devolvió una ojeada de mofa.

Viejo, y un infierno, capitán, pensó. Lo que quieres es tener tiempo libre para buscar a Xalyas por la ciudad.

No se demoró: saludó a los viejos y salió del edificio. El sol se había levantado hacía tal vez una hora y la calle estaba animada con esclavos atareados y habitantes curiosos. Guiado por los Esimeos, Kuriag Dikaksunora ya se alejaba hacia la torre, en compañía de Asmoan, Lessi, Api y seis Ragaïls. Dashvara hizo una mueca. A eso tampoco se le podía llamar llegar tarde, ¿verdad? Cuando echó a correr para alcanzar al Legítimo, los Xalyas lo siguieron. Los recibió la mirada entre reprobadora y burlona del capitán ragaïl, así como el «¡buenos días!» alegre de Api. Dashvara le sonrió a este último y recuperó el aliento.

La procesión era ridículamente numerosa. Kuriag avanzaba entre Todakwa y el que, por sus atuendos titiakas, debía de ser Garag, su primo diplomático. Los seguían los mercenarios ryscodrenses de este último, así como una buena tropa de soldados esimeos. Cuanto más se acercaban a la Torre del Ave Eterna, más imponente le parecía esta a Dashvara. En un momento, creyó ver a Todakwa echarles una ojeada a los Xalyas y detener su mirada sobre él. Sin embargo, cuando Dashvara se giró, el jefe esimeo había retomado su sonrisa y le hablaba animadamente a Kuriag con su voz ligera y tranquila.

Siempre lo mismo, pensó, sombrío. Siempre que uno cree encontrarse con un diablo, este parece menos diablo de lo que es… Y, aun así, Todakwa debe de ser uno de los peores asesinos que hay en la estepa.

Su corazón reclamaba justicia a gritos, pero su razón lo maniató a la fuerza.

Llegaron al fin al pie de la torre. Unos guardias abrieron uno de los grandes batientes y Dashvara se avanzó dejando a sus hermanos detrás. Una pequeña escalinata lo llevó a una plataforma y de ahí a la puerta. Kuriag lo recibió con un gesto de cabeza y le murmuró:

—Todakwa dice que no hay cámaras en la torre, que sólo está la sala de abajo con las escaleras.

Dashvara enarcó una ceja y, al pasar el umbral, se preguntó si era Todakwa el que mentía o eran los libros del torreón de Xalya los que se inventaban historias. Pues, según estos, sí que existía una cámara: la cripta de Nabakaji, enterrada debajo de la torre. Dashvara siempre había creído en su existencia. Y que Todakwa no hubiera oído hablar de ella teniéndola tan cerca le parecía poco probable.

—Impresionante —murmuró Kuriag, maravillado.

Y tanto, pensó Dashvara mientras contemplaba su alrededor. Lo impresionante era que la torre siguiese en pie pese a que los Esimeos hubiesen mostrado siempre un profundo desprecio a todo lo relativo al Ave Eterna. Lo que no había sobrevivido, sin embargo, era el resto: las supuestas estanterías con los cientos de libros y objetos valiosos, la famosa mesa triangular, las pilas de pergaminos de las que hablaban las historias… de todo eso no quedaba nada. La sala, vacía, era una simple habitación circular, cubierta de azulejos desvaídos y rodeada de estatuillas ruinosas. Quitando el camino que guiaba hacia las escaleras, parecía que no había pasado ahí nadie en años.

—Skâra no perdona —comentó Todakwa en lengua común—. Incluso los edificios sagrados se hacen polvo con el tiempo.

El Esimeo se había quedado junto a la entrada, con los brazos cruzados. Era más alto que Dashvara, pero sensiblemente más delgado, como si de tanto adorar a su Dios de la Muerte, este lo hubiese recompensado convirtiéndolo en silueta esquelética.

Antes te harás polvo tú que la Pluma, Esimeo, le espetó Dashvara mentalmente.

No es que le interesaran especialmente los dibujos desvaídos y las estatuillas rotas, pero aprovechó que Kuriag se avanzaba a admirarlas para alejarse de Todakwa. Reconoció más de una escena representada en los muros y Lessi fue explicándole a Kuriag algunas de ellas. Otras se las tuvo que explicar Dashvara, aunque este lo hizo distraídamente y sin perder de vista en ningún momento al Esimeo.

—¿Y estos, quiénes son? —preguntó Kuriag, señalando una hilera de pequeñas figuras, con una espada en una mano y en la otra un pergamino.

Dashvara apenas les echó una ojeada antes de contestar:

—Los dieciséis señores de la estepa que juraron lealtad a no sé qué rey hace… unos siglos.

Percibió el leve carraspeo de Kuriag.

—¿Podrías ser más preciso?

Dashvara parpadeó y resopló, haciendo un esfuerzo de memoria.

—Marbugara el Prudente. Hace unos quinientos y pico años. Lo típico: hubo una guerra, una traición, una paz… Esas cosas no solían quedárseme en la cabeza —admitió.

