Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

2 La bendición de Cili

Vaciaron la cabina de Atasiag y, mientras tanto, Rokuish y Zaadma salieron al muelle con sus criaturas dormidas. Cuando entraron en la cabina del capitán, encontraron a Fayrah dándole un jarabe a Lanamiag Korfú. Kuriag estaba ahí también, con sus dos compañeros, plegando un vendaje usado. Un destello preocupado destellaba en sus ojos y Dashvara se inquietó. ¿Acaso la herida del joven Korfú se estaba curando mal? Era la primera vez en aquel mes que volvía a ver a Lanamiag y su aspecto no le pareció muy alentador. Según sabía, uno de los Unitarios le había hundido una espada en el vientre. Por suerte, Kuriag y sus dos amigos eran estudiantes en medicina y se habían encargado de él muy rápido, logrando apartarlo de la muerte a base de sortilegios y cataplasmas. Pero este último viaje, por lo visto, no le había hecho ningún bien. Ni tampoco a Fayrah, observó Dashvara con el corazón encogido. Su hermana estaba más delgada que antes y su palidez lo asustó un poco. Al final voy a tener que sacarla a la fuerza para que tome un poco el aire y se olvide de tanta preocupación, pensó. Cuando se encontró ante su mirada interrogante, se dio cuenta de que se había quedado de pie, junto a la puerta. Espabiló y explicó:

—Venimos a por vuestras cosas.

Se pusieron manos a la obra sin que les contestasen. Lanamiag tenía los ojos cerrados cuando habían entrado, pero desgraciadamente los abrió justo cuando Dashvara pasaba cerca de la cama a recoger una caja de libros que Kuriag había querido llevarse de Matswad. La expresión que torció entonces su rostro los alarmó a todos.

—¡Lan! —murmuró Fayrah, inclinándose hacia él.

—Ese… salvaje —articuló Lanamiag.

Dashvara suspiró. Sólo faltaba que el Legítimo se exaltase y su estado empeorase por su culpa… Bajo la mirada suplicante de Fayrah, se apresuró a levantar la caja y a salir de la cabina. Encontró a Atasiag en el dique, junto a dos grandes carrozas y vio que los Xalyas estaban ayudando a los dos cocheros a montar todos los trastos en la parte superior de uno de los vehículos. Su mirada fue atraída instantáneamente por los caballos. Eran robustos, de buena raza… pero no eran estepeños.

¿Y qué más da que lo sean, Dash? Esos no van a ser los que Atasiag te va a comprar.

Vio que el enorme caito conocido de Atasiag todavía seguía conversando con éste junto a la pasarela. Era muy sonriente y ruidoso y hacía grandes ademanes. Al pasar junto a ellos, Dashvara se fijó en que no hablaban en lengua común. Tampoco era ryscodrense. Ni diumciliano.

—¡Filósofo! —lo llamó de pronto Atasiag—. Ven aquí. Te presento a Asmoan de Gravia. De Agoskura —especificó—. Es un viejo amigo mío y un gran erudito. Encontrármelo aquí ha sido una de esas agradables sorpresas que uno no se lleva más que de ciento en viento.

—¡Como dicen en mi tierra, las sorpresas son regalos de la vida! —exclamó Asmoan, radiante. Tenía un acento horrible.

Atasiag sonrió.

—Asmoan investiga sobre las creencias paganas del norte. Le interesaría saber más cosas sobre vuestra Ave Eterna y, ya que él me ha invitado tan generosamente esta noche al teatro, yo le he prometido que mañana tendrá a tres de vosotros a su disposición para contestar a sus preguntas. Elígelos tú y mándalos a la Gran Biblioteca a las diez de la mañana. ¿Me has oído?

Tragándose su sorpresa a duras penas, Dashvara contestó:

—Sí.

Observó al agoskureño con curiosidad. Llevaba pantalones azules ajustados, una camisa verde chillona con un elegante cuello blanco y un sombrero negro adornado con perlas. De sus orejas, colgaban unos pendientes azules que eran todo menos discretos.

