Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

38 Traición

Concilió el sueño rápidamente y soñó con que navegaba en el océano Caminante con Brohol, hacia el infinito, sin encontrar nunca esas tierras legendarias de las que había hablado el miliciano. No despertó hasta la mañana, lo cual lo llenó de frustración en cuanto abrió los ojos.

—Oh, Tah —susurró mientras sus hermanos se desperezaban. La sombra estaba sentada junto al jergón y jugaba a las katutas con Zamoy.

“¿Qué pasa, Dash?”, preguntó Tahisrán, curioso.

—Nada —gruñó Dashvara. Se enderezó y, al cabo, dejó escapar—: Ayer no vi a Yira en todo el día.

El Calvo disimuló mal su sonrisa.

—Estuvo con nosotros, Dash. En la Arena. ¿No te lo dijo esta noche?

Dashvara refunfuñó.

—He dormido como un bodún perezoso.

Ante su cara contrariada, Makarva y Zamoy se echaron a reír y Dashvara realizó un vago ademán para barrer sus burlonas palabras de consuelo antes de levantarse. La sombra sonrió mentalmente.

“Esta noche, estuve hablando con ella”, lo informó. “Hablamos de artes celmistas. Y de tácticas para no consumir el tallo energético demasiado rápido.”

Dashvara alzó una ceja, divertido.

—¿En serio? Entonces es una suerte que no me haya unido a vuestra conversación —comentó.

Fue a desayunar con sus hermanos y, cuando revistió la armadura junto con su uniforme oficial, Tsu se contentó con echarle una mirada sombría. Se ciñó los sables y le palmeó el hombro al drow.

—Con el tiempo que llevas con nosotros, Tsu, deberías estar acostumbrado a aguantar a la gente cabezota.

El drow esbozó una de sus sonrisas indefinibles.

—Debería —suspiró.

En su fuero interno, Dashvara sabía que no estaba del todo recuperado, pero lo bastante como para seguir a Atasiag Peykat y a sus dos hijas hasta la Arena y presenciar una inauguración que prometía ser aburrida. Dejaron a Dafys y a Leoshu al cargo de la casa y, en cuanto llegaron sus seguidores con sus esposas, hijos y esclavos, iniciaron la procesión hacia la Arena. Toda Titiaka estaba en efervescencia. Los niños, esclavos y ciudadanos, corrían gritando y cantando delante de cada procesión familiar; los tenderos salían de sus tiendas cargados de artículos con la esperanza de aumentar sus ganancias en las inmediaciones de la Arena; los esclavos públicos, con el cesto al brazo, esparcían pétalos de azahar en las grandes calles y los milicianos formaban una larga y pomposa línea a lo largo de la Avenida del Sacrificio para asegurarse de que toda aquella migración se desarrollase sin incidentes.

En cuanto pudo, Dashvara se dejó adelantar por sus hermanos y se posicionó junto a Yira, que caminaba cerrando la procesión. Incluso en ese día, la sursha seguía llevando su habitual ropa negra, con el velo bien ceñido y el sable al cinto. Sus ojos sonrieron al verlo acercarse.

—¿Siempre necesitan tanto boato para hacer sus fiestas? —inquirió Dashvara tras saludarla.

—Oh. Esto no es nada en comparación con las fiestas cilianas —aseguró Yira—. Cuando sale el Sumo Sacerdote de su Templo Feliz y se sube al Puente de la Alegría a soltar su sermón al mundo entero, toda Titiaka sin excepción acude a oírlo.

Dashvara alzó una mirada pensativa hacia el enorme puente que cruzaba el barrio de Sacrificio y unía la Serena al Cerro Cortés. Hasta ahora, la mayor parte de lo que sabía sobre Cili y las Once Gracias lo había aprendido gracias a Towder, el jefe de la Torre de Dignidad. No sentía en verdad gran curiosidad por el asunto, pero le intrigaba saber por qué Fayrah y Lessi habían adoptado esa religión. Según ellas, enseñaba buena moral… De lo cual Dashvara había inferido que sus creyentes no eran muy practicantes.

—¿Tan interesante es lo que dice? —preguntó entonces.

Yira emitió un resoplido divertido.

—Bueno. La mitad son anécdotas del Libro Sagrado. Aunque debo admitir que el Sumo Sacerdote de ahora tiene bastante inventiva. Es un buen orador. A Atasiag le cae bien. Como a la mayoría, en realidad. Los Korfú siempre tuvieron buena reputación en materia religiosa y artística.