En ese momento, Asmoan soltó una exclamación de maravilla y Kuriag se apresuró a ir a ver el nuevo hallazgo. Dashvara suspiró. A decir verdad, a él lo único que le interesaba de esa torre era la parte de arriba: quería comprobar si realmente se veía toda la estepa desde la punta de la Pluma. Así que, cuando Kuriag preguntó a ver quién se animaba a subir, fue con alivio y excitación que se dirigió hacia las escaleras. La ascensión fue larga. La torre medía unos doscientos pies y los peldaños no estaban todos en buen estado. Dashvara llegó el primero. Y lo que vio lo dejó arrobado. Es decir, lo que veía era la estepa, pero era aún más impresionante vista desde arriba. O al menos, diferente, como si uno se hubiera convertido de pronto en pájaro y se hubiera paralizado en pleno vuelo. Se acercó al borde de piedra blanca y contempló lo que, antaño, habían sido los dominios de los Antiguos Reyes. Oyó voces detrás, pero no se giró. Sus ojos se habían quedado clavados en una dirección: la del torreón de Xalya. La vasta extensión de pastos verdes se iba haciendo cada vez más rojiza y pobre a medida que se alejaba de Esimea hacia el este. Las suaves colinas impedían ver más allá de unas cuarenta millas.

—Los libros mienten —murmuró.

La estepa no se veía toda entera. Era lógico: desde Xalya, tampoco se veía la Torre a menos que viajaras al extremo oeste en un día diáfano. Dashvara casi siempre había patrullado del lado este, por donde venían las manadas de nadros rojos, y podía contar con los dedos de una mano las veces que había avistado la punta de la Pluma. Una vez, cuando no tenía aún diez inviernos, su señor padre lo había llevado hasta los límites de las tierras y se la había señalado diciendo con su voz profunda: “Contempla, hijo, la torre que dio la vida a nuestro Dahars.” Y, al pronunciar esas palabras, Vifkan se había girado sobre su montura y había alzado la vista hacia el sureste, hacia el Monte Bakhia. Dashvara recordaba que, en aquel momento, se había preguntado, confuso, de qué torre hablaba su padre, si de esa aguja blanca que apenas se veía en el horizonte o del monte macizo que se alzaba entre la estepa y el desierto de Bladhy. Con cierta sorpresa, erguido junto al borde de la torre, Dashvara creyó entonces distinguir la cima del monte, en lontananza. Entre los antiguos pueblos de la estepa, se decía que el Monte Bakhia era el pilar de la esperanza. De pronto, tuvo la extraña corazonada de que, si conseguía que su pueblo alcanzara aquel monte, sería libre para siempre.

—Las tierras que se ven son las que de verdad merecen la pena —dijo de pronto una voz tranquila.

Dashvara aterrizó de golpe en la realidad y se tensó. Se giró levemente. Todos estaban en el lado opuesto, contemplando las montañas del norte y el oeste. Todos salvo Todakwa. El Esimeo, cercado de dos guardias, se había detenido a unos pasos y lo miraba a él, con un destello de curiosidad y cautela, como se mira a una fiera impredecible. Con la mandíbula rígida, Dashvara dudó en contestar hasta que preguntó súbitamente:

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué habernos masacrado si nuestras tierras no merecían la pena?

No pudo ahogar del todo la amargura y la ira en su voz. El rostro pálido de Todakwa se animó de una sonrisa razonable.

—Los señores de la estepa eran un veneno para Rócdinfer. Con ellos, la estepa se moría. Conmigo, renace, grande y moderna.

Dashvara le devolvió una mirada impávida. Habla como si yo no fuera hijo y heredero de Vifkan de Xalya, se dio cuenta. Como si el último señor de la estepa hubiera muerto hace tres años. Hizo una mueca sarcástica.

—¿Moderna? ¿Qué es moderno para ti, Todakwa de Esimea? ¿Un pueblo lleno de esclavos? —Sonrió, sardónico—. Pues vaya basura de modernidad.

Brilló un destello burlón en los ojos de Todakwa.

—Mi sistema es parecido al de los diumcilianos —replicó—. Y, contrariamente a ellos, aquí sólo tenemos esclavos bárbaros. —Dashvara lo fulminó con la mirada. Todakwa sonrió—. Tengo entendido que te has creado una pequeña reputación vengando a tu antiguo amo de una traición en Titiaka. Yo que tú no aspiraría a mucho más, joven Xalya. Sírvele bien a Kuriag Dikaksunora y olvídate del pasado. No querrás que tu pueblo sufra más de lo que ha sufrido ya.

Todakwa jugueteó con un collar lleno de huesos y, dando por terminada la conversación, se alejó con andar desenfadado. Por un momento, Dashvara no reaccionó. Entonces, comenzó a sofocar interiormente, reprimiendo mal las ganas que tenía de tirarse sobre ese diablo. Apretó con fuerza el pomo de sus sables, se cruzó con los ojos atentos de los dos guardias esimeos y gruñó con voz profunda:

—Ojalá te lleve el viento y te despeñes de esta torre, Todakwa. Sería la primera y última vez que tu Ave Eterna volaría un poco.

Había hablado bien alto y todos, en la torre, oyeron sus palabras. Advirtió las expresiones alarmadas de Kuriag y Lessi, la cara helada de Garag, el rostro burlón de Todakwa… El único que no parecía haberle hecho caso era Api, quien miraba hacia el norte con aire soñador. El capitán Djamin intervino espetándolo con tono de aviso:

—¡Suelta esos sables, guerrero!

Dashvara los soltó. Ni siquiera los había desenvainado, pero el gesto había dado muy mala imagen, entendió. Kuriag se adelantó nervioso, protestando con reproche:

—Cálmate, Dashvara. Mis disculpas, Todakwa. Mi guardia será castigado por sus palabras en cuanto bajemos de la torre. Sé que no tenía intenciones de sacar las armas.

Todakwa asintió, pensativo.

—Tengo entendido que según la tradición diumciliana el agraviado puede proponer un castigo, ¿verdad?

Kuriag abrió la boca, suspenso.

—En efecto, así es. ¿Tenéis… er… acaso alguna sugerencia?

