Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

12 Los Túneles de Aïgstia

—¡No lo escupas, maldita sea! —exclamó Zaadma.

Dashvara tragó y acto seguido tosió para echar el líquido que había pasado del mal lado. Un dolor punzante le atravesó el vientre y buscó a tientas algo a que agarrarse para no desfallecer. Topó con una piedra dura y luego con una mano firme que lo apartó de la roca.

—Sólo falta ahora que se raje las manos —refunfuñó Zaadma.

Dashvara no pudo determinar quién acababa de sostenerlo: su vista se le enturbió y cayó inconsciente.

Cuando volvió en sí, lo primero que vio fue el joven rostro de la alquimista, inclinada sobre él. Fruncía el ceño, preocupada. Su presencia calmó ligeramente a Dashvara, quien parpadeó para mirar a su alrededor. El lugar era inimaginable. Unos bloques de roca grisácea de tal vez cuarenta pies de altura se alzaban ante él. Recobrando la respiración, preguntó con un hilo de voz:

—¿Estoy vivo?

Zaadma ladeó la boca, inquieta.

—Eso parece. Aunque no sé hasta cuándo. He hecho lo que he podido, pero yo jamás he curado heridas tan… asquerosas. —Vaciló—. Ya sé que le has dicho a Rokuish que yo hago milagros, pero desgraciadamente es falso. Es halagador pero falso.

Dashvara frunció el ceño al ver un rostro familiar aparecer detrás de una roca con una liebre en la mano.

—¡Rokuish! —espiró, sorprendido.

El Shalussi sonrió y se agachó junto a él.

—¿Qué? ¿Sigue doliéndote?

Dashvara le devolvió una sonrisa tonta que se transformó en una mueca de dolor.

—Me duele el orgullo —resopló—. Cometí un error de novatos. Creí que Zefrek estaba demasiado aturdido y él me engañó como a un niño. ¿Qué haces tú aquí, Rok? —añadió.

—Cuidando de dos locos —sonrió el Shalussi.

—Qué coincidencia —terció Zaadma, burlona.

Dashvara sentía como si le hubieran metido por las costillas un yunque con agujas a la fuerza. Le costaba mil esfuerzos alinear dos pensamientos lógicos. Sin embargo, un recuerdo lo hizo espirar y hablar a duras penas:

—¿Y Walek?

—Oh. El gran Walek se ha dejado otra vez seducir por mis encantos —contestó Zaadma. Su sonrisa traviesa se le fijó en una mueca entristecida—. Le he dicho que en el carruaje había un total de quinientas monedas de oro dentro de los tiestos y de aquel barril. Walek no es tan avaricioso como Nanda, pero… —se encogió de hombros— es un Shalussi. Ha aceptado dejarnos con vida a los dos a cambio de mi oro y, puesto que Rokuish se ha mostrado tan preocupado por tu salud, le he pedido que me ayude a llevarte hasta el final de la estepa.

Hasta el Laberinto Rocoso, entendió Dashvara, alzando otra vez una mirada vaga hacia los bloques de roca. Entonces, frunció el ceño.

—¿Walek ha aceptado? —repitió, incrédulo.

—Ajá. Le conté lo de la enfermedad de Nanda. Ya sabes cómo son los Shalussis. Bueno, pensándolo bien, tal vez no lo sepas: cuando una enfermedad doblega a un jefe, este y sus descendientes quedan desacreditados —explicó—. Así que Walek te ha perdonado la vida a cambio de que no volvieses al pueblo nunca más y se ha proclamado jefe soltando un grito infernal. Se ha llevado a Zefrek maniatado y… —suspiró— también se ha llevado mi oro. Pero sigo teniendo mi narciso —le informó, como si eso fuera el punto feliz que rematara la historia—. ¿Quieres comer algo?

Dashvara agrandó los ojos con sólo pensar en ingurgitar comida y negó suavemente con la cabeza.

—No.

Rokuish y ella intercambiaron una mirada.

—Entonces, descansa —concluyó Zaadma—. Y trata de no morirte mientras esperamos a que pasen por aquí los comerciantes.

Dashvara sintió una ligera brisa acariciarle el rostro sudoroso y cerró los ojos. Un pensamiento lo forzó a abrirlos de nuevo.

—Zaadma, ¿fuiste tú la que provocó esa… explosión? —preguntó con la voz tensa por el dolor.

La alquimista sonrió levemente.