Calló bruscamente y Dashvara entendió rápidamente por qué cuando alzó la cabeza y vio a dos funcionarios con máscaras doradas situados a ambos lados de la calle. Llevaban el cinturón rojo de los celmistas registradores. Cuando los distanciaron de unos cuantos pasos, Dashvara murmuró:

—¿De verdad esos magos podrían…? —No terminó la pregunta, pero Yira lo entendió y contestó por lo bajo:

—Tal vez, si soltasen sortilegios perceptistas focalizados hacia mí. Es un riesgo remoto —reconoció—. Pero nunca está de más ser prudente.

Dashvara no pudo más que aprobar su cautela.

Cuando pienso que, con sólo quitarse el embozo, se condenaría a muerte… Se estremeció. ¿Cómo conseguía Yira reunir el coraje suficiente para salir siquiera a la calle? Dashvara intentó ponerse en su lugar y llegó a la conclusión de que él probablemente se hubiera marchado hacía tiempo en busca de algún pueblo más tolerante. Sonrió interiormente. Pero, al fin y al cabo, ¿acaso no lo ha encontrado ya? No estaba ciego: conocía el miedo que profesaban los Xalyas a la magia, y sin embargo… confiaba en sus hermanos para que hiciesen una pequeña excepción y superasen ese miedo. Al fin y al cabo, ya lo habían superado con Tahisrán.

Finalmente, después de un avance exasperantemente lento, llegaron a la Arena. Todas las entradas abiertas estaban aseguradas por la Guardia Ragaïl. Según sabía Dashvara, el cuerpo permanente tenía a unos seiscientos hombres, pero aquel día se les habían unido otros ciudadanos auxiliares, con sus propias armas e insignias. Alrededor del imponente edificio, llameaban todos los colores imaginables.

Tardaron una hora entera en penetrar en la Arena pese a que esta estuviese llena de entradas. El barullo era atronador. Los ciudadanos se saludaban, reían, hacían apuestas, charlaban y daban vueltas en vez de avanzar. Dashvara tamborileaba con sus manos sobre la empuñadura de sus sables, cada vez más aburrido. Zamoy y Makarva se entretenían con un nuevo juego que consistía en encontrar tan rápido como se podía una insignia de un color dado entre la multitud.

—¡Amarillo! —exclamó el Calvo por lo bajo, señalando a una tropa de guardias. Estos llevaban el trébol dorado de los Kondister.

—¡Maldita sea! —juró Makarva—. Y eso que los había visto antes.

—Cualquiera diría que salís de la Frontera —comentó el contramaestre Loxarios al pasar junto a ellos.

Lejos de ruborizarse, ambos sonrieron.

—Precisamente —respondió Mak—. Llevamos tres años practicando los juegos más sencillos posibles.

—En las marismas, apostábamos a ver qué monstruo sería el siguiente en morir —intervino Dashvara—. Incluso jugando a ese juego Makarva solía ganar… —Esbozó una sonrisa tétrica—. Hey, hermanos, ¿por qué siempre tengo que ser yo el que suelta los comentarios más macabros?

—¿Porque tienes una mente retorcida? —propuso Makarva.

Dashvara puso cara falsamente pensativa.

—¿Y en qué me distingo entonces de ti, Mak?

Su amigo puso los ojos en blanco y le dio un suave coscorrón antes de volver a la formación bajo las miradas exasperadas de Loxarios y su perro.

Entraron en los túneles del edificio donde, para ralentizar todavía más las cosas, Atasiag se encontró con varios comerciantes de su compañía; luego saludó a los Nelkantas, a los Yordark y finalmente a los Korfú. Las conversaciones se alargaron. Dashvara no vio al capitán Faag y supuso que este habría vuelto con su compañía, tal vez a la frontera con Shjak. Al contrario, vio a Lanamiag Korfú y sintió su corazón oprimirse dolorosamente cuando el joven Legítimo besó la mano de Fayrah y le murmuró algo que la hizo sonrojarse.

¿De veras eres capaz de sentir aprecio por ese hombre, hermana?