Todakwa meditó. Dashvara se maldijo mil veces por haber abierto la boca. Brillante, Dash. Si no fuera por Kuriag, Todakwa ya te habría decapitado, ¿sabes? Ahora a saber cómo tu amo se las arregla para salvarte y salvar su imagen. El Esimeo pensó finalmente en voz alta:

—Vuestro esclavo ha deseado mi muerte. Creo que ambos coincidiremos en que esa es una falta grave. Con todo el respeto que os debo, Excelencia, sé que tenéis ciertas dificultades para dominar a vuestra nueva guardia. Me gustaría ayudaros. Y, para ello, creo que sería deseable que me permitierais disponer enteramente de este salvaje durante unos días.

Kuriag se humedeció los labios, pálido.

—Disponer —repitió—. Ya. Entiendo. Siempre y cuando no sufra daños físicos irreparables, me parece correcto.

Dashvara lo miró, incrédulo. ¿Correcto? ¿Correcto? Anoche, había estado a punto de considerar al Legítimo como a un hermano, ¿y ahora este aceptaba ponerlo en manos de su peor enemigo? Todakwa inclinó la cabeza.

—Gracias por vuestra confianza, Excelencia. No os arrepentiréis.

Maldito, maldito, maldito… Dejaron la cima de la torre para meterse de nuevo en las escaleras, el capitán Djamin no se despegó de Dashvara y este no despegó los labios durante toda la bajada. Cuando llegaron abajo y pasaron el umbral, los esperaba una bonita muchedumbre venida a curiosear, pues no todos los días venía a visitarlos un Legítimo de Titiaka. Y así, se veían a los habitantes arropados con las habituales largas túnicas esimeas, blancas en su mayoría, alargando el cuello para ver al rico extranjero. Había también gente con el rostro cubierto de tatuajes y vestida con túnicas negras y azules: esos eran los sacerdotes-muertos, los sirvientes de Skâra. Se contaba que tenían poderes sobre la Muerte y que, al vestirse con esa túnica, dejaban de estar del todo vivos. Nada más verlos, Dashvara sintió un escalofrío recorrerlo y se burló de sí mismo. ¿Acaso no tenía a una naâsga medio muertoviviente? Esos magos no eran más que saijits de carne y hueso.

Desvió la mirada y se cruzó con la de sus hermanos. Estos se encontraban apelotonados junto al muro de la torre. Dio un paso hacia ellos y… la mano del capitán ragaïl lo agarró del brazo con firmeza. Dashvara suspiró y, con una simple expresión, hizo saber a los Xalyas que había pasado algo pero que no se preocupasen.

Fue entonces cuando avistó el caballo. Lo hubiera reconocido en cualquier parte. Su pelaje negro, sus ojos, su hocico, todo decía que era ella. Con el corazón latiéndole más aprisa, murmuró con un jadeo conmocionado:

—Lusombra.

Parecía estar en buena salud. Una mujer con túnica negra la montaba. Era ya de edad madura, pero era hermosa y despedía una fuerte seguridad en sí misma. Cuando la vio apearse e inclinar la cabeza ante Kuriag Dikaksunora, entendió por las palabras que logró captar que era la esposa de Todakwa. De modo que era ahora una Esimea la que cuidaba de Lusombra. Bueno… Hubiera podido ser peor. Hubiera podido ser Todakwa en persona.

—Pensándolo bien —dijo de pronto Todakwa mientras la muchedumbre se hacía cada vez más densa—, de momento, vuestro esclavo se quedará en esta plaza. Delante de la Torre del Ave Eterna. Lo ataremos al Pilar de Skâra. Antes de domar, hay que amansar, Excelencia. Y no hay mejor método para amansar a un salvaje orgulloso que dándole una buena dosis de humildad.

Realizó un gesto y Dashvara vio a Kuriag a punto de protestar… Pero entonces Garag le murmuró algo al oído y su joven primo se tragó sus objeciones. Tal vez porque temía estropear los negocios de su familia o dar una imagen de amo demasiado compasivo. Y tal vez también porque prefería dejarle a Todakwa la responsabilidad de aquel asunto. En cualquier caso, bajo la mirada cada vez más encandilada de los Xalyas, Kuriag dio su aprobación, los Ragaïls desarmaron a Dashvara y este fue llevado junto a una especie de obelisco de piedra. Le quitaron la capa, lo ataron con una argolla al cuello y ahí se quedó el señor de la estepa, encadenado al Pilar de la Muerte y atravesado de mil ojos curiosos.

Todakwa no dijo ni una palabra, pero Dashvara oyó a gente murmurar: ¡es el hijo de Vifkan de Xalya! No lo decían con reverencia sino más bien con burla. Dashvara les devolvió a todos una mirada firme y desapasionada y, advirtiendo que Makarva había conseguido llegar hasta él pese a los guardias esimeos, le lanzó con ligereza:

—Todo va bien, sîzan. Sólo tengo que amansarme un poco.

Los Xalyas fueron empujados hacia atrás, Orafe bramó algo y varios hermanos tuvieron que tranquilizarlo. Dashvara suspiró. Ya empezaba a lamentar no haber huido con su naâsga la otra noche.

Kuriag y Todakwa no tardaron en alejarse con sus guardias, dejando tan sólo a dos soldados a cargo del pilar para asegurarse de que nada indeseable ocurriese. Y, en vez de seguir a las personalidades, buena parte de los presentes se quedó en la plaza, entre ellos unos cuantos esclavos. Por lo visto, el hijo de Vifkan de Xalya suscitaba más interés.

—¡Asesino cobarde! —gritó súbitamente una mujer shalussi—. ¡Mataste a Nanda atacándolo a traición!

