Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

3 El teatro republicano

El reencuentro con Sheroda no fue tan desagradable como había temido Dashvara. Cuando llegaron ante el portal de su nueva casa, la Suprema apenas les echó una mirada a él y a Yira antes de aceptar el brazo de Atasiag y encaminarse hacia el teatro con el andar de una reina. Resultaba desconcertante pensar que, en realidad, aquella mujer no era del todo saijit sino una shijan que podía transformarse en un monstruo con dientes azules afilados y ojos monstruosos… Nervioso, Dashvara se esforzó por apartar aquella imagen turbadora de su mente y siguió a la pareja echando ojeadas prudentes a su alrededor. En cuanto se habían metido en el Distrito del Dragón, las calles se habían llenado de gente y de las tabernas bulliciosas se entraba y salía en un vaivén casi continuo.

El Teatro se situaba, según había explicado Atasiag, justo delante de la Gran Biblioteca y muy cerca del Hospital. Cuando llegaron ante el alto edificio, Dashvara no pudo reprimir una mueca inquieta. Desde luego, si alguien quería asesinar a una persona entre la multitud que se agolpaba ahí, lo tenía más bien fácil.

¿Acaso te preocupa que Atasiag muera o temes quedarte sin tus cuarenta caballos, Dash? Desechó aquella pregunta con brusquedad y se obligó a calmarse. ¿Quién diablos iba a querer matar a Atasiag Peykat en Dazbon de todas formas?

—¡Asmoan! —exclamó de pronto el titiaka, alzando su bastón de mando.

El gran caito agoskureño estaba cerca de la puerta y saludó a su amigo con un gesto de la mano. Tardaron un buen rato en llegar hasta él.

—¡No sabía que los republicanos fueran tan asiduos al teatro! —soltó con una gran sonrisa, mientras estrechaba la mano de Atasiag—. Espero que vayas a presentarme a la hermosa dama que te acompaña.

—Faltaría más —rió Atasiag—. Ella es Sheroda. Sheroda, te presento a Asmoan de Gravia.

Con el bullicio, Dashvara no alcanzó a oír la respuesta murmurada de Sheroda. Enarcó una ceja al ver el destello de admiración que iluminó los ojos de Asmoan.

Mawer, ¡el placer es mío! —pronunció—. El simple hecho de estar con vosotros, amigos míos, vale el mejor espectáculo. Pero entremos, estaremos más tranquilos en los palcos.

Dashvara lo miró, atónito. ¿Estaba soñando o el grandullón agoskureño acababa de pronunciar una maldición en oy'vat? Meneó la cabeza, apartando su desconcierto, y se dedicó a seguir a Atasiag adentro del teatro. Un miliciano los detuvo brevemente, pidiéndoles que enseñaran la licencia de armas, pero pronto se encaminaron escaleras arriba hasta un pequeño balcón interior que daba sobre una enorme sala con bancos y un amplio escenario en el fondo.

Atasiag, Sheroda y Asmoan tomaron asiento en el palco y ambos amigos se pusieron a conversar animadamente. Saltaban de un tema a otro con rapidez. Hablaron de la vida en Agoskura y de la República de Dazbon. Asmoan se emocionó contando lo bien que estaba organizada la Gran Biblioteca y Dashvara se enteró de que llevaba ya dos semanas en Dazbon, hospedado por el mismísimo archivista de la biblioteca republicana, y de que tenía planeado quedarse todo el invierno hasta la primavera.

—¡Y tú, amigo mío! —soltó de pronto el agoskureño—. Entonces ¿dices que tu casa en Titiaka no se quemó?

—No, se chamuscó un poco, pero nada irreparable —aseguró Atasiag—. Mi contramaestre ya ha iniciado la rehabilitación.

—Me alegro —sonrió el investigador—. No sabes el susto que me llevé cuando me enteré de lo de la Revuelta. Y oye, ¿vas a volver ahí?

—En cuanto se cure uno de mis huéspedes. Cuando nos fuimos de Titiaka, un pobre muchacho quedó herido. Pero está ya fuera de peligro. Y en cuanto volvamos, Sheroda y yo nos casaremos. Los Yordark me han propuesto un excelente cargo en Titiaka. Si todo va bien, seré Administrador del Tesoro del Consejo antes de que acabe el año —anunció con evidente satisfacción.

Asmoan dio varias palmas como si fuera a ponerse a bailar la dianka.

—¡Estupendo! Entonces espero poder verte a menudo estos días. Me paso horas metido en la biblioteca. Confío en ti para sacarme de mi montaña de libros.

—¡Te doy mi palabra! —clamó Atasiag—. No te irás de Dazbon sin conocer todas sus maravillas. ¿Qué te parece si mañana te pasas por La Perla Blanca a la hora de cenar?