De hecho, era evidente que sentía más que un simple aprecio. Y también era obvio que Lanamiag la correspondía sinceramente. Quién sabe, tal vez no fuera tan mala persona… La anciana Korfú contra la que se había empotrado tan inteligentemente Dashvara semanas atrás vino entonces a saludar a Fayrah y a Lessi. Lanamiag se apartó con una inclinación caballerosa y, distraídos, sus ojos pasaron con rapidez sobre los Xalyas. Se detuvieron unos segundos en Dashvara y sus palabras resonaron de pronto en la mente de este con el eco de sus golpes:

“Un trabajador no le mira a un ciudadano a los ojos.”

Dashvara suspiró con un mohín pero desvió la mirada. Como solía decir: temerario lo justo, imprudente nunca. De todas formas, la expresión de Lanamiag le hizo sospechar que ni siquiera lo había reconocido. Evidentemente, ¿cómo iba a hacerlo? Para él, debía de ser como tratar de identificar a un ratón en medio de una veintena de ratones idénticos: laborioso… e inútil.

Casi lamentó haber desviado los ojos cuando estos toparon irremediablemente con los rostros de los Akinoa, apostados detrás de los Korfú. Intercambió una mirada con Raxifar. Y permaneció de piedra. Esta vez por compasión a sus propios nervios, desvió de nuevo la mirada y la posó sobre Atasiag. Enseguida sintió que algo no andaba bien. El diumciliano parecía inhabitualmente inquieto y escuchaba a Rayeshag Korfú con una mueca tensa. Finalmente, se inclinó y Dashvara lo oyó decir:

—Por supuesto. Lo entiendo, Excelencia.

Añadió algo más y volvió a inclinarse hacia el Legítimo mientras este se marchaba hacia las gradas superiores con su séquito. Como Atasiag daba media vuelta y pasaba junto a los Xalyas, Dashvara le dedicó una mueca interrogante.

—No os separéis de mí —les pidió el magistrado con tono seco—. En cuanto podamos, saldremos de la Arena. Hay algo aquí que no me gusta nada.

Dashvara realizó un breve gesto de cabeza para asegurarle que lo había entendido. Avisados quedamos, pensó. Aunque no sabía muy bien de qué. ¿Alguna tensión con los Korfú, tal vez?

Vio a Atasiag murmurarle algo a Wassag. El Lobo asintió con presteza y pronto desapareció entre la multitud. Todo aquello era cada vez más extraño.

—¿No vamos a las gradas, Eminencia? —preguntó el Licenciado Nitakrios.

Atasiag le sonrió, pero sus ojos permanecieron fríos.

—Id a instalaros vosotros. Esperaré un poco aquí. Tengo una cita con un hombre de confianza. Negocios —explicó—. Acompañad a nuestros amigos, hijas —dijo a Fayrah y a Lessi—. Yorlen, ve con ellas. No tardaré —prometió.

Los seguidores, con expresiones turbadas, se inclinaron y se alejaron con sus familias hacia el interior del túnel. Respaldadas por el Mudo, Fayrah y Lessi los siguieron con muecas preocupadas, arrastrando sus vestidos ridículamente largos. Dejaron a un Atasiag rodeado de Xalyas.

Con la mano en la empuñadura de su sable, Yira se le acercó. Tenía los ojos reducidos a meras rendijas.

—¿Qué ocurre, padre? —preguntó la sursha en un murmullo.

Atasiag confesó sin ambages:

—No tengo la menor idea. Pero algo me dice que los Korfú ya no requieren mi apoyo. El cambio es sutil pero… cuando los Legítimos te sueltan de ese modo, no augura nada bueno.

Dashvara percibió su nerviosismo, aunque debió reconocer que lo ocultaba bastante bien.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Loxarios.

Atasiag paseó una mirada por el ancho túnel lleno de gente antes de soltar:

—Esperar a Wassag.

El Lobo tardó media hora en volver y, cuando lo hizo, estaba muy pálido. Antes incluso de que el magistrado le pidiese que hablase, lanzó en un murmullo precipitado:

—Eminencia, acaban de arrestar a los Shiirs. Los guardias iban embozados pero… juraría que fueron los Telv.

Atasiag no se inmutó. Dashvara sabía que los Telv eran una familia de Legítimos pero… ¿los Shiirs? No tenía ni idea de quiénes eran esos. Wassag añadió:

—No me han visto. Al menos, no lo creo —rectificó—. Sospecho que la mayoría ha conseguido huir por barco, pero…

Dashvara no alcanzó a oír lo que añadió a continuación e intercambió con el capitán Zorvun una mirada fruncida. En su fuero interno, sabía que era totalmente normal que no entendiese nada de lo que estaba ocurriendo: nadie les había explicado nunca nada sobre los asuntos de Atasiag, y probablemente a posta. El magistrado sacudió la cabeza.