—¡A muerte! —se desgañitó otra mujer.

Siguieron condenas, blasfemias al Ave Eterna y burlas contra los Xalyas, que degeneraron cuando alguien tiró una piedra que le dio en plena armadura a Dashvara. Este dejó escapar un resoplido y masculló:

—Que os condenen, salvajes…

—¡Ya basta! —bramó un soldado—. ¡No tiréis más piedras!

Los exaltados necesitaron que los dos soldados se interpusieran con no poco valor entre el lapidado y ellos y sacaran los sables para finalmente acatar la orden. Más que dolorido por las piedras, Dashvara se sentía perplejo. ¿A qué venía ese ataque de ira? Vale, había matado a Nanda de Shalussi a traición y entendía que los que lo habían conocido quisieran vengarlo. También entendía que lo despreciaran a él por todo lo que representaba, el pasado, las expulsiones, los Antiguos Reyes… Sin embargo, ¿acaso los Esimeos no habían actuado igual o peor esclavizándolos? ¿Acaso no veían que, en la práctica, él no era más que un guerrero encadenado que llevaba tres años sin ver la estepa y que ni siquiera había mandado nunca nada en Xalya?

Poco a poco, la gente de la plaza fue dispersándose, la calma regresó y los dos guardias esimeos, más tranquilos, fueron a sentarse sobre un banco de piedra, algo alejados. Algunos niños se habían quedado mirando al encadenado con curiosidad. Masajeándose un brazo dolorido, Dashvara se sentó sobre un saliente del Pilar de Skâra, tan cómodamente como se lo permitían el anillo de hierro al cuello y la cadena más bien corta. Todo el obelisco, incluso la parte inferior, estaba cubierto de signos galkas esculpidos. Una de las frases decía: la Muerte es ama de nuestra vida, la mano de la justicia y el equilibrio del tiempo. Dashvara leyó las palabras con curiosidad. A decir verdad, jamás se había interesado por entender la religión esimea. Siempre le había parecido enfermiza, lúgubre y peligrosa, y es que ¿qué mente cuerda sería capaz de adorar la muerte en lugar de la vida? Sin embargo, por lo que leía en aquel obelisco, parecía casi como si Skâra, la Muerte, fuese la causa de la vida, la que la regulaba y velaba sobre ella. No dejaba de parecerle absurdo, pero tuvo que reconocer que adorar a Skâra desde ese punto de vista resultaba menos inquietante.

Un perro cachorro interrumpió sus pensamientos cuando vino a olisquearlo moviendo el rabo con ánimo. Divertido, Dashvara tendió una mano hacia su largo pelaje color arena y comentó:

—A veces me pregunto por qué los saijits se complican tanto la vida. Con lo fácil que es vivir, ¿eh? —le sonrió al cachorro.

—¡Narak! —dijo de pronto uno de los niños que se habían quedado en la plaza.

El cachorro se giró hacia él pero no se movió. Narak significaba Arena en galka, recordó Dashvara. El pequeño amo del perro se acercó aún más y volvió a llamar en lengua galka:

—¡Arena, ven!

Esta vez, Narak salió disparado hacia el niño, pero este, en vez de alejarse, miró al Xalya con atención. Como no decía nada ni se marchaba, Dashvara preguntó en lengua esimea:

—¿Cuántos meses tiene?

El niño esimeo echó una mirada a sus compañeros que se habían quedado un poco atrás antes de contestar:

—Cinco. Yo tengo ocho.

Dashvara sonrió.

—Años, supongo.

El niño asintió con seriedad.

—Yo vivo ahí, en esa casa —dijo, señalándola—. Soy el mayor de mis hermanos. Pero yo no trabajo porque soy esimeo. Mi mejor amigo, Adrara, tiene diez años y él sí que trabaja. Y a él también lo llevaron al pilar una vez, porque se le escaparon unas ovejas. ¿A ti también se te han escapado ovejas?

Dashvara enarcó las cejas, a la vez con diversión y con una tristeza ahogada. Porque Adrara era un nombre xalya y sabía que uno de los hijos de Yodara se llamaba así.

—Y muchas, me temo —contestó en lengua común—. ¿Sabes hablar el común, verdad? —El niño asintió y Dashvara sonrió—. Bien. Dime, hombrecillo —retomó—. Ese amigo tuyo… ¿le hicieron daño?

El niño negó con la cabeza.

—Le pegaron pero dijo que no dolía. Dice que a los Xalyas no les duele nada. Oye, parece que Narak te ha tomado cariño —sonrió al ver al cachorro sentarse sobre las botas de Dashvara—. Me lo regaló mi padre. Viene de Titiaka. Porque mi padre trabaja en el puerto y cada vez que vuelve trae un montón de regalos.

Sus cuatro jóvenes compañeros se habían acercado y ahora escuchaban la conversación con interés. Una chicuela preguntó:

—¿Te duele?

Se refería al collar. Dashvara esbozó una débil sonrisa.

—No. Al parecer, a los Xalyas no nos duele nada. Por cierto, jovencito —añadió para el chaval—. Si le vuelves a ver a Adrara, ¿podrías decirle que su señor lo saluda a él y a su familia y que su padre anda en buena salud? —Como el niño asentía, intrigado por la comisión, agregó—: Y que la esperanza es la mejor arma de todas. Es importante.

Dudaba de que fuera a repetir con exactitud sus palabras, pero no tenía mejor mensajero al alcance de la mano. Hubiera querido hacerle más preguntas para averiguar aproximadamente cuántos Xalyas seguían viviendo en la estepa pero, por desgracia, uno de los guerreros esimeos había acabado por levantarse y dispersó a los pequeños lanzando:

—Venga, niños, no os quedéis aquí. No se les habla a los del Pilar.

