Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

36 El Rey del Ave Eterna

Cuando despertó, se sintió curiosamente reposado. Aguzó el oído y escuchó el característico crujido de una pluma contra el pergamino, así como el distante barullo de una ciudad despierta. Abrió los ojos y encontró la biblioteca iluminada por los rayos del sol; sus llamas danzaban silenciosamente entre los libros de las estanterías. Oyó entonces un lejano ladrido, pestañeó y se sentó en la litera frotándose la cara para deshacerse de los últimos retazos de su sueño.

—Son las tres de la tarde —dijo la voz tranquila de Atasiag en su escritorio. Dashvara se giró hacia él y topó con su rostro sonriente—. ¿Qué tal estás, Filósofo?

Dashvara no respondió de inmediato.

—En plena forma —dijo al cabo—. ¿Las tres de la tarde, has dicho?

—Del tercer Coorsyn de otoño —precisó el federado mientras dejaba caer un pergamino sobre la mesa—. ¿Un poco de agua?

Dashvara asintió distraídamente. Haciendo cálculos, llevaba casi un mes viviendo en Titiaka. Como decía Tahisrán, el tiempo corría muy rápido. Sólo cuando Atasiag le tendió un vaso de agua se percató de lo extraño que resultaba ser servido por su propio amo. Ante los ojos bondadosos de este, Dashvara tomó el vaso.

—Gracias, Eminencia.

Atasiag meneó la cabeza, pensativo.

—Todavía no he tocado la comida que me ha traído Norgana. Y la verdad, no tengo mucha hambre. Te la traeré.

Depositó una bandeja con un plato de empanadillas y un vaso que contenía un líquido oscuro. Dashvara observó al diumciliano con curiosidad antes de interesarse de veras por la comida.

—¿Eso de ahí es vino? —preguntó.

Atasiag resopló.

—No. Es chocolate. Viene de Agoskura. Seguramente estará todavía caliente. Que aproveche —agregó, volviéndose para regresar a su escritorio.

Dashvara enarcó una ceja.

—Tranquilízame, ¿no me habrás tomado por un rey tu también, Eminencia?

Atasiag se sentó carcajeándose.

—¡Ni se me ocurriría tomarte por un rey, Filósofo! Y ahora come.

Dashvara no esperó a que se lo repitiera y empezó a engullir la comida de Atasiag Peykat. Cuando acabó su última empanadilla, echó una mirada desconfiada hacia el chocolate caliente. Lo probó con cautela, esperando encontrarse con un sabor a barro. Se llevó una agradable sorpresa. Tomó otro sorbo menos tacaño y afirmó:

—Esto es malditamente bueno, Eminencia.

Atasiag sonrió y observó desde su escritorio:

—Tengo la impresión de que me llamas Eminencia con cada vez más naturalidad.

Dashvara, lejos de ofuscarse, replicó con franqueza:

—Es que antes no pensaba que lo fueras. Ahora todavía dudo, pero reconozco tu derecho a pedir ser llamado como te guste y, basándome en mi generosa tolerancia de salvaje filósofo, no veo una razón por la cual no hacerte feliz. Eminencia —sonrió.

Atasiag lo escudriñó, medio divertido medio sorprendido.

—Te estás burlando de mí.

Dashvara levantó los ojos al techo.

—Como consuelo, te aseguro que me burlo de mí mismo mucho más a menudo —confesó. Y acabó el vaso de chocolate de un trago antes de repetir—: Malditamente bueno.

Atasiag meneó la cabeza.

—Te haré una pregunta que puede parecer ingenua pero, ¿qué es lo que lleva a un Xalya a respetar a otra persona?

¿Otra vez con tus preguntas filosóficas, federado? Y luego me llamas Filósofo a mí…

Dashvara suspiró.

—Según el Dahars, todos los Xalyas respetan a los demás, mientras estos los respeten a ellos. ¿Acaso he dicho en algún momento que no te respetaba, Eminencia? Al principio, lo admito, sentía cierto desprecio hacia ti. Por ser propietario de esclavos. Por ser ladrón. Y por haber conseguido, así y todo, atraerte el amor de dos hijas xalyas. Ahora… —vaciló y confesó—: siento respeto por ti porque, a pesar de todo, eres una buena persona, pero no puedo considerarte como a un hermano porque no actúas como tal. Quieres a tus esclavos como a hijos, pero que sepas que a los hijos no se los encierra, no se les prohíbe nada, no se les ordena ni dice lo que tienen que hacer. Por eso, por tu falta de confianza, no puedo llamarte hermano.

Como no pude nunca llamar hermano al señor mi padre, completó una vocecita en su mente.