—Era la única poción que tenía. Liberé los caballos, me subí en uno, encendí la mecha del frasco y se lo tiré a Andrek cuando él se acercó con sus sables. Realmente lo siento por tu hermano, Rokuish. Seguramente le quedarán secuelas para siempre.

—Más lo habría sentido si hubiese matado a una mujer —aseguró el Shalussi.

Dashvara sonrió débilmente y volvió a cerrar los ojos. Fuese cual fuese el remedio que le había hecho tomar Zaadma, al de un rato se sintió algo más lúcido. La cabeza le dejó de hervir, la sangre dejó de tamborilear contra sus sienes y un profundo sopor lo invadió. Se dejó arrastrar por el sueño.

Se encontraba otra vez en casa de Zaadma, rodeado de flores. La joven, sentada ante él, tarareaba una canción y, mientras peinaba su larga cabellera negra, le dedicaba de vez en cuando miradas hechizantes. Afuera, el suelo estaba cubierto de sombras a pesar de que el cielo estaba completamente despejado. El sol ardía como un fuego perpetuo. Se oyeron gritos de dolor afuera y la armoniosa paz se rompió. Era el pueblo xalya el que gritaba. Su padre, su hermano Showag y el capitán Zorvun luchaban ferozmente contra los Akinoa y los Shalussis mientras Dashvara seguía sentado en un hogar donde tan sólo reinaban la dulzura y la serenidad. ¿Por qué luchan?, se preguntó. Cuando los gritos se volvieron insoportables, supo sin lugar a dudas por qué. Se levantó a toda prisa, abrió la puerta y sacó ambos sables de la vaina. Zaadma le suplicó que no se fuera, pero Dashvara la contempló tan sólo con repulsión. En ese instante, el rostro de Zaadma se convirtió en el de su madre, quien le sonrió y le enseñó una estantería llena de cráneos de enemigos derrotados. Lo invitaba a luchar. Sin dudar ni un solo segundo, Dashvara salió a defender a su pueblo o, por lo menos, a morir con ellos. Las sombras lo envolvieron. Los gritos se convirtieron en aullidos de muerte. Dashvara arremetía a ciegas y mataba con el corazón ardiendo de rabia. Ya no le quedaba nada: estaba solo. No había salvado ni a su hermana Fayrah. Las sombras se la habían llevado. ¿Por qué lucho?, se preguntó. Temía detenerse a pensar. Simplemente, estaba devolviendo el dolor que le habían causado… No podía dejar de luchar o pensarían que se había rendido.

Las sombras se hicieron más densas. Las siluetas desaparecieron y los gritos con ellas. Ahora sí que estaba solo, se dijo. Ya no tenía enemigos. Todo era silencio. Parecía que había muerto. O tal vez no fuera sólo un parecer. La casa de Zaadma ya no existía. Ni las flores, ni la canción, ni la alegría. Un humo compacto envolvía a Dashvara, queriendo aplastarlo, acabar con su alma y asfixiarlo para siempre.

En la vida, hay que tomar muchas decisiones y, a veces, uno se equivoca. Pero cuando se trata de no rendirse ante la muerte, uno jamás se equivoca.

Dashvara repelió el humo compacto y vio la luz del sol. Este latía como un corazón, iluminando sus ojos por intermitencias. Dashvara abrió la boca.

—Agua.

Le dieron agua. Sorbió lentamente el líquido templado. Tenía la boca seca como una piedra del desierto. Parpadeó y contempló el rostro de un hombre con turbante azul chillón y escamas verdosas en las cejas. Frunció el ceño al notar el traqueteo continuo y al fin lo entendió. Estaba en un carromato. La luz de una gran candela iluminaba el interior.

—¿Más agua? —pidió. Estaba sediento.

El hombre le dio más agua.

—¿Quién eres? —preguntó Dashvara. Se sentía mejor. Con el cuerpo exhausto, pero mucho mejor.

Sólo entonces reconoció al comerciante. Era ese saijit dazboniense que le había intentado vender su artilugio mágico con la luz roja. Tenía garras en las manos. Dashvara las contempló, tratando de no parecer amedrentado.

—Mi nombre es Aydin Kohor —se presentó el comerciante, retirando el bol—. Y, según me ha dicho tu prima, tú eres un tal Odek.

Dashvara se lo quedó mirando, perplejo.

—¿Mi… prima? —repitió.

Aydin Kohor malinterpretó la pregunta.

—Está en otro carromato, con el maestre Shizur y tu hermano. No podía trabajar con ellos al lado. No te preocupes por ella, está bien —aseguró al ver que Dashvara seguía mirándolo con fijeza.