La chiquillada se despidió, el niño mayor tomó al cachorro en brazos y Dashvara se encontró solo otra vez. Nadie volvió a dirigirle la palabra en toda la mañana. Veía pasar a estepeños, extranjeros, ganaderos, mercaderes, perros y… hasta vio un ilawatelko. Cuando vio al pequeño venado seguir obedientemente a una joven esimea, se quedó maravillado. Nunca se le había ocurrido que los ilawatelkos pudieran ser domesticados.

Hacia la media tarde, vino un grupo de esimeos conducido por Ashiwa. El hermano menor de Todakwa se detuvo un instante a observarlo a unos pasos de distancia antes de ordenar:

—Liberadlo.

Dashvara miró, extrañado, al guerrero que se acercaba para quitarle la argolla. ¿En serio el castigo ya había acabado?

—Mi hermano y señor quiere hablar contigo —explicó Ashiwa.

Dashvara estuvo tentado de replicarle que no, gracias, que prefería quedarse en el Pilar de la Muerte. Pero calló sabiamente. Lo empujaron para guiarlo a través de la plaza y lo llevaron al pequeño palacio de Todakwa.

El lugar estaba animado con numerosos sacerdotes-muertos, novicios en túnica roja, guardias y criados. Atravesaron la amplia entrada, pasaron por un patio interior y de ahí desembocaron en un jardín cubierto de flores invernales. Todas eran de color azul, salvo las rosas, que eran negras. Los colores, las estatuas, los símbolos dibujados en el suelo… Todo, en aquel palacio, recordaba la presencia de Skâra.

Avanzando cercado de los guardias esimeos, Dashvara avistó a Todakwa sentado en una silla junto con Kuriag, Garag y varios rostros estepeños que no conocía. Parecían haberse instalado ahí para la merienda, aprovechando el día más bien clemente. Estaban enfrascados en una conversación y Todakwa estalló de una risa clara antes de seguir la dirección de la mirada de Kuriag. Su sonrisa no se borró, al contrario.

—¡Ah! Ya viene el señor esclavo. Espero que hayas disfrutado del día en el Pilar.

Dashvara se tragó una réplica mordaz y se giró hacia Kuriag. La expresión vacilante del Legítimo no le dio buena espina. Todakwa retomó:

—Te alegrará saber que Su Excelencia y su esposa me han convencido para que les venda a tu pueblo con el fin de liberarlo.

El corazón de Dashvara dio un salto. Contuvo su respiración y trató de permanecer imperturbable, consciente de que una veintena de pares de ojos lo observaba. Como no decía nada, Todakwa prosiguió:

—De momento, Su Excelencia no se ha decidido a aceptar mis condiciones. Ciento ochenta esclavos, aunque muchos sean muy jóvenes, costarían cerca de veinte mil dragones.

Dashvara no pudo contener un jadeo ahogado. ¿Ciento ochenta? Liadirlá, ¿había oído bien? ¿Realmente habían sobrevivido ciento ochenta Xalyas? De acuerdo, habían muerto más de la mitad en el torreón pero… sólo pensar que había tanto Xalya vivo le subió la moral como una flecha. Entonces, le llegó la segunda parte de la frase e hizo una mueca. Veinte mil dragones eran muchos. Se cruzó con la mirada de Kuriag y vio cómo este la desviaba, molesto. Dashvara confirmó para sí, sombrío: veinte mil dragones eran demasiados.

—No dudo de que Su Excelencia podría pagar tal cantidad —comentó Todakwa con una sonrisa respetuosa hacia el Legítimo—. Sin embargo, he propuesto rebajar el precio a cinco mil dragones. No tengo inconveniente en dejar partir a tu pueblo.

Dashvara no pudo más que mirarlo con incredulidad. Meneó la cabeza, cauteloso.

—¿Qué artimaña es esta, Todakwa? ¿Vas a dejar marchar a ciento ochenta hijos del Ave Eterna así, sin cortarles la cabeza antes?

Todakwa esbozó una pálida sonrisa y Kuriag carraspeó, levantándose.

—Quisiera hablar con Dashvara un momento a solas, si me disculpáis.

Como un titiaka civilizado y cortés, Todakwa se levantó al mismo tiempo que Garag. Kuriag se alejó señalando una avenida de piedra blanca bordeada de flores azules. Dashvara lo siguió con presteza. En cuanto estuvieron fuera del alcance de los demás, masculló:

—Si esos ciento ochenta Xalyas fueran guerreros, no lo dudaría un segundo: saldríamos de aquí a la fuerza. Pero no lo son —razonó—. Si existe una forma de devolverles la libertad y la dignidad sin que haya derramamiento de sangre… Sé que cinco mil dragones es mucho. Pero estoy dispuesto a devolvértelo aunque tardara toda una vida —juró.

Kuriag meneó suavemente la cabeza.

—No te preocupes por el dinero. Puedo pagar cinco mil —aseguró—. El problema no es ese.

Dashvara enarcó una ceja.

—¿Ah, no?

—No —suspiró el joven elfo. Echó una ojeada nerviosa a su primo, que no lo perdía de vista desde su asiento, y se aclaró la garganta—. Mira. No me fío de Todakwa.

Dashvara sonrió anchamente.

—Enhorabuena, Excelencia.