Atasiag permaneció largo rato silencioso. Al fin, se levantó, caminó lentamente por la biblioteca y dijo con suavidad:

—Me gustaría cambiar las cosas. Hacer de Titiaka una ciudad libre, con gente que sólo siguiese ese Dahars del que hablas. Encerrar a Menfag Dikaksunora, y a los Telv, los Nelkantas y los Kondister. En realidad, habría que encerrar a muchos más —rectificó y se volvió hacia Dashvara con una sonrisa sardónica—. Pero no es factible, amigo mío. Porque los ciudadanos no están dispuestos a cambiar de modo de vida, aunque sí a empuñar una espada para mantenerlo. Porque los esclavos se enfrentan entre ellos para ganarse los favores de sus amos. Porque las mentalidades simplemente impiden que sea posible.

Dashvara se encogió de hombros.

—No hace falta encerrar a nadie, Eminencia. A mí sólo me hace falta un barco y unos marineros para llevar a mi pueblo de vuelta a la estepa.

Atasiag hizo una mueca burlona.

—Te veía venir, Filósofo. Pero reitero mi negativa. La paciencia te dará la libertad —prometió—. Sin embargo, los Korfú confían en que os sacaré buen partido y no puedo decepcionarlos ahora liberándoos. Es simple política. Puede parecerte egoísta, lo comprendo, pero no estoy dispuesto a que mi casa pierda los pocos apoyos de los que goza y se hunda otra vez en la miseria. Voy a casarme. Voy a fundar de nuevo una familia y no quiero que empiece con mal pie. —Puso cara meditativa cuando prosiguió—: Seguramente habrás oído hablar de cuando mi compañía quebró, hace cuatro años. —Sonrió—. ¿Sabes que me recuperé un poco gracias al Dragón de Primavera? —Dashvara entornó un ojo, asombrado—. ¿Te suena el nombre, verdad? Cuando oí hablar de la desaparición de aquella joya artística, me dije: esta es mi oportunidad. Acabé encontrando a los ladrones esclavistas de Rocavita y vendí aquella maravilla a un príncipe de Agoskura. Llámame ladrón, si quieres, pero ¿no dicen que el que roba a un ladrón se lleva de Cili un rayo de compasión? Aquella joya, en todo rigor, valía bastante más de lo que el príncipe se dignó darme… —murmuró con un mohín—. Pero cualquiera discute con un príncipe agoskureño. —Se encogió de hombros—. En cualquier caso, mi situación financiera no se recuperó del todo. Todavía es inestable. Y, para serte franco, tengo pocas esperanzas de llegar a ser elegido como Consejero. Tampoco es que me apetezca serlo, pero los Korfú intentan meter a todos sus aliados en el Consejo. —Se humedeció los labios y admitió—: Sí, técnicamente, soy un perro de los Korfú. La esclavitud no sólo existe en los papeles del registrador… —Meneó de pronto la cabeza—. ¿Por qué diablos te estoy contando todo esto, Filósofo? Apuesto a que te importa una gota de agua.

Dashvara lo observó con pesadumbre.

—¿Por qué no debería importarme? Retomando tu expresión, que sepas que en la estepa una gota de agua no es poca cosa. —Apuntó con sinceridad—: Créeme, no tengo ninguna razón por la cual sentirme indiferente hacia tu vida.

Atasiag lo miró. Sonrió. Y se carcajeó.

—Me maravillas, Dashvara. Tu capacidad empática es encomiable.

Dashvara le devolvió la sonrisa.

—He vivido tres años en la Torre de Compasión, Eminencia. Además —retomó con más seriedad—, en cierto modo, tú me salvaste la vida en casa de esa… de tu futura esposa. Y eso no es algo que un Xalya olvide con facilidad.

El federado meneó la cabeza, pensativo. Tras un sereno silencio, alguien llamó a la puerta.

—¡Ah! —soltó Atasiag—. Ese debe de ser Tsu. Pasa. —El drow abrió la puerta y se inclinó levemente—. Alégrate, médico. Tu paciente está cada vez más en forma.

Dashvara se apresuró a asentir.

—De hecho, creo que ya estoy lo suficientemente en forma para…

Se estaba levantando pero Tsu lo volvió a sentar a la fuerza.

—Yo soy el médico —rezongó—: túmbate y ya veremos.

Sus ojos rojos no admitían réplica. Dashvara chasqueó la lengua, contrariado, pero se tumbó y suspiró cuando advirtió un destello de diversión en los ojos de Atasiag Peykat. El diagnóstico de Tsu fue conciso: se quedaría en la cama al menos cuatro días más. Dashvara protestó y Atasiag zanjó la cuestión con estas palabras:

—Mañana volverás junto con tus hermanos. Mientras tanto, te quedarás aquí. —Y apuntó—: ¿Quieres que te traiga algún libro?