—No se le mira así a la gente, Filósofo —masculló Atasiag con el ceño fruncido—. En fin. Me temo que voy a necesitar una buena siesta para estar en forma esta noche —añadió, dirigiéndose a Asmoan con tono ligero.

El erudito soltó una carcajada ruidosa.

—¡Esta vez no te dormirás, amigo mío! La tropa del Srad Andal es excelente.

—Los ryscodrenses son famosos por sus dotes artísticas —reconoció Atasiag—. Estoy impaciente por ver sus hazañas.

—Y las disfrutarás —aseguró Asmoan—. Entonces, nos vemos esta noche. Creo que voy a seguir tu ejemplo y echar una siesta. ¡No sabes cuánto me alegro de que nos hayamos encontrado!

Riendo con alegría, le dio unos golpecitos amistosos sobre el hombro. Dashvara vio a ambos amigos despedirse calurosamente antes de que el gran agoskureño se alejara con andar presto y se fundiera entre la multitud que iba y venía por el amplio muelle.

—Bien —suspiró Atasiag con una sonrisa complacida—. Otra cosa, Filósofo. Por desgracia mi licencia de armas no se extiende a mis sirvientes. Tendría que comprar una para cada uno… y me saldría caro. Así que sólo te la he comprado a ti. Y a Yira —agregó, realizando un gesto con la barbilla. Dashvara se sobresaltó al ver que la sursha acababa de detenerse junto a ellos. Con un destello divertido en sus ojos rasgados, esta le tendió dos sables envainados. Dashvara los reconoció al tomarlos: eran los mismos que habían estado utilizando los Xalyas en Titiaka. Apenas se los hubo atado al cinturón, Atasiag le tendió un papel—. Es una copia de la licencia. Guárdala bien. —Se giró entonces hacia los demás y llamó—: Wassag, Dafys, Boron, Arvara. Venid. Vais a transportar al muchacho herido hasta la carroza.

El transbordo se hizo rápido. Transportaron a Lanamiag sobre una litera y lo instalaron tan cuidadosamente como pudieron en los banquillos del coche. Por fortuna, el jarabe parecía haber sumido al Legítimo en un sueño profundo. Mientras tanto, Zaadma y Rokuish se subieron en la otra carroza y la primera anunció alegremente desde la ventanilla:

—De momento nos instalaremos en el Dragón de Oro. No dudéis en pasaros por ahí. Y procurad que Atasiag no se pase de la raya. Sé lo insoportable que puede ser a veces. Será un buen hombre, pero es un titiaka hasta la médula y da órdenes como un maldito jefe Shalussi —sonrió.

Rokuish y ella los saludaron y los Xalyas contestaron amistosamente.

—¡Cuidad de nuestras hermanitas! —soltó Miflin con una ancha sonrisa.

—¡Eso! Y que sigan berreando en verso como el Poeta, se les da bien —bromeó Zamoy.

El cochero arreó a los caballos y la carroza se alejó por la calle del puerto. Tras intercambiar una breve conversación con el capitán del barco, Atasiag se subió a la otra carroza con sus hijas y los jóvenes titiakas y, finalmente, ellos también se pusieron en marcha, seguidos de los estepeños.

El cielo azul de la tarde se había ido nublando y un viento frío se había levantado. Todos los paseantes se arrebujaban en sus capas y sus rostros apenas se columbraban bajo los sombreros republicanos de ala ancha. En un rincón de su mente, Dashvara se pilló echando de menos los cálidos vientos de Matswad.

Ja. Pues tendrás que ir acostumbrándote al frío, señor de la estepa, porque, si recuerdas, tu hogar no es precisamente cálido en invierno…

Tras asegurarse de que todos los Xalyas estaban siguiendo la carroza, se dedicó a observar la capital republicana. Esta no había cambiado gran cosa en tres años: olía mal, las calles principales seguían abarrotadas de gente de todo tipo y los edificios continuaban siendo tan imponentes como los recordaba. Dazbon respiraba una libertad que no había en Titiaka pero, al mismo tiempo, se notaba más pobreza que en la capital federada. Mientras la carroza recorría una calle del Distrito de Otoño, Dashvara vio a dos músicos callejeros tocando la guitarra y cantando al aire libre mientras una niña recogía las monedas. Más tarde, avistó a un grupo de hombres, sentados en una plaza, con pintas de no haber probado bocado en varios días. Cuando reconoció a uno de ellos, por poco no se detuvo en seco. Eran esclavos de Titiaka, entendió, atónito. No los conocía personalmente, pero los había visto más de una vez junto a la plaza de la Arena, limpiando el empedrado. Eran esclavos públicos del Consejo y, a todas luces, habían huido durante la Revuelta Unitaria. Por el momento no parecían muy satisfechos con su nueva vida.