Kuriag puso los ojos en blanco y explicó:

—Si comprara a tu pueblo ahora, tendría que llevármelo en barco. A Titiaka. Según el acuerdo no puedo liberaros en la estepa. De modo que… si os vais antes, los Esimeos y… mi primo y los Ragaïls considerarán que os estáis fugando. Una vez que estéis fuera de la estepa, Todakwa se compromete a no llevar a cabo ninguna represalia por el pasado. Pero no podéis volver a la estepa.

Le echó una mirada de disculpa a Dashvara y este, para sorpresa suya, resopló con ironía.

—Y eso es lo que dice el acuerdo, ¿eh? Todakwa libera a mi pueblo para mandarlo a la capital de los esclavos. Tal vez piense que una vez en Titiaka tu madre te hará entrar en razón y te convencerá para que nos vendas a todos —aventuró—. Entonces sí que habrías hecho un buen negocio, Excelencia. Ciento ochenta esclavos por cinco mil dragones… Una ganga. La verdad, no acabo de entender muy bien cómo es que Todakwa ha bajado tanto el precio.

Bajo su mirada interrogante, Kuriag hizo una mueca y se puso a andar por la avenida, alejándose aún más por el jardín.

—En realidad, lo ha bajado a cambio de unos acuerdos comerciales y… no sólo eso —admitió, nervioso—. De hecho, a cambio de tu pueblo, Todakwa desearía… ejem… comprarte a ti.

Dashvara parpadeó, atónito.

—A mí —repitió.

Kuriag se había ruborizado.

—Sí… Por eso no he aceptado todavía. Entre otras razones. Todakwa dice que será compasivo y parece sincero pero… bueno. No sé si rechazar y ver si puedo quitar esa condición o… No sé. No se me dan muy bien los negocios y Garag no me ayuda precisamente —confesó—. Todos piensan que soy un idiota que se deja manipular por sus esclavos.

Su mirada era clara: le pedía consejo a Dashvara. Este se rebulló. Caray, ¿y ahora qué le decía? ¿Que a él tampoco se le daban bien los negocios? Se atusó la barba, meditativo. Entonces, sonrió.

—Voy a decir una tontería. Pero, si aceptas, Todakwa pensará que el asunto está zanjado y tendremos más tiempo para planear la huida.

Kuriag se lo quedó mirando, vacilante.

—Quieres decir… ¿que tu pueblo no saldría de la estepa?

Dashvara resopló.

—No. La estepa es grande. Si nos fuéramos al norte, con los Honyrs, Todakwa nos dejaría en paz. Por no decir que le ahorraríamos unas cuantas invasiones de nadros rojos y escama-nefandos.

Kuriag hizo una mueca, poco convencido.

—¿Y tú? Todakwa no te dejará huir tan fácilmente.

—Estoy dispuesto a sacrificar mi libertad y mi vida por mi pueblo, Kuriag —sonrió Dashvara. Y como un destello de tristeza pasaba por los ojos del Legítimo, agregó—: No sé lo que Todakwa pretende hacer conmigo. Tal vez sólo desee sacrificarme a su dios.

—¿Sólo? —repitió Kuriag con voz ahogada.

Dashvara se encogió de hombros con tranquilidad.

—Según he oído, los Esimeos tardan semanas en preparar una ceremonia de esas. Me daría tiempo para intentar algo. Tahisrán podría ayudarme. Nadie sabe que está aquí. Y… bueno, antes de pensar en eso, mi pueblo tiene que conseguir escapar sin que los Esimeos los vuelvan a traer al redil. De nada sirve adelantar las cosas.

Kuriag asintió, inquieto. Dashvara trataba de imaginarse algún modo de sacar eficazmente a los ciento ochenta Xalyas de Esimea sin que las guardias esimeas los cercaran enseguida. De momento, andaba escaso de ideas.

Tu señor padre habría encontrado ya una solución, se exhortó, devanándose los sesos. Tal vez no la mejor, pero él al menos no vacilaba tanto, Dash. Tú piensas demasiado. Tanto filosofar en la Frontera te ha quitado confianza…

El Legítimo carraspeó, arrancándolo a sus pensamientos.

—Entonces… ¿acepto?

Dashvara se lo pensó. Cuantos más días pasaran, más probabilidad había de que Shokr Is Set y Yira hubiesen llegado a un acuerdo con los Honyrs. Y, en tal caso, podían contar tal vez con el respaldo de más de cien Ladrones de la Estepa que ayudarían a los esclavos xalyas a alcanzar el norte sanos y salvos.

Asintió para sí e iba a contestar que, si podía, esperara unos días antes de aceptar, cuando de pronto surgió de detrás de una cabaña una silueta encapuchada con un arco y una flecha a punto de ser disparada. Dashvara reaccionó rápido como el relámpago. Sin pensarlo siquiera, cubrió a Kuriag en el momento en que el asesino disparaba. Un dolor agudo lo impactó, pero en su repentina furia lo olvidó y salió corriendo detrás del arquero. Este había dejado caer su arco y se precipitaba ahora hacia el pequeño muro con obvias intenciones de saltar por encima, hacia la calle. Saltó y Dashvara lo siguió como pudo. Aquello lo retrasó, pero no perdió de vista al encapuchado y, al aterrizar en la calle, se abalanzó hacia la distante silueta a punto de doblar una esquina. Avistó a un Ragaïl que salía de las caballerizas a unos escasos pasos del asesino y le bramó:

—¡Detén a ese hombre!