Tsu agrandó los ojos. Dashvara puso cara de quien está habituado a ser servido y preguntó:

—¿Tienes Las aventuras del pastor Bramanil y su gato Mawrus el saboteador?

Atasiag enarcó una ceja.

—Es la lectura preferida de Lessi. Por recomendación de ese tal Rowyn el Duque. Por supuesto que tengo el libro. ¿Lo quieres en común, en ryscodrense o en diumciliano?

Dashvara resopló. ¿Me has tomado por un gran políglota, federado?

—En lengua común, por el Liadirlá —contestó. Sonrió cuando vio a Atasiag darle la espalda para ir a buscar el libro.

* * *

Tsu tenía razón, por supuesto. Tras entretenerse varias horas con el libro de cuentos, Dashvara acabó por sentirse otra vez cansado y durmió durante buena parte de la noche, de un tirón, sin que las pesadillas viniesen a incordiarlo. Faltaban tal vez dos horas para que amaneciese cuando se levantó y salió al patio. Encontró a Yira sentada en el pretil de la fuente, jugueteando con una mariposa armónica. La ilusión voló hacia Dashvara, revoloteó a su alrededor y desapareció cuando este alcanzó la fuente.

—Apuesto a que eres la mejor guardiana de toda Titiaka. ¿De veras crees que alguien podría entrar a robar? —le preguntó tras saludarla y sentarse a su lado.

Yira se encogió de hombros.

—Ya viste al hombre de ayer: entró sin grandes dificultades. Aunque generalmente no hay mucho ladrón por Titiaka —admitió—. Y eso se lo debemos a la jefa de la Milicia. Supongo que habrás oído hablar de ella… ¿No? —Dashvara negó con la cabeza—. Pues se ha forjado una gran reputación. Shishina Dikaksunora saneó la ciudad hace un par de años. Ejecutó a un gran traficante en la plaza pública, junto con sus asociados y, al día siguiente, mandó ahorcar a once ladrones de tal forma que amedrentó a toda el hampa. Desde entonces, Titiaka es una de las ciudades más seguras que puedas encontrar en toda la costa este del Océano Caminante.

Dashvara sonrió.

—Y luego nos llamáis bárbaros a nosotros. Nosotros, a los ladrones inofensivos, les dábamos latigazos. Y luego les dábamos suficiente comida como para que se marcharan lejos de nuestras tierras.

—¿Y siempre se marchaban? —interrogó Yira con el tono de quien siente un interés puramente científico.

Dashvara hizo una mueca.

—Si no lo hacían, entonces, o se utilizaba otra vez el látigo, o se utilizaban los sables. Dependiendo del humor de nuestro capitán. Er… ¿podemos cambiar de tema, naâsga?

—Iba a proponértelo —replicó Yira con ojos sonrientes—. Dime, ¿quién era ese hombre con el que hablaste ayer? Era estepeño, ¿verdad?

Dashvara asintió y se puso entonces a contarle la conversación con el Honyr. Afirmó alegremente que con toda probabilidad los Honyrs se unirían al clan y acabó concluyendo:

—Sólo falta que tu padre nos dé la libertad.

Yira permaneció en silencio un buen rato y Dashvara se preguntó en qué estaría pensando. No, ¿de veras te lo preguntas? Acabas de decirle que tú quieres marcharte e irte a la estepa, Dash. Nada que no supiese, es cierto, pero ¿y si no quiere ella marcharse de Titiaka contigo? Dashvara reprimió un suspiro y añadió con suavidad:

—Pero, por el momento, no podemos irnos, así que de nada sirve adelantar las cosas.

Cuidado, señor de la estepa. Acabarás alegrándote de ser un esclavo para tener una excusa y quedarte aquí…

Yira le apretó la mano y razonó:

—Tienes razón. Como decía Taymed, no utilices todo el morjás del hueso antes de tiempo.

Dashvara enarcó una ceja… y se le escapó una súbita carcajada.

—Perdón —carraspeó.

Pero Yira ya se estaba riendo.

—Perdóname a mí —replicó, divertida—. Supongo que eso ha sonado un poco macabro.

—Ligeramente —coincidió Dashvara. Con suavidad, la abrazó, echó una ojeada a la constelación del Escorpión y sonrió, pensando: Mi padre amó a una naâsga que coleccionaba huesos. Yo amo a una mujer que los hace revivir.