El albergue de La Perla Blanca se situaba en el fondo de una ancha calle que desembocaba directamente en las Escaleras. Entraron en un gran patio lleno de carros en el momento en que empezaba a llover. La regularidad de las tormentas a finales de la tarde tampoco había cambiado, dedujo Dashvara con un mohín.

El lugar donde pretendía hospedarse Atasiag Peykat no debía de ser precisamente barato. El edificio parecía un verdadero castillo. La entrada principal tenía una escalinata imperial con dos estatuas de leones y dos guardias apostados a ambos lados de la puerta. Cuando Dashvara siguió a toda la tropa adentro con los cofres, se encontró con una enorme sala de recepción con espléndidos jarrones, tapices y alfombras.

Esa maldita serpiente podría haber estado ahorrando para comprarnos un caballo en vez de meternos en un albergue de reyes, refunfuñó Dashvara. Los Xalyas se agitaban, inquietos ante aquel despilfarro de riquezas.

Mientras Atasiag conversaba con el propietario de La Perla Blanca, un encargado condujo amablemente a los demás al piso superior y los hizo pasar a un amplio salón.

—Estas son vuestras habitaciones —declaró con voz jovial—. Venid, traed al enfermo por aquí. Ahí está el pasillo hacia los cuartos.

Mientras Wassag, Dafys, Boron y Arvara le pisaban los talones con la litera, seguidos de los titiakas, los Xalyas que se quedaron atrás posaron todos los cofres e intercambiaron miradas de puro asombro. El salón era majestuoso. Había varios biombos, cuadros magníficos, sofás, butacas y dos enormes chimeneas… El capitán silbó.

—Demonios con nuestro amo.

Varios rieron entre dientes. El encargado volvió al de unos minutos.

—Oye, buen hombre —le soltó el capitán—. ¿Y nosotros dónde nos metemos?

El empleado sonrió. Tenía cara de ir feliz por la vida.

—Sois sirvientes de Atasiag Peykat, ¿verdad? Normalmente los sirvientes no son tan numerosos y duermen en el pasillo, pero… como sois tantos, pensé que lo mejor era instalaros aquí, en el salón. Ahí está la pila de jergones. Colocadlas como gustéis y si faltan pedid más. Pondremos los biombos delante, así, si vuestro amo recibe visitas, no les molestará.

Dashvara lo miró con extrañeza.

—¿Por aquí se hospedan muchos titiakas?

El encargado resopló asintiendo.

—Bastantes. La verdad que la mayoría de los comerciantes titiakas. —Golpeó ambas manos—. Os dejaré instalaros. Si vuestro amo necesita cualquier cosa, no dudéis en bajar a la recepción para llamarme a mí o a algún colega. Mi nombre es Dilen. Buenas tardes.

Lo saludaron y, en cuanto se marchó, se pusieron a colocar los jergones y los biombos. Estaban en ello cuando llegó Atasiag silbando una alegre melodía. Pasó delante de sus miradas sorprendidas y, al llegar junto al pasillo de los cuartos, se volvió.

—¿Qué os parece vuestro nuevo hogar, Xalyas?

Lo preguntaba con voz ligera. Estaba de buen humor. Dashvara carraspeó.

—Más bien grande. Se te ve de buen humor.

Atasiag sonrió.

—¿De verdad? Bueno. Es que tengo varias razones para estar de buen humor. Primero, me encuentro con un viejo amigo al que no veía desde hacía casi diez años. Luego me encuentro en La Perla Blanca con un mensajero de los Yordark que me ha dado más de una buena noticia… Y, para colmo, he recibido una nota de Sheroda diciéndome que acepta venir conmigo esta noche al teatro. Sí, Filósofo. Estoy de muy buen humor. Instalaos para la noche. Yira me acompañará al teatro. ¿Quieres venir, Filósofo?