El Ragaïl, sorprendido, lo intentó pese a todo, pero el maldito se le escurrió de las manos y siguió corriendo cuesta abajo, por una calle que iba directamente hacia la ruidosa plaza del mercado, llena de animales, tenderetes y caravanas. Ave Eterna… Si el arquero lograba fundirse entre la gente, lo iban a tener difícil para encontrarlo… Dashvara siseó y redobló sus esfuerzos junto con el Ragaïl. Tuvieron un golpe de suerte, pues precisamente varios Xalyas se encontraban en la bocacalle, curioseando sin atreverse a meterse de pleno en el mercado… Dashvara tonó:

—¡Hermanos!

Estaba todavía lejos para que lo oyeran distintamente, pero señaló al fugitivo elocuentemente, y Arvara, el que se encontraba más cerca, consiguió interponerse entre el asesino y su escapatoria. Este trató de escabullirse por la izquierda, vio que no podía, volteó, pasó por entre las patas de un burro, el capitán Zorvun le cortó el paso y, ya viéndose arrinconado, el asesino comenzó a trepar por la gotera de una casa. No le faltaban agallas. Dashvara lo alcanzó antes que Zorvun y Arvara. Le agarró una pierna, lo tiró al suelo, evitó un golpe de daga, lo desarmó e iba a empotrarle la cabeza contra la piedra del muro cuando, bruscamente, como en una pesadilla, le vinieron en mente los ojos implacables de Sheroda.

“Has matado”, le decían. “¡Eres culpable!”

Dashvara le asestó al asesino un rápido pero preciso golpe en la cabeza y este se desplomó, inconsciente; su capucha se deslizó, desvelando el rostro de una joven estepeña. Joven pero matona, resopló. Y jadeó.

—Maldita sea.

Desvió la mirada hacia la flecha. Se le había plantado en el brazo derecho y este temblaba violentamente. Los Xalyas se precipitaban hacia él.

—Que la condenen —bufó Zorvun—. ¿Ha sido esa salvaje la que te ha disparado la flecha?

Dashvara hizo una mueca, sin responder.

—¡Dashvara!

El grito le vino de lejos, como en un sueño. Se giró y, entre el vocerío y las túnicas blancas y negras que se acercaban, vio el rostro de Kuriag deformado por el horror. El Legítimo corrió hacia él, rodeado de Ragaïls.

—Cili misericordiosa… ¿Estás bien?

Dashvara asintió.

—Sí. —Se sostuvo el brazo derecho y, con un gruñido, echó una mirada fulminante al asesino inconsciente—. Una estepeña —dijo, casi con tono sorprendido—. ¿Por qué una estepeña iba a querer matarte?

Kuriag puso cara de total desconcierto. Sus ojos se posaron sobre la mujer y no se despegaron de ahí, como hipnotizados. Toda una tropa de guardias, Xalyas, Ragaïls, Esimeos, se apelotonaban ya en la zona. Todakwa y Garag insistieron en llevarle a Kuriag adentro para evitar más malas sorpresas y el primero dijo:

—Os presento mis más sinceras disculpas, Excelencia. Reforzaré la guardia de inmediato y se encontrará al culpable que está detrás de esto, si lo hay. Descuide, los mejores médicos de Esimea cuidarán de Dashvara. No se preocupe.

Dashvara los oía a medias y apenas se enteró cuando se alejaron. Ahora su brazo le ardía como si se lo estuvieran quemando en una hoguera, su vista se le emborronaba…

—Podría haber sido peor —consideró el capitán, inspeccionando la herida con rapidez—. No dejaré que los médicos esimeos te toquen. Tsu te curará.

Dashvara asintió torpemente. El dolor apenas le permitía respirar.

—C-capitán —farfulló—. Tengo la impresión de que esto ya lo he vivido.

—No, hombre, tranquilo —replicó Zorvun—. Has vivido cosas mucho peores. Tal vez tardes unas semanas en recuperar del todo el uso del brazo, pero…

Resopló profundamente cuando Dashvara perdió el equilibrio y entre Arvara y él lo sostuvieron, gruñendo. Entonces, una voz entre las que sonaban, borrosas y discordantes, alrededor de la asesina, los alcanzó:

—¡Skâra shalé! Este frasco tiene veneno de serpiente roja.

El capitán se puso lívido. Y Dashvara al fin entendió la sensación familiar, las punzadas violentas, la impresión de que todo el cuerpo se le agarrotaba… Dejó escapar una carcajada baja que sonó más a un estertor.

—Es… irónico —resolló—. Supongo… que era mi destino. —Consiguiendo erguirse un poco, le palmeó el hombro a Zorvun—. Cuida de nuestro pueblo, capitán. Haz que sea libre…

Zorvun lo agarró de los hombros con brusquedad.

—Hijo, no —murmuró con los ojos brillantes—. No me hagas esto ahora.

Dashvara esbozó una sonrisa trémula.

—Menuda… tontería, ¿eh? Las serpientes rojas son mi maldición. Tal vez sea el espíritu de… la serpiente que maté, aquel día, en el pueblo de Nanda. Hasta las serpientes reclaman venganza. Son igual de estúpidas que los saijits. Igual de crueles. Y no tienen plumas. —Se rió ante la afirmación ridícula y, como el dolor crecía y crecía en su interior, expandiéndose con el veneno, inspiró entrecortadamente—. No es tan terrible, capitán. Voy a morir en la estepa, como un buen Xalya. Quiero ir hasta… la torre —decidió con una súbita ansia—. Por favor, hermanos, guiadme hasta la torre. Ahora —insistió—. Por favor…

Su voz se quebró, pero sus hermanos le hicieron caso. Arvara medio lo levantó y lo ayudó a avanzar lentamente entre un público del que Dashvara tan sólo distinguía rasgos borrosos. Un dolor lancinante y enloquecedor invadía su mente a oleadas. Apenas se dio cuenta de que, al llegar a la torre, lo seguía una multitud.