—Me parecería fantástico. Si tu prometida no tiene inconvenientes —apuntó Asmoan.

—En absoluto —sonrió Sheroda—. Yo no me hospedo en La Perla Blanca. Y mañana estaré muy ocupada con otros asuntos.

Asmoan había adoptado de pronto una expresión fascinada.

—Claro. Lo entiendo perfectamente. Espero sin embargo volver a veros pronto. No sabía que hubiera… mujeres tan estupendas en Dazbon.

—¡Asmoan! —lo previno Atasiag, entre enojado y sobrecogido.

—¿Qué? —sonrió el agoskureño con desenfado—. Oh, ya sé que vosotros, los titiakas, pasáis por tremendas metáforas para loar las bellezas. Disculpa mi bastedad, reina mía. Por cierto, Atasiag, yo todavía no he ido a visitar a nuestra familia. ¿Tienes intenciones de ir tú?

Atasiag hizo una mueca, como si el tema lo molestara.

—Hace como tres años que no voy a visitar a nuestros parientes —confesó—. Nuestra relación es más bien… fría.

—¿De verdad? —se extrañó Asmoan.

—De verdad. —Y recostándose en su asiento con desenfado, soltó en voz baja—: Ya sabes cómo son. Conservadores y poco abiertos. Y yo soy más saijit de lo que a ellos les gustaría. Incluso soy ciliano. Para ellos eso es ya un signo grave de decadencia. En serio. Un día, Sarga se rió de mí a carcajadas cuando me vio salir de un templo ciliano en Dazbon. Ni que ellos fueran menos ridículos con sus alabanzas a la Vida y a la Sreda. Somos demonios y orgullosos de serlo, dicen. Venga ya. Se creen más que los saijits cuando en realidad los demonios somos igualitos a ellos…

Frunció el ceño, siseó entre dientes y se giró de golpe hacia Dashvara. Este había estado escuchando la conversación, cada vez más perplejo. ¿De qué parientes estaban hablando? ¿Y qué era esa historia de demonios? Cruzó los ojos de Atasiag y un brillo en ellos lo estremeció hasta los tuétanos.

—Filósofo —susurró—. Tú no has oído nada, ¿verdad?

Dashvara vio a Asmoan y a Sheroda mirarlo también y su corazón empezó a martillear contra su pecho.

Cuidado, Dash. Creo que has escuchado algo que no deberías haber escuchado. Si tomas al pie de la letra lo que ha dicho Atasiag, Asmoan y él son demonios. A saber lo que significa eso, pero está claro que, si Sheroda es un monstruo, ¿por qué no iba a serlo Atasiag también, eh? Oh, diablos… ¿Y por qué iba a serlo? Oh, diablos. Esto debe de ser una mala broma. Estoy desvariando o…

—Filósofo —repitió Atasiag, levantándose de su asiento. Dashvara alzó una mirada aprensiva hacia él—. He sido un bocazas. Por favor, simplemente repite estas palabras: no he oído nada, amo. Repítelas.

Dashvara le echó una ojeada a Yira y la vio tensa pero no sorprendida. Sintiendo una súbita amenaza flotar sobre él, asintió sin más dilaciones.

—No he oído nada, amo. Nada de nada.

—Bien. —Atasiag volvió a sentarse y suspiró—. Estoy tan habituado a decir cualquier cosa delante de mis trabajadores que luego se me escapan tonterías. A menos que sea la edad. O mi estupidez nata. Perdón, Asmoan. Es la primera vez que meto la pata tan a fondo.

Asmoan seguía mirando a Dashvara con un leve brillo de desconfianza pero readoptó su sonrisa y aseguró:

—Parece un buen muchacho. No creo que se vaya de la lengua. Tranquilo, confío en ti ciegamente, Atasiag. Yo no lo mandaré matar. Además, parece que su compañera ya sabía algo sobre el tema… ¡Vamos, tranquilo! Todo el mundo mete la pata. Olvídate de eso de momento. ¡Ah! —exclamó alegremente—. Ya comienza el espectáculo.

Dashvara se sentía lívido. Notó la mano tranquila de Yira posarse sobre su brazo, pero apenas se apaciguó. Estuvo tentado de preguntarle si era cierto lo que había oído y luego recordó que no había oído nada de nada y probó a poner la mente en blanco. No lo consiguió. Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza, absurdos y aterradores. Que dos tipos tan normales como Atasiag y Asmoan pudieran no ser saijits daba que pensar. Quién sabe, a lo mejor Dazbon estaba llena de demonios y shijans caminando por sus calles… Sonrió con sarcasmo.

Me temo que esta noche vas a tener pesadillas, Dash.

