Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

37 Los niños siempre serán niños

Al ver a los jóvenes estudiantes acercarse, Dashvara pensó en levantarse y regresar adentro, pero su irritación se lo impidió. No veía por qué iba a tener que huir de esos estudiantes.

Bajó la mirada hacia su peonza inacabada y siguió esculpiendo. Pronto vio unas sombras formarse sobre el empedrado, a unos palmos de distancia, pero no se inmutó. Tras un silencio que a Dashvara le pareció más vacilante que respetuoso, uno de los muchachos soltó:

—Somos seguidores del Ave Eterna y venimos a ti, oh Rey del Ave Eterna, para que nos hables de él.

—Ya que se llevó a nuestro maestro a los reinos de Cili —completó otro con una vocecita.

Dashvara siguió esculpiendo y el silencio se eternizó. Leoshu, por alguna razón, no se atrevía a intervenir. Se oyó una risita.

—¡Oh, oh, Rey del Ave Eterna! —exclamó otro burlonamente—. Vuestro gran dios está sordo.

—¡Cállate, Rag! —siseó el primero.

—Ríndete ante la evidencia, Kur —rió el tal Rag—. ¿Este es el gran Rey del que me hablabas? Pero si parece un mendigo, ahí tirado en el suelo.

—¿Quieres callarte? Si hubieses escuchado las palabras de Maloven…

—Mi padre conoce a Su Eminencia Atasiag Peykat —lo cortó Rag—. Tu rey es un guerrero salvaje y un esclavo, Kur. ¡Nada más! —rió.

Dashvara alzó al fin la mirada. El tal Rag, de cara pecosa y ojos pícaros, no debía de tener más de dieciocho años. En realidad, ninguno parecía tener más de veinte. Sí, muchacho, soy un esclavo. Pero, ¿sabes?, prefiero ser un esclavo de Atasiag Peykat que de mi estupidez. Al menos, Atasiag puede liberarme. La estupidez nunca lo hace. Estuvo a punto de abrir la boca y soltarle esas palabras, pero cruzó la mirada inquieta de Leoshu y se lo pensó mejor. Inspiró lentamente y dijo:

—Ya lo habéis oído. No soy más que un esclavo. Y ahora, marchaos.

Inesperadamente, Kur sonrió. Era un elfo de ojos verdes y sonrisa serena. No parecía mal tipo.

—Eso es todo lo que necesitaba —afirmó—. Un Rey que resucita, dice ser esclavo y luego suelta una orden. ¿Cómo ser más misterioso? El shaard Maloven nos dijo que había sido tu maestro también. Es cierto, ¿verdad?

Dashvara paseó la mirada por los rostros de los estudiantes. Los ciudadanos esperaban su respuesta con cara ansiosa, incluido Rag. La expectación de sus compañeros esclavos, en cambio, era más mitigada: cuatro de ellos bajaban la cabeza, como para pasar mejor desapercibidos del mundo. Uno solo parecía más avispado, pero su atención no estaba centrada en Dashvara, sino en un hombre esclavo que pasaba por la calle cargando con dos grandes sacos. Advirtió un silencioso intercambio antes de que el joven apartase la mirada otra vez hacia el suelo.

Esos son esclavos de verdad, Dash, pensó con ironía. Ellos no van provocando ataques verbales, ¿lo ves? Obedecen, sumisos y sin sentir más deseos que los de su amo. Toma ejemplo, vamos, que tú puedes.

Dashvara se aclaró la garganta.

—Es cierto —contestó lacónicamente.

Kur pareció estar a punto de soltar alguna exclamación de triunfo.

—¿Entonces nos enseñarás? Nuestro maestro nos dijo que tú eras el último rey de la estepa. Y que poseías la verdad sobre el sentido del yo.

Dashvara le devolvió una mirada incrédula.

—¿Maloven dijo eso?

Kur asintió enérgicamente.

—Sí. Bueno, algo parecido. Sus palabras eran sabias.

—Sí, lo eran —confirmó Dashvara—. Pero me extraña mucho que…

—¿Nos enseñarás? —lo interrumpió otro muchacho con entusiasta impaciencia.

—¡Cuéntanos, maestro! —suplicó un tiyano—. Maloven nos dijo que su Ave Eterna sería protegida por el Dahars y que tú eras quien definías el Dahars.