—Sus intenciones son claras. Por alguna razón, los Korfú nos han traicionado —concluyó—. Loxarios, ve a casa y avisa a Serl, Dafys y Leoshu. Ya sabes lo que tienes que hacer.

El contramaestre asintió con cara sombría aunque Dashvara creyó reconocer en sus ojos un destello de excitación. Lo siguió con la mirada antes de girarse hacia Atasiag:

—¿Podemos saber un poco de qué va esta historia?

Atasiag parecía de pronto sereno.

—Está pasando exactamente lo que me hubiera gustado evitar —explicó por lo bajo—: los Dikaksunora y los Korfú han debido de llegar a un acuerdo para repartirse el botín de las tierras colonizadas y a los Korfú ya no les interesa tanto mantener buenas relaciones con Agoskura. Ni conmigo. Apostaría todos mis bienes a que uno de los puntos del acuerdo debe de ser el de eliminar la Hermandad del Sueño. O al menos intentar doblegarla. —Tuvo una sonrisa torva—. A los Dikaksunora no les estará gustando el escándalo causado por los documentos que mandaron los Hermanos de la Perla al Senado de Dazbon. Y la infiltración de los Shiirs en Titiaka tampoco debe de haberles gustado mucho. Bah. Habrán ofrecido concesiones ventajosas para los Korfú. Suficientemente ventajosas como para convencer a los Korfú de la necesidad de acabar con nuestra «panda de ladrones», como seguramente nos consideran. Wassag —llamó con calma—. ¿Tienes papel y tinta?

El Lobo palideció.

—No, Eminencia.

Atasiag suspiró y Miflin intervino sacando su cuaderno y su lápiz:

—¿Con esto bastará?

El federado sonrió.

—Con eso bastará —afirmó—. Gracias, Miflin.

Se sentó en un banco de la entrada y escribió él mismo una nota con rapidez. Arrancó la hoja, la plegó y la tendió a Wassag soltando:

—Llévaselo a los Shyurd.

Volvió a bajar la cabeza hacia el cuaderno antes incluso de que el Lobo hubiese cogido el mensaje. La siguiente nota se la tendió a Yira.

—Esta es para Sheroda. Aguarda —dijo. Garabateó una frase—. Esto es para ti.

Yira echó un vistazo al mensaje y sacudió la cabeza.

—No puedo, Eminencia —su voz sonó ahogada detrás del embozo.

—Claro que puedes, hija. Sólo hace falta que releas esa frase cuando llegue el momento adecuado. Ve —ordenó y, mientras Yira se alejaba, añadió—: Dash. Ve a buscar a Fayrah y a Lessi. Diles a mis seguidores que he sufrido un pequeño mareo y que vuelvo a casa pero que no se preocupen. Intenta parecer tranquilo.

Dashvara esbozó una sonrisa sardónica.

—Yo estoy muy tranquilo, Eminencia. ¿Por qué no debería estarlo? —Marcó una pausa—. ¿Quiénes son los Shiirs?

Atasiag se quitó la peluca para volvérsela a colocar con un suspiro. Contestó:

—Son piratas, Dash. Y amigos míos desde hace décadas. Y ahora ve.

Pensativo, Dashvara dejó a sus hermanos y se alejó hacia las escaleras que llevaban a las gradas. Así que los Korfú sabían ya desde hacía tiempo que Atasiag Peykat era el cabecilla de la Hermandad del Sueño. Y, por lo visto, habían hecho correr la voz. A menos que Atasiag estuviese sacando conclusiones precipitadas. Quedaba por saber qué pretendía hacer Atasiag y cuáles serían las consecuencias para los Xalyas.

Cuando alcanzó las gradas, los juegos ya habían empezado: una gran orquesta tocaba una música alegre y, en la Arena propiamente dicha, habían soltado a una veintena de orcos de las marismas contra cinco lobos sanfurientos. Los primeros parecían tener problemas para agarrar sus armas, como si les quemasen las manos. Probablemente les hubiesen echado algún producto para que no pudiesen ni intentar escalar por los muros. La lucha era… patética. Dashvara se quedó mirándola con el corazón latiéndole de repulsión. Eran monstruos, cierto, pero quienes eran capaces de hacer un espectáculo de su muerte lo eran todavía más.