¿Me acabo de enterar de que tengo una prima y un hermano y me dices que no me preocupe, dazboniense? Dashvara reprimió un resoplido y trató de enderezarse.

—¿Te duele? —preguntó Aydin.

Sí, le dolía, pero Dashvara tan sólo gruñó, miró al muchacho que llevaba las riendas del carromato en la parte delantera y preguntó:

—¿Dónde estamos?

—Saliendo ya de los Túneles de Aïgstia —contestó tranquilamente el comerciante. Le tendió un plato con pan blando y frutos secos—. Dentro de unas cuatro horas llegaremos al pueblo de Rocavita.

Dashvara frunció el ceño mientras aceptaba la comida. Rocavita. Le sonaba el nombre, pero se había pasado los últimos seis años cabalgando y vigilando las tierras xalyas y las lecciones de geografía del shaard Maloven le quedaban muy lejos… Por no decir que jamás le había interesado aprenderse de memoria nombres de lugares que no conocía.

Recordó entonces los enormes bloques de roca que había visto antes. Aquellos comerciantes eran de Dazbon y, lógicamente, volvían a su casa tras vender y comprar mercancía. De modo que Rocavita y los Túneles de Aïgstia estaban en esa dirección.

Dejó el plato medio lleno y volvió a recostarse.

—¿Estamos lejos de Dazbon? —inquirió.

—No mucho. Llegaremos mañana hacia el mediodía —respondió el comerciante.

Dashvara se sobresaltó.

—¿Mañana?

Aydin sonrió y asintió.

—Mañana. Entiendo que te sorprenda. Has recibido una señora puñalada que no ha perforado uno de los pulmones de milagro. Te has pasado cuatro días enteros delirando. Por lo visto, no te acuerdas de nada.

Dashvara acogió la noticia con una mueca indescifrable.

Cuatro días, ¿eh? Y tú me llevas a Dazbon, lejos de la estepa, y Zaadma se ha adjudicado el título de mi prima. Si lo supiera mi padre, se removería en su tumba.

Claro que muy probablemente el señor Vifkan no tenía tumba alguna. Dashvara meneó la cabeza y volvió a enderezarse. El dolor era del todo soportable, determinó.

—¿Cuánto falta para que amanezca? —preguntó.

—Deben de ser las tres de la tarde —evaluó Aydin—. No es de noche —añadió al ver que Dashvara le echaba una mirada confusa—. Como te decía, estamos pasando por los Túneles de Aïgstia. No deberías moverte o se te abrirán los puntos —comentó al ver que el Xalya se arrastraba hasta la parte delantera.

Dashvara evitó varias alfombras shalussis enrolladas y llegó junto al muchacho dazboniense que llevaba las riendas. Este se tensó de inmediato y lo consideró de soslayo con aprensión.

—Dame las riendas, Hadriks —le sugirió Aydin.

El muchacho se apresuró a dejarle el sitio a Aydin. Dashvara se sentó en el banco, perplejo.

—¿Es que se me ha quedado una cara de dragón hambriento y por eso me rehuye? —preguntó.

Aydin sonrió.

—No precisamente, pero el muchacho aún es nuevo en esto y no conoce muy bien las… costumbres de los Shalussis.

Dashvara frunció el ceño y empezó a entender.

—¿Te refieres a lo que pasó con mis perseguidores?

—En parte, sí. —Aydin se encogió de hombros—. Pero como los Shalussis sois lo suficientemente listos para no meteros con los dazbonienses, a mí ni me van ni me vienen vuestros líos, tranquilo.

Dashvara comprendió al fin que ese hombre ignoraba quién era. Sin duda, debía de haber pensado que había matado al jefe del poblado por algún asunto interno del clan.

Permaneció en silencio largo rato, contemplando el túnel y las antorchas de los dos carromatos de delante. La roca era irregular y se divisaban en la penumbra huecos oscuros. Algunos parecían ser verdaderos túneles, aunque más estrechos que el que recorrían.

Pensó en Fayrah. Su corazón le decía que estaba en uno de los carromatos, a unos pasos escasos de distancia. Si lograba sacarla de ahí antes de entrar en Dazbon…

—Deberías ir a tumbarte —dijo de pronto Aydin Kohor.

Dashvara apartó la vista de una especie de gran escarabajo que se movía lentamente junto a una roca y observó al comerciante. Sus garras habían desaparecido en el interior de sus manos. Su piel era anormalmente pálida y tenía ojos verdes. Jamás había visto a nadie con los ojos verdes.