—¿Cuál es tu definición del Dahars? —preguntó Kur—. ¿Puede ser uno leal a sí mismo incluso ante la muerte?

—¿Cómo puede uno invocar la resurrección? —interrogó Rag.

Ante la lluvia de preguntas, Dashvara empezó a ponerse nervioso. Jamás en la vida se había sentido tan… apabullado.

—Er… —repitió mientras seguían lloviendo preguntas cada vez más disparatadas—. Yo… Esto… Escuchad, muchachos —dijo al fin cuando se calmaron un poco—. Yo no defino el Dahars, lo definen todas las Aves Eternas de un clan. Y yo no soy ningún rey. —No pudo evitar sonreír—. Mi Ave Eterna me prohibiría serlo. —Carraspeó—. Y ahora, os aconsejo que os repitáis vuestras preguntas en la cabeza, os preguntéis primero si merecen ser contestadas y, si resulta que sí, tratad de encontrar una respuesta por vosotros mismos. —Marcó una pausa, constató que sus palabras habían sido más o menos escuchadas y añadió al fin—: Maloven fue mi maestro, cierto, pero yo nunca lo he sido y estoy seguro de que, con lo que habéis aprendido de él, sois ya capaces de reflexionar solos. Sois mayorcitos. Podéis definir libremente lo que para vosotros es vuestra Ave Eterna. Simplemente os hago notar que, por el momento, no estáis dando una imagen muy afortunada de esta.

Trató de disimular la burla de su voz, pero sus palabras eran ya bastante explícitas de por sí. Los ciudadanos intercambiaron miradas, como dudando de qué hacer a continuación.

¿Queréis un resumen, federados? Idos a plantar hierba al desierto.

Dashvara acababa de regresar a su escultura cuando se oyó una exclamación:

—¡Ey, ahí está!

Consternado, entrevió a otros ciudadanos echar a correr hacia la casa de Atasiag. Levantó los ojos al cielo.

—Que el Liadirlá me dé fuerzas…

A Leoshu parecía divertirlo tanta actividad. Dashvara resopló. ¿Pero por qué diablos Maloven había estado hablando del Ave Eterna a unos extranjeros con esclavos? Los recién llegados se pusieron al corriente y se unieron a los cinco primeros para reanudar las preguntas. La mayoría parecían simples curiosos, pero unos cuantos demostraron ser unos fervientes admiradores de Maloven. Dashvara los escuchó con un oído, saturado, mientras seguía esculpiendo la peonza.

—¿Qué esculpes, maestro? —le preguntó Kur tras un silencio. Una decena de ciudadanos se había sentado en el empedrado, ante el portal, incluido Rag, y murmuraban entre sí, compartiendo sus esotéricas teorías sobre el Rey del Ave Eterna. Sus esclavos se habían apresurado a imitarlos, aunque se quedaron a una distancia respetable, como para decir «nosotros no tenemos nada que ver con estos chiflados, sólo los servimos».

Dashvara dudó en contestar al ciudadano. Luego dijo:

—Exactamente lo que estás viendo.

Kur frunció el ceño.

—¿Y qué estamos viendo? —preguntó otro.

Dashvara sonrió.

—Pues si no lo sabes, hijo, mejor te dedicas a abrir los ojos antes. Decidme, ¿tenéis pensado quedaros aquí mucho tiempo?

Kur asintió sin vacilar.

—Hasta que nos enseñes algo nuevo, maestro.

Dashvara enarcó una ceja.

—Oh. Bueno, os enseñaré algo nuevo: no soy vuestro maestro —declaró—. ¿Satisfechos?

No, no estaban satisfechos, suspiró.

—Está bien. Antes de que os enseñe nada, decidme, ¿por qué razón creéis que yo puedo ayudaros en algo?

Kur contestó a bocajarro:

—Porque Cili te bendijo resucitándote y porque el shaard Maloven dijo que nos ayudarías a ser quienes debemos ser.

Dashvara esbozó una sonrisa. Dichoso shaard. ¿Qué diablos les has estado contando a esta panda de jóvenes? ¿Acaso pensabas poder cambiar las mentalidades de los titiakas con tus palabras? Bueno, por lo visto, no había hecho mal trabajo. ¿Pero con qué propósito exactamente? Bah, ¿desde cuándo Maloven necesitaba un propósito o una razón para hablar de sus Aves Eternas?