Nadie se interpuso cuando un Xalya empujó uno de los batientes de la puerta y entraron en la sala circular. Arvara dejó de sostenerlo y Dashvara titubeó hasta llegar ante la estatua del Ave Eterna. Era pequeña, modesta, sin pretensiones, como una mera tórtola de piedra cubierta de colores azules resquebrajados. Durante la primera visita, apenas se había fijado en ella. Ahora, fue como quien dice lo único que vio nítido en aquella sala.

Tendió una mano hacia el ave, la tocó y sonrió, respirando agitadamente. Apenas hizo caso de las voces de sus hermanos, que entraban en la torre como un remolino. Una extraña serenidad lo invadía.

—Dash… —decía la voz ahogada de Makarva detrás de él—. Deja al menos que miremos la herida. A lo mejor se puede hacer algo. Tsu es un gran médico…

Sus palabras fueron acogidas por un terrible silencio. Todo el mundo sabía que el veneno de serpiente roja no tenía antídoto. Dashvara inspiró y se giró hacia su pueblo. No estaban ahí sólo sus hermanos de la Frontera: reconoció otros rostros, mujeres xalyas, y jóvenes que, cuando había caído Xalya, no eran más que mocosos y ahora eran casi hombres. Verlos a todos juntos le arrancó una sonrisa emocionada.

—Mi naâsga me va a estrangular muerto cuando se entere —graznó—. A menos… que consiga revivirme. —Sonrió y, al ver las expresiones tensas y lúgubres de sus hermanos, luchó por no ser contagiado por su tristeza. Zorvun tenía pinta particularmente devastada. Con gran calma, añadió para este—: Mi señor padre no tiene por qué saberlo pero… has sido el mejor padre que he tenido, capitán. —Inspiró una bocanada de aire ante una oleada de dolor, se giró hacia su pueblo y, con voz más firme, tonó—: ¡Xalyas! Todakwa ha aceptado liberaros a todos gracias a la intervención de Kuriag Dikaksunora. Ese titiaka es un Xalya en el alma. Espero… que se lo agradezcáis. —Titubeó. Hubiera querido decir más. Hubiera querido hablar con su pueblo. Pero el dolor le impedía continuar. Inspiró—. Que el Ave Eterna os bendiga a todos. Y, ahora, dejadme —ordenó con brusquedad—. Salid de aquí.

Hubo un largo silencio. Nadie obedeció. Dashvara siseó, exasperado, y les dio la espalda para volverse hacia el Ave Eterna.

—Dejadme —repitió—. Fuera. Dejadme solo hasta mañana. Es una orden.

Por un momento, no se oyó nada. Entonces, hubo un suspiro y se oyeron los pasos de Zorvun alejarse con sus hermanos.

Cuando la puerta se cerró y el silencio regresó, se sentó sobre los azulejos fríos del suelo y se recostó contra el pedestal del Ave Eterna. Dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Era curioso, pero tenía la impresión de que su mente se iba aclarando, como si la crisis ya hubiese pasado.

La calma antes de la muerte, pensó. Mi consciencia está tranquila. He hecho todo lo que estaba en mis manos para salvar a mi pueblo. He salvado a Kuriag. Y él salvará a los Xalyas. Que el Dahars viva mil años más…

Con serenidad, dejó su mente vagar sin objetivo, preparándose a una muerte que tanto había combatido y temido. ¿Qué decía Maloven ya sobre la muerte? Que era un paso hacia la nada. Una vez muerto, volvías a la nada y dejabas de ser. Y, en tal caso, ¿para qué preocuparse de ella? ¿Para qué adorarla como hacían los Esimeos? En ella, no había ni pensamientos, ni deseos, ni hambre, ni tristeza, ni honor, ni historia. La muerte sólo existía para los vivos.

Extrañamente reconfortado por estos pensamientos, Dashvara trataba de no pensar en sus hermanos, ni en Yira, ni en su pueblo. Trataba de olvidar que, así como su propio corazón dejaría de sentir, el de su naâsga se quebraría de dolor.

La vida es dolor y alegría. Mientras no sea sólo dolor, siempre es mejor que la nada, razonó.

Estuvo largo rato en la misma posición, sin moverse, tornando a reflexionar sobre problemas existenciales del Ave Eterna cuando un súbito pensamiento lo hizo espabilar un poco. Frunció el ceño. ¿Cómo diablos el arquero le había alcanzado el brazo derecho? El izquierdo habría sido más lógico: en el momento del disparo, este debía de haberse situado justo ante Kuriag. Pero el derecho… No le había dado tiempo a cubrir al Legítimo del todo. Eso significaba que o bien el arquero tenía muy mala puntería o… Dashvara tragó saliva con una extraña sensación en el cuerpo. O bien significaba que lo habían intentado asesinar a él.

Inspiró hondo, abrió los ojos y barrió la sala con una mirada desconcertada. Reinaba un profundo silencio en toda la torre, como si el exterior hubiese dejado de existir. Se imaginó que la torre había echado a volar, atravesaba la estepa e iba a posarse lejos de Esimea, sobre el Monte Bakhia, libre y orgullosa…

Sonrió y bajó la vista hacia su brazo. Alguien le había cortado la flecha y ahora tan sólo se veía un fino palo en medio de una manga llena de sangre. No sentía ya esas oleadas de dolor infernal. Su respiración se había calmado. Sus ojos veían otra vez con claridad… ¿Habría muerto ya sin enterarse?

—Liadirlá —murmuró entonces con una súbita exaltación.

¡La muerte existía!