Dashvara le devolvió una mirada burlona.

—¿Me estás pidiendo mi opinión?

Atasiag se encogió de hombros, sonriente.

—Bueno, en realidad, me gustaría que vinieras. Así podrás darme tus impresiones sobre la tropa del Srad Andal. Son artistas famosos. Sería una pena que te perdieras su representación.

Dashvara puso cara reflexiva.

—Oh, en ese caso, si tanto te apetece, iré, Eminenci… amo —rectificó con un resoplido aburrido.

—Más te vale acostumbrarte ya de una vez —se burló Atasiag—. Que me llamaras Eminencia cuando ya no soy magistrado podría ser considerado… una falta de humildad por mi parte. Y los republicanos serían capaces de confundirme con un Legítimo o quién sabe. Cuando suenen las ocho, despertadme. Saldremos a las nueve. El espectáculo empieza a las diez y tengo que pasar por casa de Sheroda a recogerla. A los demás os deseo ya unas muy buenas noches.

Les dedicó una ancha sonrisa antes de alejarse silbando por el pasillo. Dashvara meneó la cabeza, asombrado. A pesar de sus sesenta y tantos años, en aquel momento Atasiag parecía, más que un cabecilla de ladrones o un amo de esclavos, un joven enamorado ansioso de nuevas aventuras.

Bueno… Supongo que después de tantas tensiones y tanto trabajo para sacarnos de Titiaka y restablecer su reputación, nuestro generoso padre se merecía un poco de descanso.

Con una sonrisa entre irónica y divertida, Dashvara se sentó en uno de los cómodos sofás y dejó el saco de Tahisrán a su lado.

—¿Vas a salir esta noche? —le preguntó.

La sombra sonrió mentalmente.

“Y tanto, estoy tan harto del barco que podría andar durante días sin parar”, contestó.

Dashvara tuvo que reconocer que le pasaba un poco lo mismo: todavía tenía la impresión de que la habitación daba tumbos como un navío.

Pasaron la tarde jugando a las katutas y los propios empleados del albergue les subieron la cena. Las garfias no eran tan buenas como las del tío Serl ni de lejos pero, habituados como estaban a comerlas frías y sin nada, los Condenados no protestaron. Las mujeres xalyas fueron menos comprensivas y los Honyrs, como de costumbre, esperaron a que todos hubieran comido para cenar a su vez en un respetuoso silencio.

Cuando, a las ocho, Wassag fue a despertar a Atasiag, este ya estaba despierto y listo para partir. El problema era que aún quedaban dos horas para el espectáculo, pero declaró que le apetecía dar un paseo por Dazbon y, al verlo salir sin esperarlos, Dashvara y Yira se apresuraron a ceñirse otra vez los sables y a seguirlo fuera de La Perla Blanca.

Afuera ya no llovía. Había anochecido hacía tiempo y las Escaleras, casi vacías, estaban iluminadas por una hilera de linternas. Dashvara rió entre dientes mientras caminaban a varios pasos detrás de Atasiag.

—Anda como un potro feliz —comentó—. ¿Alguna vez lo habías visto así?

Yira se rió por lo bajo.

—Estaba igual la última vez que fuimos a Dazbon. Creo que, en el fondo, se siente más libre y le gusta. A pesar de ser titiaka, tiene más alma de republicano.

—¿Qué estáis murmurando atrás? —soltó Atasiag. Dejó que lo alcanzasen y agregó—: ¿Habéis visto el Templo del Ojo? Está maravilloso de noche con todas esas luces. En realidad —dijo—, me gustaría ver Dazbon desde arriba. Hace casi tres años que no la veía.

Dio media vuelta en las Escaleras y empezó a ascender. Dashvara resopló pero lo siguió. Pasaron otra vez ante La Perla Blanca. Unos peldaños más arriba, Atasiag se detuvo.