Bah, Dash, deja ya de evaluar grados de monstruosidades: son todos extranjeros. Como dice el capitán, son sus costumbres. Y ahora ve a buscar a Fayrah.

Con una mueca irónica, se desinteresó del caótico combate interrumpido por aullidos y ráfagas de aplausos y buscó a su hermana con la mirada. No tenía ni idea de dónde había podido instalarse. Tras unos minutos deambulando por las gradas atestadas de gente, advirtió al Licenciado Nitakrios sentado entre unos exaltados estudiantes. Vestido con su túnica negra de académico, exhibía una cara profundamente aburrida.

—Licenciado —lo saludó—. ¿Sabéis dónde se han instalado las señoritas Peykat?

Nitakrios frunció el ceño.

—Se encontraron con el joven Korfú otra vez y se quedaron con él hablando —contestó—. Pero ahora tal vez estén por la octava grada. —Se levantó—. Te acompañaré. Lo siento, amigos, el deber me llama —les lanzó gravemente a los estudiantes. Estos no le hicieron ni caso.

Dashvara se armó de paciencia y siguió al licenciado hasta la octava grada. Ahí encontró a tres de los seguidores de Atasiag. No estaban ahí ni Fayrah ni Lessi. Se encargó de hablar del supuesto mareo de Atasiag y Vorxag soltó sin remedar ese tono servil que acostumbraba:

—Vaya, qué mala suerte. Resulta que Dafosag y Lurdag se han retirado a sus casas por indisposición. Comunícale a Su Eminencia mis más sinceros deseos de recuperación.

Dashvara reprimió un resoplido.

Venga ya, rió interiormente, cada vez más nervioso. ¿Indisposición? Decid más bien que tenéis olfato y sospecháis que vuestro gentil magistrado ya no va a poder manteneros tan fácilmente… Se preguntó cuánto tardarían los demás seguidores en abandonar a Atasiag. Parásitos, escupió con desdén.

Se inclinó de todas formas e iba a alejarse cuando el Licenciado lo retuvo.

—¿Qué está pasando? —le murmuró.

Dashvara le echó una mirada anonadada.

—¿A mí me lo preguntáis, licenciado? —Esbozó una sonrisa ladeada—. Pues, para seros sincero, no tengo ni idea.

—Su Eminencia tiene problemas, ¿verdad? —interrogó el ciudadano.

Dashvara levantó los ojos al cielo.

—Ha tenido un mareo. Supongo que a eso se le puede llamar un problema.

—Llévame junto a él —ordenó el Licenciado.

Dashvara le soltó una mirada aburrida.

—Estoy buscando a las señoritas Peykat, licenciado. No puedo hacer veinte mil cosas a la vez. Su Eminencia estará ahora en su casa. Pero dudo de que le apetezca recibir visitas. Que tengáis un buen día.

Le dio la espalda y siguió con su búsqueda. La Arena estaba abarrotada. ¿Cómo diablos iba a encontrar a Fayrah entre esa muchedumbre? Estaba caminando refunfuñando por un corredor interior e ignorando el atronador griterío del público cuando se encontró de frente con la persona que menos esperaba ver: el Duque. Iba vestido con un uniforme de miliciano civil y tenía la máscara dorada de los funcionarios en la mano. Avanzaba a paso rápido y si Dashvara no le hubiese cortado el paso probablemente no se hubiese fijado en él.

—Hey, republicano —le soltó—. ¿Cómo te va la vida?

Rowyn se paró en seco y pestañeó como si acabase de salir de algún torbellino de pensamientos particularmente absorbente. Entonces, el rubio sonrió.

—Estepeño. —Vaciló—. ¿Qué tal estás?

—Vivo —dijo Dashvara con alegría—. ¿Y tú?

El Hermano de la Perla echó un vistazo hacia el corredor lleno de gente antes de responder en voz baja:

—Pues en este mismo instante no sabría decirte. La Suprema me ha mandado un mensaje pidiéndome que busque a Atasiag. ¿Sabes dónde anda?

—En su casa —afirmó Dashvara.

Rowyn resopló.

—¿Qué ha pasado? ¿Han intentado asesinarlo?

Dashvara frunció el ceño, extrañado.

—No. No que yo sepa. Simplemente los Korfú se han vuelto contra él y toda la tropa Legítima con ellos, supongo. Y Atasiag, como es normal, está asustado. —Meneó la cabeza. No lograba sentirse muy afectado por lo que estaba pasando aunque sabía que, en la práctica, todo aquello podía acabar causando graves problemas—. ¿De veras crees que pueden intentar matarlo?