* * *

Finalmente, a la mañana siguiente, volvió a los dormitorios con sus hermanos y estos lo acogieron con gran alegría.

—Ya le ha costado a la Eminencia sacarte de la biblioteca —comentó el capitán cuando Dashvara se hubo instalado en su jergón—. ¿No te habrás intentado leer todos sus libros?

Dashvara bajó una mirada hacia Las aventuras del pastor Bramanil y su gato Mawrus el saboteador. Lo había tomado prestado para terminarlo; como Tsu seguía insistiendo en que no debía moverse…

—Qué va —contestó con desenfado—. Su Eminencia me ha estado entreteniendo con preguntas filosóficas y no me ha dado tiempo a hacerme más sabio.

Zorvun esbozó una sonrisa.

—Aunque, según nos dijo el muy discreto Zamoy, te ha dado tiempo a congeniar bastante bien con una persona —observó.

Dashvara se dio cuenta entonces de que unos cuantos Xalyas, Makarva y los Trillizos incluidos, lo miraban con sonrisillas amables. Se hizo el tonto.

—¿Con su Eminencia? —Hizo una mueca meditativa—. Bah, no es mi tipo, sinceramente. Nos llevamos bien, pero de ahí a…

Las carcajadas de sus compañeros ahogaron sus palabras socarronas. Zamoy exclamó:

—Oh, venga, Dash, dinos algo de ella. ¿Le has visto la cara?

—Calvo, ¡no seas pesado! —le lanzó Miflin pasando una mano sobre su propia calvicie—. Así como el poeta hace versos en su rincón, el enamorado disfruta del amor solo.

—No tan solo —lo corrigió Makarva con su sonrisa de lobo.

—Además, el poeta, luego, recita los versos en voz alta —agregó Kodarah—. ¡Venga, Dash!, los Xalyas no somos egoístas.

Dashvara resopló e intercambió con Lumon y el capitán Zorvun una mirada que significaba algo así como: «Estos jóvenes…».

—Mirad, amigos —dijo—. Lo único que os puedo decir es que nuestras Aves Eternas vuelan juntas. Y ahora…

—Y ahora salgamos —intervino el capitán con una ancha sonrisa mientras Zamoy y Makarva ponían caras falsamente decepcionadas—. Es la Hora de la Constancia, muchachos. Dejemos a nuestro señor con su libro y vayamos a trabajar.

Dashvara le dedicó a Makarva un guiño y este señaló el libro:

—¿Hay cuentos sobre el mar ahí dentro?

Dashvara asintió.

—Os leeré uno a la noche —propuso—. Ya que me voy a pasar el día encadenado por Tsu, algo útil tengo que hacer.

Makarva sonrió.

—Elígeme uno bueno, entonces.

Su amigo le palmeó el hombro y salió con los demás. Con un suspiro, Dashvara los observó ponerse en línea en el patio. Aquella mañana, Atasiag no acudió a la Plaza del Homenaje y los seguidores se fueron más pronto. Poco después, el contramaestre Loxarios apareció y guió a todos sus hermanos afuera a paso ligero.

—¿Adónde van? —le preguntó a Tsu mientras se apartaba de la celosía y regresaba a su jergón.

—A posar piedras —contestó el drow. Y sonrió ante la mirada curiosa de Dashvara—. Están ayudando a construir más gradas en la Arena. Los juegos se inauguran mañana.

Dashvara meneó la cabeza.

—¿Y los Shyurd? ¿No se supone que diez de los nuestros deben entrenarse para ellos?

—Mm —afirmó Tsu—. Van a luchar para ellos, pero estos días digamos que no se han entrenado mucho.

Dashvara enarcó las cejas.

—¿Digamos que, eh? Amigo mío, ¿no estarás tomando la manía de Wassag?

Tsu se encogió de hombros.

—Yo ya tengo mis manías, como para adoptar las de los demás —replicó; y se levantó—. Descansa. Y no te esfuerces leyendo si te cansas.

Dashvara puso los ojos en blanco.

—Siempre está bien esforzarse un poco. Si no me hubiese esforzado en mi ataúd, no me habría movido y habría despertado en las catacumbas o adonde fuese que me llevaran… Está bien, Tsu —suspiró ante su mirada paciente—. No me moveré de aquí. ¿Adónde vas tú?

—Atasiag quiso que sirviera de preceptor a Fayrah y a Lessi —explicó—. Se supone que les tengo que dar clases de matemáticas y artes celmistas, pero en la práctica… Mmpf. No son muy eficaces.

Dashvara sonrió anchamente.