Paseó una mirada por su pequeña asamblea. Empezaba a estar a falta de ideas. La única que realmente le tentaba era la de levantarse con su cincel y su peonza, volver adentro y dejar a Leoshu dispersar a la multitud. Su mirada fue entonces a parar más allá de los estudiantes y un repentino alivio lo invadió: Atasiag Peykat avanzaba por la calle, respaldado de Wassag, Yorlen y tres de sus seguidores. Al verlo, los estudiantes se sobresaltaron y se levantaron un poco precipitadamente. Atasiag tenía el ceño fruncido.

—¿Y bien? —soltó—. ¿A qué viene esta invasión, caballeros?

Como solía, iba vestido con una gran túnica blanca, portaba el bastón de mando negro y exhibía el cinturón púrpura de los magistrados. Unos cuantos estudiantes se alejaron con sus esclavos sin abrir la boca. Los más cercanos a Dashvara se inclinaron ligeramente y, ruborizado, Rag soltó:

—Le pedimos disculpas, Eminencia.

—¿Hijo? —se indignó Vorxag, uno de los seguidores—. ¿Tú también estás con esos iluminados?

Rag enrojeció todavía más.

—Sólo sentía curiosidad, padre…

—Vuelve a casa inmediatamente. Shruks —soltó Vorxag dirigiéndose hacia el esclavo que acompañaba a Rag—. Me has decepcionado. —Lo estiró de la oreja y lo empujó hacia su hijo. Este pareció recibir el castigo del pobre Shruks como si fuese dirigido a él—. A casa —repitió el padre.

Los dos jóvenes se apresuraron a desaparecer de su vista. El resto de los estudiantes también se fue dispersando, sin echar un solo vistazo hacia su Rey del Ave Eterna. Sólo Kur pronunció:

—Que el Ave Eterna vele sobre ti, maestro.

Dashvara agrandó los ojos cuando se dio cuenta de que el estudiante le había hablado en oy'vat. En un oy'vat degenerado y apenas reconocible, pero en oy'vat. Sonrió, sorprendido.

Ayshat, federado. Lo mismo digo.

Kur le devolvió la sonrisa y, para asombro de Dashvara, se llevó el puño al pecho y dijo:

—Mi nombre es Kuriag Dikaksunora.

Dashvara alzó una ceja y miró de reojo a Atasiag. ¿Un Dikaksunora? Diablos. Recordó el reglamento tan bien machacado por el contramaestre Loxarios y supo que en teoría debería haberse levantado e inclinado ante el Legítimo. Pero… le pareció demasiado ridículo.

—Yo soy Dashvara de Xalya —contestó—. Un placer.

El estudiante sonrió, afable, se inclinó con respeto y se giró hacia Atasiag.

—Ha sido un honor conversar con vuestro huésped, Eminencia.

Sin esperar respuesta, se alejó, seguido de su esclavo. Con calma, Atasiag Peykat se despidió de sus seguidores y permaneció un momento de pie, a espaldas de sus esclavos, antes de volverse.

—Esto no me gusta, Dashvara —declaró—. No alimentes más las mentes de esos estudiantes: ignóralos. —Dio vueltas al bastón mientras añadía—: Algunos podrían pensar que estoy iniciando alguna secta extraña… Llamar la atención de los Sacerdotes de Cili es una de las peores cosas que le pueden ocurrir a uno.

Bajo su mirada insistente, Dashvara asintió, conforme, e iba a decirle que ya había intentado disuadirlos, pero el federado lo cortó con tono cansado:

—Ahora no, Filósofo. Ahora no.

Pasó por el portal dedicándole una distraída sonrisa a Leoshu antes de cruzar el patio y desaparecer en el interior de su casa. El viejo belarco había fruncido el ceño.

—Parece preocupado —observó Dashvara.

Leoshu asintió, pero no dijo nada. El Mudo tampoco, obviamente. En cambio, Wassag dejó escapar:

—Hoy ha sido un día espantoso. Varios barcos del puerto de Alfodín fueron saboteados esta noche. El de Su Eminencia es uno de ellos. —Palideció cuando añadió—: Y un controlador del puerto de los Korfú ha sido encontrado ahorcado en un mástil. Los asesinos depositaron con él una nota que decía: «Abajo la Federación, arriba la Unión» —bajó tanto la voz que Dashvara lo oyó de milagro. El Lobo tenía cara inquieta—. Afortunadamente, la guardia acabó por arrestar a esos locos, pero no consiguieron cogerlos vivos.