Rowyn hizo una mueca y se agitó, como si desease salir corriendo a alguna parte.

—Malas nuevas, malas nuevas —masculló.

—Es lo que pasa cuando uno depende de gente en la que no te puedes fiar —comentó tranquilamente Dashvara.

El Duque lo miró a los ojos.

—Date cuenta, estepeño, de que, si muere Atasiag por orden de los Legítimos, la situación de tu pueblo sólo podrá ir a peor.

Dashvara se sintió irritado.

—¿Y si Atasiag estuviese sacando conclusiones precipitadas, Duque? Tal vez los Telv sólo hayan atacado a esos Shiirs por puro azar…

Rowyn jadeó.

—¿Han atacado a los Shiirs? Por el Dragón. Ahora lo veo más claro. ¿Vas ahora a casa de Atasiag? —preguntó con rapidez.

—No, yo…

El republicano lo cortó agitadamente:

—Dile a Atasiag que, si intenta fugarse, que no lo haga por el puerto de Alfodín, sino por el de Xendag. Seguramente habrán requisado todos los barcos de los Shiirs. Voy a buscar a Azune y Axef. Algún día tenía que pasar —afirmó como para sí—. Toca huida general. Nosotros no pintamos nada aquí sin el apoyo de Atasiag.

Salió por el corredor medio corriendo y Dashvara lo vio alejarse con un resoplido frustrado. Era más bien exasperante tener que actuar sabiendo una décima parte de las razones que alteraban tanto a Atasiag y Rowyn. Aun así, enseguida se puso otra vez en marcha y maldijo a su hermana por no encontrarse donde se suponía que tenía que aguardar. Luego trató otra vez de calmarse y una súbita inquietud se apoderó de él. La posibilidad de que les hubiese ocurrido algo a las dos Xalyas se volvió opresiva.

Finalmente, llegó a las gradas más altas y la guardia ragaïl le cortó el paso. Uno de ellos era el sargento que siempre presenciaba los entrenamientos en la Arena.

—¿Qué buscas, Xalya? —lo interrogó este. Dashvara se explicó y el sargento sacudió la cabeza con en los ojos un destello triste—. Estuvieron aquí, pero bajaron hace un buen rato.

Dashvara reprimió un gruñido, le dio las gracias y dio la espalda a los Ragaïls. Fue un error. Varios Ragaïls acababan de sacar sus espadas. Con el tono de quien da una orden a regañadientes, el sargento soltó:

—Matadlo.

Dashvara rugió y cometió su segundo error: quiso desenvainar los sables. Al de un segundo, comprendió que no le daba tiempo.

“Ataca en vez de defenderte. Sorprende a tus adversarios.”

Siguió el viejo consejo de Zorvun, volteó y arremetió contra el sargento con un grito de guerra. Ambos cayeron al suelo. Dashvara se levantó de un bote y salió corriendo por el corredor que conducía a las últimas gradas. No tenía ninguna posibilidad de salir vivo de ahí, lo sabía, pero si tenía que morir, al menos moriría matando a personas que merecían realmente morir.

Ignorando los gritos a su espalda, desenvainó los sables y salió a la luz del día. Vio a los Korfú, vio a los Akinoa y vio a Lanamiag. Se abalanzó hacia ellos provocando el caos a su paso. Los ciudadanos se tiraban al suelo soltando alaridos de terror e imploraban la gracia de Cili.

Temblad, mortales, pensó Dashvara. Una mueca terrible se dibujó en su rostro, semejante a una sonrisa. Me habéis tentado demasiado.

No entendió cómo consiguió llegar hasta los Korfú sin que lo atravesase ninguna espada. Dio un salto a la pequeña grada que lo separaba de la familia Legítima y, para asombro de los Akinoa, los rodeó. Esquivó el golpe de espada de Lanamiag. Este le gritó algo. Ensordecido por la furia que vibraba en su corazón, Dashvara no lo oyó. Lo empujó a un lado, plantó su sable en la pierna de uno que se interponía en su camino, se despreocupó totalmente de todo menos de su objetivo. Y acabó por alcanzarlo. Hirió en el brazo a Rayeshag Korfú, ese perro traidor, y luego acabó con él, lo remató y, sin esperar a ver el resultado, siguió su camino hasta los Dikaksunora.