—Me gustaría que estuviera Sheroda conmigo para ver esto. Pero claro —reflexionó en voz alta—, no es educado pasar por su casa demasiado pronto. Y no creo que le apetezca subir todas estas escaleras.

Tras sus cavilaciones, siguió subiendo y Dashvara se carcajeó por lo bajo.

—¿No te estarás burlando, Filósofo? —preguntó Atasiag con tono tranquilo, sin detenerse.

—En absoluto. A mí también me apetece ver Dazbon desde arriba —admitió.

—Ja. Pues claro que te apetece: es una vista magnífica.

Ascendió con más rapidez y a Dashvara lo impresionó su energía. A mitad de las Escaleras, ambos estaban resollando, pero Atasiag apenas deceleró. La pequeña sursha parecía sostener el ritmo sin esfuerzo aunque, cuando llegaron arriba, Dashvara la oyó resoplar con ellos. Cuando se giró al fin hacia la ciudad, se quedó sin habla. Dazbon era como un mar de luces y tejados que descendía hacia el océano. Una Gema a medias visible entre las nubes iluminaba las aguas de los canales en medio de las tinieblas. Apoyando su bastón de mando sobre el último peldaño, Atasiag se irguió ante la ciudad como si hubiese venido a conquistarla.

—Contemplad la capital republicana —pronunció—. No es tan ordenada ni tan perfecta como Titiaka, pero es hermosa en su desorden.

Se sumió en un silencio contemplativo y Dashvara no se atrevió a interrumpirlo. El estruendo del agua de la Gran Cascada resonaba no muy lejos de donde se encontraban. Cuando vio a Yira estremecerse bajo las corrientes frías del viento, se acercó para abrazarla y los ojos de ella sonrieron. En ese instante, Dashvara lamentó no poder mandar a Atasiag a protegerse solo. Deseaba pasar la noche junto a su naâsga. Al recordar los felices paseos por los bosques aledaños a la ciudad pirata, su corazón se aceleró. Si tan sólo pudieran ser totalmente libres ya de una vez… De pronto, Atasiag se dio la vuelta. Dashvara no pudo adivinar su expresión en la oscuridad. Tras un instante, el federado rompió el silencio.

—¿Has visto ya la Gran Cascada desde cerca, Filósofo? Venid —soltó, sin esperar su respuesta.

Arriba de las Escaleras, había un largo paseo empedrado completamente desierto y tan sólo tuvieron que seguirlo hacia el este para aproximarse a la cascada. Pronto toparon con una balaustrada de piedra que continuaba en un estrecho recoveco, pasando detrás de la cortina de agua. El paseo parecía seguir del otro lado del río, pero Atasiag no fue más allá y Dashvara se apoyó contra la rampa para echar un vistazo prudente hacia abajo. Gracias a la luz de la Gema, pudo ver cómo el agua descendía y descendía hasta abajo, atronadora como un lejano brizzia destrozando troncos.

—Es… impresionante —confesó Dashvara. Da hasta vértigo, completó para sí.

Estaba admirando la cortina de agua cuando, de pronto, Yira dio un respingo y se apartó del borde con brusquedad.

—Por la Serenidad, padre… ¿Qué estás tramando?

Su voz denotaba exasperación. Dashvara se giró en el momento en que un rayo tenue de luz destelló en la mano de Atasiag. Había sacado su linterna ladrona. Y, en la otra mano, llevaba una especie de lazo rojo. Dashvara frunció el ceño.

—¿Qué estás haciendo, Eminencia? —preguntó, desconfiado.

Atasiag le tendió el lazo a Yira y contestó con voz tranquila:

—No me mires así, Filósofo. Simplemente voy a casaros.

Por un momento, Dashvara creyó haber oído mal. El estruendo de la cascada debía de haber deformado sus palabras, decidió. Atasiag lo desengañó cuando precisó:

—Voy a casaros según la tradición titiaka, bajo la bendición de Cili.

—¿Bajo la bendición de…? —Dashvara resopló, recobrándose—. Oye, Eminencia, ¿estás de broma? Ya estamos casados desde hace un mes…

—Según tu tradición —lo cortó él—, no según la de Yira. Ella es ciliana. La unión corporal no prueba nada ante Cili.