Dashvara se mordió el labio, pensativo. ¿Qué había dicho Yira sobre la seguridad de Titiaka y la eficacia de Shishina Dikaksunora? En fin… Había oído hablar vagamente de las tensiones entre los Federales y los Unitarios, pero nunca había sentido mucho interés por entenderlas: eran problemas de ciudadanos. Según sabía, básicamente los Unitarios pedían impuestos más bajos, protestaban contra las conversiones de los hombres libres en ciudadanos y reclamaban la prohibición de la esclavitud por deudas. En definitiva, defendían los intereses de los ciudadanos medios y pobres.

—Atasiag es federal, ¿no? —preguntó.

Wassag resopló.

—¡Por supuesto que es federal! Todo buen ciudadano lo es. Unir los tres cantones bajo un solo poder es de locos. Los Unitarios quieren restringir los derechos de Ruhuvah y Atria y dejar su administración pública a los titiakas. ¡Algo de lo más injusto! La Federación siempre ha sido el mejor sistema.

El Lobo estaba inhabitualmente alterado. Dashvara vaciló.

—Y… ¿todos los Legítimos son federales? —interrogó.

Wassag lo miró con una mueca molesta, pero no fue él quien contestó.

—Teóricamente sí —dijo una voz—. Pero los Yim, los Steliar y los Nelkantas lo son sólo teóricamente.

Sorprendido, Dashvara se giró para encontrarse con el rostro afable del tío Serl, erguido junto a la puerta de servicio de la cocina.

—Serl —carraspeó Wassag—. No deberías acusar sin saber.

—Boh. Yo no acuso. Sólo constato —aseguró el cocinero.

Jugueteando con el cincel, Dashvara inquirió:

—¿Y los Dikaksunora? ¿De qué lado están?

—Federales —afirmó el elfocano—. Son tan federales como los Korfú. Los Yordark… tienen una preferencia para un sistema más imperial. Siempre fueron un poco especiales. —Sonrió—. Bueno. Yo estoy empezando a preparar la cena. Y como he pensado que hoy querríais cenar algo especial, os he puesto un plato de garfias.

Dashvara resopló, entretenido.

—Gracias por variar nuestra dieta, tío Serl. De todas formas, te salen mucho más ricas que las que hacíamos en la Frontera.

—¡Ah! Eso es porque le tomo prestada una pizca de especias a nuestro querido magistrado… pero no se lo digáis —bromeó con tono de confabulador—. Por cierto, Dash, me alegro de que estés de vuelta entre los vivos.

Dashvara sonrió.

—Yo también, tío Serl, y no sabes cuánto.

El cocinero le dedicó un gesto de cabeza antes de volver a su cocina y, con una mueca ensimismada, Dashvara se interesó otra vez por su juguete. Lo acabó antes de que los Xalyas regresasen y, cuando vio a un niño esclavo pasar por la calle, lo llamó para que se acercase.

—¿Cómo te llamas, pequeño?

—Mun —contestó el niño.

Dashvara sonrió y le dio la peonza.

—Es tuya, Mun. Confío en que le encontrarás un buen uso.

Asombrado, el niño recogió el regalo, abrió la boca, la volvió a cerrar y, de pronto, sonrió, asintió enérgicamente y se marchó corriendo sin decir nada más. Dashvara rió quedamente. Libres o esclavos, no importaba de dónde fuesen, los niños no dejaban de ser niños.

Aquella noche, cumplió con su promesa y les leyó a los Xalyas un cuento en voz alta. Sus hermanos estaban exhaustos por haber trabajado como animales todo el día, así que cuando Dashvara acabó encontró a más de uno profundamente dormido. En silencio, cerró el libro y apagó la vela que le había traído generosamente el tío Serl.

—Buenas noches, hermanos —murmuró.

Tendido en el jergón vecino, Makarva cuchicheó en la oscuridad:

—¿Vendrás con nosotros para la inauguración de los juegos, mañana, Dash?

—Sin duda —contestó este—. Ya estoy en plena forma.

Sonrió al oír un leve resoplido viniendo del jergón de Tsu. Ya me conoces, Tsu: la paciencia nunca fue una de mis virtudes.