Las palabras de Morzif resonaban como un tambor contra su mente: “La libertad no se gana, mi señor: se toma”.

Estaba a medio camino cuando recibió un golpe de espada contra su armadura, por la espalda.

Cobardes sin honor…, escupió mentalmente.

No se dio la vuelta e, increíblemente, no volvió a recibir ningún otro golpe antes de llegar hasta los Dikaksunora. Vio al joven Kuriag, sentado y paralizado en su asiento, con los ojos desorbitados fijos en su «Rey del Ave Eterna». Y también vio, más cerca, a una tropa de guardias apuntarlo con sus espadas. Se detuvo, los fulminó con la mirada y les gritó:

—¡Apartaos! —Y tonó—: ¡Menfag Dikaksunora! Tú al que llaman Maestro, ¡muéstrate! Voy a matarte. Vas a lamentar haber esclavizado a mi pueblo.

Apenas se sobresaltó cuando vio a Raxifar apostarse a su lado con el hacha alzada, blandida hacia los Dikaksunora. El Akinoa no dijo nada, pero soltó un rugido suficientemente explícito. Echando un rápido vistazo hacia atrás, Dashvara constató que, por alguna razón, los salvajes negros se habían dejado llevar por su ataque de ira y combatían ahora contra los Ragaïls.

—Vamos a morir —murmuró.

Raxifar le mostró una sonrisa fiera.

—Moriré contigo, Xalya. Y no contra ti.

Dashvara hizo una mueca sonriente, dedicó un último pensamiento a Yira, a sus hermanos y a su Ave Eterna y gritó:

—¡Muerte a los asesinos!

—¡Libertad! —vociferó Raxifar.

Se abalanzaron contra los guardias. Como era de prever, pronto se encontraron reculando bajo los golpes.

Apenas unos instantes después, un griterío de voces surgió de las gradas inferiores y fue subiendo en intensidad. A Dashvara le costó entender qué estaba ocurriendo, pero acabó por caer en la cuenta cuando oyó a un ciudadano vocear a una distancia no tan lejana: «¡Por la Unión, abajo los Legítimos, abajo los privilegios!». Por alguna razón, el estallido había arrastrado con él a los Unitarios de la Arena y ahora esta se había convertido en un verdadero caos. Como una oleada, el vocerío ascendió. La última grada no tardó en llenarse de ciudadanos exaltados y armados con sus propias armas. Tanto querer entrenar a los ciudadanos para impedir revueltas de esclavos, total que se volvían contra ellos mismos. Oh gran Titiaka unida…

Ante él, un guardia murió atragantado por su sangre bajo el hacha de Raxifar. Dashvara esquivó un golpe de escudo y dio una patada a una cesta que le estorbaba el camino. Hirió el brazo del soldado más cercano, dio un paso hacia atrás y gritó:

—¡Raxifar, retirada! No nos separemos del resto.

El «resto» eran una quincena de Akinoa que estaba provocando una verdadera sangría a su paso. Pero ellos estaban reculando sabiamente hacia uno de los túneles que llevaban a las galerías interiores, al contrario que Raxifar.

Maldito imprudente. Los Ragaïls se están centrando en los Unitarios ¿y va ese salvaje y se mete en el meollo de la lucha?

—¡Raxifar! —vociferó uno de los Akinoa, llamándolo.

El idiota no le hizo caso y embistió otra vez contra los guardias que rodeaban a los Dikaksunora.

—Está loco —jadeó Dashvara. Se encontraba demasiado lejos como para reunirse con los demás Akinoa y abrirse paso con ellos por las galerías entre la multitud que huía. Los guardias lo hubieran cercado enseguida. De modo que no le quedó otra que seguir a Raxifar y cubrirle las espaldas. De esta sí que no salimos enteros…

Perdió la cuenta de las veces en que estuvo a punto de ser empalado por la guardia. Le daba la impresión de que manejaba los sables con demasiada lentitud. Llegaría un momento en que no iba a lograr parar todos los ataques. Llegaría un momento en que una espada lo traspasaría y, finalmente, acabaría muerto. Y esta vez no resucitaría. Ni tendría un ataúd. Tan sólo esperaba que Atasiag tuviese pensado alguna buena escapatoria. Y que no abandonase a sus hermanos en manos de los titiakas.

Esquivó un golpe de espada que se dirigía directamente hacia su rostro y cargó.

Maldita, maldita vida de locos…, pensó.