Unos músicos junto al escenario empezaron a tocar y el teatro se quedó poco a poco en silencio. Dashvara apenas miró el principio del espectáculo con los bailarines y luego no consiguió concentrarse en las palabras de los actores. La gente reía, pero él no sabía por qué. Asmoan, Sheroda y Atasiag soltaban de cuando en cuando comentarios sobre la función. Al cabo, Dashvara se cansó de estar de pie y se sentó en el suelo, entre las sombras del palco.

—Al diablo con la tropa del Srad Andal —gruñó por lo bajo.

—Dash —susurró Yira, agachándose. Sus ojos brillaban de inquietud—. ¿Estás bien?

—No del todo.

Le dolía la cabeza, tal vez de pensar una y otra vez que tenía a tres monstruos sentados en sus asientos delante de las narices. Y de pensar que Fayrah y Lessi tenían a un padre demonio. Y de pensar que él y su pueblo lo estaban sirviendo y… y…

—Oh, naâsga —suspiró, tomándole la mano—. Estoy bien. Estoy bien —repitió—. Es sólo que… Pero qué importa. Vamos, mientras me dé los cuarenta caballos, como si estuviese sirviendo a un dragón, ¿no? O a una mílfida. O a… Bah. —Inspiró hondo para tranquilizarse—. Estoy perfectamente, naâsga. Perfectamente.

Le besó la frente y volvió a levantarse con ella. Advirtió la mirada intensa de Sheroda antes de que esta se girara otra vez hacia los actores. En ese momento, haciendo eco al público, Asmoan soltó una ruidosa carcajada. Dashvara suspiró.

—Tú… ¿lo sabes desde hace mucho? —murmuró.

Yira se encogió de hombros.

—Desde hace años. Pero no es muy importante.

—Nooo —concedió Dashvara con sorna—. Claro que no es importante. Es una nimiedad. No sé ni por qué me pongo en este estado. Con los años me estoy volviendo cada vez más sensible…

Yira le dio un suave empellón, ahogando una risa.

—Dash, no estoy bromeando. Para nosotros no es importante.

Entre las sombras del palco, Dashvara miró sus ojos oscuros y sonrió. Se sentía de pronto casi tranquilo. Casi.

—Tienes razón. Contigo, naâsga, podría estar rodeado de monstruos que no me importaría.

—Porque yo soy el peor de todos, ¿verdad? —se burló Yira.

Dashvara resopló.

—Intentaba ser romántico, Yira. Bah. Este teatro empieza a ser agobiante. ¿Cuánto queda para que los actores se callen?

—¿Cuánto queda para que tú te calles, Filósofo? —replicó Atasiag, soltándole desde su asiento una mirada entre burlona y exasperada.

Dashvara hizo una mueca al percatarse de que ya no estaban hablando tan bajo y calló sabiamente. Tras largo rato, el primer acto acabó y Asmoan y Atasiag se pusieron a comentar el arte de los actores mientras que Sheroda parecía estar aburriéndose mortalmente. Poco después pasó un empleado del teatro con un carro lleno de botellas.

—¿Deseáis beber algo? —les preguntó.

—Por supuesto —asintió Atasiag—. ¿Has probado ya el licor de sigria, Asmoan? ¿No? Pues esta noche lo vas a probar: es de lo mejor de Dazbon. Invito yo. ¿Y tú, Sheroda? ¿Nada? ¿De verdad? Bueno. Pues serán dos licores de sigria.

—Eso es un detta, señor —dijo el empleado.

Atasiag le dio la moneda a Dashvara y este, como buen esclavo que era, se la entregó al republicano, recogió los vasos y se los tendió al titiaka y al agoskureño. Cuando Asmoan aceptó el suyo, Dashvara sintió una repentina descarga y dio un bote hacia atrás con el corazón desbocado y los ojos agrandados. Que no lo iba a matar, había dicho. Venga ya…

—Asmoan —gruñó Atasiag—. ¿Qué demonios haces?

Un brillo divertido y culpable destellaba en los ojos del investigador.

—Dime, ¿nunca has hecho experimentos? —inquirió.

Atasiag frunció el ceño.

—No.

—¿De verdad? ¿Jamás de los jamases? Lo suponía. Aunque, teniéndolos tan a mano, la tentación debe de ser fuerte…

—Para ti lo sería, tal vez. Pero yo no soy un científico y no siento ninguna tentación —aseguró Atasiag con voz cortante.

Asmoan se encogió de hombros, no le dio más vueltas al tema y se concentró en el segundo acto que acababa de empezar. Dashvara retrocedió en el palco tanto como pudo.

—¿Qué te ha hecho? —preguntó Yira en un murmullo. Parecía inquieta.

—No lo sé —admitió Dashvara—. Ha sido como… una descarga. Son celmistas, ¿verdad?

Yira sacudió la cabeza.

—No tengo ni idea de lo que son. Sólo sé que…

—Que no es importante —completó Dashvara con ironía.