—Fayrah por poco volvió loco al shaard con sus preguntas. Que no te vuelva loco a ti, Tsu.

El drow enseñó sus dientes blancos en una media sonrisa antes de salir de los dormitorios. Dashvara se pasó el resto del día leyendo. Se comportó como el mejor paciente del mundo. Los Xalyas no volvieron al mediodía y, antes incluso de que se le ocurriese levantarse para ir a pillar algo en la cocina, llegó Norgana con una bandeja. Dashvara se llevó una sorpresa cuando vio sobre esta última un vaso de chocolate caliente.

—Al parecer, el chocolate es bueno para los pulmones —dijo la hija del tío Serl, levemente interrogante.

Dashvara sonrió.

—No me cabe la menor duda.

Le dio las gracias y, tras comer, siguió leyendo hasta que terminó la última frase de las aventuras del pastor Bramanil. Acababan de sonar las tres de la tarde. Norgana había dejado la puerta abierta y un aire cálido corría por la habitación, llevando un rumor de voces lejanas y ruidos de toda índole. Lo embargó una súbita inspiración. Sacó el trozo de madera y su cincel y, olvidando su promesa, se levantó y salió al patio. Encontró al viejo belarco Leoshu sentado en una silla, junto al portal de la entrada. Lo saludó amablemente y, mientras se sentaba en el suelo, al lado opuesto, se fijó en que Leoshu estaba reparando un extraño artilugio circular de madera con una tela en medio.

—¿Qué es? —preguntó Dashvara con interés.

—Un cedazo —contestó el anciano—. Es de un amigo. Se le estropeó y, como no tiene tiempo, se lo arreglo yo.

Dashvara frunció el ceño.

—¿Y para qué sirve?

Leoshu enarcó una ceja, perplejo.

—Pues… para separar la harina del salvado, por ejemplo. Echas el material en el lienzo, lo agitas y separas las partículas más finas de las más gruesas. Así de sencillo. ¿Nunca habías visto un cedazo?

Dashvara puso cara pensativa.

—Supongo que sí. Pero nunca me interesé por saber para qué se usaba. —De pronto, se sentía un poco ridículo con su trozo de madera y sus pequeñas esculturas que no servían más que para hacer bonito. Recordó entonces una frase que había pronunciado Morzif el Herrero hacía mucho tiempo, cuando le había enseñado a forjar sus propios sables: “Todo objeto debe nacer de una necesidad. Las palas para excavar la tierra. Los sables para matar. Y los instrumentos de música para disfrutar.” Pero ¿acaso eso significaba que todo objeto natural nacía de una necesidad? ¿O bien los saijits se inventaban una necesidad a partir de este? Sonrió solo. Andas bien de la cabeza, Dash. Siempre tienes que darle vueltas a todo.

Cogió su cincel y continuó dándole forma. Tras un buen rato, Leoshu preguntó:

—¿Y tú? ¿Qué estás haciendo?

Dashvara hizo girar su pieza con cara pensativa.

—La verdad, no lo sé muy bien. ¿Tú qué harías con esto?

El rostro del anciano reflejó una mezcla de sorpresa y diversión.

—Bueno. Un bol, tal vez.

Dashvara se encogió de hombros.

—Ya tenemos decenas de boles. ¿Para qué hacer uno más?

Mientras Leoshu reflexionaba, se percató de lo que acababa de decir. ¿Tenemos?, repitió. ¿Es que ahora consideraba los haberes de Atasiag como los suyos?

—¿Una perinola? —sugirió entonces Leoshu.

Dashvara lo miró sin comprender.

—¿Una qué?

—Una perinola. Se trata de un juguete típico de Ryscodra. Tiene la forma de una bola o un cono equilibrado sobre una punta. La haces girar sobre esta y…

El anciano se le puso entonces a explicar para qué servía una perinola y Dashvara acabó entendiendo que se trataba simple y llanamente de una peonza. Le agradeció el consejo y, animado por su nueva tarea, se puso manos a la obra. Las seis campanadas del Templo Feliz lo pillaron por sorpresa, alisando la madera. ¿Tan rápido pasaba el tiempo? Poco después, oyó una exclamación.

—¡Venid, venid! ¡El Rey del Ave Eterna está ahí!

Dashvara vio aparecer a cinco jóvenes por la calle, vestidos con pelucas y unas túnicas pardas de estudiantes. Los seguían otros tantos, muchachos como ellos y cargados con grandes rollos de pergamino y un saco. Sus esclavos, entendió Dashvara.

—Maldita sea —resopló. ¿Serían esos los discípulos exaltados de Maloven? Mmpf. Tengo un mal presentimiento.