La sursha carraspeó.

—Yo…

—Eres ciliana —repitió Atasiag con viveza—. Y, siento veniros con bobadas religiosas, pero yo soy un buen ciliano y me parece importante que mi hija esté casada según unas reglas que yo considero válidas.

—Así que que nuestras Aves Eternas vuelen juntas, eso, para ti, no es válido —concluyó Dashvara con cierta irritación.

—No lo suficiente.

Dashvara le puso cara aburrida. Atasiag retomó:

—Sé que teóricamente un trabajador no puede casarse, pero estoy dispuesto a hacer una excepción y encargarme yo mismo de una ceremonia básica. Y ahora deja de protestar, Filósofo, y coge esto.

Dashvara se encogió de hombros y aceptó el lazo negro que le tendía Atasiag. Aquella situación le parecía ridícula pero, como buen Xalya, trató de entenderla y llegó a la conclusión de que sin duda no le parecería tan ridícula si creyera que, sin la bendición de Cili, la pareja estaba condenada al fracaso. Como si ya no tuviera suficiente con las tradiciones xalyas, resopló. Pero no emitió ninguna queja cuando Atasiag les pidió que se anudaran los lazos alrededor de una mano. Yira eligió quitarse el guante de la izquierda, ya que la otra mano era puro hueso y energía mórtica y, como había podido comprobar Dashvara, se necesitaban como cinco minutos para deshacer todos los nudos que mantenían el guante donde estaba. Atasiag acabó de anudar él mismo los lazos con la presteza de un sacerdote ciliano y dijo:

—Yira. Quítate el embozo.

La sursha suspiró pero se lo quitó con su mano libre. Su larga cabellera blanca se arremolinó con el viento y, bajo la tenue luz de la linterna ladrona, su parte muerto-viviente brilló, envuelta en energía. Ante una sonrisa molesta que parecía decir algo así como «no ha sido idea mía», Dashvara puso los ojos en blanco y abrió la boca.

—Cállate, Filósofo.

Dashvara cerró la boca sin emitir un sonido.

Con expresión solemne, Atasiag posó una mano sobre las suyas, anudadas, y empezó a recitar un poema religioso en diumciliano que hablaba de fe, de confianza y felicidad. Cuando terminó, se alejó hasta la balaustrada y alargó un brazo hasta tocar el agua.

—¿Es también costumbre tirarse por la cascada? —gruñó Dashvara.

Yira rió entre dientes, pero Atasiag volvió sano y salvo y les mojó la frente y las manos antes de declarar todavía en diumciliano:

—Cili bendice vuestra unión, Yira Peykat y Dashvara de Xalya. Si el amor es verdadero, la hará feliz en Háreka y eterna en su reino.

Sonrió, apagó la linterna ladrona y declaró en lengua común:

—Debo admitir que al principio tenía mis reservas, pero ahora sé que Cili os creó el uno para el otro. —Pese a que estaba de espaldas a la luz de la Gema, Dashvara adivinó su ancha sonrisa—. Bueno, muchachos, ahora estáis casados oficialmente. Espero que hayáis disfrutado de las vistas. Vayamos a casa de Sheroda. No sea que lleguemos tarde después de haber salido tan pronto.

El titiaka salió de detrás de la cascada y se alejó por el paseo, entre las sombras, silbando alegremente. Dashvara meneó la cabeza con una sonrisa.

—Tu padre no dejará de sorprenderme. Pero ¿sabes? me alegro de que haya hecho esto.

—¿De verdad? —se sorprendió Yira—. Pero si tú no eres ciliano.

—No —admitió Dashvara—. Pero no es realmente la bendición de Cili lo que nos ha dado, naâsga… sino la suya. —Marcó una pausa y apuntó—: Claro que hubiera preferido que nos bendijera con cuarenta caballos.

Yira se carcajeó y, sonriente, Dashvara la ayudó a ponerse otra vez el velo. Acto seguido, se metieron los lazos matrimoniales en los bolsillos y se apresuraron a seguir a Atasiag porque, al fin y al cabo, eran sus guardaespaldas y se suponía que estaban ahí para protegerlo.