—No. Quería decir que sólo vi una vez su verdadera forma —cuchicheó tan bajo que Dashvara apenas la oyó.

Este sintió un escalofrío recorrerlo.

—Así que se transforman.

Yira no contestó. Cuando Dashvara siguió la dirección de su mirada y vio a Atasiag fulminarlos con los ojos, carraspeó en silencio y decidió callarse para el resto de la noche. Total, tenía la impresión de que ya había aprendido demasiadas cosas aquel día. Más que demasiadas.

La velada se le hizo interminable. Cuando oyó al fin al público aplaudir el tercer acto, estaba bostezando y lamentando no haber echado una siesta como Atasiag a la tarde. Los espectadores se fueron levantando de sus asientos y Dashvara salió de su inmovilidad con la impresión de haber sido aplastado por un brizzia.

—Filósofo, ¿me estás escuchando?

Dashvara se sobresaltó y se dio cuenta de que los tres monstruitos se habían levantado y acercado a la salida del palco. Atasiag lo miraba con paciencia.

—Te he preguntado que qué te ha parecido el espectáculo.

Dashvara resopló.

—Largo.

Atasiag enarcó una ceja y esperó unos segundos más antes de soltar con cara decepcionada:

—¿Eso es todo?

Dashvara hizo una mueca.

—Sí. Bueno… es que no estaba muy atento. No sé qué de un reino, unas princesas feas y un zopenco que quiere casarse para heredar. —Se encogió de hombros y apuntó—: Me gustó mucho la música durante las pausas.

Atasiag levantó los ojos al cielo, Asmoan se carcajeó y los labios de Sheroda se curvaron.

—Espero —sonrió Atasiag— que la opinión del que escriba en la gaceta de Dazbon sobre este espectáculo sea un poco más favorable. Anda, salgamos de aquí. Sheroda —añadió mientras se dirigían hacia las escaleras—, has estado muy callada esta noche. ¿Es que no te ha agradado el teatro?

—En cierto modo, creo que opino un poco como el estepeño, Atasiag —confesó la Suprema—. Aunque no niego que los actores eran muy buenos. Y si estoy un poco callada, simplemente es porque estoy cansada.

—Entonces te acompañaré directo a tu casa. ¿Quieres que haga venir una carroza?

Sheroda se carcajeó por lo bajo.

—Mi casa está apenas a diez minutos andando, querido. No seas ridículo.

—Ya… Entiendo. Y oye, ¿seguro que no quieres que te deje a Wassag y a Yorlen para que cuiden de ti? Son unos muchachos muy serviciales y…

—No necesito que nadie me cuide, Atasiag —lo cortó Sheroda con suavidad—. Y tampoco necesito esclavos. A ver cuándo se te mete eso en la cabeza.

El titiaka se ruborizó levemente.

—Claro. Perdón si te he insultado, querida.

—No, si ya me estoy acostumbrando a tus manías —se burló Sheroda—. Simplemente tú acostúmbrate a las mías.

Dashvara percibió la sonrisa sumamente divertida de Asmoan de Gravia mientras salían. Afuera, un viento frío barrió su cansancio y lo espabiló de golpe.

—Bueno, amigos míos —soltó el agoskureño—. De aquí me voy directo a la Gran Biblioteca a dormir entre mis libros. Ha sido un placer, qué digo, una alegría, pasar esta velada con vosotros. Nos vemos mañana, Atasiag.

Mientras su amigo le contestaba, Dashvara paseó una mirada a su alrededor. Era ya muy tarde y casi todas las tabernas de la plaza estaban cerradas. La mayoría de los espectadores se marchaba ya, dispersándose por las calles entre una bruma fría y densa. La luz del Hospital apenas se distinguía.

Mientras la alta silueta de Asmoan se alejaba hacia la Gran Biblioteca, Atasiag y Sheroda tomaron el camino de vuelta.

—Ja. ¿Has visto al viejo Naskag Nelkantas, querida? —decía el federado con ligereza—. Está aviejado: a lo mejor no lo has reconocido. Estaba sentado unos palcos más lejos. Ha intentado saludarme. Ese perro traidor. —Rió entre dientes—. Debe de estar desesperado en su exilio. Todo el mundo sabe cuánto le repugnan los republicanos. Pues si cree que yo le voy a hacer favores, puede esperar sentado.

Dashvara recordó que los Legítimos Nelkantas habían sido exiliados por ayudar a los Unitarios a levantarse. Mientras Atasiag seguía hablando, dejó de escucharlo: sus intrigas no le interesaban ni un grano de arena.

Estaban llegando al Templo del Ojo cuando, sin previo aviso, Yira se detuvo y se tambaleó. Asombrado, Dashvara tendió una mano… y la recuperó de milagro cuando ella cayó de bruces. El terror lo invadió como una ola petrificante.

—¿Yira? ¡Yira!