Aydin se rebulló, como molesto de que lo detallase con tal descaro.

—No eres humano —soltó Dashvara.

Aydin enarcó una ceja escamosa y sonrió.

—No. Soy un ternian. ¿Nunca habías visto a uno? —Dashvara negó con la cabeza—. Supongo que es normal. Por la estepa, sólo hay humanos, ¿verdad?

Dashvara asintió y, como le parecía que Aydin empezaba a considerarlo como a un ignorante, pronunció:

—De pequeño me hablaron de los saijits y de las distintas razas. Sé lo que son los ternians. Simplemente nunca había visto a uno.

Dashvara guardó el silencio un momento antes de agregar:

—¿Por qué tenías las garras sacadas cuando me he despertado y ahora no?

Aydin lo miró de reojo, como si lo sorprendiera la pregunta. Se encogió de hombros.

—Supongo que antes las saqué por puro instinto. A veces las saco cuando estoy nervioso o cuando tengo miedo.

Dashvara frunció el entrecejo y Aydin resopló, cambiando de tono:

—Verás, nuestras culturas son sensiblemente diferentes. Yo jamás en la vida he curado a un hombre que cada vez que se despierta repite las palabras «los mataré» como un asesino fanático. —Carraspeó—. Comprenderás que me sienta un poco aprensivo.

Dashvara lo miró con fijeza unos instantes y luego volvió a contemplar las paredes de los túneles, meditativo.

Vaya. Ahora entiendo el temor de ese tal Hadriks.

Echó un vistazo hacia el interior del carromato. El muchacho, bastante más joven que él, lo escudriñaba, suspenso. Cuando cruzó su mirada, Hadriks apartó inmediatamente la suya hacia el suelo del carruaje.

Dashvara suspiró y recordó unas palabras que le había lanzado a Rokuish el día en que había matado a Nanda: “A fin de cuentas, todos en la estepa somos unos salvajes sin corazón, ¿no crees?”

En el fondo, Dashvara siempre había creído que no era así. Que los Xalyas eran distintos a los Shalussis y los Akinoa. Ellos eran los herederos de las tierras gobernadas por los Antiguos Reyes. Dashvara llevaba la sangre de los señores de la estepa. La sangre de un caballero del Dahars.

Y, sin embargo… los dazbonienses parecían verlo como a un salvaje. Sin conocer siquiera las razones de sus actos. Aunque, ciertamente, eso no había impedido al ternian curarle la herida y devolverlo a la vida.

El Xalya miró de nuevo al comerciante e hizo un gesto de agradecimiento.

—Gracias.

El rostro de Aydin reflejó sorpresa y Dashvara precisó:

—Gracias por haberme salvado la vida.

Aydin se relajó un poco.

—De nada. Antaño, era curandero.

¿Y esa es una razón para curar a un «asesino fanático» al que no conoces? Dashvara sonrió. Aydin empezaba a resultarle simpático.

—¿Y por qué ya no lo eres? —preguntó.

El ternian volvió a encogerse de hombros.

—Bueno. Decisiones de la vida. Me casé con una hija única de comerciantes. Heredamos varios carromatos y favores comerciales y mi mujer me convenció de que curar a pobres no iba a ayudarnos a pagar los estudios de nuestros hijos. —Sonrió—. Aun así, sigo ofreciendo mis servicios como curandero en cuanto puedo.

Dashvara lo miró con renovado respeto.

—¿Has salvado muchas vidas?

Aydin resopló, como divertido.

—Sí. Unas cuantas. Aunque yo sólo puedo sanar las heridas físicas —añadió.

Dashvara cruzó su mirada pensativa antes de que el comerciante la desviara de nuevo hacia delante. ¿Qué heridas no puedes sanar, comerciante? ¿Acaso piensas que he perdido la cordura? El Xalya reprimió un carraspeo.

—Las demás heridas, las sana uno mismo muy bien con el tiempo —comentó.

—Tal vez —concedió el ternian—. Deberías acostarte y dormir o acabarás estropeando mi vendaje. Tu herida en el costado también necesita reposo y tiempo.

Dashvara hizo una mueca pero no replicó. Se levantó con esfuerzo, pasó delante de Hadriks dedicándole una media sonrisa y volvió a tumbarse sobre el jergón. En cuanto cerró los ojos, las tinieblas lo arrastraron.